Authors: Jorge Molist
Cantar de la cruzada, III-29
Pronto, en la mañana siguiente, tragando hiel, el Rey entró en Carcasona otra vez entre vítores de la ciudadanía que pronto se extinguieron al ver la expresión real.
El vizconde, rodeado de sus nobles, escuchó en silencio a su soberano. Al terminar éste, dijo:
—Señor, antes de abandonar a los míos, me dejaría arrancar la piel a tiras.
Los ojos de Hugo se llenaron de lágrimas. No por esperada la respuesta de su amigo dejaba de ser gallarda y admirable.
—De ese plato no probaré, puesto que jamás desampararía ni al peor de mis hombres —continuó el noble.— Idos, señor, que ya sabré defenderme.
Pedro apretó las mandíbulas, impotente. Su corazón le pedía quedarse allí, pero estaba obligado con el resto de sus vasallos y, aun deseándolo, no podía en aquel momento enfrentarse al legado del Papa. Abrazó a Raimon Roger Trencavel, sabiendo que era la última vez que vería vivo a aquel caballero modélico y, sin decir más, salió de la ciudad rodeado de un silencio que contenía mil reproches.
No se detuvo para despedirse de los cruzados, sólo lo hizo de su cuñado el conde de Tolosa y junto a sus cien caballeros, entre ellos Hugo de Mataplana, emprendió un amargo camino hacia sus tierras rezando por el vizconde, por sus vasallos y rumiando venganza. No era el único en su comitiva con ese deseo.
Desde el momento en que Bruna vio a Hugo, no dejó de pensar en cómo reunirse con él. Era imposible entrar en Carcasona, pero se dijo que tarde o temprano regresaría al campamento del conde de Tolosa, donde se encontraban los caballeros del Rey. Bruna pasó la noche en un duermevela angustioso. Había guardias en las caballerizas, Guillermo dormía en su misma tienda y Jean, el escudero, siempre estaba cerca. Tampoco parecía factible robar un caballo en la noche, porque, aparte de los centinelas, le sería difícil orientarse en la oscuridad sin tener a quien preguntar.
Al día siguiente, los cruzados se levantaron perezosos. La tregua decretada por el rey de Aragón continuaba, pero a media mañana el duque de Borgoña convocó asamblea de nobles y tanto Guillermo como Amaury se apresuraron a acudir.
Bruna aguardó un tiempo prudente, esperó a que Jean se ausentara, fue a los establos y pidió el destrer de Guillermo diciendo que éste le había ordenado que se lo llevara hasta la tienda del conde de Nevers. Los mozos no sospecharon nada; sabían que Bruna era paje de Guillermo y ésta lucía en su sobrevesta el león de los Montfort.
Condujo el caballo por las bridas hasta alejarse lo suficiente, para entonces montarlo y dirigirse al camino de Narbona y preguntar por el campamento de Tolosa. Lo encontró a la orilla del Aude y cuando los centinelas le detuvieron, dijo llevar un mensaje para Hugo de Mataplana, caballero del Rey.
—Todos los caballeros de Aragón se fueron hace horas con su Rey —respondió el guarda.— Llegáis tarde.
Un nudo se formó en la garganta de Bruna. ¡No podía ser! ¡No podía perderle ahora que estaban tan cerca!
Preguntó hacia dónde fueron, sin que supieran indicarle si habían tomado el camino de Narbona o el de Limoux, o si decidieron regresar por Foix. Insistió en que su mensaje era muy urgente e importante y que alguien debía de saber en el campamento hacia dónde fueron. Tuvo que esperar y al fin la llevaron ante el mismísimo conde de Tolosa, que la recibió sin duda curioso por un mensajero de los Montfort que hablaba occitano oriental y que tenía misiva urgente para un caballero del rey de Aragón.
—El recado es muy importante, señor —afirmó Bruna decidida a llegar hasta donde fuera preciso con tal de encontrarse con Hugo.— Es urgente que lo entregue.
—Mucho camino tendréis que recorrer —afirmó el conde.— Mi cuñado, el Rey, partió ofendido, triste y furioso, al galope con sus caballeros. Dijo que regresaba a sus dominios, pero tanto podía dirigirse a Montpellier, a Perpiñán o a Huesca. ¿De qué se trata eso tan urgente?
Se trata de amor, estuvo a punto de responder Bruna al taimado conde, pero al fin lo hizo con una evasiva dejándole pensativo tejiendo hipótesis e intrigas.
Ella regresó al camino y, al llegar a la encrucijada que le conducía al campamento, sopesó la posibilidad buscar a Hugo en aquel país en guerra. Al fin, comprendiendo que no tenía los medios y que sería una locura, estalló en llanto. Había perdido a Hugo de nuevo.
«Peireiras e calabres n contra'l mur dressetz, que'l feron noit e jorn, e de lonc e de letz.»
[(«Petrarias y catapultas disparan contra los muros hiriéndolos día y noche, a lo largo y al través.»)]
Cantar de la cruzada, III-25
La rutina guerrera se restableció al día siguiente de la partida del Rey. Desayuno, misa; los monjes cubiertos de capucha cantando el Vera creator spiritus mientras portaban sus largas cruces en procesión hasta las cercanías de la ciudad, las catapultas y petrarias a pleno rendimiento sobre los muros enemigos mientras los ribaldos y mercenarios se preparaban para el asalto. Los frailes iban aumentando el vigor y potencia de su canto hasta llegar a un verdadero éxtasis, al paroxismo. Los combatientes, contagiados por la fuerza, cantaban con ellos.
Guillermo premió mi escapada sólo con un coscorrón, interpretando que había salido a dar un paseo con su caballo cual paje audaz que desea experimentar un destrer, caballo poderoso entrenado para el combate. Estaba de buen humor y, sonriente, puso su mano en mi hombro y me dijo que lo entendía, pero que la próxima vez debía pedirle permiso.
La actitud de Guillermo había cambiado de forma sorprendente desde su encuentro con el abad del Císter y esta vez se preparó para la batalla. Jean estaba aún convaleciente y fui yo quien le ayudé como pude. Me dijo que podía ver el combate desde lejos; él lucharía sin escudero, puesto que a mí me faltaba aún mucho para serlo.
El burgo de San Miguel estaba colocado al sur de la ciudad. Era más antiguo y sus defensas estaban bastante mejor consolidadas que el de San Vicente. Tenía un foso seco mucho más amplio y profundo, sus muros eran de piedra con saeteras colocadas estratégicamente y rematados con aspilleras de madera. Incluso muchas de sus casas estaban construidas con sólidos sillares. Tenía una única puerta exterior que daba al sur con puente levadizo, la del camino de Foix, y otras que comunicaban, a través de una rampa pronunciada, a la ciudad, situada en posición más elevada. Me dije que no sería tan fácil apoderarse de ese suburbio.
Pero los asaltantes, envalentonados con su éxito anterior, lanzaron el mismo ataque.
Los arqueros apoyaron a las máquinas de guerra que castigaban las defensas. Sonaron chirimías, tambores, trompetas y gaitas, y entonando la misma melopeya enardecida que los monjes, los ribaldos y mercenarios se lanzaron a la carrera hacia el foso con sus largas escaleras de asalto, mientras otros intentaban cubrir parte de éste con tierra y maderas para poder usar los arietes.
Pero la consistencia de los muros y la lluvia de piedras y flechas lograron derrotar una vez y otra a los asaltantes, dejando atrás cientos de muertos y heridos.
Los caballeros, listos para el combate ante la improbable circunstancia de que el vizconde intentara un asalto de caballería e impacientes a la espera de que las defensas del burgo ofrecieran una brecha para entrar, intentaron un par de cargas inútiles para apoyar a los infantes y distraer a los defensores, desde los fosos.
En la última, la montura de uno de los jinetes fue alcanzada por varios dardos, se derrumbó aparatosamente y arrastró al caballero al fondo de la zanja. Éste, herido en una pierna, intentaba salir de allí sin que la pendiente se lo permitiera. A esa distancia de las saeteras de la muralla estaba perdido. Uno de los arcos largos tipo inglés, o una ballesta, traspasarían su malla y lo clavaría contra el suelo sin ningún problema. Los del burgo empezaron a disparar a un blanco tan fácil y la angustia se apoderó de los asaltantes, que se habían resguardado fuera del alcance de los dardos. Los arqueros cruzados intentaron cubrirle, pero los de las almenas, bien parapetados, les hicieron retroceder con varias bajas.
El caballero estaba condenado a muerte.
Entonces, otro jinete se lanzó al galope desde las líneas cruzadas, bajó al foso por un lugar practicable, a través de una lluvia de flechas y rocas, y al llegar al herido saltó de su caballo con la única protección de su escudo. El animal continuó su galope hasta ponerse a salvo y quedaron los dos caballeros. Uno intentaba arrastrar al otro por el empinado talud y ambos trataban de cubrirse de las flechas que caían a su alrededor con unos escudos ya horadados en varias ocasiones.
La situación era angustiosa. El audaz que había acudido al socorro del herido a duras penas podía arrastrarle cuesta arriba y ambos parecían condenados a muerte. Sólo se precisaba un dardo bien atinado. Entonces, corrió la voz con el nombre del héroe. ¡Era el viejo Montfort! ¡Simón de Montfort!
En ese momento, una flecha emplumada alcanzó el hombro del hombre herido haciendo la situación imposible, ya que éste, incapaz de gatear, pasó a ser peso muerto.
Pero un tercer caballero se lanzó a tumba abierta por el mismo camino que tomó el anterior y entre los vítores de los cruzados repitió el salto. Me quedé helada al ver que se trataba de Guillermo. Y temí, temí por él y por mí misma si él moría. Me puse a rezar.
¡Qué locura! El viejo Simón se había metido en una trampa sin salida y ahora Guillermo, para demostrar su valor, hacía lo mismo. En aquel momento estaban los tres cubriéndose con unos escudos que para las saetas emplomadas de las ballestas eran poco más sólidos que pergamino. Pero algo ocurría. El valor es tan contagioso como el miedo y los cruzados se pusieron a gritar ¡Montfort! ¡Montfort! Los soldados se acercaron al foso para cubrir con sus escudos a los arqueros, que se les unieron, acosando con sus saetas a los sitiados que disparaban desde las almenas. Entonces, vi que Guillermo tenía atada a su cinto una cuerda cuyo otro extremo debía de estar anudado a la silla de su caballo, que, azuzado por Amaury, iba tirando de ellos y sacándoles del foso.
El clamor fue creciendo hasta hacerse inmenso cuando los tres caballeros lograron alcanzar una zona a salvo de las saetas del burgo.
Mi pecho exhaló un suspiro de alivio y mis ojos se cubrieron de lágrimas. ¿Tanto temía por Guillermo? ¿Por qué ese deseo angustioso de que se salvase? ¿Por qué dependía tanto de él? Me inquietaba pensar que hubiera algo más.
«Mais l'aiga lor an touta e los potz son secatz per la granda calor e per los fortz estatz per la pudor deis homes que son malaus tornatz...»
[(«Perdido el acceso al río y con los pozos secos y con el gran calor del riguroso verano y con el hedor de los que enfermaban...»)]
Cantar de la cruzada, III-30
Aquella noche el abad del Císter citó a Guillermo en su pabellón. No era para felicitarle.
—Guillermo de Montmorency —le increpó tan pronto entró en su tienda,— tenéis una misión que cumplir y ésta no es dejaros matar bajo los muros de Carcasona.
El caballero calló y, acercándose al abad Arnaldo, hizo una genuflexión para besarle la mano.
—Debéis recuperar los documentos de la séptima mula. Dejad para otros el asalto de la ciudad. Todos saben que sois un valiente digno de los Montfort. No más locuras.
El legado papal se sentó y con un gesto invitó a que Guillermo hiciera lo mismo.
Los asientos continuaban separados por una mesilla colocada bajo el enorme crucifijo con el Cristo doliente.
—Decidme —continuó el abad,— ¿qué pistas hay sobre los que robaron la mula?
Guillermo le mantuvo la mirada antes de contestarle.
—Vos los conocéis, legado. Sabéis quiénes fueron y también que su botín les fue arrebatado.
—Os recuerdo que estáis bajo juramento y que nada podéis comentar a otros de lo que descubráis en vuestra misión.
—Mi primo sabe de ella, le interrogué.
—¿Y habló?
—¡Claro que sí! —exclamó Guillermo intentando proteger a Amaury.— No hay secretos entre nosotros y no tuvo más remedio; las pruebas son abrumadoras.
—Bien —dijo el legado pensativo.— Esperaba que tarde o temprano lo supierais.
Que sea pronto habla bien de vos y os hace digno de la misión. ¿Qué más habéis descubierto?
—Poco más de lo que os he dicho, señor —y calló un momento para que creciera la expectación.— Y poco más sabré si vos continuáis ocultando lo que debo saber. Investigo a ciegas. ¿Qué es eso de «el testamento del diablo»?
—Decidme antes qué habéis averiguado.
—Que alguien arrebató la séptima mula a los asesinos de Peyre de Castelnou.
—Eso lo sé —gruñó el abad impaciente.— ¿Qué más?
—Que no eran ladrones vulgares, ya que ni se llevaron los caballos ni querían las pertenencias de los asaltados. Conocían el contenido de los fardos.
—De acuerdo. ¿Qué más?
—Los que abordaron a mi primo estaban siguiendo a Peyre de Castelnou a cierta distancia. No creo que pretendieran matarlo, pero sí arrebatarle la carga de la séptima mula. Se vieron sorprendidos y reaccionaron asaltando a los asesinos. Al principio, pensé que serían agentes del conde de Tolosa.
—Tengo al conde tan asustado con la cruzada que nos hubiera devuelto los fardos de tenerlos. Acusó a su sobrino el vizconde Trencavel.
—No fue el vizconde.
—¿Quién, pues?
—Las huellas de algunos caballos de los asaltantes tenían una marca muy curiosa.
—¿Cuál?
—La de los templarios.
—¿Templarios? ¡No puede ser! —exclamó asombrado el abad.— El Temple apoya la cruzada.
—Pero no participa.
—Su misión está en Tierra Santa. Aquí sólo tienen encomiendas que generan recursos económicos para sostener el esfuerzo en Oriente. ¿Quién os ha dicho eso? ¿Cómo sabéis que no os engañan?
—Algunos de los frailes que acompañaban al abad Peyre siguieron el rastro de los atacantes y llegaron hasta donde éstos habían sido a su vez asaltados. Entre las nuevas improntas de herraduras estaban las de los templarios. Seguramente iban en dos grupos, pero dado el inesperado cambio de dueños de la séptima mula, los del segundo grupo, que no esperaban intervenir, sólo apoyar, los de las herraduras marcadas, se vieron obligados a hacerlo. Por eso dejaron las huellas del Temple muy a su pesar. Esas marcas tienen por objeto evitar robos, y lo hacen tan bien que uno de los frailes de Fontfreda, antiguo hombre de armas que ha recorrido toda Occitania, pudo, incluso, reconocer el signo que las diferencia. Pertenecen a la encomienda de Douzens.