La reina oculta (19 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: La reina oculta
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Guillermo sabía bien que lo que clamaba el legado sobre Peyre no era cierto, sólo la versión que le convenía, pero, prudente, decidió no interrumpir. A Arnaldo no le importaba la verdad, ni que el de Montmorency la conociera. Él imponía los hechos que los demás creerían.

—En este lugar siempre ha crecido la semilla del Maligno. Valdenses, cátaros, incluso retornan los arríanos —continuó Arnaldo abandonando su ampulosa postura para adoptar un tono confidencial.— Y los señores locales han dejado que la mala hierba crezca junto con el trigo. Al no combatir a los herejes permiten la contaminación de buenos cristianos, por lo tanto, son sus cómplices. Los occitanos ya no saben distinguir lo bueno de lo malo. Hacía falta extirpar el mal de raíz.

—Pero Béziers... —murmuró Guillermo. —Dejad crecer la mala hierba y segadla junto con el trigo, dijo el Señor. Nosotros lo segamos todo en Béziers y el Señor escogió a los suyos en el cielo —el prior se había erguido de nuevo, declamaba.— Béziers fue cuna de arrianos, incluso tuvo su concilio herético. Nosotros repoblaremos esa ciudad con creyentes limpios y lo mismo haremos con Carcasona. No les sirvieron nuestras prédicas, no escucharon nuestras súplicas, se mofaron de ellas. Ahora es tiempo de hierro y fuego.

El joven caballero escuchaba boquiabierto el discurso del legado papal y empezó a notar que su corazón latía con el mesianismo inflamado del abad. Dios estaba con Arnaldo y su éxito era la prueba. Podía imaginarle predicando a voz en grito por las calles de un pueblo de Occitania o llamando a la cruzada en París. Dijo que no importaban Peyre de Castelnou, los veinte mil de Béziers o los cuarenta mil de Carcasona; todos eran instrumentos del Señor, granos de arena en el camino que pisaba el legado papal. Ni siquiera importaba el propio legado, ni Simón ni Guillermo. Sólo la palabra de Dios a través de su esposa; la comunidad de cristianos acerados por el Papa, la Santa Iglesia de Roma. El fin último era la preeminencia del Santo Pontífice, de su Iglesia y ese fin justificaba cualquier medio.

El muchacho se admiraba del poder, de la fuerza de la palabra de aquel hombre, cuya arenga había dispersado sus reparos como el viento de tormenta las hojas en otoño.

Guillermo decidió que su lugar estaba junto al legado papal, pero la fascinación que el abad le producía no enturbiaba el pensamiento del muchacho; su obispado dependía de aquel hombre. El legado era impresionante, convincente, pero bien era cierto que a él le convenía dejarse convencer.

—Abad —preguntó cuando éste tomaba aliento en su sermón tantas veces repetido.— ¿Qué contiene la carga de la séptima mula?

—La obra del diablo; algo que los enemigos del Papa quieren usar para destruir nuestra Iglesia. Es un testamento del Maligno para sus fieles, es la semilla del mal que Satán espera que algún día fructifique.

—¿Qué es?

—Vos encontradla —repuso el abad bajando la voz— y no os preocupéis por lo que no precisáis saber. Ignorarlo no os hará daño.

38

«Lo reís Peyr' d'Arago i es vengutz mot tost, Ab lui cent cavaliers qu'amena a son cost.»

[(«El rey Pedro de Aragón muy presto ha llegado con cien caballeros a su costa bien pertrechados.»)]

Cantar de la cruzada, III-26

¡Es el rey de Aragón! —gritó alguien.

Y la soldadesca se apresuró al camino para verle. Aquél no era un espectáculo corriente. Yo también corrí, porque nunca antes había visto a un rey y, como el vizconde Trencavel era vasallo de Pedro II de Aragón, ése también era mi Rey.

Y lo vi acercarse, las barras rojas sobre gualda bordadas en púrpura y oro en su túnica, sin casco, luciendo su pelo rubio al sol y su gran altura sobre un hermoso palafrén.

Era un hombre bello, impresionante. Pero más impresionada quedé al reconocer quién le acompañaba. Junto a él, seguidos por un par de jinetes, cabalgaba Hugo de Mataplana. Por un momento vacilé y creí que el deseo de verle me había jugado una mala pasada, pero enseguida, al girarse para comentar algo al Rey, le vi un movimiento tan suyo que era inconfundible. Aun así costaba creerlo; no vestía de juglar, sino de caballero; cota de malla y en su túnica un escudo bordado con un águila negra bicéfala sobre fondo amarillo, que luego supe que era el de los Mataplana. A la guisa de su señor, llevaba la cabeza descubierta y no vi en su boca la sonrisa que yo tanto amaba, ya que su gesto, al igual que el del Rey, era serio y preocupado. Me costó reaccionar y cuando a media voz exclamé: 
«¡Hugo!»
, ya sólo veía la grupa de los caballos y la polvareda que levantaban. Era imposible que me oyera.

Aquello me perturbó; mi corazón latía alocado. ¡Tenerle tan cerca y no poder hablarle! Quería que supiera que estaba viva, que me rescatara de mi cautiverio. De repente, cuando ya empezaba a habituarme a mi nueva condición, aparecía él y mis deseos de amarle, de ser libre, de conocer la felicidad rebrotaban y me hacían odiar la cota de malla, que había sido mi refugio durante los últimos días, y las insignias de los Montfort sobre mi cuerpo. Me parecían insoportables.

Me inquietaba que él me viera con el pelo corto, la piel curtida por la intemperie y aquel indumento tan impropio de mi condición. Pero aun así, decidí esperar a que saliera de la ciudad sitiada.

Pronto me di cuenta de que no podría permanecer horas y horas bajo el sol y que para un desconocido abordar a un caballero que trotaba junto al Rey, desde el camino, sería casi imposible. Tampoco la idea de quedar allí expuesta a los ribaldos me seducía, así que decidí regresar a la base de los Montfort en busca de información para, una vez supiera dónde acampaban, reunirme allí con mi trovador. ¡Deseaba tanto que nos encontráramos, que tomara mis manos en la suyas, ver su sonrisa!

Me enteré de que aquel día no se luchaba debido a la presencia del Rey y que eso había disgustado al abad del Císter. Pedro de Aragón había llegado con cien caballeros engalanados con sus divisas rojigualdas y los grandes nobles interrumpieron su comida para saludarle con respeto. Invocó la ley feudal exigiendo que se detuviera la ofensiva, ya que el vizconde Trencavel era su vasallo y que agredirle era atacar los derechos reales. Esos argumentos fueron aceptados por los nobles franceses, pero el legado papal Arnaldo recordó que el propio Pedro II era vasallo del Papa y como tal debía someterse a su voluntad. Se trataba de una cruzada y Trencavel era protector de herejes. Aun así, el rey de Aragón exigió que se suspendiera el ataque mientras él hablaba con su vasallo, y así se hizo. Fue entonces cuando los vi. También supe que sus acompañantes se habían instalado en un bosquecillo lejano, cercano al río Aude, donde el conde de Tolosa, cuñado del rey de Aragón, tenía su campamento y su mirador para contemplar los asaltos, ya que, a pesar de unirse a la cruzada, aún no había luchado. Allí el Rey, después de tratar la situación con el conde, había cambiado su destrer de combate por un caballo de paseo y con sólo tres de sus caballeros, desarmado, había partido hacia la ciudad. Me dijeron que ese campamento estaba muy lejos, imposible ir andando. Pero yo tenía que llegar, tenía que encontrar a Hugo. Empecé a planear cómo robar un caballo e ir en su busca.

A mi llegada me esperaba Guillermo, que estaba de buen humor y, después de reprocharme la tardanza, me dio un coscorrón. Yo me puse a llorar no por el golpe, sino por la angustia, por la tensión de tener a Hugo tan cerca, pero a la vez tan lejos. Eso le enfureció y yo me escondí en la tienda.

No cené ni deseaba hacerlo. ¿Cómo podría llegar hasta Hugo? ¿Continuaría queriéndome como a su dama en mi miserable condición actual?

39

«Lo Reis ditz entre dens "Aiso s'acabara aisi tot co us azes sus el cel volara".»

[(«El Rey repuso entre dientes: "Antes veréis a los asnos por el cielo volando".»)]

Cantar de la cruzada, III-29

Hugo de Mataplana cabalgaba al lado de su señor hacia la llamada puerta de Narbona, de la ciudad de Carcasona. Ese lugar de honor mostraba la confianza que Pedro II tenía en él, sobre todo en asuntos occitanos, y era envidia de muchos nobles catalanes y aragoneses. No en balde, el joven heredero de la casa de los Mataplana se vestía de juglar y andaba los caminos cantando en tabernas, palacios, ciudades y casas de labranza. Era querido en todos los estamentos sociales, conversaba, transmitía noticias y encargos. Con él llegaba la diversión. Pero también hacía circular rumores e ignoraba otros según le interesaba y recogía información, que reportaba tanto al Rey como a los grandes señores occitanos vasallos de éste. Hugo iba pensando en las difíciles circunstancias de su amigo el vizconde Trencavel y en cómo ayudarlo, sin reparar en aquel paje que, portando la insignia de los Montfort, se quedó mudo de asombro al reconocerlo. En su corazón anidaba un fiero deseo de venganza contra aquellos cruzados que asesinaron a sus amigos de Béziers, entre los que se encontraba su señora en el amor, la Dama Ruiseñor, cuyo bello recuerdo le llenaba los ojos de lágrimas torturándolo día y noche.

—¡El rey de Aragón! —gritaron los soldados desde las almenas, y el vizconde corrió hasta una aspillera, desde donde se divisaba el camino que terminaba en la puerta principal, para verle.

—¡Abrid la puerta! —ordenó ocupándose de organizar un pequeño comité de bienvenida.

Cuando el Rey descabalgó, Raimon Roger Trencavel lo recibió hincando la rodilla, pero Pedro II le hizo incorporarse y le abrazó.

—Vayamos al castillo —le dijo.

Y montando al lado del Rey, el vizconde les condujo al poderoso castillo pegado al recinto amurallado y que se erguía en el extremo opuesto a la puerta de Narbona. Las gentes vitoreaban a Pedro; la esperanza llenaba los corazones. ¡El Rey nos salvará!

Tan pronto estuvieron en la sala de audiencias del castillo, el vizconde Trencavel relató al Rey la matanza de Béziers y las barbaridades cometidas por los cruzados. Aquello no era sorpresa para Pedro, pues bien conocía la tragedia que, junto a su sentimiento de responsabilidad por su vasallo y sus súbditos, motivaban su presencia en Carcasona. Pero tenía palabras duras para el vizconde y así le habló:

—En nombre de Jesús, no podéis culparme por esto, pues os lo advertí con tiempo.

Os ordené que expulsarais a esos herejes de vuestras tierras o al menos que pareciera que los perseguíais. Que estuvierais a bien con los legados papales, vizconde, estoy muy triste por vos, ya que esos insensatos os han traído tanto peligro y aflicción. Todo lo que puedo hacer es buscar un acuerdo con los señores francos, pues estoy seguro, y Dios lo sabe, de que ninguna batalla con lanzas y escudos os da esperanza alguna, ya que son mucho mayores en número. No podréis resistir hasta el final. Confiáis en la fuerza de los muros de vuestra ciudad, pero está atestada de gente, llena de mujeres y niños; os faltará el agua. Realmente, lo siento mucho. Estoy terriblemente apenado y por el afecto que os tengo y por nuestra vieja amistad, si me dejáis intentar mediar, haré todo lo que pueda por vos, menos cometer deshonor.

Todos quedaron en un silencio que contrastaba con la algarabía de las gentes que fuera del castillo continuaban vitoreando al Rey como salvador. Hugo observó la expresión de los asistentes; allí estaban los nobles montañeses, todos los de la Montaña Negra, encabezados por Peyre Roger de Cabaret, también muchos de los de Corbieres y el Minervoise. Ésos habían acudido en ayuda de su señor mientras que los de las tierras llanas, los que estaban en el camino de la cruzada desde Beziers a Carcasona, no teniendo la menor posibilidad de resistencia, se apresuraron a mostrar su sumisión al abad Arnaldo tan pronto conocieron que Béziers había sido arrasado. Sabían que el rey Pedro nada podía hacer militarmente en ayuda del vizconde; los cien caballeros que trajo consigo, unidos a los quince mil combatientes efectivos de Carcasona, no eran cifras contra un ejército de doscientos mil.

La respuesta del vizconde no podía ser otra:

—Señor, podéis hacer de la ciudad y de lo que en ella hay lo que mejor consideréis, pues somos vuestros como lo fuimos de vuestro padre, que tanto nos quiso.

El Rey regresó, junto a sus caballeros, al campamento y, dirigiéndose al duque de Borgoña, requirió que se congregara el consejo de los altos nobles. Al poco se reunían el conde de Nevers, el de Saint Pol, el senescal de Anjou y el propio duque.

Pedro les pidió condiciones favorables para que su vasallo pudiera someterse a la autoridad de la cruzada. Ellos respondieron que, como señores feudales ligados a un juramento y a unas reglas de fidelidad, admiraban sus esfuerzos por el vizconde y que contaba con todas sus simpatías, pero que estaban sometidos a la autoridad del Papa, a través de su legado el abad del Císter, y que nada podían decidir.

Hicieron llamar al legado Arnaldo, viejo conocido del Rey, por haber sido antiguo abad de Poblet. Pedro hubiera querido evitarle como interlocutor en la negociación; no le apreciaba personalmente, conocía su talante rígido y ya habían chocado con anterioridad por asuntos relativos a Poblet, pero no tenía otra alternativa.

Al cabo de horas de discusión en las que el abad exigía una rendición sin condiciones, éste, ante la presión de Pedro, que era un soberano bien visto por el papa Inocencio III, cedió, aunque sólo en lo mínimo.

—El vizconde de Carcasona y doce de sus caballeros podrán salir de la ciudad con todo lo que quieran llevar con ellos —sentenció el abad.— Todo lo demás quedará a merced de la cruzada.

Pedro, resentido, clavó sus ojos en el legado. Ésa era una concesión que, por lo humillante, insultaba al vizconde y al propio Rey que negociaba por él. ¿Quién podría creer que un caballero como Raimon Roger Trencavel se salvaría a costa de abandonar a los suyos?

—Antes veréis los asnos por el cielo volando —repuso Pedro airado,— a que el vizconde acepte tal felonía.

Y continuó porfiando por unas condiciones mejores, más allá de lo que su dignidad le aconsejaba, hasta que entrada la noche tuvo que retirarse al campamento del conde de Tolosa. No logró nada más para su vasallo.

El Rey se sentía vencido. Estaba triste y profundamente enojado. Hugo lo estaba mucho más.

40

«Trastotes vius escorgar e el eis s'aucira; ja al jorn de sa vida aicel plait no pendra ni.l pejor hom que aia no dezamparara.»

[(«Antes se dejara arrancar la piel en vivo o se matara ya que tal plato jamás probaría en su vida pues ni al peor de los suyos desamparara.»)]

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