Authors: Jorge Molist
Fue un día de mercado cuando de nuevo vi a Sara la judía. Tenía su gran pañuelo extendido en el suelo y encima sus atadillos de manojos de hierbas medicinales y aromáticas. Nuestras miradas se cruzaron y, aunque no hubo saludo, la suya me siguió durante un largo tiempo de forma inquietante; la notaba a mi espalda, en la nuca. Era como si tuviera algo que decirme y temiera hacerlo. El recuerdo de su mirada me dio que pensar en los días siguientes. Y fue casi a mediados del mes cuando la volví a ver y sentí la misma desazón. Esta vez me hizo una seña y me costó convencer a doña Bernarda para que se quedara junto con la guardia, a una distancia donde no nos pudieran oír.
—Salid de la ciudad, señora —me dijo.— Está condenada.
Ante mi silencio añadió:
—El baile
[2]
.
Simón y los demás judíos nos iremos de la ciudad antes de que los cruzados caigan sobre ella. Haced vos lo mismo, salvaos.
—No puedo irme, mi padre se quedará —repuse angustiada.
—Venid conmigo. La mayoría iremos a Narbona, donde los judíos tenemos grandes derechos y libertades. Podemos ocuparnos en el trabajo que queramos, portar armas, poseer tierras, tener criados cristianos...
Me alarmaba tanto aquella lúgubre profecía, nada distinta de la que me hizo meses antes y que yo había tratado de borrar de mi recuerdo, que me quedé callada. También estaba sorprendida. ¿Cómo se atrevía Sara a ofrecerme su protección? De llegar tal audacia a conocimiento de mi padre, le haría arrancar la piel a latigazos sólo por eso. Aunque en Occitania a los judíos se les trataba bien en comparación al norte, en general se les consideraba de condición más baja aún que la de los siervos y algunos trovadores les denigraban en sus coplas.
Claro que de saber él que Sara predecía la catástrofe, la haría quemar. Sin duda se arriesgaba esa mujer. Yo estaba segura de que me apreciaba, de que no mentía en su creencia, pero tomando semejante riesgo demostraba estar fuera de sus cabales.
—No puedo, gracias, he de quedarme —le contesté gentilmente con intención y gesto de marcharme.
—¡Esperad! —dijo sujetándome de la falda, reteniéndome.
Yo miré su mano, después a sus ojos, y ella me soltó. De haber sido doña Bernarda, me hubiera puesto a gritar y habría ordenado a los hombres de armas que nos acompañaban que la golpearan. Era muy atrevido para un judío comportarse de esa forma con una dama.
—¡Esperad! —repitió ahora en tono de súplica.— Dejad que os ayude como buenamente pueda.
Vi que sacaba su pañuelo negro, el bordado con la estrella de seis puntas, y no pude resistir mi curiosidad por conocer lo que iba a decirme.
—¡Bruna! —gritó doña Bernarda.— Vamos ya, que llegaremos tarde a misa. Deja a esa mujer.
Sara extendió rápidamente su pañuelo escondido tras una columna del soportal para ocultarlo de la vista de la comitiva y, rápidamente, hizo rodar los huesecillos.
—Hombre —murmuró,— hierro...
—¡Vamos ya! —insistió doña Bernarda, y poniendo acción a la palabra, empezó a acercarse a nosotras.
—¿Qué ves? —pregunté.— ¡Dímelo rápido!
Entonces, percatándose de la llegada de mi ama, recogió el pañuelo con los pequeños huesos dentro y los guardó a toda prisa en un gran bolsillo de su delantal.
—Dímelo —insistí.
Sara se quedó en trance, con su mirada perdida en el infinito, como si no pudiera hablar. Una doña Bernarda furiosa nos caía encima y tirando de mí gruñó:
—Una dama no debe hablar con judías y menos con una que tiene fama de bruja.
Me dejé llevar sin ofrecer resistencia, pero al mirar atrás vi a Sara, que parecía haber regresado a nuestro mundo y, rápida, se me acercó murmurándome varias frases al oído.
Después desapareció.
Entendí algunas de sus palabras, aunque en aquel momento lo que dijo me pareció absurdo.
«L'aucis en traído dereire en trespassant, e.l ferit per la esquina am son espeut trencant.»
[(«Lo mató a traición traspasándolo por atrás, hiriéndole en el espinazo con su afilada azcona.»)]
Cantar de la cruzada, I-4
Saint Gilles
Guillermo de Montmorency y Jean empezaron a sudar en la cripta cuando trataban de bajar la losa que cubría la tumba de Peyre de Castelnou. Nada más entrar en el recinto, habían percibido el «olor de santidad», «una fragancia suave pero penetrante, tanto que al abrir la tumba las gentes creyeron que la habían llenado de perfumes» que, según relataban los monjes, el cuerpo del futuro santo exhalaba. Los hachones que Jean escamoteó en su celda, escondidos bajo el jergón, iluminaban ahora la siniestra escena y, cuando lograron mover la losa, dejando ranuras suficientes para poder sujetarla con las manos, el olor se hizo mucho más intenso.
—Pues si los santos se miden por sus aromas —bromeó Guillermo,— éste lo debe de ser mucho.
De hecho, la fragancia era tal que por un momento pensaron que se mareaban, pero recuperándose, contaron hasta tres y al fin consiguieron elevar la piedra y depositarla en el suelo sin estropicios. Hubo un instante de vacilación, pero era tarde para sentir reparos y, a pesar de lo intimidante de la escena, Guillermo tomó la iniciativa y, elevando un hachón, iluminó el interior de la sepultura.
Vieron un cuerpo colocado boca arriba, vestido con hábito cuya capucha le cubría la mitad del rostro, y las manos cruzadas sobre el pecho.
—Saquémosle.
Guillermo lo tomó por la parte superior y Jean, por la inferior. Peyre pesaba poco y fue fácil sacarlo y ponerlo en el suelo, pero el contacto frío de la piedra y el tacto mórbido del cuerpo les hizo estremecerse. Le desnudaron y vieron a un hombre de unos sesenta años, pequeño de estatura y delgado, pero de gesto enérgico. Aun cadáver, el abad inspiraba respeto y el joven cruzado se preguntó si era su entrometida curiosidad, el diablo o ambas cosas a la vez lo que le llevaban a cometer tal profanación. Pero no era momento para lamentaciones ni titubeos, tenía un objetivo que cumplir.
Con la ayuda de Jean, que sostenía una antorcha, examinó el cuerpo con cuidado, con delicadeza, sintiendo que en cualquier momento Peyre se podía incorporar para recriminarle tan deplorable acción y condenarle al infierno.
Guillermo vio una única gran herida. La azcona había penetrado por la derecha de la espalda, de arriba abajo, saliendo por delante hacia la izquierda. El asesino estaba sobre un caballo, por encima del abad y había acertado en el centro del espinazo partiéndolo en dos. Lo que hacía de aquél un cadáver extraño, ya que parecía dos piezas unidas sólo por un poco de piel y escasa carne. Fuera de eso sólo apreciaron unos rasguños menores en la cabeza, seguramente causados por la caída de la mula.
—Pons nos quería ocultar que el cadáver fue embalsamado —comentó Guillermo. Palpó de nuevo el espinazo roto y murmuró:
—Y se inventa la leyenda del santo. Lo que cuenta de Peyre absolviendo a su asesino mientras le miraba a los ojos es una patraña. No creo que al ser atacado por la espalda y con semejante herida pudiera ni siquiera verle, se debió de desplomar de inmediato. Al joven no se le escapaba la trascendencia de aquello. La jugada había sido predicada contra el conde de Tolosa como asesino de un mártir, de un santo. Y un buen motivo para iniciar un proceso de beatificación de alguien de vida ejemplar era encontrar su cuerpo incorrupto un año después de su inhumación y en aroma de santidad». Y era obvio que el cadáver había sido embalsamado. De los muchos argumentos usados por el obispo Fulko de Marsella y el abad del Císter, Arnaldo, al predicar la cruzada, casi todos se basaban en la monstruosidad del conde. Dijeron que se acostaba con sus sobrinas y que había hecho acuchillar a un sacerdote que le recriminaba su impiedad. Y añadían, con toda profusión de detalles, que no contento con semejante infamia, hizo descuartizar y machacar el cuerpo del clérigo con un crucifijo de hierro. Un verdadero sacrilegio, pero sin duda la muerte de un bienaventurado como Peyre de Castelnou era el mayor de sus pecados.
—Ahora sabemos cómo se hace un santo —murmuró Guillermo-y también cómo se fabrica una cruzada.
Después volvió a examinar el lívido cadáver. Había algo en aquella herida inusual. El caballero quedó unos instantes pensativo antes de requerir la ayuda de su criado. —Extraño, muy extraño —dijo.
Depositaron el cuerpo, con todo cuidado, en su tumba y, una vez colocada la losa, el cruzado se arrodilló junto a su escudero y, a pesar de la inquietud de éste, que temía fueran descubiertos, rezó largo tiempo para que el Señor le perdonara lo que acababa de hacer.
«Le vescoms de Bezers intrec a Bezers un maiti al l'albor e enquer jorns no fu.»
[(«El vizconde de Béziers (Trencavel) entró en Béziers una mañana al alba antes de que el día despuntara.»)]
Cantar de la cruzada, II-15
Béziers
Había deseado tanto ver a Hugo de nuevo... Soñaba con él dormida, soñaba con él despierta. Imaginaba que, a su regreso, mis días se llenarían de trovas, canciones y miradas enamoradas.
Pero la noticia de su aparición vino junto a la presurosa llegada de nuestro señor el vizconde Trencavel. Cuando les vi, en la casa de mi padre, sentí que mi corazón estallaba de gozo. Hugo hablaba al vizconde con la naturalidad de un amigo y me llené de esperanza. Quizá el vizconde quisiera hablar a mi padre en nuestro favor y él, que me adoraba, escucharía al fin las súplicas de su hija. Quería que Hugo tuviera mi alma y mi cuerpo. No quería ser infeliz como mi madre lo fue, desgajada en dos; el cuerpo para mi padre, el corazón entregado a Sans.
Pero algo iba mal, las formas del vizconde no eran tranquilas y sonrientes como nos tenía acostumbrados, aquellas que le convertían en modelo de caballeros, en especial frente a las damas. De hecho, al entrar, pareció no percatarse de la presencia de las señoras que le observábamos desde un extremo del patio.
Convocaron con urgencia a Simón, el baile judío de Béziers. Así como mi padre era el representante militar del vizconde, él había sido, hasta hacía poco, su regidor en cuanto a impuestos y administración. La reunión se celebró en el gran salón de nuestra casa y yo logré escabullarme de mi ama para escuchar tras la puerta que daba a nuestras dependencias familiares y que, a diferencia de la que comunicaba con el patio, no tenía guardia armada. Quería oír la voz de mi querido Hugo.
Pero por desgracia oí mucho más.
—Saint Gilles se salvó al ser dominio del conde de Tolosa y Montpellier es posesión, por matrimonio con María, del rey Pedro II. El Papa dio órdenes específicas para que fuera respetada —comentaba Hugo.— Béziers será la primera ciudad sobre la que caiga la cruzada.
—Tenemos buenos muros y he ordenado a los campesinos de la comarca que se refugien en la ciudad con todas sus provisiones —dijo mi padre.— Nuestros ciudadanos se jactan de sus libertades y del coste que pagaron por ellas; pienso que querrán resistir.
El joven vizconde asintió. Bien conocía el carácter orgulloso e independiente de los habitantes de Béziers, los llamados biterrois. Cuarenta años antes su abuelo Trencavel había sido asesinado por algunos burgueses de la ciudad a las puertas de la iglesia de la Magdalena durante una disputa sobre derechos ciudadanos. El obispo, que apoyaba al vizconde, escapó de milagro sólo con varios dientes rotos. Dos años después, el padre de Raimon Roger Trencavel vengó al suyo, llegando a un acuerdo con los biterrois, que fue roto de inmediato para masacrar a los responsables del asesinato, entregando a las esposas de éstos a sus mercenarios aragoneses y catalanes precisamente el día de la Magdalena. Los ejecutados fueron considerados héroes por la mayoría de la población. No, los biterrois no se sometían con facilidad.
—Yo también creo que resistirán —intervino Simón,— pero si el sitio termina en negociación, tanto cátaros como valdenses y judíos seremos entregados a los cruzados —y dijo dirigiéndose al vizconde:— Señor, os pido que dejéis que los judíos nos refugiemos en lugares más seguros.
—Bernard, ¿creéis que la marcha de los judíos desanimaría la resistencia de la ciudad? —inquirió el vizconde.
—No lo creo —repuso mi padre.— Simón está en lo cierto: si hay negociación, los cruzados no se irán de aquí sin derramar sangre. Sólo perdonarán a los católicos.
—Por otra parte, si la ciudad resiste, tendrán que abandonar el sitio antes del mes —dijo el vizconde.— Precisamente su debilidad reside en su cantidad. ¿Cómo alimentarán a doscientos mil combatientes si las provisiones de la comarca están encerradas en Béziers?
—Agua del río Orb no les faltará, pero tampoco a nosotros, que tenemos pozos excavados por debajo del nivel freático. No pasaremos sed y ellos no tendrán tiempo de desviar la corriente —comentó mi padre.— Agosto puede ser muy caluroso y a mediados la mayoría habrá cumplido los cuarenta días de servicio a la cruzada que obliga el Papa.
Aburridos y hambrientos, regresarán a sus tierras.
—Así pues, Bernard, ¿aconsejáis resistir? —inquirió el vizconde.
—Si los burgueses acuerdan hacerlo, como pienso que lo harán, debemos resistir.
Esta tarde convocaré a los cónsules de la ciudad en la catedral de San Nazario.
—Yo partiré de inmediato a Carcasona para reunir tropas. Junto con mis nobles de la Montaña Negra, el Minervoise y Corbiéres, boicotearemos la retaguardia y a los suministros de los sitiadores —dijo el vizconde.— Hugo se encargará de reclutar mercenarios catalanes y aragoneses. Estoy seguro de que el rey Pedro, aunque no pueda intervenir, nos ayudará.
—Señor —preguntó Simón,— ¿qué actitud visteis en los cruzados? ¿Se podrá llegar a un acuerdo? ¿Alguna garantía para los judíos?
El vizconde intercambió una mirada con Hugo antes de responder. Cuando lo hizo, dijo:
—Fuimos con Hugo a Montpellier, donde ya ha llegado la cruzada. Buscaba negociar con Arnaldo, el legado papal y abad del Cister No quiso vernos. Si resistimos, hay que ganar. Ésa es la única garantía de supervivencia, tanto para judíos como para cristianos.
«El lor ditz que's defendan a forsa e a vertu que en breu de termini serán ben socorru.»
[(«Les dice que se defiendan con fuerza y valor, que en corto plazo regresará para socorrerles.»)]
Cantar de la cruzada, II-16
Antes nos dejaríamos ahogar en la mar salada que deponer nuestra forma de gobierno —le gritó uno de los cónsules al obispo Reginald de Montpeyroux.