Authors: Jorge Molist
Entonces, me inquieté por Guillermo. ¿Por qué no quiso combatir con los suyos?
Me daba la impresión de que lo hizo por algún arrebato de orgullo. En realidad, él estaba deseando entrar en batalla. ¿Cómo reaccionaría el fiero Simón de Montfort a eso? ¿Lo consideraría traición?
Recé para que saliera bien de ese aprieto; mi vida dependía de él. Y extrañamente, me di cuenta, en aquel momento, de que deseaba vivir.
«A un riche barón, qui fu pros e valent ardit e combatant savi e conoisent senher fo de Montfort, de la honor que i apent e fo cons de Guinsestre si gesta no ment.»
[(«Había un barón virtuoso, valiente y recto, atrevido, batallador, sabio y conocedor de Montfort, de sus tierras y honores era señor y era conde de Leicester, si el rumor es cierto.»)]
Cantar de la cruzada, IV-35
Guillermo estaba ya en el campamento cuando regresaron las tropas. Al ver a Jean, su fiel escudero, herido, se arrepintió de no haber luchado. Aquél era su clan y debía haber estado con ellos en el peligro; no importaba si la causa era justa o no, no importaba si eran santos o asesinos. Su lugar estaba a su lado.
—Mi padre te quiere ver —le dijo Amaury.— Está furioso contigo.
Si con alguien no quería enfrentarse Guillermo, ése era Simón de Montfort, pero se dirigió a su tienda; era el jefe del clan y le debía obediencia. Rumiaba qué decirle cuando le gritara que había deshonrado a la familia quedándose en retaguardia. ¿Le contaría sus escrúpulos morales arriesgándose a que el viejo desconfiara?
Al fin, Guillermo decidió no improvisar y decirle la verdad. Simón entendería mejor eso que cualquier otra sandez que se le pudiera ocurrir, pero era un hombre colérico y había que ir con cuidado. Si le pillaba mal, si presumía que actuando cobardemente había manchado el nombre de los Montfort, le enviaría de regreso a la íle de France de inmediato. Y eso era lo último que el joven deseaba.
El viejo Montfort estaba desnudo de cintura para arriba y su escudero le lavaba algunas magulladuras, rasguños y pequeñas heridas que había sufrido en el combate. A pesar de superar en varios años los cuarenta, mostraba la figura poderosa de quien, robusto de naturaleza, se ejercita habitualmente para la guerra. Su prestigio de rectitud y valor aumentaba día a día. Participó en la desastrosa cruzada organizada pocos años antes por Inocencio III en la que los venecianos pusieron un precio tan alto al transporte marítimo que para pagarlo los cruzados tuvieron que saquear la católica ciudad de Zara, enemiga comercial de Venecia. Después, los astutos marinos les desembarcaron en Constantinopla, también rival de la República, la cual fue, asimismo, asaltada y saqueada con la excusa de deponer la ortodoxia e instalar un obispo católico. Simón consideró aquello una infamia y negándose a secundar el plan, pagó de su menguado bolsillo el transporte por otros medios de sus tropas a Tierra Santa, de donde regresó más honrado y prestigioso, pero aún más pobre.
A Guillermo le disgustó encontrarlo con varios nobles menores, que sin duda acudían a felicitarle por haber sido el primero en entrar al burgo, y con nada menos que el abad del Císter, Arnaldo. No podía contarle a su tío la verdad delante de ésos y cualquier historia que el viejo sospechara inventada le haría estallar en cólera. Siempre que tenía espectadores se mostraba más duro y aquel día parecía dispuesto a que los mirones proclamaran en el campamento su contundencia resolviendo asuntos internos de familia.
—Veo que estáis ocupado, tío —le dijo.— Hablaremos luego.
Y dio media vuelta aparentando discreción. Toda la que le faltó al viejo.
—¡Guillermo! —aulló al verle.— ¡Venid aquí! El de Montmorency se giró para ver el imponente torso desnudo y la barbuda faz de Simón coloreada por la furia.
—¡Quiero que me digáis ahora por qué no salisteis a combatir!
Y Guillermo supo de inmediato que las cosas irían mal, muy mal. Se puso a pensar con rapidez. ¿Cómo salir del atolladero?
—Porque yo le ordené que se quedara —todos miraron asombrados al abad del Císter.— El chico estaba ansioso por entrar en batalla, pero demostró una gran entereza honrándonos al Papa y a mí, obedeciendo.
—¿Por qué no le dejasteis combatir, Arnaldo? —quiso saber Simón.
—Vos ya conocéis parte de la respuesta, pero estos señores no —dijo señalando a los invitados.— Este muchacho tiene una misión clave para el Papa y su consecución será muy grata al Señor. Eso es lo más importante. Si mañana morimos uno de nosotros, será un infortunio, pero si algo le ocurriera a él antes de culminar su misión, sería trágico.
—¿De qué se trata? —preguntó uno de los nobles.
—Ni vos ni nadie aquí, fuera de él, puede saberlo. Es muy importante.
Guillermo miró a su tío de reojo; se había calmado y sonreía levemente elevando la barbilla. Aquello honraba mucho al clan de los Montfort.
El joven caballero se dijo que el legado papal conocía muy bien qué resortes mover para hacer cumplir su voluntad.
«Si non o volon faire aremandrant tot nu, ilh serán detrenchetz am bram d'acer molu.»
[(«De no obedecer, les despojarán de sus ropas, y degollados serán, con espada de acero afilado.»)]
Cantar de la cruzada, II-16
Ese hombre es muy hábil —repuso Amaury cuando su primo le contó cómo el abad del Císter le había sacado del apuro frente a Simón.— Te necesita; sospecha lo que sabes y por eso te protege. Pero ve con cuidado. Puede ser generoso si estás con él, pero no tiene escrúpulos y, si te cruzas en su camino, conocerás su parte oscura. Cuídate, primo.
Guillermo se impacientó. No visitaba a Amaury para que le aconsejara cómo tratar al legado papal o le diera otro de sus abrazos cariñosos, sino para sonsacarle toda la información posible sobre la séptima mula robada a Peyre de Castelnou. Su encuentro a solas con el abad Arnaldo era inevitable y quería mostrarse eficiente.
—Éramos cinco; tres mercenarios contratados en Lyon, Paul y yo. Cumplimos con éxito nuestra misión. Matamos a Peyre y emprendimos camino a Montpellier haciendo trotar los caballos, pero sin agotar demasiado a la séptima mula cuya carga Arnaldo quería —empezó a contar Amaury.— Varias millas más allá, nos detuvimos en una posada que está en un cruce de caminos para dar descanso y comida a las bestias. Había un par de escuderos cuidando otros caballos y les pedí a los nuestros que no entablaran conversación. Entré sólo para encargar vino caliente para mis hombres y noté como varios tipos sentados en una mesa callaban al advertir mi presencia; pensaba que serían los jinetes de las monturas de fuera. Yo no quería entretenerme, pero el tabernero me preguntó que de dónde éramos. Dije que de Lyon, pero creo que mi hablar de la íle de France delató mi mentira. Sacaron varias jarras y una vez apuradas, sin dar tiempo a que los míos entraran en la posada a calentarse, di orden de partida. Nos pusimos al trote, que era todo lo que podía soportar la mula, pero al poco Paul advirtió que alguien venía al galope por detrás. Aquello no podían ser buenas noticias y nos refugiamos a toda prisa en un bosquecillo al lado del camino. Llegamos tarde y nos vieron. Con las celadas caladas y sin mediar palabra, cargaron contra nosotros. Eran ocho. Por su aspecto, cuatro eran caballeros y los otros, sus escuderos. No mostraban divisa alguna y de inmediato derribaron a uno de los mercenarios. Paul y yo apenas tuvimos tiempo de desenvainar espadas y resistir el primer choque, pero los otros dos de Lyon escaparon sin ni siquiera mostrar sus armas. Yo estaba confundido, no parecían salteadores de caminos y era imposible que fuera una expedición llegada de Saint Gilles para prender a los asesinos de Peyre de Castelnou. ¿Quiénes eran? ¿Qué querían? Pero resultaba obvio que, si combatíamos, nos matarían. Así que le grité a Paul que se viniera conmigo y galopamos hasta el camino para observarles a una distancia prudente. Al entrar en combate, la séptima mula había quedado suelta en el bosquecillo. Ellos la cogieron y sin molestarse en ver qué ocurría con el caído, subieron al camino y se fueron por donde llegaron.
Intentamos seguirles, pero cuatro de ellos se habían quedado esperándonos en un recodo y cargaron en cuanto nos vieron. Al final tuvimos que desistir.
—¿Y qué ocurrió después? —preguntó Guillermo.
—Volvimos donde el herido; ya estaba siendo atendido por los huidos que habían regresado. El asunto era demasiado serio para dejar testigos, así que tan pronto descabalgamos, aparentando interesarnos por el caído, les rebanamos el gaznate. Les quitamos las ropas para dificultar su identificación y echamos sus cadáveres desnudos al Ródano. Continuamos a toda prisa hacia Lyon, alternando monturas para parar lo imprescindible. Allí enterramos sus enseres en una loma.
—No eran salteadores —murmuró Guillermo pensativo.
—No, claro que no —repuso Amaury.— No les preocupó ni el caballo ni lo que el herido pudiera llevar encima. Buscaban la séptima mula.
—Tampoco venían de Saint Gilles.
—Imposible, no daba tiempo.
—¿Os seguían de antes?
—Si lo hicieron, serían como máximo un par; si no, nos hubiéramos fijado —repuso Amaury pensativo.— En todo caso, eran los de la taberna. ¿Tú crees que nos esperaban?
—¿Pero cómo diablos podrían saber...?
—¿El abad del Císter? Él sabía que regresaríamos por ese camino.
—No, no fue él.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Porque no necesitaba robar lo que tú igualmente le traías. Su único motivo para ordenar emboscaros hubiera sido hacerte matar y ocultar así la autoría de los hechos.
—¿A mí? —se sorprendió Amaury.— Nunca lo haría, no porque me aprecie, sino porque formo parte de sus planes.
—Sí, es cierto —admitió su primo.— Los Montfort le somos demasiado fieles y el celo y prestigio de tu padre le hacen el jefe cruzado perfecto y a ti, su sucesor. Está seguro de que no hablaremos. Además, si supiera dónde está esa carga, no me hubiera obligado a buscarla. Por cierto, ¿de qué se trata? ¿Sabes que Peyre de Castelnou la llamaba «la herencia del diablo»?
—Curioseé unos minutos al parar en la taberna. Eran rollos de cuero que protegían a otros cueros que contenían grupos de pergaminos y papiros enrollados. No me dio tiempo de ver más, pero pesaban mucho, por eso tuve que conservar el mulo.
—Pergaminos... —murmuró pensativo Guillermo.
Y se preguntó qué contendrían esos escritos que los hacía tan poderosos. ¿Eran ellos el motivo del exterminio de tanta gente?
«"Frayre", so diz lo Papa, "tu vais vas Carcassona e conduiras las ostz sobre la gent felona. De part de Jhesu Crist lor pecatz lor perdona".»
[(«"Fraile", le dijo el Papa (al abad del Císter), "tú irás a Carcasona y conducirás el ejército contra esos felones, en nombre de Jesucristo que los pecados perdona".»)]
Cantar de la cruzada, I-7
Oscurecía cuando Guillermo acudió al requerimiento del legado papal, el abad Arnaldo. El joven caballero observó que el campamento de los monjes del Císter estaba mucho mejor organizado que el de cualquiera de los grandes nobles de la hueste. En la entrada, un monje converso de hábito corto le preguntó en latín qué deseaba y, cuando Guillermo se lo dijo, le acompañó a la zona de tiendas. Los frailes conversos dormían a la intemperie como la soldadesca feudal y los ribaldos; las tiendas se destinaban a los frailes de origen noble, muchos de los cuales vestían cota de malla bajo el hábito y ceñían espada.
Allí le atendió uno de esas características que le condujo a través de calles entre tiendas de limpieza impoluta hasta el pabellón central. Guillermo esperó en la puerta mientras observaba a los monjes guardianes que, con casco, lanza y espada al cinto, rodeaban aquel gran aposento y pensó que el abad tenía tantos enemigos que hacía bien en proteger su vida.
—¡Bienvenido! —le dijo Arnaldo en latín al verle entrar.— Pasad, hijo.
En el centro del pabellón se alzaba una imponente cruz de madera con un cristo doliente y ensangrentado de tamaño mayor al real. Estaba clavada firmemente en el suelo y se elevaba casi tres metros tocando su extremo superior la tela del techo.
El abad del Císter estaba sentado frente a una mesilla, bajo la cruz, donde se extendía un tablero de ajedrez y jugaba con uno de sus monjes, que se levantó, inclinando la cabeza en silencio, para abandonar discretamente la estancia. Guillermo hizo una genuflexión y besó la mano del abad.
—Sentaos —con un gesto Arnaldo le mostró, al otro lado del tablero, el taburete plegable que acababa de abandonar el monje. El caballero obedeció silencioso.
—Ya sé que habéis investigado en las abadías de Saint Gilles y Fontfreda — continuó el legado papal.— Más de lo que debierais, en algún caso. Pues bien, ahora es el momento de que me informéis de hasta dónde habéis avanzado en la recuperación de lo robado.
Pero cuando Guillermo iba a hablar, le interrumpió.
—No necesito que me contéis otros asuntos que sin duda ya habéis averiguado y que vuestro primo os confirmó. Pero quiero saber si os turban el espíritu.
—Señor —dijo Guillermo vacilando,— la muerte de Peyre de Castelnou...
—¿Por eso no entrasteis en batalla hoy?
El joven calló al tiempo que miraba los ojos azules, duros, del abad.
—¿Eso os angustia? —esta vez Arnaldo bajó la voz; su tono era confidencial.
—Sí. —reconoció sin apartar sus ojos de los del legado.
—¡Guillermo!
La potencia con que pronunció su nombre sobresaltó al caballero. Y levantándose de su asiento, el abad extendió sus brazos en cruz, como Cristo, sólo que él vestía un amplio hábito blanco de anchas mangas, que le llegaba a los pies. Un bordado de pedrería brillaba en el ribete inferior, en el del cuello y las mangas. Estaba impresionante.
—¡Guillermo! —volvió a gritar el abad sin cambiar su gesto, que le hacía enorme, profético.— Vos sois grande. Simón de Montfort es grande. Yo soy grande. Éstos son tiempos únicos, críticos, y nosotros somos la gente que la Santa Madre Iglesia necesita ahora. Estamos predestinados para esta misión, para salvar la verdadera palabra divina de las turbas que la empañan. Peyre de Castelnou murió en el momento que la Santa Madre Iglesia necesitaba que muriera. Él quería morir, quería dar su sangre por la causa de Dios.
Él era un buen siervo de la Iglesia y hoy contempla dichoso nuestras acciones sentado a la diestra de Dios padre. Él es el santo que nos abre el camino para santificar esta tierra de herejes.