La soledad de la reina (58 page)

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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

BOOK: La soledad de la reina
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—Saca los tanques de la calle, llévalos a las cocheras y deja de joderme.

Lo contó Prado; Sofía no.

Irene dijo que su hermana estaba serena, tranquila y que fue el alma de Zarzuela, «callada, observando al rey yendo y viniendo, dueña de sus nervios». Urbano, prácticamente, opina que el golpe se paró gracias a ella, ya que su nombre fue un talismán para los militares.

Prado, por el contrario, nos cuenta que:

—La reina estaba inquieta, había vivido el golpe de los coroneles en Tatoi, en directo.

Déjenme introducir aquí una tercera voz, la de Sabino Fernández Campo, que relató esa noche aciaga en sus memorias. Da, para mí, la justa medida de la actitud de nuestra reina, un personaje mucho más humano de lo que sus exegetas nos quieren endosar.

Después de escribir su libro La reina, me contaron que Pilar Urbano decía con cierta arrogancia:

—¡A esta reina la he inventado yo!

Para empezar, el relato de Sabino rompe esa imagen del rey y la reina luchando codo con codo para restablecer en nuestro país la normalidad democrática:

—La reina y las hermanas del rey —cuenta Sabino— estuvieron toda la noche en la «saleta azul». A veces venía la reina y daba una idea, pero lo que proponía estaba totalmente fuera de lugar… porque no sabía lo que estaba pasando…

Una Sofía «callada y dueña de sus nervios», según Irene, que propuso, por ejemplo:

—¡Dile al rey que le dé orden a Tejero de que se vaya!

A lo que contestó Sabino:

—Señora, ya lo hemos hecho, pero no quiere.

O también aquella reina «mesurada y tranquila», según Pilar Urbano, que, según Sabino:

—Otra vez vino a decirnos que asaltásemos el Congreso.

Con lo que se hubiera provocado una matanza, dando pie a otra guerra civil, y los españoles quizás estaríamos todavía en la actualidad matándonos los unos a los otros.

Sabino trata de disculpar aquellas insensateces con el mismo argumento que Prado:

—La reina tenía el recuerdo del golpe de los coroneles en Grecia que ella vivió en directo.

Los lectores, que han compartido en este libro la vida de Sofía y conocen todas las vicisitudes de su existencia que yo he tenido la oportunidad de anotar y ustedes la amabilidad de leer, saben que la reina había ido a visitar a su madre a Tatoi, había abierto la puerta del palacio y había visto al mensajero del miedo: un oficial con los tanques de los coroneles golpistas apuntándola. Por eso, cuando después del discurso de su marido en televisión quedó muy claro para todo el mundo, incluso para los militares implicados, que el rey no apoyaba el golpe, fue el momento en que la familia real empezó a tener miedo:

—Cuando todos se fueron a dormir tranquilamente fue cuando nuestra vida empezó a correr peligro.

A mí me parece muy natural que la reina, temiendo por ella, por su marido y por sus hijos, con miedo a un futuro que por desgracia podía prever demasiado bien, no se mantuviese frívolamente tranquila, como una cariátide insensible y estúpida, sino que fuese presa de pánico, siendo capaz de cualquier despropósito.

Otra vez, como en el caso del juramento de su padre y de su marido como reyes, tenía que vivir la historia dos veces.

Eso rompe el equilibrio del ser más templado.

Al amanecer oyeron un ruido bronco de motores y turbinas.

Irene y Sofía se miraron aterradas y la reina dijo:

—¡La Brunete!

Era el servicio de coches de línea que emprendía la ruta habitual de todas las mañanas.

Las dos hermanas, en pleno ataque de nervios, sacaron la tensión terrible de aquellas horas de angustia con unas carcajadas incontenibles que les hicieron doblar el cuerpo y apretarse el estómago de risa.

Prado también lo contó, pero referido al rey y a él mismo.

Y no eran autobuses, sino grúas de una obra.

Hacía frío, el rey se tuvo que poner una cazadora de aviador encima del traje militar con el que había sustituido el chándal que llevaba por la tarde. El despacho y el salón estaban llenos de humo y en un momento dado la reina había dicho:

—Voy a pedir que preparen algo de cena para todos.

«Todos» eran las hermanas del rey, según unos, en el despacho, se dice incluso que Pilar lloró. Según otros, no pasaron del saloncito. «Todos» eran Mondéjar, Sabino, Valenzuela, Manolo Prado, los dos compañeros de squash, Miguel Arias y Nachi Caro… Urbano dice: «La reina mandó preparar unos bocadillos».

Pero Prado precisa que la reina, fiel a su paladar austero y sobrio, sirvió huevos revueltos, que vienen a ser, en gastronomía, un equivalente a las sillas de plástico en el porche de Marivent.

La interminable noche de piedra pómez se disolvió en un día gris color guerrera militar, los vencejos revoloteando, los huesos doloridos, las camisas por fuera de los pantalones, los dedos amarillos y las voces roncas. Noche de angustia y nicotina, la definió Prado. La reina, que no gusta de palabras solemnes y huye de la lírica y de los vocablos emotivos, se limita a decir:

—Nosotros confiábamos en los militares, y el 23-F fue un chasco tremendo.

Pilar Urbano, hay una pregunta que tengo ganas de hacerte desde que he empezado esta biografía, ¿la reina habla así, como lo hace en tu libro?

¿Dice chasco tremendo, bollo, es un mico, me chifla, estoy de morros, me va la marcha, mangonear, ni fu ni fa, follón, despendolada, patidifusa, vaya pelma, se quedó frito, hala, vaya fardo, es un calvario, es una gozada, qué rabia, echao palante, tiritona, tembleque, tararííí, chimpún?

Voy a decir lo que creo. Me parece imposible que utilice este vocabulario, moderno, propio de jóvenes, pero no de jóvenes como sus hijos, sino de la joven que seguramente fuiste tú, Pilar Urbano. Estas palabras pienso que corresponden al léxico de tu juventud (no sé cuál es tu edad, pero seguro que mi juventud fue distinta de la tuya), ¿estoy en lo cierto? Y como no puedo pensar que vuestro trato haya sido tan asiduo durante muchos años como para que le hayas contagiado tu vocabulario, deduzco que le has atribuido tu forma de hablar para darle más colorido al asunto. No te estoy criticando. ¡Estoy segura de que has sido totalmente fiel a lo que ella ha querido decir! ¡Sabemos que es un recurso narrativo lícito, siempre que uno respete el sentido de la frase!

Le he consultado a un habitual de Zarzuela cómo se expresa la reina. Se ha echado a reír:

—¿Relamida?, ¿cursi? Aunque sigue costándole mucho hablar en español, tiene el vocabulario de un viejo marinero, un tanto cuartelero, que es el que ha aprendido de su marido y de la familia del rey, que son los únicos españoles a los que trata con cierta asiduidad, aparte del servicio.

—Cuando la escuchamos, parece cortante.

—Sí, tiene cierta brusquedad, me supongo que de origen prusiano, aunque las infantas también la tienen. ¿Giros modernos? No me la imagino, la verdad, aunque yo no estoy con ella veinticuatro horas diarias, claro está. Y, oye, eso de que entre el rey y ella hablan en inglés, ¡yo no lo he visto nunca! El rey a ella siempre le habla en español, ¡los idiomas no son su fuerte! Ella sí le contesta en inglés. Si inicia la conversación ella, también lo hace en inglés, y con sus hijos también… Con sus hermanos y su prima Tatiana habla en griego o alemán… Aunque en aquella familia tampoco son de grandes parrafadas… Nadie la escucha demasiado.

El amigo añade:

—¡Claro que desde la llegada de Letizia, el inglés se ha acabado en aquella casa! ¡La única que habla ahora es ella! ¡Y en un castellano muy clarito, que se entiende muy bien!

Francamente, yo, como modesta biógrafa de nuestra reina, hubiera preferido, para certificar su paso por el 23-F, una sentencia digna de figurar en nuestros libros de historia, algo con más enjundia que eso de «¡un chasco tremendo!». También declaró: En la puerta de Zarzuela, por donde se colaba la luz no solamente de un nuevo día, sino de una nueva era, el rey le dio un abrazo a su intendente y le dijo con ternura:

—Descansa, chiquitín.

Y, recordando que había muerto su abuela tan solo una semana antes, el príncipe Felipe exclamó, según la reina y Pilar Urbano:

—Jo, vaya mes.

Según Prado:

—Joder, vaya mes.

Porque todos sabemos que a Felipe se le obligó a estar en pie toda la noche, según la reina muy atento a lo que pasaba, según Prado jugando al escondite con un amigo imaginario.

Como decía la tía María Bonaparte cuando compartía con la reina su azaroso exilio:

—Hay que vivir la historia y no leerla en los libros.

Juan Carlos pensó que a su hijo le haría bien aprender cómo se hacía de rey. Prado terminó sus notas, escritas en varios cuadernos, con una observación algo cínica, pero para mí muy acertada:

«Aquella noche se consolidó de verdad la monarquía de don Juan Carlos, ¡el príncipe Felipe, para lograr lo mismo, necesitará también su 23-F!».

Es cierto que a partir de ese día Juan Carlos recibió el espaldarazo definitivo de la clase política y de todos los españoles. Carrillo, el secretario general de los comunistas españoles, se lo dijo claramente:

—Majestad, gracias por habernos salvado la vida.

Su actitud heroica el 23-F lo convirtió en un dios, y a los dioses no se les piden cuentas de sus actos, no se les juzga, no se les critica.

Pueden actuar con perfecta impunidad, porque nadie osará ponerlos en evidencia. ¿Pasar por desagradecido, por mal español, por un nostálgico del régimen de Franco? Todos rindieron armas, las lanzaron al mar ignoto, y la mala memoria, la complacencia, la ceguera, el mirar para otro lado, se apoderaron de comunistas y periodistas, centristas y militares.

Todo le estaba permitido. Él lo sabía.

Y la reina, desgraciadamente, también.

Otra consecuencia tuvo este 23-F para Sofía. Por mucho que se nos diga que ella confiaba en el buen talante y en el cariño de los españoles, esa jornada de incertidumbre y peligro, en la que sus vidas y la pervivencia de la monarquía estuvieron en juego durante unas horas, tuvo para ella un efecto devastador. Le dio medida de la precariedad de ese puesto. Como decía con alegre desenfado Alfonso XIII:

—Si no lo hago bien, me botan.

Lo mismo repetía Juan Carlos, con mayor motivo:

—Si no lo hacemos bien, los españoles nos botarán… el sueldo hay que ganárselo cada día.

¿No llamaban a su madre los griegos mitera, no le besaban la punta del vestido, no se lanzaban a su paso para que les bendijese?

¡Y la echaron! ¡Le quitaron sus casas, su dinero, sus joyas y la arrojaron a un mundo hostil en el que ella y sus hijos tuvieron prácticamente que mendigar de sus parientes más afortunados para seguir viviendo!

¡Todos los tronos son provisionales, se tambalean, pueden acabar cayendo!

José García Abad explica en su imprescindible libro La soledad del rey que, después del 23-F el rey se sintió fuerte para labrarse una fortunita para paliar las penurias de su pasado, haciendo suya la frase de Escarlata O’Hara en Lo que el viento se llevó: «Juro no volver a pasar hambre».

El rey no quiso reproducir a su alrededor la corte de aristócratas que rodeaban a su abuelo o a su padre en el exilio, pero no pudo evitar que una camarilla de aventureros y aprovechados se movieran en su entorno, que quizás lo enriquecieron a él, pero sobre todo se enriquecieron a ellos mismos, «la corte de los negocios», según unos, las «amistades peligrosas», según otros.

Y aquí García Abad introduce un comentario que me sorprende: «Las penurias sufridas también por la familia real griega en el exilio han generado una actitud similar en la reina. Ante los riesgos del oficio, la pareja real (en este tema) ha permanecido unida, consciente de que en aquella trepidante transición podía pasar cualquier cosa».

¿La reina, que no lleva joyas importantes aparte de las de patrimonio, que no usa pieles, que repite trajes, que se resistía a poner sillas de mimbre en Marivent porque eran caras? ¿La reina, que copia los vestidos de Valentino, cuyos regalos a sus hijas o sobrinas que acaban de tener un hijo son modestas cestas de Body Shop?

Una reina que le manifestaba a Pilar Urbano con repugnancia:

—¡Dinero, dinero, dinero! Para conseguir cosas materiales, coches, casas, barcos de recreo, bienestar, pasarlo bien, divertirse a tope, ¡cuando al hombre se le mete aquí la maldita obsesión del dinero, malo, muy malo!

¿Esta reina también intentando labrarse una fortunita «por si acaso»?

La soledad del rey fue escrito hace ocho años. En el momento de redactar este último capítulo de mi libro, me pongo en contacto con García Abad para preguntarle si sigue manteniendo aquella opinión o si fue un juicio apresurado del que ahora se arrepiente.

Pepe está a bordo de un barco, en Cerdeña, y a través del teléfono se oye viento y oleaje, aun así su respuesta es clara y diáfana:

—Me reafirmo completamente en esta idea, que me fue comunicada por una persona del más alto nivel cuyo nombre no puedo revelar, muy enterada de los negocios reales y de la vida familiar de los reyes. La reina tenía una auténtica fijación con el golpe de Estado que había expulsado a su hermano de Grecia, y después del 23-F temió que pudiese pasar lo mismo en España. De Grecia se tuvieron que ir con lo puesto, sus hermanos, su madre, su cuñada y sus sobrinos tuvieron que vivir muchos años pensionados por el rey de España. Ella quizás temía que le pudiera pasar lo mismo.

Intento protestar:

—La reina es austera.

—Sin duda, pero sentía una gran inseguridad por su futuro, algo completamente humano y más en un país sin tradición monárquica como el nuestro, ¡que ya ha echado a varios reyes, no lo olvides!

—¿Te ratificas entonces en que la reina era sabedora de las operaciones financieras del rey en negocios opacos de sus amigos?

—le pregunto con cierta desilusión.

—Sí, y además te diré que incluso en ocasiones era la reina la que animaba al rey en este camino.

¡Siempre me quedará el recurso de pensar que el interlocutor de García Abad intentaba salvar el papel del rey incluso a costa del de su esposa!

Aunque sí es cierto que la larga sombra que proyecta la expulsión de su hermano de Grecia sigue obsesionando a Sofía. Cuando, tres años después del 23-F y del entierro de Federica en Tatoi, Karamanlis visitó oficialmente España, una visita cuidada diplomáticamente hasta en el más pequeño gesto, todos resaltaron el gran hieratismo de doña Sofía, que no disimuló su desprecio a un presidente elegido libremente por las urnas al que ella culpaba de la caída de su hermano.

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