—Vamos.
Rectificó:
—No, mejor esperad.
Pero no le hicieron caso. Moro se sentaba sobre sus patas traseras y les daba lametones. Felipe, tan alto como él, se abrazaba a su cuello y el perrazo intentaba desasirse queriendo agasajar a la vez a los tres hijos de su amo.
Todo esto, que normalmente hubiera hecho sonreír a Sofía, ahora le tenía sin cuidado.
Cristina le gritó:
—Mami, el dibujo.
La puerta de la casona se abría, vacilante. Cuando ella ya iba a empujarla con impaciencia, salió el dueño, cerrándola detrás de sí. Se puso firme delante de la reina, abotonándose su chaqueta loden:
—Pe… pero… majestad, señora, ¿cómo habéis venido? Quiero decir, ¿hace frío en Madrid?
La expresión de Sofía era terrible:
—Pero ¿y la cacería?
Carraspeos; el hombre no sabía qué contestar:
—Sí, quiero decir, no…
El grande de España temblaba, muy pequeño, sin saber qué decir. Tuvo que apartarse a un lado para que su reina no lo arrollase. Sofía entró en el enorme vestíbulo en penumbra y empezó a mirarlo todo.
—El rey, dónde está el rey.
Un color se le iba y otro le venía al aristócrata, cuyos antepasados habían participado en las Cruzadas y combatido en mil guerras en las que habían conseguido títulos y medallas.
Pero ninguna batalla tan dura como esta. Sabía, además, que esto significaba su fin social, fuese cual fuese el resultado:
—¿El rey? No está…
—¿No ha venido?
—Sí… pero está en el monte, cazando. —Casi se oían sus meninges crujir por el esfuerzo desmesurado de buscar excusas a una situación inexcusable—. Un montero se hirió y hubo que auxiliarlo… su majestad lo llevó a… no se encontraba muy bien… creo que la perdigonada fue en el culo…
El hombre hablaba a tontas y a locas sin saber ni lo que decía.
Pero Sofía ya había visto, en un descansillo de la escalera, a uno de seguridad del rey que fumaba un cigarrillo… Ahora sí que apartó de un empujón al dueño de la casa y subió ágilmente el tramo sin que nadie pudiera impedírselo. Los escoltas balbucearon:
—¡Majestad!
Uno atinó a golpear la puerta. Sofía, con el corazón latiendo tan fuerte como el campanario de la Almudena, dio un manotazo y la hoja se abrió lentamente. Detrás de ella el dueño de la casa y los policías vieron lo mismo… Dos personas de pie, una falda escocesa que estaba donde no tenía que estar, dos rostros muy juntos, dos bocas que se abrieron al unísono, un grito, dos gritos, quizás tres.
Fueron tan solo segundos. Sofía voló más que corrió al coche, se lanzó al fondo del asiento con el corazón en carne viva sin contestar las preguntas alarmadas de sus hijos y durante el camino de vuelta los campos agostados, yermos, exhaustos después del largo invierno le parecieron el paisaje exacto para su tumba.
La sepultura donde enterró sus ilusiones.
Un ramillete simbólico de flores tronchadas que iba lanzando por la ventanilla:
—Mi matrimonio, mi confianza, la inocencia, Juanito, Juanito, Juanito.
Antes de llegar a Madrid, el sol se ocultó. Qué nube más negra.
Felipe le dijo:
—Mira, mami, se ha hecho de noche.
Sí, anochecía, y no solo en el cielo.
Una situación muy parecida, por eso la incluyo en este lugar del libro, se dio casi veinte años después. Quizás ocurrió muchas más veces, pero yo tengo constancia, por la persona implicada, de esta en concreto, que, afortunadamente para el rey, no tuvo el mismo final que la narrada anteriormente.
El rey estaba también con una amistad particular en Granada.
El entonces alcalde, Gabriel Díaz Berbel, al que todo el mundo en Granada llamaba Kikín, recibió una llamada desde Madrid:
—La reina está yendo hacia ahí para reunirse con el rey. Ahora debe estar a la altura de Despeñaperros.
Díaz Berbel corrió a avisar a su majestad, que se alojaba en un hotelito en Loja, La Bobadilla, dotado de lujosas suites con extrema privacidad.
No lo encontró en su habitación. Pánico, el coche de la reina se acercaba a Granada por una carretera, la C-92, flanqueada de patéticos y premonitorios cipreses, Kikín buscaba al rey hasta debajo de las piedras. Al final, cuando el coche de doña Sofía atravesaba la ciudad camino de Loja, lo vio sentado tranquilamente en el comedor privado tomando una copa, como contaba la poeta granadina Elena Martín Vivaldi: «Sus manos cortaban la flor de la impaciencia».
Kikín solo pudo lanzarse hacia él para decirle:
—Majestad… su majestad… su majestad está llegando, la otra majestad, quiero decir.
Don Juan Carlos preguntó algo alarmado:
—¿Qué quieres decir?
—¡La reina!
Rápidamente, la dama se esfumó, y el rey pasó al bar a esperar con una Coca-Cola compartida con Kikín a que llegara su mujer mientras veía la televisión. Cuando entró, fingió disimular un bostezo y exclamó: «¡Tú por aquí, Sofi! ¡Vaya sorpresa más cojonuda!», mientras le guiñaba un ojo al apurado Kikín, no repuesto del susto.
La de la cacería de Toledo fue la primera.
Todas las infidelidades duelen, pero la primera más.
Cuando Sofía llegó a Zarzuela todo lo veía extraño. No era su casa, no era su país, no era su marido.
¿A quién recurrir? ¿Quién iba a entenderla? ¡Nadie! ¿Sus cuñadas, que tan acostumbradas estaban a los extravíos conyugales de los hombres de su familia, empezando por su abuelo y terminando por su padre, y que todo lo disculpaban? ¡Cómo iban a ponerse a su lado, eran casi unas extrañas! ¿Enfrentarse ellas a su propio hermano, que además era el rey?
¿Su suegra, que llevaba más de cuarenta años aguantando las infidelidades de su marido? Ya podía oír el consejo que le daría:
—Aguanta con resignación, como he hecho yo.
Lo reconocía Victoria Eugenia:
—Los españoles son malos maridos…
¿Sus amigas? Qué amigas, ella no tenía amigas…
Su hermana Irene era una virginal soltera que no podía entender nada. Su prima Tatiana estaba en París, enfrentada a su tío y sus primos por problemas hereditarios. Pero también podía adivinar cuál sería su consejo, no en vano era la nieta de la princesa María Bonaparte, una de las primeras feministas europeas:
—Déjalo, abandona a Juanito, Sofía, ninguna mujer tiene que aguantar eso.
Claro, se dijo amargamente Sofía, ella era una señora particular y encima millonaria.
Sofía, ¿qué tenía? ¿Qué futuro la esperaba si dejaba a Juanito?
¿Incorporarse al circuito de las exaltezas de medio pelo que paseaban su aburrimiento por las salas de ruleta de la Costa Azul, junto al exrey Faruk de Egipto y la exemperatriz Soraya de Irán, cobrando para dar lustre a las fiestas de los nuevos ricos?
¿Meterse en un convento?
Solo había una persona en el mundo que pudiera entenderla.
Su madre. Federica.
Se quería ir, entonces, esa noche, al día siguiente lo más tarde.
Laura buscó billetes, combinaciones, la India estaba tan lejos…
Ella exigía:
—Pues que me pongan un avión particular.
Sofía no pegó ojo en toda la noche. No dejaba entrar a Juanito en la habitación, no quería verlo, ni a Mondéjar, ni a nadie, solo hablaría con Federica.
Quería hacerle daño, a su marido. Dijo lo que más podía fastidiarle:
—Me llevo a los príncipes.
—Pero, majestad… el colegio…
—Me los llevo, haced lo que queráis…
Avisaron al colegio, claro:
—La reina Federica está enferma y se desplazan las infantas y el príncipe para verla.
Alguien preguntó:
—La prensa. ¿Qué decimos a la prensa? Se extrañarán de este viaje repentino de toda la familia…
¿La prensa? Sofía pensaba que era el menor de sus problemas.
Rota de dolor, de rabia, masculló:
—Decid que me he ido, que me separo, que no pienso volver…
Suavemente, Mondéjar le recordó:
—Majestad, sin querer entrar en sus problemas personales, le recuerdo que mañana tiene dos actos en los cuales no se puede excusar su ausencia.
Quedaba apurar el cáliz. El domingo había la recepción al cuerpo diplomático en el Palacio Real, que entonces todavía se llamaba «de Oriente».
Sofía sabía que tenía que estar allí.
¿Una mujer que no haya sido educada en esta disciplina heroica desde la cuna tendría el valor de tragarse sus lágrimas y aguantar a pie firme después del trago terrible que acababa de deglutir? ¿Se sentiría todavía, más allá de sus sentimientos personales, responsable ante su pueblo y ante la institución?
Vamos a afinar más. ¿Hubiera hecho doña Letizia lo mismo?
La gente piensa que no. Que cogería a sus hijas y abandonaría al príncipe. Yo he hablado con una destacada psicóloga malagueña, por edad muy próxima a Letizia, y me ha dicho:
—Letizia es ambiciosa, por eso ha llegado donde ha llegado.
Ella aguantaría exactamente lo mismo que la reina, no por sentido del deber, sino por ambición, ¡después de haber llegado hasta aquí no lo va a abandonar todo por un simple desliz!
Probablemente doña Sofía echó mano de la técnica que le había enseñado su madre, convertirse en espectadora de su propia vida, distanciarse consiguiendo así un dominio total sobre sus emociones.
Ella misma explicó esa técnica y se disculpó:
—Por eso se me pone a veces la cara tan inexpresiva… parezco fría…
Entonces se colocó por primera vez «la máscara» que ya iba a utilizar durante todo su largo reinado, hasta nuestros días. Como en la Comedia dell’Arte bastaba ponerse un antifaz para convertirse en Pierrot o en Colombina, Sofía se puso la careta de reina profesional. ¡Cuarenta años usándola! ¡Es la misma que saca en la actualidad, después de que los diarios y libros aireen públicamente las aventuras de su marido, incluso después de que una agencia de publicidad utilice la efigie de don Juan Carlos como ejemplo de marido infiel en grandes carteles situados en la Gran Vía madrileña!
Con los años, debajo de la pintura brillante que dibuja una sonrisa mayestática y una mirada inexpresiva que no se posa en ningún sitio en concreto, empieza a aparecer el cartón desnudo y humilde. Pero aun así, como en el mástil de los barcos desarbolados por las tormentas y el enemigo continuaba flameando con orgullo una bandera hecha jirones, así el rostro de Sofía continúa siendo un ejemplo de dignidad y de un autodominio tan brutal que parece inhumano.
En ese domingo de enero de 1976, con el corazón destrozado y un vestido de gasa blanco largo hasta los pies, presidió la recepción al cuerpo diplomático. Y por la tarde tuvo que ir al partido de máxima rivalidad, entre el Real Madrid y el Atlético de Madrid, también con Juanito y, además, con el príncipe Felipe. Las cámaras captaron las miradas acongojadas del rey a su mujer. Ella reía.
Mañana se iría, sabía que Juanito estaba asustado porque notaba el aliento de Franco en su nuca. ¡Y el decálogo de Armada! ¡El peso de todos los españoles en un país en el que todavía no existía el divorcio y las separaciones estaban muy mal vistas!
Juanito no se daba cabezazos contra la barandilla del palco porque era demasiado alto, pero ganas no debían faltarle.
La reina reía, yo creo que sinceramente. Estaba contenta del miedo de su marido, se sentía poderosa. En su fuero interno debía decir la palabra que se pronunciaba en Zarzuela mucho más de lo que imaginamos:
—J…te.
La prensa, sorprendida por este viaje inesperado, daba cuenta en una nota escueta en el ABC, que entonces dirigía Juan Luis Cebrián: «Su majestad la reina, acompañada de sus hijos… llegó el lunes mañana al aeropuerto de Heathrow, donde la esperaban sus hermanos los reyes de Grecia. Comió con ellos antes de proseguir su viaje a Nueva Delhi para visitar a su madre de forma estrictamente privada, ya que se encuentra enferma».
La Vanguardia, de forma más explícita, evidenció lo anómalo de este viaje: «Hasta Londres se desplazó en un avión especial de Aviación Civil…
Después volaron en un avión de la British Airways.
Un portavoz de la citada compañía explicó: “Es un viaje privado sin fecha de regreso”». También contaba que los escoltas fueron obligados a dejar sus armas, ya que «al ser un viaje improvisado no dio tiempo a que se tramitasen los permisos».
Diez días estuvieron fuera. Solo Felipe
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hablaría de aquel viaje:
—Había muchos mosquitos, solo salíamos de noche… olía mal…
Los teléfonos de Zarzuela echaban humo, el rey estaba reunido permanentemente con su primer presidente de Gobierno, Adolfo Suárez, que había sustituido a aquel desastre sin paliativos llamado Carlos Arias Navarro. Con Suárez, un hombre de su generación, tenía la suficiente confianza y sintonía para contarle la verdad, Mondéjar la adivinaba y lo censuraba sin decir palabra. ¡Juanito no podía mirarlo, porque le parecía estar viendo a Armada, Franco, su padre y el brazo incorrupto de Santa Teresa de Jesús en una misma persona!
He hablado de aquel tiempo con un íntimo amigo del rey. Es difícil transcribir sus palabras sin herir sensibilidades, pero estoy segura de que muchas personas, si supieran lo que me contó, entenderían a la reina, por supuesto, pero quizás también a Juan Carlos.
Solo diré un par de frases.
Yo pregunté:
—¿Una, dos?
El hombre juntó los dedos de la mano haciendo racimo y me contestó:
—¡Así! Después de la muerte de Franco. ¡Así! ¡Se le ofrecían!
¡Todas!
—Fue cuando estuvo con…
Se rió, sardónico:
—¿Una? ¿Solo una? ¡Mil quinientas!
También su íntimo amigo Manuel Bouza, para justificar esta actitud de don Juan Carlos, comentó que un rey «está mucho más expuesto que cualquiera de nosotros a asedios y propuestas».
Y además:
—Lo tenía muy fácil, la corona impresiona con su brillo.
Asimismo reconocía que «la simple insinuación de este tema de su relación amistosa con mujeres turbaba a doña Sofía»
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Se intentaron maniobras desesperadas para disimular el cariz de ese viaje en una época en la que la presión periodística sobre la familia real era mucho menor que ahora. ¡Ay, ahora, lo que hubiera escrito Peñafiel!
Pero precisamente por ser Peñafiel el único periodista de aquella época que sigue en activo, conocemos una de las tretas con la que trataron de ocultar la realidad de que la reina se había peleado con su marido. El ayudante del rey, José Joaquín Puig de la Bellacasa, le pidió a Jaime que acudiera a la India a hacerle a Sofía unas fotos con su madre, un montaje, como se diría ahora, un paripé para demostrar que se trataba de una simple visita familiar. La reina, incapaz de fingir o de mentir, le hizo llegar a Peñafiel este mensaje indignado: