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Authors: Jorge Molist

La reina oculta (21 page)

BOOK: La reina oculta
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—¡Douzens! —exclamó Arnaldo como si de repente viera la luz.

—¿Qué hacían templarios de Douzens en una ruta tan apartada? —insistió Guillermo.— Ésa es zona de la encomienda templaria de Saint Gilles o, incluso, de la de Montpellier. Hasta la de Pézenas está más cercana. Los de Douzens tenían una misión que cumplir.

—¡Douzens! —repitió el abad del Císter.

Percibiendo que la noticia tenía para el legado un significado que a él se le escapaba, Guillermo se mantuvo callado y expectante. El abad se levantó de su asiento para pasear pensativo por la tienda. El joven se puso en pie respetuoso.

—Douzens es quizá la encomienda templaria más antigua de Occitania. Fue donada al Temple por las familias Barbaira y Canet a instancias e imitación de Roger de Béziers, tío abuelo del vizconde Trencavel que tenemos tras los muros de Carcasona —informó el abad.— Conozco al comendador actual, Aymeric, que es nieto de los Canet donantes.

Estuvo en Tierra Santa y hay rumores de que es uno de esos templarios herejes.

—¿Templarios herejes?

—Sí. A raíz de la gran derrota de Hattin, en Palestina, una facción del Temple consideró traidor al Gran Maestre, acusándole de temerario y de debilitar con su acción a la cristiandad. Al año siguiente se consumó la ruptura entre esos templarios disidentes, que se creen iniciados en un mayor saber, con los que obedecen al Papa, pero muchos de esos herejes continúan en la Orden, ocultos, en secreto, y parece que ese tal Aymeric es uno de ellos. La conjura admite a seglares y Trencavel la apoya.

—¿Pero qué contienen esos documentos?

—La obra del diablo.

—¿Qué dicen?

—La mayor de las herejías.

—¿Cátaros?

El abad Arnaldo rió de mala gana.

—¡No! —exclamó después.— Es mucho más peligrosa; es una variante de la herejía arriana —y el legado bajó la voz para continuar— y esos documentos pretender demostrar, dar legitimidad escrita, a esas ideas diabólicas.

—Los arríanos niegan la consustancialidad del Hijo y el Padre.

—¡Exacto! —el abad volvió a levantar su voz.— Consideran a Cristo superior a un profeta mortal, pero sin alcanzar la divinidad. Y eso les iguala a judíos y mahometanos. Lo que hace única nuestra fe es la divinidad de Jesucristo, su muerte física en la cruz, su resurrección y ascensión a los cielos. Occitania es tierra de arrianos, siempre lo ha sido.

Béziers fue incluso sede de concilio herético. La lucha contra ellos ha sido constante en estos lugares y esa herejía del diablo siempre vuelve a rebrotar. Ése es el verdadero peligro y es por ello que debéis recuperar esos documentos, ya que con ellos Trencavel y los demás conjurados quieren destruir nuestra Iglesia. Id a ver al templario Aymeric y averiguad dónde los oculta. Hacedle entrar en razón. Si no lo hace por las buenas, lo hará muy a su pesar.

—Dejadme unos días para ver el final del sitio —suplicó Guillermo.

—Carcasona caerá muy pronto —afirmó el abad.— Sin el apoyo del rey de Aragón, nada pueden hacer. Cuando tomemos el burgo de San Vicente, nos limitaremos a esperar.

Con este calor y sin agua se rendirán en pocos días.

—Cuando caiga el burgo, saldré para Douzens.

—Recordad, Guillermo, cuan importante es vuestra misión —dijo solemnemente el abad.— Os confiaré un secreto.

El legado bajó la voz y Guillermo se acercó para oír la confidencia.

—Aunque la cruzada es contra los cátaros, su fin último es otro. El joven contuvo el aliento a la espera de la revelación. —El objetivo es recuperar esos legajos del diablo y acabar con los nobles y eclesiásticos que están tras ese complot arriano que pretende destruir nuestra Iglesia. Ese peligro es cien veces mayor que el de los cátaros. Id, hablad al templario Aymeric en mi nombre, que es el del Papa, y que os diga dónde están los documentos. Tenéis mi autoridad.

Guillermo se despidió ofreciendo todas las muestras de respeto y sumisión que el legado esperaba, pero se dijo que forzosamente tenía que haber mucho más en aquellos documentos de lo que el abad le contó. Arnaldo continuaba ocultándole información.

Aquella noche no pudo dormir bien. ¡Qué terrible sería la carga de la séptima mula!

Recordaba la sangre de Béziers y sabía que la carnicería sólo había empezado. ¿Cuántas muertes se precisaban para acallar al diablo?

43

«Bien salieron den ciento que non parecen mal, en buenos cavallos a cuberturas de cendales e en las manos lancas que pendones traen.»

[(«Cien caballeros partieron que no lucían mal, portando lanzas que ondeaban sus pendones en buenos caballos con gualdrapas de cendal.»)]

Poema de Mío Cid

La cabalgata de los cien caballeros engalanados con gallardetes y oriflamas regresó tan triste como el Rey al que escoltaba. La ruta hacia Cataluña se hizo por el camino de Narbona, entre largos silencios.

Pedro lo había intentado todo, traspasando incluso el límite de su propia honra, para salvar a su vasallo, el vizconde, y había fracasado. Su corazón le pidió incluso suplicar: casi lo hizo, pero la convicción de la inutilidad del intento se lo prohibió. Sentía una profunda frustración por no haber podido hacer más por su gentil vasallo, el vizconde Trencavel.

Si bien reprochó en público al vizconde no haber complacido a los legados papales, sabía que la actitud despreocupada y generosa de éste con sus vasallos, incluida la permisividad religiosa, era la propia de su ideal caballeresco. Además, la dureza del legado papal había sido excesiva y desproporcionada en opinión del Rey. Rayaba en el insulto personal. Aunque no debiera haber esperado mucho más de Arnaldo, al que bien conocía del tiempo en que fue abad de Poblet.

Hugo de Mataplana se sentía mucho peor. En las noches, tendido mirando las estrellas, en las nubes del cielo diurno, en el agua del río, en todos los lugares veía los ojos verdes y la melena negra de aquella damita que le enamoró. Recordaba su risa, el tañer de su vihuela, la voz con la que cantaba, su mirada picara, su determinación en hacerle a él su caballero y la audacia con la que lo consiguió.

Si al principio sólo era desdén lo que le producían aquellas gentes altaneras venidas del norte que, luciendo cruces en el pecho, destrozaban la civilización occitana, ese sentimiento se había convertido en algo sólido que le oprimía la boca del estómago, como si se hubiera tragado una piedra y la tuviera clavada justo allí.

Su corazón estaba en duelo por su dama y aquella pena se transmutaba en un odio feroz hacia los cruzados que crecía por momentos. Apretaba los puños con rabia al pensar en ellos, y sus ojos se humedecían al hacerlo en ella. Aquéllos eran motivos más que suficientes para que Hugo consagrara su vida a luchar contra los invasores, pero había más...

La forma en que el abad del Císter trató a su señor, el Rey, la certeza de la ruina de Carcasona y la muerte inevitable de su amigo el vizconde exasperaban hasta el límite ese sentimiento desesperado que le hacía enloquecer de rencor e impotencia.

Al segundo día de camino, por la mañana, no pudo resistir más. Puso, entonces, su montura junto a la de Pedro II y le abordó sin ningún protocolo, con la confianza de un compañero de armas.

—Formemos un ejército, mi señor —le dijo.— Vayamos al socorro de vuestros vasallos. Entremos en guerra contra los cruzados. Pongo a vuestra disposición mi herencia de Mataplana.

El Rey, que contra su natural expansivo se había mantenido extrañamente callado desde la salida de Carcasona mostrando disgusto y rencor, le miró con sonrisa triste.

—Bien quisiera poder hacer lo que decís, Huget. —Pedro usaba el diminutivo cariñoso que se aplicaba al heredero de los Mataplana,— pero como rey de Aragón y conde soberano de Barcelona, debo responder a razones de Estado y no a lo que dictan mis sentimientos.

—Los señores franceses y ese maldito Arnaldo han despreciado vuestro rango y valor —Hugo dejó que su emoción se desbordara. Deseaba que el Rey sintiera como él.— Hemos hecho el ridículo.

—No, Huget. Los grandes señores franceses mostraron su cortesía y respeto hacia mi persona; detuvieron los ataques contra Carcasona cuando yo lo requerí. Fue el abad del Císter, el legado papal, quien, en nombre de mi señor, Inocencio III, impuso su voluntad. Y yo no puedo hacer nada contra eso.

—¡Usad vuestras armas!

—¿Contra el Papa? Soy su vasallo, le juré fidelidad en Roma.

—¡Sí! —repuso Hugo con pasión.— Deponed vuestro vasallaje, independizaros.

Vuestros nobles os apoyaremos.

El silencio pensativo con que acogió el Rey la soflama de Hugo le hizo pensar a éste que la idea no le era nueva a su señor y que esa posibilidad frecuentaba sus silencios desde la salida de Carcasona.

—No, Huget. Tengo una obligación mayor aún que la que debo a mis vasallos de Occitania.

—¿Cuál?

—Con el rey Alfonso de Castilla.

—¿Vuestro primo?

—Desde que solventamos nuestras disputas, siempre hemos cabalgado juntos y tenemos un pacto de sangre. Hay noticias de que los almohades están reuniendo en el norte de África fuerzas ingentes para invadir Al-Ándalus y después los reinos cristianos.

El pacto y la convivencia han sido posibles con los sarracenos, pero los almohades, aunque también musulmanes, son fanáticos e intransigentes y no quieren más que imponer su religión por la fuerza de sus armas. Tardarán un año, quizá dos, pero caerán sobre Castilla y, si el reino se hunde, continuarán hacia León, Navarra, Aragón y Cataluña. Le he prometido a mi primo que cuando eso ocurra acudiré con mis ejércitos y nos enfrentaremos a ellos, los dos juntos y en territorio musulmán, sin dejarles penetrar en Castilla. Entonces precisaremos que el Papa declare nuestra lucha cruzada y que vengan a ayudarnos gentes del norte. ¿Os dais cuenta? Si entro en conflicto abierto contra los cruzados del Papa, los guerreros de Cristo, como ellos se hacen llamar, seré excomulgado, como lo fue el conde de Tolosa, y nos atacarán. La guerra durará años, Aragón y Cataluña se debilitarán y no tendré fuerzas para detener a los almohades. Si lucho contra los del norte, haré que los del sur nos arrasen.

—¿Preferís a vuestro primo de Castilla antes que a vuestros vasallos de Occitania?

—Prefiero que la cristiandad derrote a la media luna.

Ambos continuaron el camino, uno al lado del otro, en un silencio pensativo por unos momentos. Después, el Rey añadió:

—Vos, Huget, sabéis mejor que nadie que hoy, y en especial a causa de los últimos sucesos, no me puedo enfrentar al Papa.

Hugo apretó sus mandíbulas con rabia. Lo sabía, pero él no era Rey y sí podía buscar venganza contra los que tanto daño le causaban.

44

«Cel de la ost s'acesman per umplir les valatz e fan franher las brancas e far gatas e gatz.»

[(«Los de la hueste se afanan para los fosos llenar y hacen cortar troncos y gatas y gatos montar.»)]

Cantar de la cruzada, III-30

A la vista del fracaso del día anterior asaltando el burgo de San Miguel de Carcasona, el consejo de los grandes señores que se reunía en el pabellón del conde de Nevers acordó una nueva estrategia. El día siguiente empezó en apariencia con la misma rutina, bendiciones, cánticos, tambores, chirimías y las petrarias golpeando los muros mientras los arqueros trataban de dificultar la labor de los defensores para que los ribaldos y mercenarios pudieran escalar los muros. Pero la atención de los nobles estaba puesta en varios puntos del foso del burgo, lejanos a las altas murallas de la ciudad y de las torres que flanqueaban la puerta del camino a Foix. Allí, los zapadores se esforzaban en rellenar el hueco y afianzar caminos sobre el foso hasta los lugares que parecían más vulnerables, mientras los carpinteros trabajaban incansablemente desde la tarde anterior construyendo una gata.

Una gata es un gran cobertizo sobre ruedas que protege a los soldados contra las piedras, flechas y fuego que se les lanza desde lo alto de las murallas. Tiene un pronunciado tejado a dos aguas para que reboten las rocas sin que causen grandes daños a su estructura y a veces esconde un ariete que revienta una puerta o muros si no son muy fuertes, o un gran punzón metálico que, haciéndolo bascular, ayuda a horadar las paredes de piedra. La que se preparaba contra las defensas del burgo de San Miguel, también llamado Castellar, era de las de punzón y muy grande, tanto que cabían treinta zapadores bajo su protección. Se habían sacrificado caballos heridos el día anterior, se habían despellejado sus cadáveres y con los cueros sangrientos se cubrió el tejado y los laterales de la gata. Además, la rociaron de orines fermentados y de esta forma la gata quedaba protegida del fuego.

Consolidados un par de pasos sobre el foso, se eligió el que ofrecía mejores posibilidades y, entre chirridos, maldiciones y cánticos, aquel enorme monstruo sangriento y maloliente se puso a andar. Primero, tirado por caballos hasta llegar al radio de acción de los ballesteros enemigos. Allí se recubrió el tejado con una nueva provisión de pellejos frescos y líquido nauseabundo. A partir de aquel punto, fueron los zapadores desde el interior los que hicieron mover el artilugio. Y así empezó a andar aquel monstruoso ciempiés sobre toscas ruedas, que dejaban un reguero de sangre y orina, hacia los muros del Castellar.

Parecía como si todo se detuviera en la batalla para ver aquello. Los defensores concentraron en la zona sus mejores arqueros y máquinas de guerra y lo mismo hicieron los atacantes. Piedras, flechas, teas encendidas llovían sobre aquel animal apocalíptico que de cuando en cuando soltaba un muerto o un herido cual si defecara y de inmediato otro corría a sustituirlo. Los dardos emplomados de las ballestas eran tan potentes que en ocasiones atravesaban los tablones cubiertos de cuero que defendían el frontal de la gata, ensartando a sus porteadores, mientras los arqueros atacantes, que seguían al artilugio cubriéndose tras él, efectuaban breves salidas para disparar a las almenas.

Al fin, traqueteando, suspirando como un animal vivo, el ingenio tocó el muro del burgo y la actividad se hizo frenética. Era una lucha contra el tiempo. Los zapadores, para hacer un hueco bajo la pared y los defensores, para quemar el artilugio y abrasar a los topos. Los asediados lanzaban ganchos que, unidos a cuerdas movidas con mecanismos de poleas, pretendían tumbar la gata y así privar de protección a los que cavaban. Sin embargo, no por eso cesaban de arrojar rocas, teas encendidas y cubos de sebo y aceite ardiendo que se desparramaba en llamas por el tejado cubierto de pieles, goteando fuego por los lados.

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