Al principio, la policía se mostró escéptica, al menos hasta que los chicos de la prensa recibieron su aviso advirtiéndolos de la posibilidad de una nueva demostración de violencia. Era la prueba que los chinos necesitaban. En pocos minutos estaban asignando tropas de tierra para proteger todos los grandes lugares turísticos de su ciudad, haciendo todo lo que estaba en su poder para parecer eficientes a ojos de la prensa internacional.
Catrina Collins se quedo allí, paralizada, mientras sus gran des y profundos ojos azules seguían la cruz gigante que caía del cielo. Las cámaras seguían disparando mientras los periodistas permanecían expectantes, tratando de averiguar dónde aterrizaría la cruz. Soldados armados con M14 apuntaban hacia el cielo, esperando órdenes, mientras sus comandantes calibraban la magnitud de la amenaza. ¿Era una bomba? ¿Un terrorista? ¿O la cuarta víctima del asesino de las crucifixiones?
El director de noticias de la
CNN
gritaba por el auricular de Collins. Tenía que prepararse para una conexión en directo para dentro de menos de un minuto. A Shawn Farley, su cámara, le dijeron que siguiese la acción tanto como le fuera posible mientras Collins describía la escena que veía en el monitor pequeño.
—¡Mierda, mierda, mierda! —se maldijo a sí misma. Tenía que retocarse el maquillaje y tampoco tenía ni idea de lo que iba a decir—. No estoy preparada. No estoy para nada preparada.
El director ignoró sus comentarios.
—Estás en el aire: tres… dos… uno…
La imagen de la cruz cayendo del cielo irrumpió en las pantallas de televisión de todo el mundo:
—Estamos justo a las puertas de la Ciudad Prohibida, en Pekín, donde hace tan sólo unos momentos un paracaídas ha sido visto sobrevolando la ciudad… Como pueden apreciar, al parecer estamos contemplando a la cuarta víctima de una extraña cadena de crucifixiones que han captado la atención de todo el mundo.
Unos gráficos que detallaban los pormenores de los otros casos se desplazaron de derecha a izquierda a través de la parte baja de la transmisión de la
CNN
.
—La víctima parece un hombre blanco, de unos treinta años. Está sujeto a la cruz con una especie de clavos, similares a los de la crucifixión de Jesucristo.
El director gritaba en su auricular:
—¡No te desvíes! ¡No lo hagas tan religioso!
Collins puso en orden sus ideas.
—Podemos ver cómo la sangre gotea de las manos y pies de la víctima y se desliza por la madera como si se tratase de una espeluznante película de terror.
Farley hizo un zoom más cercano, tratando de obtener la mejor toma posible.
—Puedo ver la sangre manando de la herida de su costado en pequeñas burbujas y… ¡Dios mío! ¡Miren su rostro! ¡Acaba de abrir sus ojos! ¡Jesús, no está muerto!
—¡Joder! —gritó el director—. ¡No utilices el nombre de Jesús en vano! Le vas a hinchar los cojones al cinturón bíblico.
Collins trató de calmarse:
—Los soldados están llegando de las calles más cercanas, aunque en realidad no parecen tener mucha idea de lo que deberían hacer. No sé si se han dado cuenta de que la víctima está viva, de que hay una posibilidad de salvarlo y obtener así información sobre el asesino.
Miró al monitor, buscando algo más que poder decir:
—Estoy buscando un avión por el cielo, pero no veo ni oigo ninguno. Algo más que se añade al misterio. ¿De dónde ha caído? ¿Por qué el asesino eligió China? ¿Qué es lo que trata de decirnos?
La cruz continuaba bajando, bajando lentamente hacia el patio interior de la Ciudad Prohibida.
—Estamos a punto de perder contacto visual con el paracaídas. Ahora mismo está a unos ciento cincuenta metros sobre el gran palacio, un lugar al que la prensa no tiene acceso. Seguiremos enfocando a la víctima mientras continúa bajando. Las tropas se apresuran hacia la puerta más cercana, todos han cargando sus rifles por si tienen que atacar… Hasta el momento no veo personal médico. Espero que ya estén dentro de las macizas murallas de la ciudad, esperando a que el paracaídas aterrice.
Farley siguió el paracaídas hasta que se perdió de vista; después, rápidamente hizo una toma de Collins, de pie en la acera. Sus ojos azules miraban fijamente a la cámara.
—Soy periodista desde hace muchos años, pero jamás he visto algo como esto… y gracias a la magia de la televisión, también ustedes lo han podido ver.
En la habitación de su hotel de Boston, Nick Dial asentía a los comentarios de ella:
—Televisión en directo al máximo.
Bajó el volumen y se encaminó hacia el tablón. Cuatro chinchetas indicaban las escenas del crimen. Cuatro diferentes continentes, cuatro víctimas diferentes. Todas ellas conectadas en el mapamundi por dos líneas rectas. Líneas que formaban una cruz enorme. Líneas que se cruzaban en Italia.
Pero ¿dónde de Italia? Esa era la pregunta.
La intersección geográfica se alejaba de Roma y de la Ciudad del Vaticano unos ochenta kilómetros. Eso sorprendió a Dial, puesto que ambos lugares encajaban con los criterios de los otros casos. Ciudades famosas y toneladas de turistas que garantizaban una atención suficiente. Aunque, por lo que Dial veía, el punto de intersección de los dos palos de la cruz estaba situado en algún lugar de la región de Umbría, justo en medio de la nada.
Dial se acercó para ver mejor pero se dio cuenta de que necesitaba un mapa más detallado de Italia para localizar la ciudad que quedaba en el punto exacto de cruce de las dos líneas, porque lo que era seguro era que algo iba a suceder allí. Algo grande. No sabía qué, pero sí sabía que la ubicación era la clave de todo.
Y que una
X
señalaba el sitio.
B
oyd y María se repartieron por los pisos superiores de la biblioteca, buscando información sobre el hombre que se reía. Eso le dio a Jones la oportunidad perfecta de pasar un rato a solas con María. La encontró cerca de la colección de manuscritos, en el segundo piso.
—¿Qué
est
ás buscando?
Ella murmuró:
—Una aguja en un pajar.
Jones dio una vuelta de trescientos sesenta grados, empapándose de todos los libros y objetos que los rodeaban.
—Un gran pajar… ¿Cómo es la aguja que buscas? Tal vez pueda ayudarte.
Ella se encogió los hombros.
—No tengo ni idea… Absolutamente ninguna.
—¡Perfecto!
María se acercó a él, y rozó suavemente con los dedos los lomos de los libros:
—Hay que admitir que tiene cierta ironía que estemos aquí; que, con la cantidad de sitios que hay en el mundo, hayamos venido a buscar pruebas sobre la muerte de Cristo nada menos que en el Hofburg. El sitio más adecuado. Lo digo por lo de la lanza.
—¿Lanza? ¿Qué lanza?
—La Lanza del Destino. La que perforó el costado de Cristo. Está aquí, en el Hofburg.
—Ah. Esa lanza.
Ella asintió:
—¿Sabes que la primera cosa que Hitler hizo cuando invadió Austria en 1938 fue venir aquí y coger la lanza. Los historiadores dicen que fue esa lanza la que lo motivó a dominar al mundo. La vio siendo un joven estudiante y tuvo una visión según la cual con esa lanza sería invencible.
»Pero Hitler no era el único que creía en el poder de la lanza. Según la leyenda, la lanza, en efecto, otorgaría a quien la poseyera el poder de conquistar el mundo, pero también dice que si su amo llega a perder la lanza, su muerte es inminente. Y es un hecho que Hitler se quitó la vida sólo ochenta minutos después de que las tropas americanas tomaran el búnker donde guardaba la reliquia. Algunos atribuyen esto a la coincidencia mientras que otros lo atribuyen al destino.
»La historia de la Lanza Sagrada (más conocida como la Lanza del Destino) ha sido estudiada desde hace siglos, aunque nadie sabe con seguridad si de verdad fue utilizada por Longino, el centurión romano que supuestamente atravesó con ella el costado de Cristo. Algunos historiadores creen que esta lanza, de un metro de longitud, fue forjada varios siglos después de la muerte de Cristo, y que no es nada más que un engaño.
»Algunos historiadores bíblicos están dispuestos a dar un paso más allá. No sólo creen que la lanza es ficticia, sino que también argumentan que el propio Longino no existió, ya que no hay ningún registro ni textos donde se le mencione. Hasta el año setecientos quince no aparece en el evangelio de Nicodemo. Además, como «Longino» es una versión latinizada de
longche
, que procede de la palabra griega «lanza», creen que fue inventado por la Iglesia para darle un nombre a un hombre sin rostro.
»Los evangelios dicen que el lanzazo era para asegurarse de que los crucificados, y por tanto Jesús, habían muerto. Ahora estamos aquí, donde está guardada la mítica lanza, buscando pruebas de que Cristo no murió en la cruz. La ironía es asombrosa —concluyó María.
Jones hizo una pausa para considerar su comentario.
—¿Y si no fuera irónico? ¿Y si hubiera una causa que explicase por qué la lanza y el hombre que se ríe están aquí? ¿Y si Longino era el hombre que se ríe?
—Estás de broma, ¿verdad?
—Para nada. Longino estuvo implicado en la crucifixión, ¿no? Pero nadie puede describir cómo era, y nunca apareció en los libros de historia hasta después de la caída del imperio. Eso suena muy raro, considerando lo cuidadosos que eran los romanos a la hora de conservar sus registros. Bueno, quizá su identidad estaba siendo protegida por Tiberio. Tal vez él lo eliminó de los libros de historia.
—¿Y que hay sobre la P? El anillo de la estatua tenía una P. Eso debe significar algo.
—Tal vez sí. Pero ¿y si el nombre de Longino era ficticio? Su verdadero nombre pudo haber sido Pedro o Pablo o lo que sea. Yo creo que Longino pudo haber estado junto a la cruz durante la crucifixión para así poderle administrar a Cristo la mandrágora. Además, pudo mostrar a la muchedumbre que Jesús había muerto, atravesándole el costado con una lanza.
María se quedó en silencio, comparando la teoría de Jones con los conocimientos que ella tenía. Muy dentro de sí, sentía que algo seguía sin encajar, que todavía faltaba una pieza.
Al cabo de unas pocas horas iba a saber de cuál se trataba.
Nick Dial abrió rápidamente su atlas hasta encontrar un mapa de Italia. Dibujó cuidadosamente dos líneas atravesando la superficie de colores mientras miraba constantemente las chinchetas rojas de su tablón. Sabía que, si se equivocaba por unos cuantos milímetros, fallaría el blanco más o menos en ochenta kilómetros.
Como había visto, las dos líneas se cruzaban en Umbría, una región fértil más conocida por sus tierras de labranza que por sus atracciones turísticas. Intrigado, Dial cogió una lupa y la colocó sobre el punto de intersección, sobre el lugar exacto donde las dos líneas se cortaban.
—Orvieto —dijo en voz baja—. Y le sonó muy familiar. A algo reciente.
Dial reviso el correo electrónico de su ordenador portátil. Varios mensajes mencionaban una explosión reciente cerca de Orvieto y la persecución y búsqueda del doctor Charles Boyd.
Dial cogió su móvil y telefoneó a la oficina central de la Interpol, donde le pusieron con Henri Toulon, que contestó al tercer timbrazo.
—Nick, amigo mío, ¿dónde estás ahora?
—En Boston, pero no por mucho tiempo.
—¡Oh! ¿Has decidido dimitir y dejarme a mí al cargo? Es tan agradable oír…
—Boyd —lo interrumpió—. El doctor Charles Boyd. ¿Qué puedes decirme sobre él?
—De momento es un hombre muy popular. Toda Europa está buscándolo. ¿Por qué lo preguntas?
—Tengo la sensación de que puede estar conectado con mi caso. ¿Qué me puedes enviar?
—Lo que quieras… Pero estoy confundido. ¿Cómo podría él…?
—Se trata de una corazonada. ¿Podrás mandarme información lo antes posible? La necesito antes de que salga mi vuelo.
—¿Un vuelo? Pero si no has terminado en Boston. Tengo la información que querías sobre el fax.
«Mierda», pensó Dial. Se había olvidado por completo del fax. La persona que lo mandó a la Interpol sabía que Orlando Pope iba a morir antes de que sucediera. Si Dial lo encontraba en Boston, el caso podría cerrarse al momento:
—Está bien, pásamelo deprisa. De todas maneras tengo que coger ese vuelo.
—Pero Nick, no crees que…
—¡Venga, Henri! ¿No me estás escuchando o qué? No estoy de humor para tus gilipolleces, hoy no. Limítate a mandarme lo que necesito. ¡Ni más tarde ni después de tu siguiente descanso para fumar, ahora! ¿Entiendes o no? ¡Mándalo de una puta vez!
Toulon sonrió de oreja a oreja. Le encantaba hacer cabrear a su jefe, sobre todo desde que a Dial lo ascendieron en lugar de a él.
—Nick, ¡relájate! Revisa tu bandeja de correo. La información debe estar ahí esperándote.
Nick Dial sabía que el asunto del fax era importante. Sabía que si rastreaba al remitente podía establecer una conexión directa con el crimen y, posiblemente, identificar al asesino o bien a uno de sus socios. Aunque en esta ocasión decidió que tenía cosas más importantes de las que ocuparse, por eso llamó a Chang, de la oficina local de la
NCB
, y le dijo que se encargara él de lo del fax.
—No la vayas a cagar —le dijo Dial mientras caminaban por el aeropuerto Logan—. Una vez tengas la información, quiero que te quedes calladito. No investigues ninguna pista más. No le digas nada a nadie. Sólo tienes que esperar. ¿Entiendes? Yo te llamaré dentro de unas horas desde el avión.
—No hay problema. Me iré a casa y esperaré la llamada… ¿Algo más, señor?
—Sí. Encuentra toda la información posible de Pekín. Querré un adelanto en cuanto te llame.
—Sí, señor.
Dial miró uno de los monitores de salidas de vuelos, para ver cuál era su puerta de embarque.
—¿Has estado en China?
—No, señor.
—¿Y tus padres? ¿De dónde son?
—Noank.
—¿Noank? —sonrió—. Nunca lo había oído. ¿Queda cerca de Pekín?
—No precisamente, señor, queda en Connecticut.
Dial se sintió como un idiota, así que cambió de tema.
—Consigúeme esa información, Chang. Te llamaré en cuanto aterrice.
—Señor, por curiosidad, ¿cuánto tiempo tardará en llegar a China?
—¿China? No voy a China, voy a Italia.
—Un momento —dijo Chang, confundido—. Pensé que estaba investigando el asesinato de hoy.