Vercelli se aclaró la garganta:
—Si usted cree que haber crucificado al padre Jansen no es suficiente escándalo…
—No, comparado con un cardenal. Créame, habría sido mucho peor. ¿Qué hubiera pasado si lo hubieran elegido a usted? ¿No cree que eso hubiera tenido más publicidad que la muerte del padre Jansen? Que lo hayan escogido a él demuestra que estamos tratando con profesionales y no con delincuentes de poca monta en busca de dinero fácil. Son hombres que conocen el funcionamiento interno del Vaticano. Hombres que conocen nuestro sistema. Hombres a los que debemos temer.
—Por eso le hice llamar el lunes —respondió Vercelli—. Con su profundo conocimiento de la mente criminal, supuse que sería el hombre ideal para sanar la herida. Al menos ésa era mi esperanza.
Benito ignoró el insulto. Ya se ocuparía después de Vercelli:
—El lunes se recibió la tercera nota, doce horas después de que el padre Jansen fuera encontrado. Su precio había subido a mil cien millones de dólares. El mensaje decía que cuatro hombres serían crucificados en las cuatro esquinas del mundo, cada uno de ellos como símbolo de los pecados que la Iglesia ha cometido: pecados que hemos enterrado en Orvieto.
—¿Orvieto? —preguntó el cardenal austríaco, el más joven de los miembros del Consejo, incorporado al mismo a raíz de la muerte de Bandolfo—. ¿Qué enterramos en Orvieto?
—El pasado —refunfuñó el español— enterramos el pasado.
Mientras los cardenales comentaban entre sí, Vercelli se dispuso a hablar. Estaba versado en la historia de la Iglesia, y quería demostrarles su conocimiento:
—Cuando el papado se dividió el dos, el Santo Padre encontró cobijo en las montañas de Orvieto. Residió allí, en secreto, durante muchos años, y muy a menudo acudían a refugiarse también las familias más ricas de Europa, católicos que temían por sus vidas debido a su religión. Como se pueden imaginar, la demanda era muy alta, excedía el espacio disponible. La Iglesia negoció entonces un compromiso: la entrada a la ciudad se vendería al mejor postor.
»Después, cuando las tensiones se resolvieron y el papado regresó a Roma, quedó demasiado rencor entre ambos partidos, el suficiente como para presionar a la Iglesia a tomar algunas decisiones. Mientras, muchos de esos patrocinadores ricos que se escondían en Orvieto fueron muriendo. Algo tenía que hacerse con los cuerpos, entonces la Iglesia los almacenó en una especie de túneles antiguos que encontraron escondidos bajo una meseta.
El austríaco se quedó boquiabierto.
—¿Las Catacumbas de Orvieto?
Vercelli asintió:
—Durante años, la leyenda se propagó con gran ímpetu. Lo que era un simple mausoleo subterráneo se convirtió en una tumba de míticas proporciones.
—Venga, venga —intervino risueño el brasileño—. Eso no es verdad y usted lo sabe. Siempre ha estado contando esta historia, y ahora confunde la ficción con los verdaderos hechos. —Se volvió hacia el austríaco—. No tenemos a nadie a quien culpar, más que a nosotros mismos. Si hubiéramos sido claros desde un comienzo, habríamos acabado con todo ese mito para siempre. Los cardenales italianos querían proteger el secreto de Orvieto, por si acaso ocurría otro cisma y nos veíamos forzados a volver a escondernos. La única forma de hacerlo era propagar que nunca estuvimos ahí. Y esa negación fue la que nos metió en problemas.
—¿En qué sentido? —preguntó el austríaco.
—¡En todos los sentidos! Somos la Iglesia católica, no el Senado de Estados Unidos. Simplemente no sabemos mentir. Eso sería nuestra perdición.
Todos se rieron agradeciendo un poco de humor en la tensa reunión. Pero Vercelli acabó de golpe con tal levedad:
—El problema vino cuando las familias se fueron de Orvieto. Ellos tenían la esperanza de enterrar a sus ancestros en las tumbas familiares, como habían venido haciendo desde siglos. Sin embargo, los que tomaban las decisiones en el Vaticano decidieron que sería mejor que los cuerpos permanecieran en las Catacumbas, al menos hasta que la Iglesia tuviera la certeza de que la situación estaba bajo control.
El brasileño interrumpió:
—Por decirlo de forma más sencilla: chantajeamos a las familias quedándonos con los cuerpos. Las familias se comprometieron a callar sobre Orvieto, y nosotros les prometimos custodiar a sus seres queridos por toda la eternidad. Al menos eso les dijimos. Dos meses después la entrada principal se derrumbó, y no pudimos recurrir a nadie para reconstruirla. Después decidimos lavarnos las manos por completo. A partir de ahí, las Catacumbas dejaron de existir para la Iglesia católica romana. Las eliminamos de nuestros archivos y negamos por completo su existencia.
—¿Eso es todo?
El brasileño asintió:
—Debes tener en cuenta que todo esto sucedió hace cientos de años, ninguno de nosotros había nacido. Estoy seguro de que el Santo Padre tenía una buena razón para tomar esa decisión, una que indudablemente nos ayudó a superar el mayor período de confusión de nuestra historia.
Vercelli miró a su alrededor asegurándose de que nadie tuviera nada más que decir y prosiguió:
—La pregunta que debemos hacernos es si tenemos que seguir guardando el secreto. Yo, por ejemplo, no entiendo por qué alguien puede pensar que esta historia vale millones de dólares. Además, tampoco entiendo por qué Benito no ha sido capaz de manejar este problema solo. Lo que sí puedo asegurar —dijo, dirigiendo la vista hacia Benito— es que usted es la única persona que está a punto de perderlo todo aquí, puesto que usted puso su reputación en juego años atrás cuando juró a la prensa que las Catacumbas nunca habían existido… ¿No es así?
La temperatura de la habitación pareció elevarse unos cuantos grados mientras los cardenales esperaban la réplica de Benito. Ellos sabían que iba a decir algo, pero ninguno podía esperar una respuesta como la que dio. Ni en un millón de años hubiesen podido imaginar que Benito les diera la espalda y atacara todo lo que ellos representaban. Ni en sus sueños más salvajes podían haber esperado escuchar jamás algo tan escandaloso, algo que haría que mil millones de dólares parecieran la oferta del siglo. Ninguno de ellos sabía el secreto que poseía.
Ni cuánto tiempo había estado esperando para poder utilizarlo.
E
l doctor Boyd recorría arriba y abajo el despacho de Ulster tratando de comprender el significado de la flor de mandrágora tallada en el arco. Si el descubrimiento de María era válido, entonces estaban cerca de demostrar el fraude más grande de todos los tiempos, y a punto de hacer añicos un sistema de creencias que se había extendido por todo el mundo. Estaban cerca de matar a la religión más popular del planeta. Empezaba a sentir cierta ansiedad.
—¿Sabéis lo que eso significa? —comentó sin referirse a nadie en particular—. Los romanos fueron los precursores del cristianismo. No los apóstoles ni los judíos ni siquiera el propio Jesús, ¡fueron los malditos romanos! ¿Podéis creerlo? Tiberio realmente lo consiguió.
—Pero ¿por qué? —dijo Payne—. ¿Por qué hizo algo así? Eso todavía no lo entiendo muy bien.
Boyd se detuvo:
—Dime, ¿qué es lo que sabes sobre la religión organizada?
—¿Religión? Son una serie de creencias que una persona tiene sobre Dios.
Boyd asintió:
—¿Y qué sabes sobre el origen de la religión?
—No mucho. Sólo sé lo básico, lo que aprendí en la catequesis de los domingos; de ahí en adelante, nada.
—De hecho, no he querido decir la cristiana. Me refería al origen de la religión, no a la génesis de una fe en particular… ¿Sabes por qué comenzó la religión? Para ponértelo fácil te diré que fue creada para controlar. A un nivel rudimentario, la religión es simplemente un sistema de control organizado utilizado por las altas jerarquías para mantener a raya a las masas. Por consiguiente, aquel que es el oído de Dios es un hombre muy poderoso.
—Tiene sentido —reconoció Payne.
—Claro que lo tiene. Tanto, que el hombre con inteligencia lo ha estado utilizando por siglos, manejando los designios y deseos de Dios como una arma para alcanzar la supremacía sobre las masas. Claro que este método de control no es permanente, el mundo está hecho de una forma que cambia de continuo. La evolución, la guerra y la tecnología han jugado su papel en la historia, desgastando la estructura de la sociedad lo suficiente para estar seguros de que nada que sea humano es permanente.
»Pasaron cientos de años antes de que el Antiguo Egipto se desmoronara y con él la extendida creencia de que Ra era el creador del universo. Después vinieron los griegos y la idea de Zeus. Los incas tenían a Viracocha. Los mayas a Hunab Ku. Los vikingos a Odín con su gran palacio del Valhalla. Cada una de estas deidades fue reverenciada durante siglos por legiones de devotos seguidores, aunque ahora sean vistas por la sociedad como anticuadas, propias de antepasados incivilizados.
—Por curiosidad —preguntó Payne—. ¿Qué tiene que ver Tiberio con todo esto?
—¡Todo, hijo, todo! Verás, la estructura de la religión de la Antigua Roma venía directamente desde Grecia, robada de las alturas del monte Olimpo. De hecho, hay una expresión,
interpretatio romana
, que se refiere a cómo los romanos interpretaron las cosas. Sus raíces se remontan al tercer siglo antes de Cristo, cuando los romanos saquearon la religión de los griegos para convertirla en la suya. En un momento dado, Zeus era el soberano del cosmos, y luego lo sería Júpiter, que era el mismo Dios con nombre romano. Poseidón se convirtió en Neptuno, Hades se convirtió en Plutón, Eros se convirtió en Cupido, y así sucesivamente.
Boyd miró por toda la habitación para asegurarse de que todos le estaban entendiendo.
—Claro que este tipo de transición necesita de un período de incubación. Sólo porque el gobierno quiera que su gente siga su religión oficial no quiere decir que todos vayan a hacerlo, sobre todo porque muchos ciudadanos romanos no habían nacido en Roma. Como podéis ver, la Antigua Roma era el crisol original, una fusión de diferentes culturas bajo una bandera imperial. Pero a diferencia de Estados Unidos, un país al que la gente desea ir, en tiempos del Imperio romano, muchas familias no tenían otra opción. Los griegos, los galos, los bretones y los judíos fueron todos conquistados y asimilados por la cultura romana, como lo fueron los egipcios, los sirios y los armenios. Dios mío, cuando Tiberio llegó al gobierno, en el catorce después de Cristo, el imperio se extendía desde el océano Atlántico Norte hasta el mar Rojo.
—Las tierras de la nieve y del sol —indicó María—. Eso fue lo que Tiberio escribió en el manuscrito. Dijo que Roma necesitaba hacer algo drástico porque el imperio se había hecho demasiado grande.
—¿Y lo más drástico era fingir la crucifixión de Cristo? —preguntó Payne.
Boyd asintió, contento de que Payne comenzara a comprender:
—Como ya he dicho antes, los hombres con inteligencia han utilizado el poder de la religión durante siglos. Una cosa es que amenacen a las masas con castigos sobre la carne, y otra completamente distinta que te amenacen con la condenación eterna. Tiberio jamás pudo ejercer este poder supremo, ya que la mayoría de los campesinos romanos, sobre todo aquellos que vivían al margen del imperio, nunca creyeron en los mismos dioses en que él creía. Por lo tanto, nunca tuvo poder absoluto sobre ellos. Ni sobre su riqueza.
—Vale —dijo Payne—. Empiezo a entenderlo. La única manera en que podía unirlos a todos era hacerlos apoyar lo mismo. Y como nunca se unieron por la causa de Roma, sabía que tenía que darles una alternativa. Algo en lo que pudieran creer.
Boyd asintió:
—Tiberio inicio el cristianismo por una única razón: conseguir el control. Conocía el descontento que había en Judea, y creyó que la mejor manera de aplacar a los judíos era darles al Mesías que les había sido profetizado. Después, una vez que los judíos empezasen a creer en Cristo, les quitaría a su Mesías, lo que le permitiría tomar el control de esta nueva religión.
—Pero ¿cómo? —preguntó Ulster—. ¿Estaría Jesús al tanto del asunto?
Boyd negó con la cabeza:
—No si lo drogaron, como Jonathon ha sugerido. Piénsalo. Jesús se habría despertado en la tumba de José de Arimatea, y sus discípulos le dirían que había muerto en la cruz y que el Señor lo había resucitado. Además, si los escépticos necesitaban una prueba sobre la identidad de Jesús, podrían haber hecho lo que cuenta la Biblia, porque esa parte de la crucifixión probablemente no fue fingida. Según Juan 20, 25 - 27, Tomás les dijo a los discípulos que él no creería en la resurrección de Cristo hasta que pudiera tocar las llagas de las palmas de las manos Jesús y la herida de su costado. Ocho días después, Jesús reapareció, dándole al incrédulo de Tomás su oportunidad.
—Está bien —aceptó Payne—. Supongamos que acierta. Tiberio fingió la muerte de Cristo para el bien del imperio. ¿Qué se supone que pudo haber hecho después?
María contestó por Boyd:
—Después de haberles dado su Dios nuevo, Tiberio planeó reforzar su unidad dándoles un enemigo común contra el que luchar.
—¿Un enemigo común? ¿Qué enemigo?
—Roma —respondió ella—… De hecho, Tiberio quería que se unieran a él contra el imperio.
Boyd sonrió con ironía:
—¿No lo ves? Para que su plan funcionara, Roma no po día tirarse al suelo y hacerse el muerto. Tenían que contraatacar con todo (o, en ese caso, con lo que Tiberio les permitiera luchar). Esa era una de las razones más importantes por las que quería que Pació gobernara en Jerusalén. No sólo porque confiaba en él, sino porque sabía que el general tenía ya la experiencia de haber librado una o dos batallas contra el cristianismo, y comprendía perfectamente lo que representaría una auténtica victoria para Roma.
Payne agitó la cabeza indignado, y miró la fotografía de los caballos. No podía imaginarse a sí mismo montado en una magnífica bestia, en plena batalla, peleando hombro con hombro con hombres vestidos con su armadura y sabiendo que no debían ganar.
—Evidentemente —especuló Boyd—, Tiberio necesitó un plan a largo plazo si quería que el imperio sacara provecho de todo eso, pues el paso al cristianismo no podía ocurrir de la noche a la mañana. De hecho, pasaron tres siglos antes de que Roma la convirtiera en su religión oficial.
—¿Ha dicho siglos?
Asintió, dejando que ese hecho entrara en la cabeza de Payne.