A un militar que fue a visitarlo, le dijo:
—Todo puede pasar en el futuro, ¡excepto que Franco resucite!
Estaba el príncipe Zourab Tchokotua, por ejemplo, que había ido con Juanito al colegio de pequeño. Nadie ponía la mano en el fuego por la autenticidad de su título, pero era guapo, simpático y estaba casado con Marieta Salas, de la alta aristocracia mallorquina.
Se convirtió en el amigo imprescindible de Juanito, siempre dispuesto a servirle; le buscaba mesa en los restaurantes de moda, le presentaba a las personas más interesantes, a los hombres más ricos, a las mujeres más guapas. Le organizaba cenas en Puerto Portals de hombres solos, salidas en barco particulares, partidas de cartas en grandes casas mallorquinas en las que el servicio se retiraba a medianoche…
Como es natural, Sofía le cogió una tremenda ojeriza.
También Manuel de Prado y Colón de Carvajal, diplomático entonces presidente de Iberia, considerado uno de sus mejores amigos, si no el mejor, veraneaba en Mallorca. A pesar de sus apellidos rimbombantes, Prado no es noble, ni siquiera es español, nació en Chile. Es todo lo contrario que Zourab: discreto, callado, le gusta pasar desapercibido, se relaciona poco y, además, es un gran experto en temas financieros. El hombre ideal, vamos, para convertirse en administrador de don Juan Carlos, aunque al principio no hubiera mucho que administrar.
También estaba en Mallorca una conocida aristócrata internacional con su marido. ¡Cómo olvidarse de su alegre sensualidad cuando, siendo adolescente, alborotaba las noches mediterráneas del Agamemnon! Seguía siendo bellísima, encandilaba con sus profundos ojos verdes en contraste con su piel muy bronceada, era artista, algo hippy, ¡«la princesa rebelde», la llamaban las revistas! Hacía esculturas, pintaba, y con sus aretes dorados en las orejas, sus camisas escotadas de hilo, sus faldas amplias, se asemejaba a una buhonera de lujo.
Ella y su marido eran aficionados a la vela también, y a veces, pocas, hacían excursiones junto al Fortuna, echaban el ancla en la isla de Cabrera y se bañaban mientras la tripulación les preparaba un aperitivo en cubierta.
También María Gabriela, la novia de juventud de Juanito, empezó a pasar los veranos en Ibiza, ya separada de Robert de Balkany. Me cuenta un conocido suyo que es un clásico del verano que el rey se aproxime privadamente hasta la isla en uno de sus helicópteros para pasar una tarde con Ella. Solo, sin la reina.
La reina no consiguió penetrar nunca en el círculo mallorquín de los amigos de su marido. Había una raya entre ella y los demás.
Cuando Juan Carlos estaba en el Club Náutico hablando con sus compañeros de regatas, bromeando con los periodistas, y llegaba Sofía, si el rey la oteaba de lejos, no tiene inconveniente en levantar la reunión al grito de:
—Vámonos, que llega la reina.
Pero a veces la veía cuando ya casi estaba encima de ellos. Con la «máscara» de su sonrisa, sus faldas tobilleras, sus alpargatas, su cinta en el pelo, Sofía se acercaba pesadamente al grupo. El ambiente se volvía rígido, formal, los hombres, en bermudas y zapatos náuticos, empezaban a arrastrar los pies y a pretextar tareas urgentes a bordo del barco, las mujeres hacían una apresurada reverencia, aunque no se atrevían a irse y se quedaban, achicharrándose bajo un sol de justicia.
Si Sofía arriesgaba una tímida broma con su estremecedor acento prusiano para distender el ambiente: «Hoy parece que no hay nada que hacer, ¿no?», los concurrentes se ofendían, cuando si este comentario lo hubiera hecho el rey, se habrían muerto de la risa.
María Gabriela, en los versos que le dedicó cuando eran novios, decía de Juanito «es bueno sin esfuerzo». Y es cierto, sin esforzarse le cae bien a todo el mundo. La reina, sin embargo, que se esfuerza muchísimo, no acaba de gustar.
Ya había dos bandos enfrentados, el de la reina y el del rey.
Eran dos bandos muy desiguales, porque en uno estaban todos y en el otro nadie.
La mencionada aristócrata hippy era la más indiscreta
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. Tiene la sangre tan azul como Sofía y su padre hubiera podido ser rey de Francia, si no hubieran guillotinado a sus antepasados, claro está.
No le importaba comentar que Sofía es demasiado sosa, que se las da de «sabihonda» y que Juanito se aburría a morir con ella. Aunque creo que no se ha publicado nunca, es bastante conocida la anécdota que contaba siempre sobre la forma en que Sofía guardaba las «joyas de la corona» de su marido:
—Le han tenido que poner una tanda de inyecciones, y cuando el médico ha llegado a la habitación de Juanito, ¿sabéis con lo que se ha encontrado?
Y cuando ya el oyente aguzaba sus orejas negando, sonriente, con la cabeza, su interlocutora le hacía acercarse con una sonrisa cómplice:
—A Juanito de espaldas sobre la cama, cubierto con una sábana, en la que la reina había recortado un cuadradito justamente en el… allí donde debía pinchar.
Todos reían la anécdota, que se supone le había sido contada por el propio Juanito. La princesa proseguía burlona:
—¡Figuraos! ¡Juanito, al que todas estas cosas le importan un bledo! ¡Pero si toma el sol desnudo en su barco!
Unas fotos tomando el sol desnudo en su barco precisamente, realizadas por el fotoperiodista Antonio Montero, causarían algún revuelo unos años después. Aunque una pacata Casa Real anunció que si el rey tomaba el sol de esta guisa era por consejo médico, don Juan Carlos se lo tomó con buen humor y no dejó nunca de practicar esta costumbre, aunque, eso sí, con más discreción.
La aclaración ridícula e innecesaria de la Casa Real fue hecha, según se dijo en su momento, por indicación de Sofía.
La lenguaraz dama también comentaba lo introvertidos que le parecían las infantas y el príncipe Felipe:
—Son muy poco simpáticos, no tienen tema de conversación con los mayores ni consideración con las personas… son huidizos y poco sociables.
Y explicaba que sus propios hijos —entonces tenía cinco, dos años después daría a luz a otra niña— lo primero que hacían por las mañanas era su propia cama, y que si alguno de ellos daba una mala respuesta al servicio, se ganaban un bofetón. Además se les obligaba a dar conversación a los ancianos de la familia y, sobre todo, a que aprendieran a escuchar a la gente mayor.
También contaba que en Marivent la pareja real tenía dormitorios separados.
Traigo aquí estos comentarios, que nunca han sido publicados aunque muchas personas los conocen, porque es una de las pocas voces disonantes en el coro de alabanzas a los hijos de los reyes de España. Persiste en la familia real una tradición de halagos al poder muy difícil de erradicar; conocemos de los príncipes solo lo que quieren que conozcamos.
Algunas de las pocas personas leales a la reina, sin embargo, creen que estas opiniones malévolas pueden deberse, en el fondo, a algo de envidia. En el lugar de Sofía, podría haber estado ella.
Ser duquesa está bien, pero ser reina es mejor.
¿Se enteraba Sofía de estos comentarios de la íntima amiga de su marido sobre ella? Vivía muy aislada, no tenía apenas contacto con españoles de confianza y, además, ¿alguien se hubiera atrevido a referírselos? Laot hablaba de su mirada helada, que petrifica al que ha cometido alguna indiscreción o había pretendido sobrepasarse.
Como me comentó en su día Balansó:
—Los reyes son muy sencillos con el pueblo, ¡pero con sus iguales no admiten ni una incorrección! Yo he visto como por la calle le pedían a la reina «Sofía, déjame hacerme una foto contigo», y ella posaba tan tranquila, ¡pero si un grande de España la trata con familiaridad, es capaz de mirar a través suyo como si no existiese, como si fuera transparente! ¡Te aseguro que sobrecoge!
Claro que Sofía quería demostrar a su marido que ella también tenía su círculo de confianza, e invitó a su prima Tatiana Radziwill, a su marido, el doctor Jean Fruchaud, y a sus hijos, Fabiola y Alexis, de la edad de Felipe, que a partir de entonces se convertirían en asiduos de Marivent.
Se colocaron, como es natural, en el bando de la reina. Tatiana está junto a ella desde que nacieron, y Sofía no tiene secretos para su prima y amiga, que es discreta, serena y tiene una vida familiar tan apacible que es la envidia de todos. Injustamente, los amigos de Juanito, para denigrarlos, los tachaban de gorrones y de muertos de hambre, y por extensión así empezaron a insinuarlo también los periodistas. Nada más lejos de la realidad, ya que la madre de Tatiana, Eugenia, había heredado la mitad de la fortuna de su madre, María Bonaparte, y tenía incluso un fabuloso palacio a las afueras de París. Si Tatiana iba a Marivent es simplemente porque Sofía se lo había pedido y sabía que la necesitaba. La quiere mucho, como denotan
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estos comentarios:
—La reina ama la verdad, la sinceridad… Es la persona más honesta que conozco. Se toma su trabajo muy en serio; para ella no hay enfermedades, ni mal de altura, es impresionante su fuerza de voluntad y su sentido del deber.
Tatiana, sin embargo, y quizás porque sabía los secretos más inconfesables de Sofía, no simpatizaba con el rey, aunque los dos son tan educados que lo disimulaban. Alta y muy seria, sin ninguna concesión ni a la moda ni a la frivolidad, ¡ni siquiera se tiñe las canas!, tiene una presencia apabullante. El fotógrafo Oriol Maspons me contó que una tarde salía en Barcelona de El Corte Inglés y tropezó con ella en plena Diagonal:
—No sabía quién era, iba sola, pero por su forma de caminar, de mirar a la gente y de levantar la cabeza me di cuenta de que era una personalidad.
Mi amigo se dirigió a ella y le dijo:
—Me llamo Oriol Maspons, perdona, sé que eres alguien, pero no sé quién exactamente.
Ella lo miró con altivez y le contestó:
—¡Soy Tatiana de Grecia!
Al rey tampoco le caía bien su cuñada Irene, y le molestaba que se hubiera convertido en huésped permanente de Sofía. La pobre Irene, que con la edad se había vuelto gris como un ratoncito, parecía que había empezado una amistad especial con el director general de música, Jesús Aguirre, un exjesuita con una fama peculiar y bastante ambicioso. Juanito se vio obligado a intervenir y le dijo a Aguirre:
—Tú, a mi cuñada, déjala en paz.
Como en el caso de Gonzalo de Borbón, Irene no se atrevió a protestar y se resignó a su soltería, que ya preveía irreversible.
Aguirre, meses después, se casaría con Cayetana Alba.
También llegó a Marivent Federica para arropar a Sofía. Llevaba con ella a sus nietos, los hijos de Constantino y Ana María, que todavía no se atrevían a ir a Mallorca. No empezarían hasta el año siguiente y ya no se moverían hasta la actualidad. Cuando van, ponen el pabellón de Grecia en el mástil del jardín de Marivent.
Don Juan, siempre a bordo de su modesto Giralda dando vueltas interminables a la isla como el judío errante, miraba con melancolía la casa de su hijo, y decía con un suspiro:
—Están los griegos.
Él todavía era persona non grata. No quería causarle problemas a Juanito y se limitaba a comer con ellos en el mes de agosto, el día del cumpleaños de Pilar, que también se había comprado una pequeña propiedad en Mallorca.
Llegó Federica. ¡Y nadie aludió a su supuesta enfermedad, tan grave que había obligado a su hija a viajar improvisadamente a la India! Al contrario, Federica rebosaba salud y energía, había perdido algo de agresividad y amargura y se mostraba alegre, sin esa retranca que la hacía temible.
¡Si incluso había ocasiones en las que la que fue reina de los griegos se metía en la cocina para prepararles unos espaguetis a sus nietos! No lo hacía muy bien, pero sus comentarios atrevidos y muy poco correctos escandalizaban a los niños y los hacían morirse de risa.
Es curioso constatar que aun en vacaciones no se apeaba el protocolo que imperaba en el seno de la familia real. En una circular se advertía que el tratamiento correcto para dirigirse a los reyes era o bien señor/señora, o vuestra majestad, nunca su majestad, que solo se podía decir en su ausencia. Lo mismo con el alteza de las infantas. Al príncipe de Asturias, en concreto, los hombres debían saludarlo dándole la mano e inclinando la cabeza, las mujeres, sin quitar los ojos de los de su alteza, debían retrasar la pierna izquierda y hacer una genuflexión.
Ocho años. En esa época Felipe tenía ocho años, aunque lo cierto es que a las infantas y al príncipe no se les aplicaron estas medidas hasta varios años después. Se lo contó Laura Hurtado de Mendoza a Apezarena:
—Al principio, cuando les llamábamos alteza rezongaban, alteza, alteza, y si les hacíamos reverencias, ellos las hacían exageradas, hasta los pies. También nos costó que los amigos les modificaran el tratamiento.
En la intimidad de la familia también las mejores atenciones iban para el príncipe de Asturias, al que su abuela ordenaba que sirvieran el primero. Como dijo la infanta doña Pilar rememorando sus años de niñez junto a Juanito:
—Es una lata tener un hermanito que, encima de ser el pequeño, todo el mundo le hace mucho más caso que a ti porque va a ser rey.
También la reina confesó sus sentimientos acerca de Tino, el diádoco:
—Los típicos celillos.
Allí, como en Zarzuela, lo primero que había hecho Sofía fue habilitar un apartamento para su madre y para Irene. A Sofía le emocionaba ver como sus hijos querían a su abuela y también como «el sargento prusiano» se echaba por el suelo para jugar con los niños, reptaba por el césped del jardín, corría con los perros y en todo el palacio se oían sus carcajadas y su castellano que casi nadie entendía.
Por la noche miraba con ellos las estrellas con un telescopio que les había llevado de regalo, ponían una tienda de campaña en el jardín y dormían allí, escuchando los pájaros nocturnos y el coro de ranas de los estanques.
A veces se dirigía a un periodista en lo que ella creía un perfecto español:
—Mallorca es muy bonito.
Y el colega le contestaba educadamente:
—Perdone, pero no hablo alemán.
El 7 de agosto posaron en la célebre escalinata de Marivent por primera vez. Las infantas no se separan de su padre y el príncipe de su madre.
Elena y Cristina son obedientes y siguen las indicaciones de los reyes y de los periodistas, entonces muy pocos, que acuden a Marivent, mientras Felipe está con la cabeza baja, se le ve molesto y aburrido, de pronto se levanta, se va y es su padre el que tiene que llamarle: