La sociedad literaria y el pastel de piel de patata de Guernsey (16 page)

BOOK: La sociedad literaria y el pastel de piel de patata de Guernsey
6.51Mb size Format: txt, pdf, ePub

Will Thisbee quiere prepararte una fiesta de bienvenida. Hará un pastel de piel de patata para el acontecimiento y ha añadido merengue y un glaseado de cacao. Ayer por la noche nos hizo un postre sorpresa, plátanos flameados, que por suerte se le pegó en el molde y no nos pudimos comer. Ojalá Will dejara de lado la cocina y volviera a la ferretería.

Todos estamos deseando darte la bienvenida. Dijiste que tenías que acabar algunas reseñas antes de irte de Londres. Estaremos encantados de verte cuando vengas. Sólo dinos el día y la hora que llegas. Por supuesto que un vuelo a Guernsey sería más rápido y cómodo que el barco de correos (Clovis Fossey me dijo que te dijera que las azafatas dan ginebra a los pasajeros y el barco de correos, no). Pero a no ser que te marees, yo cogería el barco que sale por la tarde de Weymouth. No hay forma más bonita de llegar a Guernsey que hacerlo por mar, tanto con la puesta de sol, con el cielo dorado, con nubarrones negros de tormenta, o simplemente, con la isla apareciendo a través de la niebla. Así es como yo vi Guernsey por primera vez, como una recién casada.

Con cariño,

AMELIA

De Isola a Juliet

14 de mayo de 1946

Querida Juliet:

He estado preparando la casa para ti. Les pedí a varios amigos del mercado que te escribieran contando sus experiencias, así que espero que lo hagan. Si el señor Tatum te escribe pidiéndote dinero por sus memorias, no le pagues ni un penique. Es un mentiroso.

¿Te gustaría que te contara la primera vez que vi a los alemanes? Usaré adjetivos para hacerlo más animado. Normalmente no me gustan los hechos a secas.

Guernsey parecía tranquilo aquel martes, pero sabíamos que ¡estaban allí! El día anterior habían llegado soldados en aviones y barcos. Enormes Junkers bajaban ruidosamente, y después de descargar todos los hombres, volvían a despegar. Luego, al ir más ligeros y con ganas de juerga, volaban a ras de tierra, ascendiendo y bajando en picado por todo Guernsey, espantando las vacas en los campos.

Elizabeth estaba en mi casa, pero no teníamos ganas de hacer tónico para el pelo, a pesar de que tenía la planta preparada. Lo único que hicimos fue pulular de un lado a otro. Entonces Elizabeth se levantó. «Vamos —dijo—. No voy a quedarme sentada esperándoles. Me voy al centro a encontrarme con el enemigo.»

«¿Y qué vas a hacer cuando lo encuentres?», le pregunté, un poco irascible.

«Los voy a mirar —dijo—. No somos animales enjaulados, ellos sí. Están encerrados en esta isla con nosotros, igual que nosotros lo estamos con ellos. Venga, vamos a mirar.»

Me gustó la idea, así que nos pusimos el sombrero y salimos. Pero nunca te imaginarías lo que nos encontramos en St. Peter Port.

Ah, había cientos de soldados alemanes y estaban ¡de compras! Iban del brazo paseando por Fountain Street, sonreían, reían, miraban los escaparates, entraban y salían de las tiendas cargados con paquetes, llamándose los unos a los otros. North Esplanade también estaba plagado de soldados. Algunos descansaban, otros se quitaban la gorra y nos saludaban educadamente. Un hombre me dijo: «Vuestra isla es preciosa. Pronto lucharemos en Londres, pero ahora podemos disfrutar de esto, de unas vacaciones al sol».

Otro imbécil creía que estaba en Brighton. Compraban helados para el torrente de niños que les seguían. Reían y se lo pasaban bien ahí donde iban. Si no hubiera sido por los uniformes verdes, habríamos pensado que se trataba de viajeros del barco proveniente de Weymouth.

Fuimos hacia Candie Gardens y allí todo cambió; de la fiesta a la pesadilla. Primero oímos el ruido de un ritmo constante y fuerte de botas que se aproximaban. Luego, una tropa de soldados giraron por nuestra calle. Todo en ellos relucía: los botones, las botas, aquellos sombreros en forma de cubos. Sus ojos no se fijaban en nadie ni en nada, simplemente miraban al frente. Eso daba más miedo que los rifles que llevaban colgando del hombro, o los cuchillos y granadas que llevaban en la parte alta de las botas.

El señor Ferre, que estaba detrás de nosotras, me agarró del brazo. Había luchado en la batalla del Somme durante la Primera Guerra Mundial. Le caían las lágrimas por la cara y, sin darse cuenta, me estaba retorciendo el brazo, estrujándomelo. Me dijo: «¿Cómo pueden estar haciendo esto otra vez? Les derrotamos y aquí están de nuevo. ¿Cómo les hemos dejado que lo vuelvan a hacer?».

Finalmente, Elizabeth dijo: «Ya he visto suficiente. Necesito una copa».

Yo tenía una buena cantidad de ginebra en el armario de la cocina, así que nos fuimos a casa.

Ahora tengo que dejarte, pero te veré pronto y eso me alegra. Todos queremos ir a recogerte, pero hay algo que me preocupa. Seguramente habrá otros veinte pasajeros a bordo, ¿cómo te reconoceré? Aquella foto del libro está muy borrosa y no quiero darle un beso a la mujer equivocada. ¿Por qué no te pones un gran sombrero rojo con velo y llevas un ramo de lirios?

Tu amiga,

ISOLA

De un amante de los animales a Juliet

Miércoles por la noche

Estimada señorita:

Yo también soy miembro de la Sociedad Literaria y el Pastel de Piel de Patata de Guernsey, pero nunca le he escrito sobre mis lecturas, porque sólo leí dos cuentos de niños sobre perros fieles y valientes. Isola dice que quizá venga usted a escribir sobre la Ocupación y creo que debería saber lo que nuestros Estados ¡hicieron a los animales! ¡Nuestro propio gobierno, no los sucios alemanes! Les daría vergüenza contárselo, pero a mí no.

Nunca me han importado mucho las personas y no me sorprendería nunca. Tengo mis motivos. Nunca he conocido un hombre ni la mitad de fiel que un perro. Trata bien a un perro y él te tratará bien; te hará compañía, será tu amigo, nunca te hará preguntas. Los gatos son diferentes, pero no tengo nada contra ellos.

Debería saber lo que alguna gente de Guernsey hizo a sus animales de compañía cuando supieron que venían los alemanes. Miles de ellos abandonaron la isla; volaron a Inglaterra, se fueron en barco y dejaron atrás a sus perros y a sus gatos. Los dejaron vagar por las calles, abandonados, hambrientos y sedientos, ¡los muy cerdos!

Yo recogí todos los perros que pude, pero no fue suficiente. Entonces los Estados se hicieron cargo del problema y lo empeoraron, y mucho. Los Estados avisaron en los periódicos que, a causa de la guerra, no habría suficiente comida para los humanos y mucho menos para los animales. «Pueden quedarse un animal por familia —dijeron—, pero al resto tendremos que sacrificarlos. Será un peligro para los niños, que gatos y perros abandonados deambulen por la isla.»

Y eso es lo que hicieron. Los Estados metieron a los animales en camiones y se los llevaron al refugio de animales de St. Andrews, y aquellas enfermeras y doctores los sacrificaron. Tan rápido como acababan con un camión, les llegaba otro lleno.

Lo vi todo. Cómo los recogían, cómo los descargaban en el refugio y cómo los enterraban.

Vi a una enfermera salir del refugio a respirar aire fresco, cogía aire profundamente, con avidez. Se encontraba tan mal que parecía que iba a morir. Se fumó un cigarrillo y luego volvió a entrar para seguir con la matanza. Tardaron dos días en matar a todos los animales.

Eso es todo lo que tengo que decir, pero póngalo en el libro.

UN AMANTE DE LOS ANIMALES

De Sally Ann Frobisher a Juliet

15 de mayo de 1946

Estimada señorita Ashton:

La señorita Pribby me dijo que usted vendría a Guernsey para conocer cosas sobre la guerra. Espero verla entonces, pero de momento le escribo porque me gusta escribir cartas. En realidad, me gusta escribir cualquier cosa.

Pensé que le gustaría saber cómo me humillaron durante la guerra, en 1943, cuando tenía doce años. Tenía sarna.

No había suficiente jabón en Guernsey para limpiar; ni para la ropa, ni para la casa, ni para nosotros mismos. Todo el mundo tenía alguna enfermedad de la piel, de un tipo u otro, escamas, pústulas o piojos. Yo misma tenía sarna en la cabeza, bajo el cabello, y no se iba.

Finalmente, el doctor Ormond me dijo que debía ir al hospital, a que me afeitaran la cabeza y así poder cortar las costras para que saliera el pus. Espero que usted nunca sepa la vergüenza que se pasa al llevar la cabeza rapada al cero. Me quería morir.

Allí fue donde conocí a mi amiga, Elizabeth McKenna. Ayudaba a las hermanas de mi planta. Las hermanas siempre eran amables, pero la señorita McKenna era amable y divertida. Que fuera tan divertida me ayudó en mi peor momento. Cuando me afeitaron la cabeza, ella entró en mi habitación con un cuenco, una botella de antiséptico Dettol y un bisturí afilado.

Dije: «Esto no me va a doler, ¿verdad? El doctor Ormond me dijo que no me dolería». Intenté no echarme a llorar.

«¡Y un carajo! —dijo la señorita McKenna—, te va a doler una barbaridad. No le digas a tu madre que he dicho "carajo"»

Entonces me entró una risa nerviosa, y ella me hizo el primer corte antes de que pudiera asustarme. Me dolió, pero lo soporté. Mientras ella me iba cortando el resto de costras, jugamos a gritar los nombres de cada mujer que había sufrido bajo el acero. «María, reina de los escoceses, ¡zis, zas!», «Ana Bolera, ¡plaf!», «María Antonieta, ¡pumba!». Y ya habíamos acabado.

Dolió, pero también fue divertido porque la señorita McKenna lo convirtió en un juego.

Me limpió la cabeza con Dettol y vino a verme por la tarde con un pañuelo suyo de seda para envolverme la cabeza a modo de turbante. «Ya está», dijo, me dio un espejo. Me miré en él. El pañuelo era precioso, pero se me veía la nariz demasiado grande para mi cara, como siempre. Quería saber si alguna vez sería bonita, y se lo pregunté a la señorita McKenna.

Cuando se lo preguntaba a mi madre, decía que no tenía paciencia para esas tonterías y que la belleza sólo era superficial. Pero la señorita McKenna, no. Me miró, pensativa, y luego dijo: «En poco tiempo, Sally, serás despampanante. Sigue mirándote en el espejo y verás. Son los rasgos lo que cuenta y los tuyos están muy bien. Con esta nariz tan elegante que tienes, serás la nueva Nefertiti. Harías bien en practicar una pose imperiosa».

La señora Maugery vino a verme al hospital y le pregunté quién era Nefertiti y si estaba muerta. Me parecía que sí. La señora Maugery me dijo que efectivamente estaba muerta en un sentido, pero que en otro era inmortal. Más tarde, me buscó una fotografía de Nefertiti para que la viera. No estaba muy segura de lo que significaba una pose imperiosa, así que intenté parecerme a ella. Aún no me queda bien la nariz, pero estoy segura de que llegará, la señorita McKenna me lo dijo.

Otra historia triste sobre la Ocupación es la de mi tía Letty. Tenía una casa antigua muy grande en los acantilados, cerca de La Fontenelle. Los alemanes dijeron que se encontraba en medio de su línea de fuego y que les estorbaba cuando hacían prácticas de tiro. Así que la hicieron explotar. La tía Letty ahora vive con nosotros.

Atentamente,

SALLY ANN FROBISHER

De Micah Daniels a Juliet

15 de mayo de 1946

Estimada señorita Ashton:

Isola me dio su dirección porque está convencida de que a usted le gustará ver mi lista para su libro.

Si hoy estuviera en París y me colocara en un elegante restaurante francés (el tipo de sitio donde tienen manteles blancos de encaje, velas en las paredes y cubiertos de plata encima de todos los platos), bueno, le digo que no sería nada, nada comparado con mi caja
Vega
.

En caso de que no lo sepa, el
Vega
fue uno de los primeros barcos de la Cruz Roja en llegar a Guernsey el 27 de diciembre de 1944. Nos trajeron comida entonces, y tres veces más, y nos mantuvo con vida hasta el final de la guerra.

Sí, he dicho esto, ¡nos mantuvo con vida! Hasta entonces, durante años, la comida no había sido tan abundante. Exceptuando en el mercado negro, no había ni una cucharada de azúcar en toda la isla. Toda la harina para el pan se había acabado el 1 de diciembre de 1944. Los soldados alemanes estaban tan hambrientos como nosotros, con las barrigas hinchadas por la falta de comida.

Bueno, yo estaba harto de tantas patatas hervidas y nabos, y estaba a punto de morirme, cuando llegó el
Vega
a nuestro puerto.

Antes, el señor Churchill no había permitido que los barcos de la Cruz Roja nos trajeran comida porque decía que los alemanes nos la quitarían y se la quedarían para ellos. Ahora puede sonar como un plan inteligente, ¡esperar a que los canallas se murieran de hambre! Pero para mí significa que simplemente no le importaba si nosotros nos moríamos de hambre con ellos.

Bien, algo le hizo cambiar de opinión y decidió que podíamos comer. Así que en diciembre le dijo a la Cruz Roja, bien, de acuerdo, sigan adelante y denles de comer.

Señorita Ashton, había dos cajas de comida por cada hombre, mujer y niño de Guernsey, todo almacenado en la bodega del
Vega
. También había otras cosas: clavos, semillas para plantar, velas, aceite para cocinar, cerillas para encender fuego, algo de ropa y zapatos. Incluso alguna canastilla para algún recién nacido.

Había harina y tabaco (Moisés puede hablar todo lo que quiera de maná, pero ¡nunca vio nada como aquello!). Voy a decirle todo lo que había en mi caja, porque lo anoté todo para agregarlo a mi álbum de recortes:

200 gr de chocolate

100 gr de té

200 gr de azúcar

50 gr de leche en polvo

400 gr de mermelada

150 gr de sardinas

150 gr de ciruelas

30 gr de sal

500 gr de galletas

500 gr de mantequilla

400 gr de jamón

200 gr de pasas

300 gr de salmón

100 gr de queso

30 gr de pimienta

Una pastilla de jabón

Yo regalé mis ciruelas, pero no fue nada. Cuando muera voy a dejar todo mi dinero a la Cruz Roja. Les he escrito para decírselo.

Hay algo más que debería decirle. Podría ser sobre aquellos alemanes, pero el honor debido es el honor debido. Descargaron del
Vega
todas aquellas cajas de comida para nosotros y no cogieron ni una, ni una sola caja para ellos. Claro que su comandante les había dicho: «Esa comida es para los isleños, no es vuestra. Robad un poco y tendré que pegaros un tiro». Luego le dio a cada hombre que estaba descargando el barco una cucharita, para que pudieran raspar algo de harina o cereal que se derramara en la calzada. Eso se lo podían comer.

Other books

Sibir by Farley Mowat
Breaking His Rules by Sue Lyndon
The Cowboy's Twins by Deb Kastner
100 Most Infamous Criminals by Jo Durden Smith
It Was Me by Cruise, Anna
Marry-Me Christmas by Shirley Jump
Her One and Only Dom by Tamsin Baker