—Llegará tarde a la cena, Nelly —replica Sandham. (Disculpe, comandante).
—¡No, Ned! —grita una voz alegre desde la puerta, cuando aparece John Mortiboy—. De eso nada. Nunca llego tarde a ninguna cosa buena. ¿No sabe que soy un hombre práctico?
—¡El señor Mortiboy, comandante Jackman, el señor Mortiboy!
AMELIA EDWARDS
Soy un hombre sencillo, comandante, y tal vez no le desagrade oír mi versión de los hechos. Muchos escapan a mi comprensión. No pretendo explicarlos. Sólo sé que ocurrieron tal como se lo cuento y que respondo de la verdad de cada palabra.
Los comienzos de mi vida fueron muy difíciles, allá en la región de las Alfarerías
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. Quedé huérfano y mis primeros recuerdos son de una gran fábrica de porcelana de la comarca, donde trabajaba en el taller, me embolsaba cualquier moneda que cayera en mi camino y dormía en el desván que había encima del establo. Fueron tiempos arduos, pero las cosas mejoraron a medida que fui creciendo y haciéndome más fuerte, sobre todo, desde que George Barnard se convirtió en capataz del taller.
George Barnard era wesleyiano —casi todos los habitantes de las Alfarerías éramos no conformistas
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—, austero, de ideas claras, un tanto hosco y taciturno, pero buena persona donde las haya, y el mejor de los amigos siempre que me hizo falta uno. Me sacó del taller y me puso a trabajar en los hornos. Me anotó en los libros con un salario fijo. Me ayudó a costearme una educación cuatro noches por semana y me animó a acompañarlo los domingos a la capilla que había junto al río, donde vi por primera vez a Leah Payne. Era su novia, y tan guapa que yo olvidaba al predicador y a todos los demás nada mas verla. Cuando se unía a los cánticos, yo no oía más voz que la suya. Si me pedía el libro de himnos, me echaba a temblar y me ruborizaba. Creo que la adoraba a mi modo estúpido e ignorante, y creo que adoraba a Barnard de un modo igual de ciego, aunque un poco diferente. Tenía la sensación de que se lo debía todo. Sabía que me había salvado, en cuerpo y alma, y lo miraba como un salvaje puede mirar a un misionero.
Leah era hija de un fontanero que vivía cerca de la capilla. Tenía veinte años, y George rondaba los treinta y siete o treinta y ocho. Las malas lenguas opinaban que era demasiada diferencia de edad, pero ella era tan seria y se querían tanto, y con tanta discreción, que, si no se hubiese interpuesto nada entre ellos durante su noviazgo, no creo que nada hubiese perturbado lo más mínimo su vida de casados. No obstante, algo se interpuso; y ese algo fue un francés: Louis Laroche. Era pintor de porcelanas, de los famosos talleres de Sévres; y se decía que nuestro patrón lo había contratado por cuatro años con un sueldo al que ni el más habilidoso de nosotros podía aspirar. Llegó a principios o a mediados de septiembre. Parecía muy joven; era bajo, moreno y bien proporcionado; tenía manos finas, suaves y blancas, y un bigote sedoso, y hablaba inglés casi tan bien como yo. No nos cayó en gracia a ninguno, pero es lógico teniendo en cuenta que lo habían puesto por encima de todos los ingleses de la fábrica. Además, aunque siempre era educado y sonriente, no podíamos sino reparar en que se consideraba superior a nosotros, lo cual no resultaba nada agradable. Tampoco lo era verlo paseando por el pueblo, vestido como un caballero, cuando acababa la jornada de trabajo; ni fumando buenos cigarros puros, cuando los demás teníamos que contentarnos con una pipa de tabaco corriente; ni alquilando un caballo los domingos por la tarde, cuando nosotros teníamos que ir a pie; ni, en suma, disfrutando de la vida como si el mundo estuviese pensado para complacerlo a él y para que nosotros nos deslomáramos trabajando.
—Ben, muchacho —me dijo un día George—, ese francés tiene algo que no me gusta.
Era sábado por la tarde y estábamos sentados en un montón de gacetas vacías junto a la puerta del horno, esperando a que los hombres terminasen de limpiar el taller. Las gacetas son cajas de arcilla en las que se meten las vasijas para cocerlas en el horno.
Alcé inquisitivamente la vista.
—¿Quién, el conde? —pregunté, pues ése era el mote con que se le conocía en la fábrica.
George asintió e hizo una pausa con la barbilla apoyada en la palma de la mano.
—Tiene la mirada torva y la sonrisa, falsa —afirmó—. Hay algo en él que no termina de gustarme. —Me acerqué y escuché a George como si fuera un oráculo—. Además —añadió, en voz queda y con los ojos perdidos, como si estuviese pensando en voz alta—, su aspecto no es natural. Si uno no se fija bien, parece casi un niño, pero si se le observa con atención… ¡fíjate en los pliegues de debajo de los ojos y en esas arrugas tan marcadas en torno a la boca, y dime su edad, si puedes! Caramba, Ben, es casi tan viejo como yo, sí, y también igual de fuerte. Te has quedado de una pieza, pero té digo que por delgado que parezca podría lanzarte por encima del hombro como si fueses una pluma. Y sus manos, por muy blancas y pequeñas que sean, tienen músculos de hierro, puedes creerme.
—Pero, George, ¿cómo lo sabes?
—Porque me da mala espina —replicó George con solemnidad—. Porque, cada vez que lo tengo cerca, es como si lo viera con toda claridad y como si se me aguzara el oído. Tal vez sea presunción por mi parte, pero a veces pienso que es mi deber cuidarme de él y prevenir a los demás. Fíjate en los niños, Ben, cómo se apartan de su lado, y ¡míralo ahora! ¡Pregunta a Capitán lo que opina de él! Ben, al perro le disgusta tanto como a mí.
Vi a Capitán acurrucado en su perrera con las orejas echadas hacia atrás y gruñendo de forma audible mientras el francés bajaba despacio las escaleras que conducían a su taller, al otro extremo de la fábrica. Al llegar al último escalón se detuvo, encendió un cigarro, miró a un lado y a otro como para asegurarse de que estaba solo, y luego se acercó un par de metros a la perrera. Capitán soltó un breve ladrido, enfadado y puso el hocico sobre las patas dispuesto a saltar sobre él. El francés se cruzó de brazos, miró fijamente al perro y se puso a fumar tan tranquilo. Sabía con exactitud hasta dónde podía acercarse y se quedó a escasos centímetros del peligro. De pronto se agachó, exhaló una bocanada de humo en los ojos del perro, soltó una risa burlona, se dio la vuelta y se alejó, dejando a Capitán tirando de su cadena y ladrando como un animal enloquecido.
Fueron pasando los días, y mientras trabajaba en mi propio departamento no volví a ver al conde. Llegó el tercer domingo, creo, desde que sostuve aquella charla con George en el taller, y al ir por la mañana a la capilla con él como de costumbre, reparé en que tenía una expresión extraña y ansiosa y en que apenas me dirigió la palabra en todo el camino. Aun así, no le dije nada. No era de mi incumbencia preguntarle, y recuerdo que pensé que las nubes escamparían en cuanto estuviese otra vez junto a Leah, sujetando el mismo libro y entonando el mismo himno. Pero no fue así, porque Leah no acudió a la iglesia. Me pasé todo el tiempo mirando a la puerta, esperando ver entrar su dulce rostro, pero George no levantó los ojos del libro, ni pareció darse cuenta de que su sitio estaba vacío. Así transcurrió todo el servicio, y mis pensamientos se apartaron continuamente de las palabras del predicador. En cuanto nos dio su última bendición y atravesamos el umbral, me volví hacia George y le pregunté si Leah estaba enferma.
—No —respondió él con aire lúgubre—. No está enferma.
—Entonces, ¿por qué no ha venido…?
—Yo te diré por qué —me interrumpió con impaciencia—. Porque no volverás a verla por aquí. Ya no vendrá más a la iglesia.
—¿Que no vendrá más a la iglesia? —balbucí, cogiéndolo muy sorprendido de la manga—. Pero ¿qué ocurre, George?
Pero él apartó el brazo y golpeó el suelo con el tacón de hierro con lo que la acera retumbó.
—No me lo preguntes —respondió con aspereza—. Déjame en paz. Ya te enterarás en su momento.
Dobló por un callejón que llevaba a las montañas y me dejó sin decir una palabra más.
En mi vida me habían tratado mal muchas veces, pero jamás, hasta ese momento, George me había dedicado una mirada o una palabra airada. No sabía cómo reaccionar. Ese día pensé que se me atragantaría la comida, y por la tarde salí y estuve paseando por los campos hasta que llegó la hora de las oraciones vespertinas. Volví a la capilla y me senté fuera sobre una tumba, esperando a que llegara George. Vi a la congregación entrar en grupos de dos y tres; oí resonar solemnemente el primer salmo en el silencio de la tarde, pero George no apareció. Luego empezó el servicio religioso, y supe que, con lo puntual que era, no tenía sentido seguir esperándolo. ¿Dónde podría estar? ¿Qué habría sucedido? ¿Por qué Leah Payne no iba a volver más a la capilla? ¿Se habría unido a otra iglesia, y sería ése el motivo de que George pareciera tan desdichado?
Sentado en el triste cementerio, la oscuridad se cernía sobre mí, y me hice una y otra vez aquellas preguntas, hasta que me entró dolor de cabeza, pues en aquellos tiempos no estaba acostumbrado a pensar demasiado. Por fin se me hizo imposible seguir allí. Se me ocurrió de pronto que tenía que ir a ver a Leah y averiguar de sus propios labios lo que había sucedido. Me puse en pie y fui directo a su casa.
Había oscurecido mucho y empezaba a caer una lluvia fina. Encontré abierta la verja del jardín y tuve la esperanza de encontrar allí a George. Me detuve un instante dudando de si llamar al timbre o golpear la puerta con los nudillos, cuando un ruido de voces en el pasillo y la luz que se colaba por debajo de la puerta me indicaron que alguien iba a salir. Cogido por sorpresa, y sin saber qué decir, me oculté detrás del porche y esperé a que se marchasen los que había dentro. La puerta se abrió y la luz se derramó de pronto sobre las rosas y la gravilla húmeda.
—Llueve —dijo Leah, inclinándose hacia delante y protegiendo la vela con la mano.
—Y hace más frío que en Siberia —añadió otra voz, que no era la de George, pero que me sonó extrañamente familiar—. ¡Uf, menudo clima para que crezca en él una flor como tú!
—¿Es mucho mejor en Francia? —preguntó Leah en voz baja.
—Tanto como pueda serlo un cielo azul en el que luce siempre el sol. Caramba, ángel mío, si hasta tus brillantes ojos brillarán diez veces más y tus rosadas mejillas serán diez veces más rosadas cuando te trasplante a París. ¡Ah! No sé cómo describirte las maravillas de París: ¡las amplias calles rodeadas de árboles, los palacios, las tiendas, los jardines! Es como una ciudad encantada.
—¡Desde luego debe de serlo! —respondió Leah—. Y ¿de verdad me llevarás a ver todas esas tiendas tan bonitas?
—Cada domingo, querida… ¡Bah!, no pongas esa cara de sorpresa. En París las tiendas siempre abren los domingos y todo el mundo tiene el día libre. Pronto olvidarás todos tus prejuicios.
—Temo que esté mal disfrutar de ese modo de los placeres mundanos —suspiró Leah.
El francés se rió y le respondió con un beso.
—¡Buenas noches, santurroncita mía! —Y echó a correr por el sendero y desapareció en la oscuridad. Leah soltó otro suspiro, aguardó allí un momento, y luego cerró la puerta.
Estuve unos segundos perplejo e inmóvil como una estatua, incapaz de moverme y apenas de pensar. Por fin me incorporé mecánicamente y me dirigí hacia la verja. En ese momento, alguien me puso una gruesa mano en el hombro y una voz áspera me dijo al oído:
—¿Quién eres? ¿Qué estas haciendo aquí?
Era George. A pesar de la oscuridad, lo reconocí de inmediato y balbucí su nombre. En seguida apartó la mano de mi hombro.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí? —preguntó muy enfadado—. ¿Es que te crees con derecho a andar acechando por ahí como un espía en la oscuridad? Dios Santo, Ben… Me estoy volviendo loco. No pretendía ser grosero contigo.
—Lo sé —respondí con mucha seriedad.
—Es ese maldito francés —prosiguió con una voz que parecía el gemido de un doliente—. Es un malvado. Sé que es un malvado y me ha dado mala espina desde que llegó. La hará desdichada y algún día le destrozará el corazón… ¡Mi preciosa Leah… cuánto la amaba! Pero me vengaré… tan cierto como que hay un sol en el cielo, ¡me vengaré!
Su vehemencia me aterrorizó. Traté de convencerlo de que volviera a su casa, pero no quiso escucharme.
—No, no —dijo—. Vete tú, chico, y déjame. Me arde la sangre: esta lluvia me vendrá bien, necesito estar solo.
—Si hay algo que pueda hacer…
—No —me interrumpió—. No puedes hacer nada. Soy un hombre acabado, y no me preocupa lo que sea de mí. ¡El Señor me perdone!, mi corazón está lleno de maldad y mis pensamientos los inspira el diablo. Vamos, vete… Por el amor de Dios, vete. ¡No sé qué decir o hacer!
Me marché, porque no osé llevarle la contraria por mas tiempo, pero me quedé un buen rato en la esquina y lo estuve observando ir de aquí para allá bajo la lluvia. Por fin me volví a regañadientes y me fui a casa.
Pasé horas despierto en la cama, pensando en lo sucedido y odiando a aquel francés con toda mi alma. No podía odiar a Leah. La había reverenciado demasiado y con gran lealtad, pero ahora me parecía una criatura al borde de la destrucción. Me dormí de madrugada y volví a despertarme al despuntar el día. Guando llegué a la fábrica, vi que George ya había llegado, muy pálido, aunque en apariencia era el mismo de siempre, y que se dedicaba a organizar el trabajo como de costumbre. No dije nada de lo sucedido el día anterior. Algo en su semblante me lo impidió, pero, al verlo tan serio y circunspecto, cobré ánimos y empecé a albergar la esperanza de que hubiese vencido sus peores tentaciones. Al cabo de un rato llegó el francés alegre y despreocupado con el cigarro en la boca y las manos en los bolsillos. George se metió en uno de los talleres y cerró la puerta. Yo solté un profundo suspiro de alivio. Temía que se produjese un enfrentamiento, y pensé que, mientras pudieran evitar eso, todo iría bien.
Así pasaron el lunes, y el martes; y George siguió rehuyéndome. Tuve el suficiente sentido común para no ofenderme. Me daba la sensación de que estaba en su derecho de hacerlo, si el silencio le ayudaba a cargar mejor su cruz; decidí no volver a hablar del asunto a menos que empezase él.
Llegó el miércoles. Esa mañana me quedé dormido y llegué un cuarto de hora tarde al trabajo convencido de que me penalizarían, pues George era un capataz muy estricto y trataba por igual a amigos y a enemigos. En lugar de regañarme, me llamó y preguntó: