Authors: María Dueñas
—Siga —repitió.
—Lo hizo Luis.
Le pareció que la llama del quinqué se estremecía. ¿Qué?
—El niño de la casa, el enfermito, el benjamín —farfulló la mexicana escupiendo cinismo—. Él apretó el dedo del disparo asesino que acabó con su propio hermano.
Las piezas se acercaban, a punto de encajar.
—Matías y mi marido estaban enzarzados en una pelea, habían dejado apartadas las escopetas, se gritaban, se maldecían como jamás lo habían hecho. Y el pequeño Luisito, que tan sólo les acompañaba desarmado, se puso nervioso y pretendió intermediar. Agarró entonces una de las armas, quizá sólo pretendía lanzar un tiro al aire, o quiso amedrentarlos, o sabe Dios. Para cuando los cazadores más cercanos llegaron hasta ellos, la escopeta de Gustavo estaba en el suelo recién disparada, Matías se desangraba en el suelo y el Comino lloraba con un ataque de nervios encima del cuerpo caliente. Mi marido intentó aclarar lo sucedido, pero todo estaba en su contra: sus gritos y maldiciones durante la pelea se habían oído en la distancia y el arma era la suya.
No necesitó seguir insistiendo para que hablara: ella misma parecía haberse destensado.
—Al ver el estado de su hermano mayor, al enano le entró un mal de nervios y ni media palabra dijo. En vez de ser considerado como el asesino que en verdad era, se le trató como a una segunda víctima. Jamás hubo tampoco una denuncia formal contra Gustavo, todo quedó en la familia. Hasta que el abuelo le puso una bolsa de dinero encima de la mano y lo desterró.
Nunca se creyó merecedor del patrimonio del que fue heredero. Eso le había respondido Manuel Ysasi en el casino a su pregunta del porqué de los desmadres y la vida disoluta de Luisito Montalvo; a la razón de su desafecto por el negocio y las propiedades de la familia. Entonces no fue capaz de interpretar al doctor. Ahora sí.
—Y ya que me está sacando las palabras como el sacamuelas habanero de la calle de la Merced, déjeme que le cuente algo más. ¿Usted quiere conocer por qué se peleaban?
—Lo imagino, pero confírmemelo.
Su fugaz carcajada sonó amarga como un trago de angostura.
—Cómo no. Siempre en medio, la gran Soledad. Gustavo estaba desolado porque ella se acababa de casar con el inglés, acusaba a su primo mayor por no haber frenado ese romance en su ausencia; él por entonces vivía en Sevilla. Lo tachó de traidor, de desleal. De haber colaborado con el viejo para que la prima de la que estaba enamorado desde que tenía memoria se apartara de él.
Hablaba firme ahora la Gorostiza, como si poco le importara todo una vez que había empezado a tirar del hilo de la madeja.
—¿Sabe una cosa, Larrea? Mucho ha llovido desde que mi marido me contó todo aquello: cuando los fantasmas lo despertaban en la madrugada, cuando todavía hablaba conmigo y se esforzaba por fingir que me quería siquiera un poquitico, aunque la maldita sombra de otra mujer conviviera perenne entre nosotros. Pero nunca olvidé que ahí se le tronchó la vida a Gustavo, por eso escribí a Luis Montalvo a lo largo de los años. Por eso puse a su disposición nuestra casa y nuestra hacienda como una pariente cariñosa, diciéndole que mi marido ansiaba el reencuentro cuando él ni siquiera sospechaba ni por lo más remoto lo que yo tramaba. Lo único que yo perseguía era avivarle el ánimo, que le bullera la sangre en el cuerpo después de tanto tiempo de cargar con la angustia de un pecado ajeno a sus espaldas. Y pensé que podría conseguirlo devolviéndole los escenarios de aquel mundo feliz del que los suyos lo echaron a patadas. La casa de su familia, la bodega, las viñas de su infancia. Así que primero logré traer al Comino desde España para que se congraciaran y después, sin que mi marido lo supiera, le convencí para que cambiara su testamento. Nada más.
Una mueca cargada de acidez se le dibujó en el rostro.
—Tan sólo me costó unas cuantas lágrimas falsas y un notario público con pocos escrúpulos: no se imagina lo sencillísimo que resulta para una mujer bien provista alterar las voluntades de un moribundo con la conciencia manchada.
Prefirió pasar por alto la insolencia, le urgía acabar cuanto antes: los Fatou y Soledad esperaban ansiosos en la sala, todo estaba listo. Pero él, implicado hasta los tuétanos entre los escombros de los Montalvo, se negaba a dejarla partir sin antes terminar de entender.
—Prosiga —ordenó de nuevo.
—¿Qué usted más quiere saber? ¿Por qué mi esposo fue tan insensato a la postre como para jugárselo todo con usted en una partida de billar?
—Exactamente.
—Porque me equivoqué de cabo a rabo —reconoció con un rictus de pesar—. Porque su reacción no encajó en mis previsiones, porque no logré ilusionarlo como pretendía. Me creí capaz de proponerle un futuro alentador para los dos: vender nuestras propiedades en Cuba y venir juntos a España, recomenzar en la tierra que tanto añoró. Sin embargo, lejos de lo que yo esperaba, al saberse propietario de todo tras la muerte de su primo, en vez de sentirse reconfortado, se hundió en su perpetua indecisión, y más cuando supo que su prima había regresado con su marido a Jerez.
Se oyeron ruidos desde fuera, pasos, presencias; la noche avanzaba, alguien acudía en su busca. Pero al oírles hablar, quienquiera que fuese optó por no interrumpir.
—¿Sabe qué fue lo peor de todo, Larrea, lo más triste para mí? Confirmar que yo no tenía cabida en sus planes; que si por fin se decidía a volver, no iba a traerme consigo. Por eso no se planteó vender nuestras propiedades en Cuba, ni la casa ni el cafetal, para que yo pudiera seguir subsistiendo sola, sin él. ¿Y sabe qué pretendía apartándome de todo?
No le dejó adelantar sus conjeturas.
—Su único objetivo, su única razón, era reconquistar a Soledad. Y para ello necesitaba algo que no tenía: dinero contante. Dinero para volver pisando fuerte y no como un fracasado suplicando perdón. Para regresar con un proyecto, con un plan ilusionante entre las manos: reflotar el patrimonio, empezar a levantarlo todo otra vez.
La recordó la noche del baile en casa de Casilda Barrón, pidiéndole su complicidad entre la densa vegetación del jardín mientras lanzaba miradas cautelosas hacia el salón.
—Por eso me empeñé en que él no supiera lo que usted me traía desde México: porque eso era lo único que él necesitaba para dar el paso final. Un capital inicial para retornar con solvencia, y no como un perdedor. Para hacerse valer delante de ella y abandonarme a mí.
Las lágrimas, esta vez verdaderas, empezaban a rodarle por el rostro.
—¿Y por qué decidió incluirme en sus maquinaciones, si no es mucho preguntar?
La mezcla del llanto amargo con una mueca repleta de cinismo fue tan incongruente y tan descarnadamente sincera como toda la historia que estaba desentrañando.
—Ése fue mi gran error, señor mío. Meterle a usted por medio, inventarme la patraña de su supuesto afecto hacia mí; en mala hora se me ocurrió. Tan sólo pretendía inquietar a Gustavo con una preocupación distinta, para ver si se encendía al ver en peligro al menos su dignidad pública como marido.
Se le tensó el rictus.
—Y lo único que logré fue ponerle en bandeja una cuerda para que se ahorcara.
Al fin. Al fin todo cuadraba en el cerebro del minero. Todas las piezas tenían ya un perfil propio y una posición en aquel complejo juego de mentiras y verdades, de pasiones, derrotas, maquinaciones y amores frustrados que ni los años ni los océanos habían logrado tronchar.
Todo lo que necesitaba saber estaba ya ahí. Y no había tiempo para más.
—Ojalá pudiera darle réplica, señora, pero habida cuenta de las urgencias que nos acosan, creo que lo mejor será que se vaya preparando.
Ella volvió la vista al balcón.
—Yo tampoco tengo más nada que hablar. Ya arrambló usted con mi futuro entero, igual que Soledad Montalvo llevaba décadas machacando mi presente. Pueden estar satisfechos los dos.
Salió dispuesto a dirigirse a la sala familiar, desconcertado, abrumado todavía. Pero había que actuar con premura. Listo, procedamos, iba a decirle a Fatou; ya tendría tiempo de reflexionar más adelante. Pero no pudo avanzar, algo se lo impidió. Una presencia acurrucada en el suelo, entre las sombras mortecinas del pasillo. Una falda extendida sobre las tablas, una espalda encorvada contra la pared. La cabeza hundida entre los hombros, los brazos alrededor, cobijándola. El sonido del llanto quedo de otra mujer. Soledad.
De ella eran los pasos que él oyó llegar por el pasillo mientras la Gorostiza vomitaba sus viejos penares. Ella era quien acudía a avisarle de que la prisa apremiaba, y quien quedó parada junto a la puerta al oír las palabras descarnadas de la mujer de su primo.
Ahora, encogida en un ovillo como un huérfano en una noche de pesadillas, lloraba por lo que nunca supo del ayer. Por las culpas ajenas y las culpas propias. Por lo que le ocultaron, por lo que le mintieron. Por los tiempos pasados, felices y desgarradores según los años y los momentos. Por los que ya no estaban, por todo aquello que perdió a lo largo del camino.
51
El muelle les acogió oscuro y silencioso, lleno de navíos amarrados con gruesas cuerdas al hierro de los noráis, con las velas apretadas contra los mástiles y sin sombra de vida humana. Goletas y faluchos en pleno sopor nocturno, balandras y jabeques adormecidos. Apenas había rastro alrededor de los montones habituales de cajones, toneles y fardos provenientes de otros mundos, ni de los cargadores vociferantes, ni de los carros y recuas que a diario entraban y salían por la Puerta del Mar. Tan sólo el ruido del agua oscura batiendo sorda contra la madera de los cascos y la piedra del cantil.
Fatou, el minero y su criado acompañaron en la chalupa a las mujeres hasta el barco salinero. Paulita se quedó en casa, preparando un ponche de huevo —según dijo— para cuando todos regresaran con la humedad metida en los huesos.
Soledad, por su parte, vio partir las siluetas resguardada tras los cierros de una estancia del piso principal. Mauro Larrea la había alzado del suelo del pasillo; estrechándola contra su pecho, la condujo después a un cuarto cercano, mientras se esforzaba tenaz por no dejarse llevar por las pulsiones de su cuerpo y sus sentimientos, intentando obrar con la cabeza fría y la más gélida razón. Yo me encargo, volveré, le susurró al oído. Ella asintió.
No llegó a cruzar ni una palabra con Carola Gorostiza, no hubo tiempo. O quizá, simplemente, no había nada que decir. Qué sentido tenía a esas alturas enviar nada a Gustavo a través de su esposa. Cómo taponar con la precipitación de unas cuantas frases más de veinte años de culpa arbitraria, más de dos décadas de un despecho tan desgarrador como atrozmente injusto. Por eso optó por mantenerse al margen. Con las yemas de los dedos apoyadas sobre los cristales y las lágrimas llenándole los ojos, sin decir adiós a la mujer que, a pesar del vínculo del matrimonio y de los largos años de convivencia, jamás logró suplantarla en los sentimientos de un hombre del que, en otro tiempo y en otro escenario, tampoco se llegó a despedir.
La Gorostiza, conservando digna la compostura, no abrió la boca a lo largo de la breve travesía; a la mulata Trinidad tampoco se la oyó apenas, parecía haber asumido la realidad con resignación. Santos Huesos mantuvo en todo momento la atención desviada hacia las luces de plata de la ciudad.
Si al pasar desde la chalupa al viejo barco carguero la mexicana sospechó que aquél no era el lugar más adecuado para una señora de su clase, lo disimuló con altivo menosprecio. Simplemente, dedicó un somero buenas noches al capitán y exigió que sus pertenencias fueran trasladadas de inmediato a su cabina. Sólo cuando quedó encerrada en aquella camareta angosta y opresiva a pesar de los esfuerzos de los Fatou, oyeron desde la cubierta un grito henchido de rabia.
Estaba a punto de librarse de un estorbo que le pesaba como un saco de plomo echado a la espalda, pero el alivio se le mezclaba a Mauro Larrea con una sensación confrontada. Desde que le arrancara con mañas fulleras sus más ocultas intimidades, algo había cambiado en su percepción de aquel ser que, con sus patrañas y sus embustes, había puesto su vida del revés. La mujer que iniciaría su regreso al Nuevo Mundo apenas se intuyera la alborada, la causante de la partida de billar que torció su destino, seguía siendo a sus ojos compleja, farsante y egoísta, sólo que ahora él sabía que tras sus actos ocultaba algo que hasta entonces no había sido capaz siquiera de intuir. Algo más allá del mero afán material que le imaginó desde un principio. Algo que en cierta manera la redimía y la humanizaba y que a él le generaba un poso de desconcierto: el ansia desesperada de sentirse querida por un marido que ahora emergía también con un perfil distinto, con sus astillas dolorosas clavadas en el corazón.
En cualquier caso, ya no tenía ningún sentido dar vueltas a las causas y las consecuencias de todo lo que había pasado entre la mexicana y él desde que la conociera en aquella fiesta de El Cerro habanero. Con ella malamente acomodada en su más que modesto camarote, sólo una última cosa le restaba por hacer. Por eso, mientras Fatou y el capitán ultimaban detalles junto al puesto de mando, Mauro Larrea llamó a Santos Huesos aparte. El criado fingió no oírle mientras se sentaba en la proa sobre un rollo de sogas. Volvió a llamarle sin resultado. Seis pasos después lo agarró por el brazo y lo forzó a levantarse.
—¿Me quieres escuchar, cabrón?
Estaban ya frente a frente, ambos con las piernas separadas para mantener el equilibrio a pesar de la mar tranquila de aquella noche atlántica. Pero el criado se resistía a alzar la vista.
—Mírame, Santos.
Lo esquivó, enfocando hacia el agua negra.
—Mírame.
Jamás había rehuido una orden de su patrón a lo largo de los muchos años que llevaba siendo su sombra. Excepto aquella vez.
—¿Tanto en verdad le costaría dejarme un rato nomás en paz?
—Allá tú si no quieres saber que la doña cumplió su palabra.
Sólo entonces alzó el indio los ojos brillantes.
—La muchacha es libre —dijo el minero llevándose la mano al pecho y palpando el papel resguardado en el bolsillo interior de la levita—. Voy a entregar al capitán el escrito en el que así consta; él se encargará de hacerlo llegar a don Julián Calafat.
En nombre de Dios todopoderoso, amén. Sépase que yo, María Carola Gorostiza y Arellano de Zayas, dueña en plenitud de todas mis facultades en el momento que este documento escribo, ahorro y liberto de cualquier sujeción, cautiverio y servidumbre a María de la Santísima Trinidad Cumbá y sin segundo apellido, la cual dicha libertad le doy graciosamente y sin estipendio alguno para que como persona libre disponga de sus derechos y su voluntad.