Read La sociedad literaria y el pastel de piel de patata de Guernsey Online
Authors: Mary Ann Shaffer y Annie Barrows
Pero eso no era todo. Elizabeth había pensado mucho en mi problema (mucho más que yo) y había ideado un plan. Ya que todos los isleños iban a tener carnet de identidad, ¿por qué no declaraba que yo era lord Tobias Penn-Piers? Podía hacerlo, y decir que todos mis documentos se habían quedado atrás en mi banco de Londres. Amelia estaba segura de que el señor Dilwyn respaldaría mi suplantación de identidad, y así lo hizo. Él y Amelia me acompañaron a la oficina del comandante y todos juramos que yo era lord Tobias Penn-Piers.
Fue Elizabeth quien remató la idea. Los alemanes estaban tomando todas las mansiones de Guernsey para que sus oficiales vivieran allí, y nunca pasarían por alto una residencia como La Fort (era demasiado buena para pasarla por alto). Y cuando llegaron, yo debía estar preparado para recibirles como lord Tobias Penn-Piers. Debía parecer un lord en su tiempo libre y actuar de manera natural. Estaba aterrorizado.
«Tonterías —dijo Elizabeth—. Tienes presencia, Booker. Eres alto, moreno, apuesto, y todos los criados saben cómo mirar por encima del hombro.»
Decidió que me haría un retrato rápido como a un Penn-Piers del siglo XVI. Así que posé como tal, con una capa de terciopelo y gorguera. Me senté con un fondo poco iluminado de tapices y sombras difuminadas, toqueteando la daga. Tenía un aire majestuoso, ofendido y traidor.
Fue una idea brillante, ya que ni dos semanas más tarde, un cuerpo de oficiales alemanes (seis en total) entraron en mi biblioteca sin llamar. Los recibí allí, bebiendo a sorbos un Château Margaux del 93 y con un asombroso parecido al retrato de mi «antepasado» colgado detrás de mí.
Me hicieron una reverencia y fueron muy educados, aunque eso no les impidió quedarse con la casa y mandarme a la casita del guardián, justo al día siguiente. Aquella noche, Eben y Dawsey vinieron a escondidas después del toque de queda, para ayudarme a llevar a la casita todo el vino que pudiéramos, donde hábilmente lo escondimos detrás de un montón de leña, dentro del pozo, en la salida de humos, bajo la paja y en las vigas. Pero incluso con toda esa carga de botellas, me quedé sin vino a principios de 1941. Fue un día triste, pero tenía amigos que me distrajeron y, luego, luego encontré a Séneca.
Llegaron a encantarme nuestras reuniones literarias, me ayudaban a soportar la Ocupación. Algunos de sus libros parecían muy buenos, pero yo seguí fiel a Séneca. Llegué a sentir como si me hablara a mí, con su manera divertida y mordaz, pero sólo a mí. Sus cartas me ayudaron a sentirme vivo durante lo que vino después.
Todavía voy a todas las reuniones de la Sociedad. Están hartos de Séneca y me piden que lea otra cosa. Pero no lo haré. Sólo actúo en obras que organiza una de nuestras compañías de repertorio; la imitación de lord Tobias me despertó el gusto por la interpretación, y además de eso, soy alto, tengo una voz fuerte y me oyen bien desde la última fila.
Estoy contento de que la guerra haya terminado y vuelva a ser John Booker.
Suyo sinceramente,
JOHN BOOKER
De Juliet a Sidney y Piers
31 de marzo de 1946
Señor Sidney Stark
Hotel Monreagle
Broadmeadows Avenue, 79
Melbourne
Victoria
Australia
Queridos Sidney y Piers:
Sangre no, sólo dedos doloridos de copiar las cartas adjuntas de mis nuevos amigos de Guernsey. Adoro sus cartas y no puedo pensar en mandaros las originales al otro lado del mundo, donde indudablemente los perros salvajes se las podrían comer.
Sabía que los alemanes habían ocupado las islas del Canal, pero apenas pensé en ellos durante la guerra. Así que he empezado a buscar artículos del
Times
y cualquier cosa que pueda encontrar en la Biblioteca de Londres sobre la Ocupación. También quiero buscar una buena guía de Guernsey, una con descripciones, no con horarios ni recomendaciones de hoteles, para hacerme una idea de la isla.
Aparte de mi interés en su «interés» por la lectura, me he enamorado de dos hombres: Eben Ramsey y Dawsey Adams. También me gustan Clovis Fossey y John Booker. Quiero que Amelia Maugery me adopte, y yo quiero adoptar a Isola Pribby. Voy a dejar que adivines mis sentimientos por Adelaide Addison (señorita), cuando leas sus cartas. La verdad es que en este momento estoy viviendo más en Guernsey que en Londres; hago ver que trabajo, pero estoy con la oreja pendiente de si llega el correo, y cuando lo oigo, bajo corriendo la escalera, con ansia de conocer la siguiente parte de la historia. Supongo que eso es lo que debía de sentir la gente cuando iban a la puerta de la editorial a buscar la última entrega de
David Copperfield
en cuanto salía de la imprenta.
Sé que a ti también te van a encantar esas cartas, pero ¿te interesarían más? Para mí, esta gente y sus experiencias durante la guerra son fascinantes y conmovedoras. ¿Estás de acuerdo? ¿Crees que podría salir un libro de esto? No seas cortés, quiero tu opinión (la de los dos), la verdad. Y no tienes de qué preocuparte, seguiré mandándote copias de las cartas aunque no quieras que escriba un libro sobre Guernsey. Estoy, en general, por encima de la venganza.
Ya que he sacrificado mis dedos para entreteneros, a cambio deberías enviarme lo último de Piers. Estoy contenta de que vuelvas a escribir.
Besos a los dos,
JULIET
De Dawsey a Juliet
2 de abril de 1946
Querida señorita Ashton:
Divertirse es el mayor pecado en la biblia de Adelaide Addison (la falta de humildad le sigue de cerca), y no me sorprende que le haya escrito sobre «caza-alemanes». Adelaide vive sumida en su cólera.
Quedaron muy pocos buenos partidos en Guernsey y, ciertamente, ninguno muy atractivo. Muchos de nosotros estábamos cansados, desaliñados, preocupados, harapientos, sin zapatos y sucios; estábamos derrotados y dábamos esa apariencia. No teníamos energía, tiempo ni dinero para divertirnos. Los hombres de Guernsey no teníamos glamour y los soldados alemanes sí. Eran, según una amiga mía, altos, rubios, apuestos y con la piel bronceada, como dioses. Hacían fiestas suntuosas, eran alegres y vigorosos, tenían coches, dinero y podían pasarse toda la noche bailando.
Pero algunas de las chicas que salían con los soldados les daban los cigarrillos a sus padres y el pan a sus familias. Volvían de las fiestas a casa con panecillos, patés, fruta, empanadas de carne y jaleas en los bolsos, y sus familias podían disfrutar de una comida completa al día siguiente.
No pienso que los isleños vieran el aburrimiento de aquellos años como único motivo para hacerse amigos del enemigo. Aunque el aburrimiento es una razón fuerte, y la perspectiva de pasarlo bien es tentadora, sobre todo cuando se es joven.
Había mucha gente que no quería tener ningún trato con los alemanes; si se te ocurría decirles aunque sólo fuera «buenos días», estabas de parte del enemigo, según su manera de pensar. Pero las circunstancias fueron tales que no pude acatar estas reglas con el capitán Christian Hellman, un doctor de las fuerzas de ocupación y un buen amigo mío.
A finales de 1941 ya no había sal en toda la isla, y tampoco iban a traérnosla de Francia. Los tubérculos y las sopas no tenían nada de sabor sin sal, así que los alemanes tuvieron la idea de usar agua del mar. La traían del muelle y la echaban a un depósito grande que habían colocado en medio de St. Peter Port. Cada uno debía ir a la ciudad a llenar los cubos y luego llevárselos a casa. Allí tendríamos que hervir el agua y usar lo que quedaba en el fondo de la cacerola como sal. Pero no dio resultado, no había suficiente madera para mantener el fuego encendido hasta que el agua hirviera hasta evaporarse. Así que al final decidimos cocinar las verduras directamente con el agua del mar.
Le daba bastante sabor, pero mucha gente mayor no podía hacer el trayecto hasta la ciudad ni cargar cubos pesados hasta casa. Nadie tenía mucha fuerza para ocuparse de esas tareas. Yo cojeo ligeramente de una pierna mal curada, y por eso me libré de ir al ejército, pero nunca me ha dado muchos problemas. Estaba muy fuerte, y así, empecé a repartir agua por las casas de alrededor.
A cambio conseguí una pala extra y algo de cuerda de un viejo cochecito de bebé de la señora LePell, y el señor Soames me dio dos pequeños toneles de roble de vino, ambos con grifo. Corté la parte de arriba de los barriles con una sierra para hacer unas tapas movibles y los puse en el cochecito; así ya tenía transporte. Había algunas playas que no estaban minadas, y era fácil bajar a las rocas, llenar el barril con agua del mar y volver a subir.
El viento de noviembre es fuerte, y un día tenía las manos casi entumecidas después de subir con el primer barril de agua. Estaba de pie al lado del carrito, tratando de calentarme los dedos, cuando Christian pasó con el coche. Se paró, dio marcha atrás y me preguntó si necesitaba ayuda. Dije que no, pero de todas formas bajó del coche y me ayudó a meter el barril en el carrito. Después, sin decir nada, bajó conmigo a por el segundo barril.
No me di cuenta de que él tenía un hombro y un brazo rígidos, pero entre eso, mi cojera y el pedregal, resbalamos mientras estábamos subiendo y caímos por la ladera, dejando ir el barril, que cayó rodando contra las rocas y nos dejó empapados. Dios sabe por qué nos hizo tanta gracia, pero fue así. Nos apoyamos contra la pared del acantilado, sin poder parar de reír. Entonces fue cuando me cayó del bolsillo el libro de los ensayos de Elia, y Christian lo recogió, totalmente mojado. «Vaya, Charles Lamb —dijo, y me lo devolvió. No era un hombre a quien le importara un poco de agua.» Supongo que mi sorpresa fue evidente, porque añadió: «En casa lo leía a menudo. Envidio tu biblioteca portátil».
Volvimos a su coche. Me preguntó si podría conseguir otro barril. Le dije que sí y le expliqué para qué eran. Él asintió con la cabeza y yo empecé a salir con el carrito. Pero luego me volví y le dije: «Si quieres puedo dejarte el libro». Ni que le hubiese ofrecido la luna. Intercambiamos nombres y nos dimos la mano.
Después de eso, a menudo venía a ayudarme a subir el agua. Luego me ofrecía un cigarrillo y nos quedábamos en el camino a hablar de la belleza de Guernsey, de historia, de libros, de agricultura, pero nunca del presente, siempre de cosas alejadas de la guerra. Un día que estábamos allí, Elizabeth apareció con la bicicleta. Había estado de guardia en la enfermería todo el día y probablemente también la noche anterior y, como la de todos los demás, su ropa tenía más remiendos que tela. Pero Christian se calló a mitad de la frase, para verla venir. Elizabeth nos vio y se detuvo. Nadie dijo ni una palabra, pero les vi la cara y me fui tan pronto como pude. No me había dado cuenta de que ya se conocían.
Christian había trabajado de cirujano militar hasta que debido a la herida del hombro lo mandaron de Europa oriental a Guernsey. A principios de 1942 lo destinaron a un hospital de Caen. Los bombarderos aliados hundieron el barco en que viajaba y todos murieron ahogados. El coronel Mann, el director del hospital de la Ocupación alemana, sabía que éramos amigos y vino a darme la noticia. Quería que fuera yo quien se lo dijera a Elizabeth. Y lo hice.
La forma en que Christian y yo nos conocimos puede ser poco corriente, pero nuestra amistad no lo fue. Estoy seguro de que muchos isleños llegaron a ser amigos de algunos soldados. Pero a veces pienso en Charles Lamb y me maravillo de que un hombre nacido en 1775 me haya permitido hacer unos amigos como usted y Christian.
Suyo,
DAWSEY ADAMS
De Juliet a Amelia
4 de abril de 1946
Señora Maugery:
Ha salido el sol por primera vez en meses, y si estiro el cuello sentada desde mi silla puedo ver los destellos del agua del río. Aparto los ojos de los montones de escombros de la calle y hago como si Londres volviera a ser una ciudad preciosa.
Recibí una carta muy triste de Dawsey Adams donde me hablaba de Christian Hellman, de su amabilidad y de su muerte. La guerra no acaba nunca, ¿verdad? Tantas vidas perdidas. Y qué difícil debió de ser para Elizabeth. Menos mal que les tuvo a usted, Eben, Isola y Dawsey para ayudarla cuando tuvo el bebé.
La primavera está al caer. Casi tengo calor aquí en el rincón donde da el sol. Y por la calle —ya no aparto los ojos—, un hombre con un jersey remendado está pintando de azul cielo la puerta de su casa. Dos niños que habían estado peleándose con palos le están pidiendo que les deje ayudar. Él les da una brocha pequeña a cada uno. Así que quizás hay un final para la guerra.
Suya,
JULIET ASHTON
De Mark a Juliet
5 de abril de 1946
Querida Juliet:
Me estás esquivando y eso no me gusta. No quiero ver la obra con nadie más. Quiero ir contigo. De hecho, me importa un bledo la obra. Sólo trato de hacerte salir de ese piso. ¿Cena? ¿Té? ¿Cóctel? ¿Paseo en barco? ¿Bailar? Eliges tú, y yo haré lo que tú digas. No soy sumiso muy a menudo, o sea que no desperdicies esta oportunidad.
Tuyo,
MARK
De Juliet a Mark
Querido Mark:
¿Quieres venir conmigo al British Museum? He de estar allí, en la Sala de Lectura, a las dos en punto. Después podemos ir a ver las momias.
JULIET
De Mark a Juliet
Al diablo con la Sala de Lectura y las momias. Ven a comer conmigo.
MARK
De Juliet a Mark
¿Eso es ser sumiso?
JULIET
De Mark a Juliet
Al diablo con lo de ser sumiso.
M.
De Will Thisbee a Juliet
7 de abril de 1946
Estimada señorita Ashton:
Soy uno de los miembros de la Sociedad Literaria y el Pastel de Piel de Patata de Guernsey. Soy ferretero de antigüedades, aunque a algunos les gusta llamarme ropavejero. También invento aparatos que ahorran trabajo. Mi último invento es una pinza eléctrica que mece suavemente la ropa con la brisa.
¿Encontré consuelo en la lectura? Sí, pero al principio no. Yo sólo iba a comerme la empanada tranquilamente en un rincón. Entonces Isola se dio cuenta y me dijo que tenía que leer un libro y hablar de él como todos los demás. Me dio uno titulado
Pasado y presente
de Thomas Carlyle, y qué aburrido que era. Me dio dolor de cabeza, hasta que llegué a la parte que habla de religión.
Yo no era un hombre religioso, aunque no porque no lo hubiera probado. Había ido, como las abejas entre las flores, de iglesia en iglesia. Pero nunca había sido capaz de entender la fe, hasta que el señor Carlyle me planteó la religión de una manera distinta. Explica que caminaba entre las ruinas de la abadía de Bury St. Edmunds cuando le vino un pensamiento a la cabeza y lo escribió así: