Authors: Jorge Molist
Los de abajo golpeaban la pared con su enorme lanza y cavaban después con picos y palas. Su única salvación era hacer un hueco donde esconderse bajo el lienzo de muralla antes de que la gata se colapsara hecha una bola de fuego sobre sus cuerpos. Mientras, los arqueros de uno y otro bando se ensartaban entre sí tratando de entorpecer las acciones enemigas.
Yo contemplaba con horrorizada fascinación aquel espectáculo sobrecogedor. Se me antojaba salido de una pesadilla horrible, pero a mi lado Guillermo gritaba y vitoreaba entusiasmado con cada lance. El hecho de que el abad del Císter le hubiera prohibido entrar en acción no le impedía disfrutarla. Al caer la tarde, la gata se derrumbó definitivamente, hecha una bola de fuego, entre los vítores de los defensores. Miré a Guillermo y me sonrió satisfecho.
—Demasiado tarde —dijo.— El gusano ya entró en la manzana.
Fue una noche de actividad intensa. Se oía el repiqueteo de los zapadores desde las entrañas de los muros, pero el trabajo peligroso estaba fuera, transportando vigas y riostras para apuntalar los techos de las minas que iban abriendo bajo las defensas.
Docenas de porteadores caían bajo las flechas lanzadas desde arriba, pero a los nobles no les importaba; la suerte del burgo estaba decidida.
Al amanecer, los zapadores habían horadado la base de una zona muy amplia de murallas que ahora se sostenían precariamente sobre maderos untados de sebo, grasa de cerdo, aceite de oliva y otros materiales inflamables. Cuando los huecos estuvieron llenos de ramas secas y paja, los incendiaron y en cuestión de segundos surgió una intensa humareda. Al poco, brotaron las llamas y el rugido del fuego fue elevándose entre un silencio expectante. Después de varios siniestros crujidos, sonó el gran estruendo y las murallas se vinieron abajo sobre el foso, mientras los cruzados gritaban jubilosos. Ya se veía el interior del burgo y la caballería cargó de inmediato seguida por los infantes, mientras los cánticos de Venites creatiorium spiritus se elevaron al cielo.
—Mañana nos vamos de aquí —me dijo Guillermo.— La caída de Carcasona es cosa de pocos días.
Aunque los occitanos presentaron una fiera batalla y hubo gran mortandad, los supervivientes del burgo tuvieron que retroceder y encerrarse tras los altos muros de la ciudad. Pero por la noche tomaron su venganza y saliendo por sorpresa, cayeron sobre la guarnición que los cruzados habían dejado en el arrabal conquistado, exterminando a casi todos. Sus gritos despertaron a los del campamento, que contraatacaron a toda prisa, encontrando poca resistencia, al refugiarse los de Carcasona tras los muros para evitar pérdidas. Los invasores se aseguraron de fortalecer la guarnición en previsión de nuevas incursiones.
—Están donde queríamos —me comentó mi amo—; cuarenta mil hacinados tras los muros, muchos heridos y sin espacio ni agua. Y en pleno agosto.
«Judex ergo cum sensebit quidquid latet apparebit.»
[(«Cuando el juez haya juzgado, todo lo oculto saldrá a la luz.»)
Dies irae (El día de la ira)]
Douzens
Cuando Guillermo me dijo que el lunes de madrugada saldríamos para Douzens y que se entrevistaría con el comendador del Temple, me dio un vuelco el corazón. Era domingo, el día siguiente a la toma del burgo de San Vicente, y tanto sitiados como sitiadores guardaban el descanso de Dios. Los oficios religiosos y las misas eran las únicas actividades del día.
Yo conocía bien a Aymeric de Canet, el comendador del Temple en Douzens. Tanto que él era mi padrino. Le recordaba de niña, a él y a los insólitos juguetes que me traía de Tierra Santa. Fue allí donde ofreció la mayor parte de su vida a su Orden, luchando por la cristiandad, aunque con ocasionales regresos a Occitania para obtener más recursos para el esfuerzo bélico de «los pobres caballeros de Cristo», como les gusta llamarse a los templarios.
La fama de sus valerosos hechos que le precedía abría las bolsas de nobles y burgueses, con lo que las donaciones al Temple se multiplicaban a su llegada. Era muy amigo de mi padre y en uno de sus viajes me llevó en brazos a la pila bautismal. De hecho, después de la muerte de mi progenitor, en virtud de su compromiso ante Dios, él era el responsable de mi bienestar físico y educación espiritual.
Pasaba de la cincuentena y la Orden decidió, unos años antes, que el héroe reportaría más victorias económicas al frente de la encomienda de Douzens que las que podría ofrecer en el campo de batalla de Palestina con su brazo debilitado por la edad. A su regreso, pasó un tiempo en nuestra casa de Béziers, y después nos visitaba ocasionalmente, aunque no le había visto en los últimos años. Yo debía de estar muy cambiada y más con mi atuendo de paje franco. ¿Sería capaz de reconocerme?
Él era mi esperanza de librarme del cautiverio y encontrar paz, seguridad y protección. Pero, habida cuenta de que el propio abad del Císter deseaba mi muerte, quizá ni siquiera Aymeric pudiera mantenerme a salvo. ¿Era mi cota de malla y mi aspecto de muchachito una mejor protección? Si el comendador templario me diera su amparo, de inmediato el abad Arnaldo me reclamaría o enviaría sicarios como ya hizo antes. Pero mi padrino no iba a consentir que nada malo me ocurriera, aun a riesgo de su propia vida.
Por eso decidí ocultar mi identidad hasta la noche. Entonces, cuando mi amo durmiera, me daría a conocer en secreto a Aymeric. De esa forma, nadie, fuera de nosotros dos, iba a saber que yo continuaba viva. Tontamente pensé que ésa era, sin duda, la mejor opción.
El comendador Aymeric miró el documento que Guillermo le tendía. Lo palpó observando la caligrafía y sellos, al tiempo que arrugaba el ceño como si le costara leerlo. Después, puso sus ojos en el joven, horadándolo con su mirada; ira, pensé, el viejo está indignado, y sentí que su imponente presencia me producía temor y seguridad a la vez. Antes me había mirado fijamente. Por un momento creí que me reconocía, pero sin duda pensó que se engañaba y puso su atención en mi amo y su documento.
Nos había recibido en una salita que parecía servir de paso a lo que debía de ser el refectorio. Douzens era un conjunto de edificaciones rodeadas de muros de protección, lo que se llamaba un castrum fortificado, en cuyo centro se alzaba una iglesia encaramada a un roquero. Estaba a más de medio día de camino de Carcasona en dirección a Narbona, dominaba tierras de labor, a las orillas del río Aude, molinos y otras instalaciones agrícolas que no habían sido arrasadas por el vizconde Trencavel en su política de tierra quemada contra la cruzada, porque pertenecían al Temple. Nada de lo que vi en el lugar hablaba de la supuesta riqueza de la Orden; la habitación estaba desprovista de muebles, sólo había unos bancos de piedra adosados a la pared y un par de ventanucos dejaban entrar la luz exterior.
—Una carta del abad Arnaldo Amalric, el legado papal —murmuró como hablando para sí mismo,— y me pide que os preste toda la ayuda que preciséis en vuestra investigación.
El comendador calló esperando la respuesta de Guillermo. Era enjuto y vestía un simple hábito blanco con una cruz roja sobre el corazón. Su pelo gris, corto, igual que la barba, le daba un aspecto anciano que contrastaba con la firmeza de sus ojos.
—Así es —repuso Guillermo, ufano a causa de la autoridad que el documento le confería.
Había hecho el camino de buen humor. Después de las dos entrevistas con el legado papal parecía que todas sus reservas morales sobre la cruzada y sus matanzas se habían disipado. Algo del mesianismo del abad Arnaldo se había instalado en él.
—Cerca de donde el legado papal Peyre de Castelnou fue asesinado aparecieron pisadas de herraduras —continuó mi amo.— Algunas tenían una marca muy característica: la cruz patada, signo de caballos del Temple. Tengo razones para creer que pertenecían a la zona de Carcasona y Béziers, cuya principal encomienda es la vuestra, la de Douzens. Los asesinos arrebataron al legado unos documentos heréticos y parece que poco después vuestros caballeros templarios atacaron a éstos y se los quitaron. Mi misión es recuperarlos para el abad del Císter. La vuestra es informarme de todo lo que sepáis.
¿Están esos escritos en la encomienda?
—Mi misión es informaros de todo lo que sé... —el comendador repitió la frase de Guillermo, ponderándola, paladeándola, y se quedó en silencio.— ¿Y quién dice eso? — tronó después de unos instantes.— ¿Por qué he de ayudaros?
Fue entonces cuando Guillermo se quedó atónito. No se le había ocurrido pensar que el templario podía objetar la autoridad del abad Arnaldo.
—Porque son las órdenes del legado que representa al Papa, y el Temple obedece directamente al Papa —repuso, ahora cuidadoso.— Por lo tanto, debéis obedecer a Arnaldo, y a mí, que lo represento.
—¿Que os debo obedecer? ¿De dónde sacáis tal estupidez?
—Del documento que acabáis de leer. Habéis reconocido los sellos, conocéis al legado papal. Debéis obediencia al Papa y a su legado Arnaldo.
—Cierto que obedezco al Papa, pero antes al Ser Supremo —repuso el templario.— Mi alma pertenece a Dios y en ella leo sus designios. Además, sin duda el Papa debe de ignorar las atrocidades que esta matanza, que esa indignidad, a la que os atrevéis a llamar cruzada, representa.
—Esto es herejía gnóstica. Es antes el Papa y la ortodoxia de la Iglesia que vuestro pensamiento. Les debéis obediencia y habéis profesado vuestros votos ante Dios. ¡Acatad la orden!
La tensión era tal que yo hubiera deseado estar muy lejos de allí. Me encogía en el banco de piedra y me admiraba de la arrogancia, del descaro de Guillermo enfrentándose al viejo maestre.
—Y no me digáis que a vuestra alma le habla Dios —prosiguió al rato Guillermo, rompiendo el incómodo silencio en el que se había sumido el templario, que no dejaba de mirarle con sus ojos ardientes como ascuas.— Si desobedecéis al Papa, vuestra alma no está hablando a Dios, sino al diablo.
—¿El diablo? —clamó en un grito el comendador, y se levantó de un salto sin apenas contener su furia.— El diablo está allí donde matáis a mujeres, a niños indefensos, a buenos católicos, donde robáis, donde quemáis y torturáis. Allí habita el diablo, con vosotros. Vosotros avergonzáis el nombre de cruzado, vosotros sois el ejército de Satanás.
—Ahora habláis como he oído que hablan los herejes cátaros —le espetó Guillermo, y se levantó él también y alzando aún más su voz. Pude ver que era más alto que su oponente.— ¿Estaréis también contaminado vos? Por última vez, en nombre del legado papal, en nombre del Papa y de Dios, por la autoridad que este documento me otorga, os ordeno que, como hombre de la Iglesia que sois, me obedezcáis. Os lo requiero por la salvación de vuestra alma.
El viejo se le quedó mirando atónito, sin gesto agresivo. De repente, su mirada dura se había disipado, parecía abatido, sorprendido.
—¿La salvación de mi alma? —murmuró pensativo desviando por primera vez la mirada de los ojos de su oponente.
Guillermo se hinchó más aún presintiendo la victoria.
—¿Me vais a obedecer? —inquirió.
—¿Cómo podéis ser tan joven, arrogante y estúpido? —dijo el comendador en voz baja sentándose de nuevo en el banco. Parecía cansado.
—Decid sí o no.
El comendador Aymeric humilló su cabeza tonsurada, y mirando al suelo, guardó un largo silencio.
—Venid a verme esta noche después de vísperas; recibiréis lo que buscáis —dijo al fin.— Daré órdenes para que se os acomode en la encomienda. Durante la espera, no comeréis ni rezaréis junto a la comunidad. La comida se os servirá en vuestros aposentos.
Y desapareció tras la puerta del refectorio.
«Dies irae, dies illa, solvent saeclum infa villa.»
[(«El día de la ira será un día que reducirá el mundo a cenizas.»)]
Dies irae
¿Cómo osasteis hablarle así al comendador? —le espeté a Guillermo tan pronto nos hubieron acompañado a la austera celda en la que nos alojaron y que por todo mobiliario sólo tenía dos camastros de paja.
Él, obviamente ufano de su actuación frente al templario, me miró sorprendido antes de responder:
—¿Qué me quieres decir con eso?
—El comendador es uno de los más valientes caballeros occitanos, cruzado en Tierra Santa al servicio del Temple, sus hazañas son leyenda en el vizcondado de Carcasona.
—Y a mí, ¿qué me importa eso? —repuso Guillermo irritado.
—Participó en muchas batallas. Cuentan que en una ocasión un grupo de caballeros del Temple fueron atacados por un ejército de cientos de mahometanos y que todos murieron sin pedir tregua ni clemencia. El maestre fue el último de ellos, luchando, a pesar de sus graves heridas, sobre los cadáveres de sus compañeros y, como no podían con él cuerpo a cuerpo, los musulmanes precisaron de los arqueros para derribarle. Asombrado, el propio Saladino le envió a su médico para salvarle la vida y, cuando se recuperó, quiso conocerle. Los templarios no pagan rescate por sus prisioneros y al no tener los frailes valor económico y ser muy peligrosos para sus captores, son decapitados casi de inmediato. No fue ése el destino de Aymeric de Canet, ya que Saladino, admirado no sólo por su valor, sino por su espíritu, hizo que lo liberaran. Hace poco regresó, demasiado viejo para la lucha en Tierra Santa, y se hizo cargo de esta encomienda, la principal del vizcondado. Es un hombre venerado en esta tierra.
—Pues que obedezca al legado Arnaldo.
—¿Quién es ese legado? ¿Quién sois vos para exigirle obediencia?
—Eres un mozalbete lenguaraz y tendré que enseñarte respeto —Guillermo estaba furioso y se llevó las manos al cinto, pero yo no me pude contener a pesar del gesto de amenaza.
—¿Es ese legado el monstruo que hizo asesinar a todos en Béziers? ¿Y os sentís orgulloso vos de representarle?
—¡Cállate, estúpido! —rugió mientras se soltaba el cinturón de cuero claveteado y dejaba caer la funda de su espada.
—¡Es un monstruo, un asesino! —estaba tan indignada que ni siquiera cuando volteó la correa por encima de mi cabeza callé.— ¿Cómo os atrevéis a amenazar a un héroe, a un hombre santo, de parte de semejante miserable?
No me moví cuando Guillermo descargó su cinto sobre mi cuerpo, sólo cubrí, en gesto instintivo, mi cara. Antes de recibir el castigo, ya estaba llorando de furia, que no de miedo. Mi indignación me había hecho perder el temor. No me importaba el dolor, que hiciera lo que quisiera conmigo.