La señal de la cruz (13 page)

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Authors: Chris Kuzneski

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La señal de la cruz
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Una hora después, cuando se cansó de las cinco primeras mujeres, les ordenó que se lavaran y que cambiaran las sábanas mientras él se metía en la bañera con otras cuatro modelos que habían estado sentadas a un lado, observando. Narayan le dijo a una de ellas que se sentara en su regazo y que le lavara el cabello mientras otra le frotaba el cuello por detrás. Las otras dos se turnaron para masajearle los pies y las piernas, diciéndole todo el tiempo lo guapo que era y lo mucho que las excitaba.

Pero su excitación desapareció de pronto, cuando cuatro hombres encapuchados irrumpieron por la puerta y, con pericia militar, rodearon la bañera. Uno de los hombres apuntó con una arma a la cabeza de Narayan, ordenándole que no se moviera, mientras los demás acorralaban a las modelos desnudas y las metían por la fuerza en el cuarto de baño. La tarea era más difícil de lo que parecía, porque la mayoría de las mujeres estaban cubiertas de aceite o de agua, una mezcla que ha cía que el suelo embaldosado se volviera tan resbaladizo como un estanque congelado. Las modelos gritaban y lloraban sin parar, resbalando y cayéndose por todos lados. Finalmente, lograron llegar al baño arrastrándose, convertidas en una hilera de culos que gateaban hacia el fondo de la habitación.

La escena hubiese sido cómica de no ser por las frías miradas de los cuatro hombres, o el revólver que apuntaba a Narayan. Los hombres no se reían ni sonreían, ni siquiera miraban la procesión de mujeres desnudas que desaparecía frente a ellos. Mantenían sus posiciones, tal como les habían enseñado a hacer.

Lo peor no iba a suceder allí. Era un sitio demasiado expuesto, y los guardaespaldas de Narayan estaban demasiado cerca. Lo llevaron a una cabaña escondida, alejada del vaivén turístico de la carretera de Ratchadapisek pero lo suficientemente cercana para hacer el trabajo con rapidez.

Primero lo ataron boca abajo a la cabecera de la cama, amordazado y con los brazos y las piernas abiertos, completamente a merced de ellos.

Más tarde, el hombre que llevaba el arma la guardó en el cinturón y sacó un
flagellum
, un látigo corto de tres tiras de cuero rematadas por pequeñas bolas de plomo. Era un instrumento de tortura como el que habían usado para flagelar a Cristo, con el que le habían desgarrado la espalda como si de una sierra eléctrica se tratase, el que minó sus fuerzas mucho antes de que lo clavaran a los palos de la cruz. Iban a hacer lo mismo con Narayan.

El primer azote cayó sobre la carne haciendo un ruido horrible, a éste le siguieron los espantosos gritos ahogados de Narayan. Daba igual, nadie iba a acudir a ayudarlo. La cinta adhesiva con la que lo habían amordazado amortiguaba casi todo el sonido, y la cabaña estaba demasiado aislada como para que los entrometidos fueran una amenaza.

Durante un buen rato, el hombre azotó a Narayan una y otra vez, lastimándole las piernas, los hombros y la espalda hasta que su piel no pudo soportarlo más y se desgarró como papel. La sangre brotó primero de las venas más superficiales v luego chorreó, cuando los repetidos golpes llegaron a romper las arterias musculares, más profundas.

Exactamente como hacía dos mil años, con la muerte de Cristo.

Narayan murió de dolor, pero no antes de que su piel colease de su espalda como si fuera los restos de una bandera destrozada, cada jirón empapado en color carmesí.

Pero era sólo el comienzo, porque las cosas se iban a poner todavía peores. Mucho peores.

No iban a parar hasta que su mensaje fuera revelado a todo el mundo.

20
Miércoles, 12 de julio
Orvieto, Italia

P
ayne y Jones cogieron un avión en Londres temprano por la mañana y aterrizaron unas horas después en Roma. Mientras volaban, Payne llamó a un ejecutivo de la Ferrari que siempre intentaba convencerlo de que le comprara uno de sus coches nuevos y le preguntó si tenía servicio de alquiler. Pensó que, ya que pasaba por Roma, podía darse el gusto.

Después de recoger sus maletas, vieron a un paisano de aspecto reluciente que llevaba un traje aún más reluciente y que sostenía un letrero con el nombre de Payne. El hombre los abrazó como si fueran parientes, cogió sus maletas y se apresuró a atravesar el pasillo. Dos minutos después, abrió una puerta lateral y los condujo hacia una parte del aparcamiento exclusiva para limusinas y coches de lujo. Cuando Payne había hablado por teléfono con el jefe de aquel hombre, le había dicho que quería algo veloz, pero no demasiado llamativo. Pensaba en algo así como un modelo no muy nuevo pero con pocos kilómetros, pero era evidente que había habido algún malentendido, porque Mario se detuvo junto al coche más impresionante que Payne había visto en su vida. Un Enzo Ferra ri de edición limitada, rojo brillante y recién sacado del escaparate. A Jones se le escapó un grito sofocado que bien podría haber sido orgásmico. Payne no quiso mirar su expresión, solo oyó que decía:

—Jon, ya sé lo que quiero para Navidad.

Mario abrió la puerta y estiró la mano con las llaves.

—¿Quién quiere conducir?

Payne echó un vistazo al Enzo y fantaseó con su poderoso motor. Pero se dio cuenta de que no habría manera de que el cupiera en el estrecho espacio de detrás del volante, asi que miró a Jones y le dijo:

—Feliz Navidad.

—¿En serio?

—No te hagas ilusiones. No te lo he comprado. Sólo te dejo conducir.

Jones entró rápidamente y empezó a admirar el interior mientras Mario le daba a Payne los papeles para que firmara el alquiler de coche más rápido de la historia.

Payne había viajado por todos los continentes, incluso había hecho una excursión a la Antártida en la que casi se había muerto de frío, lo que le costó perder una apuesta: la mejor entrada para ver el partido de fútbol de la Armada contra la Marina. Así y todo, no recordaba haber estado nunca en un lugar como la campiña italiana. La bucólica belleza de los sinuosos cerros junto a la arquitectura antigua lo dejó sin Miento. Orvieto está a cien kilómetros al noroeste de Roma, por lo que podrían haber hecho el viaje en poco más de diez minutos si Jones hubiese pisado a fondo el acelerador. Pero estaban disfrutando tanto del paseo que lo alargaron a más de una hora.

A lo lejos, la roca gris pálido que constituía la meseta de doscientos setenta metros de altura se levantaba desde el suelo como un escenario gigantesco y recortaba Orvieto contra el cielo azul púrpura, dejándola como suspendida sobre los olivos que crecían a sus pies. Jones se dio cuenta de su función defensiva, por la altura y por la tonalidad única que dominaba toda la ciudad.

Apuesto a que este lugar era una ciudadela. ¿Ves cómo los edificios se confunden con la roca? Están hechos de la mis ma piedra toba, por eso la ciudad desde lejos queda camuflada, como la ciudad griega de Micenas.

Aparcaron el Ferrari en el límite oeste de Orvieto, para evitar que llamara la atención. No tenían ningún plan, así que pasearon por la primera calle que vieron, contemplando la arquitectura mientras atravesaban varias arcadas. Aunque algo deterioradas, las estructuras todavía mantenían su forma a pesar del paso de los siglos, lo que añadía fascinación a la ciudad y permitía vislumbrar otras épocas.

Las únicas pinceladas de color provenían de las macetas en los alféizares de las ventanas, llenas de flores rosa, violeta, rojas y amarillas, y de la hiedra que se pegaba a las paredes de muchos de los edificios.

—¿Dónde están todos? —preguntó Jones—. No he visto a nadie desde que hemos llegado.

No había coches, ni vendedores, ni niños jugando bajo el sol de la tarde. El único sonido que oían era el de sus propios pasos.

—¿Los europeos duermen la siesta?

—Puede que algunos italianos sí, pero no un pueblo entero. Algo debe de estar pasando.

Cinco minutos después descubrieron qué era.

Acababan de atravesar un amplio arco cuando divisaron a cientos de personas apiñadas en la plaza, frente a ellos. Todos estaban de pie, con las cabezas inclinadas delante de una enorme iglesia que parecía fuera de lugar en aquel monótono pueblo. No se confundía con el tono gris pálido de Orvieto sino todo lo contrario: la impresionante construcción gótica exhibía una fachada de triple frontón, coronada por un arco de frescos multicolores que representaban escenas del Nuevo Testamento. Las pinturas estaban rodeadas por una serie de bajorrelieves tallados a mano y cuatro columnas estriadas.

Mientras se acercaba hacia la multitud, Payne no podía decidir qué mirar primero: la iglesia o a la gente. Nunca había visto un edificio con una fachada más impactante, pero sabía que estaban allí por el doctor Boyd y que debía fijarse en la muchedumbre para encontrarlo. Su escrutinio continuó durante un rato, hasta que alguien tocó una campana desde la escalera de la iglesia y el sonido puso fin a la ceremonia. Con toda naturalidad, los ciudadanos de Orvieto regresaron a su vida cotidiana.

—¿Qué demonios ha sido eso? Parecen todos zombis.

—Todos no. —Jones señaló a un hombre obeso que estaba de pie a unos pocos metros de ellos, sacando fotos—. Ese tipo parece un turista. Quizá pueda decirnos qué nos hemos perdido.

Se le acercaron con precaución, con la esperanza de determinar su país de origen antes de hablar con él. Su olor lo delataba como europeo, pero la camiseta de la Universidad de Nebraska, el sombrero andrajoso tipo John Deere y los pantaloncillos bermuda decían que era americano. Lo mismo que su barriga, que sobresalía por encima de su cinturón como un almohadón. Jones dijo:

—Disculpe, ¿habla inglés?

La cara del hombre se iluminó:

—¡Claro que sí! Me llamo Donald Barnes.

Tenía acento del Oeste y estrechaba la mano como un herrero, algo que seguramente había desarrollado echando
ketchup
a todo lo que comía.

—Me alegro de encontrar a alguien que también lo hable. Me estaba muriendo de ganas de mantener una conversación normal.

Payne bromeó:

—Ése es el problema con los países extranjeros. Todo el inundo habla otro idioma.

—Ése es sólo uno de los problemas. Yo estoy con diarrea desde que llegué.

Demasiada información.

—¿Qué nos hemos perdido? Parecía que todo el pueblo estuviese aquí.

—Era un funeral por el policía que murió en el accidente del lunes.

—¿Qué accidente? Nosotros acabamos de llegar a la ciudad.

—Entonces os perdisteis los fuegos artificiales. Os lo juro, fue de lo más acojonante. Un viejo helicóptero se estrelló contra un camión aparcado cerca de la base del risco.

—No jodas. ¿Tú lo viste?

—No, pero sentí el temblor. La explosión fue tan grande que sacudió todo el maldito pueblo. Creí que el Vesubio estaba haciendo erupción, o algo así.

Jones sopesó la información.

—Ya sé que esto te sonará raro, pero ¿de quién era el camión? ¿Alguien lo reclamó?

Barnes miró a Payne y luego otra vez a Jones.

—¿Cómo sabes que el conductor está desaparecido? La policía lo ha estado buscando, preguntándonos a todos en el pueblo si lo hemos visto.

—¿Y lo habéis visto? —quiso saber Jones.

El gordo se encogió de hombros y la grasa se le amontonó en el cuello.

—No saben qué pinta tiene, y yo tampoco, así que ¿cómo coño voy a saber si lo he visto?

El argumento era bueno, aunque su manera de hablar —y su dieta— necesitaran algunas correcciones.

Entonces bajó la voz hasta susurrar.

—Algunos creen que el camión era de un saqueador de tumbas, de alguien que no quería que lo encontrasen. ¿No os parece genial?

—Bastante genial —susurró Jones, siguiéndole la corriente.

—¿Sabes? Estaba sacando fotos a toda la escena hasta que llegaron los policías y me prohibieron usar la cámara. Iba a quejarme, pero no estamos en América, y pensé que igual aquí tienen otras reglas. Pero os lo juro, fue de lo más acojonante.

Y bastante sospechoso, pensó Payne. ¿Qué probabilidades había de que un helicóptero explotara en el mismo pueblecito donde estaba el doctor Boyd; un pueblo donde había rumores sobre un ladrón de tumbas? Tenía que tratarse de Boyd. Así que preguntó:

¿Los policías todavía están controlando el sitio? Barnes se encogió de hombros. No he vuelto allí desde entonces. He estado muy ocupado con el arte y todo eso. Jones asintió.

También nosotros hemos estado mirando el arte y todo eso, tío, nos encantaría ver el lugar del choque. ¿Puedes decirnos nos dónde está?

Señaló hacia el sudeste, y les dio algunas referencias que encontrarían en el camino.

—Si no dais con él, podéis buscarme en el lado este del pueblo. Me han dicho que allí hay un manantial como de seguía metros de profundidad que hay que ver.

Payne y Jones le dieron las gracias a Barnes por la información y luego siguieron sus indicaciones hacia el sitio del choque. No sabían que, menos de una hora más tarde, Barnes iba a ser asesinado.

21
Galería Vittorio Emanuele II
Milán, Italia

B
oyd estaba sentado en un café cerca del centro de la Galería, un centro comercial de techo acristalado que cubría cuatro calles de estilo neorrenacentista. Los turistas paseaban y tomaban fotografías de las ilustraciones de los signos del zodíaco que había en el suelo embaldosado del patio interior. El símbolo que más llamaba la atención era Tauro, porque la leyenda local decía que pararse sobre los testículos del toro traía buena suerte. Aunque no para el toro, claro.

—¿
Professore
? —lo llamó alguien a su espalda.

Boyd se quedó paralizado. El corazón le golpeó en la garganta hasta que vio a María. Había entrado en el café para ir al servicio y de algún modo había desaparecido de su mente.


Professore
, ¿está bien? Lo veo un poco pálido.

—Estoy bien. —Miró alrededor del pequeño café para asegurarse de que nadie le oía—. He estado pensando mucho en la violencia, pero no he llegado a ninguna parte. Simplemente, no lo entiendo.

—Yo tampoco —admitió ella.

Boyd hizo una pausa y dio un mordisco a su galleta de albaricoque. Su estómago rugió de gusto.

—¿Qué pasa con tu padre? ¿Querrá ayudarnos?

—Es posible. Pero me lo recordará el resto de mi vida. —Inspiró hondo, intentando controlar la emoción—. Verá, él siempre ha considerado a las mujeres como el sexo débil. Así que yo fui para él una gran desilusión desde el principio Ya tenía dos hijos varones de un matrimonio anterior, pero supongo que quería otro más. Esa es una de las razones por las que me fui de Italia, para demostrar que podía arreglármelas por mí misma.

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