La reina oculta (8 page)

Read La reina oculta Online

Authors: Jorge Molist

BOOK: La reina oculta
13.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Es amigo del Rey? —me asombré.

—Los reyes tienen vasallos, no amigos. Pero el padre de Hugo, también llamado Hugo, tiene la confianza de Pedro II y parece que el hijo también.

—Al verle la primera vez creí que era un simple juglar.

—Eso es lo que le gusta aparentar. De esa guisa recorre caminos, habla con gentes, ve, escucha y su opinión es oída por el vizconde y por el Rey.

—Pues es alguien importante.

—Bajo ese aspecto, sí.

—¿Por qué no acordáis mi matrimonio con él? —le propuse.

Otra vez me miró sorprendido y pensó un rato antes de responderme:

—Eso no funciona así. No puedes escoger a tu esposo; recibes el que Dios y tu padre deciden.

—Padre, yo quiero a Hugo. Él tiene mi corazón, sólo a él quiero.

—Tendrás el esposo que te corresponda.

—No entregaré mi cuerpo a quien no tenga mi amor —notaba las lágrimas en mis ojos.

—El amor conyugal surge de la convivencia.

—Quiero a Hugo.

—Imposible, no te conviene —y levantándose de la mesa, añadió:— ¡Ya basta, Bruna! ¡Asume tu responsabilidad! —y, sin esperar mi respuesta, fue a reunirse con sus hombres, que ya le esperaban a caballo.

Me quedé angustiada y llena de preguntas. ¿Por qué mi padre no consideraba a alguien tan lleno de méritos y con la confianza del Rey? Además, parecía entenderse muy bien con Hugo, que le apreciaba. ¿Acaso el heredero de título, posesiones, castillo y amigo del Rey no estaba a nuestro nivel? ¿Con quién estaría preparando mi boda?

Decidí luchar por mi amor. Él acostumbraba a concederme todo lo que yo quería, ¿por qué me negaba ahora lo más importante?

Me dije que nunca desposaría a quien no amara y desde aquella mañana empecé a negarle la sonrisa a mi padre. Pensaba que privándole de mi cariño él terminaría aceptando el mío por Hugo.

16

«En tant cant lo mons dura n'a cavalier milhor ni plus pros ni plus larg, plus cortes ni gensor.»

[(«En toda la extensión del mundo, no hay mejor caballero ni más valiente, ni más generoso, ni cortés, ni agraciado.»)] (Refiriéndose al vizconde Trencavel)

Cantar de la cruzada, II-15

Carcasona

Hugo de Mataplana no esperó a que lo anunciaran y con confianza de amigo entró en el patio de armas del castillo. El vizconde estaba ejercitándose a caballo, cargando con una lanza roma contra un bulto de madera y tela que rotaba al ser golpeado y que contraatacaba, a su vez, con un peso sujeto con una cuerda.

Tan pronto el caballero vio al trovador, al que la guardia había franqueado el paso sin preguntar, tiró la lanza a uno de sus escuderos, levantó la celada de su casco y le saludó:

—Mucho madrugáis, mi amigo Huget.

—Razones hay, mi señor —repuso éste.

El vizconde detuvo su montura y saltando de ella, se quitó el casco y los protectores de la cabeza. Su hermosa melena rubia estaba pegada por el sudor, pero sus ojos azules brillaban con la misma luz que su amplia sonrisa.

—Vamos a tomar algo —dijo a su visitante.

Raimon Roger Trencavel, vizconde de Béziers, Albi y Carcasona, era modelo de joven caballero occitano. Quizá demasiado joven, demasiado caballero y demasiado occitano en opinión de Hugo. Protector de trovadores, cantado y alabado por éstos; amaba la poesía, el amor galante a las damas y se burlaba del miedo y de las preocupaciones. Su risa franca era su mayor joya y orgullo. Por eso despreciaba a su tío, el conde Raimon VI de Tolosa, con el que estaba enfrentado por innumerables disputas. Cuando éste, al saber que Arnaldo, el abad del Císter, tenía éxito en el norte predicando la cruzada, acudió a pedirle que, zanjando sus diferencias, se aliaran en defensa común, Trencavel le dio la espalda. Con sólo veinticuatro años, pletórico de fuerzas y valor, podía oler el temor en su tío fofo y barrigón y en nada se fiaba de sus promesas, que, según sus palabras, no valían ni lo que una manzana podrida. Al conde sólo le preocupaba su supervivencia y la de sus dominios, confiando en la política para mantenerlos. No en vano había tenido cinco mujeres a las que sustituía, vivas o muertas, tan pronto una nueva alianza matrimonial le era más ventajosa.

Hugo le contó al vizconde la humillación vista en Saint Gilles, sin que éste se sorprendiera, ya que estaba informado de los planes de su tío. En su opinión, no cabía esperar otra cosa de semejante ruin.

—Pero eso no es todo —continuó el trovador.— Vuestro tío pidió la cruz a los legados papales.

—No le aceptarán en la cruzada —afirmó el vizconde.— ¿Cómo puede ser tan osado si hasta los azotes estaba excomulgado y la Iglesia le considera el instigador del asesinato de Peyre de Castelnou?

—Sí le aceptarán —repuso Hugo.— Su bisabuelo entró en Jerusalén librando la primera cruzada, se ha humillado en público, ha prometido todo lo que Roma ha querido...; es un católico reconciliado.

—Pero todos saben que es un miserable sin palabra...

—Mis informantes dicen que será aceptado —cortó Hugo.— Precisamente por eso, porque no tiene prestigio. Hay cartas secretas del Papa al abad del Císter, Arnaldo, en ese sentido; vuestro tío será quien guíe a los cruzados hasta vuestras tierras. La cruzada no se puede parar y ha cambiado de objetivo: ahora sois vos.

—Pero a mí no se me acusa de ningún crimen.

—No importa. Se os acusa de ser un príncipe tolerante; dais cargos importantes a judíos, no perseguís a los cátaros y aun así se os admira. Es precisamente vuestro prestigio en Occitania, vuestra fama lo que os hace peligroso; a vos quieren vencer ahora.

—Pues resistiré con la ayuda del conde de Foix y el apoyo de nuestro Rey.

—No, Raimon Roger, Pedro II no podrá ayudaros. Vos sois su vasallo, pero él es vasallo del Papa que le coronó en Roma. Y aun si quisiera desobedecer al Papa, hoy tiene sus tropas en la frontera del sur luchando contra los musulmanes. No cuenta con milicia para apoyaros.

—Resistiremos igualmente.

—No habéis visto lo que yo. Estoy acostumbrado a ver ejércitos. En Aragón estamos en lucha permanente, pero nunca lo del otro día. Cabalgué en dirección a Lyon y presencié cómo los cruzados iniciaban su marcha. Son cientos de miles; nobles con sus mesnadas, caballeros, frailes, mercenarios, chusma y rufianes. El Ródano está lleno de barcazas que transportan armas, víveres, máquinas de guerra. Son tantos que hay que esperar muchas horas para que todos pasen por el mismo punto del camino real. Y continúan llegando.

El vizconde se levantó de su asiento para pasear de un lado a otro de la estancia; no esperaba tan malas noticias. Miró a través del ventanal, que mostraba una extensa vista de la vega del río Aude, ahora en paz, y la imaginó ocupada por cientos de miles de enemigos.

En contra de su actitud natural, su faz mostraba preocupación cuando preguntó:

—¿Qué otra opción hay?

—Pactar la paz con los legados del Papa, tal como mi señor Pedro II os aconsejó a vos y al conde de Foix a principios de año.

—¿Y que me humillen como a mi tío? —Raimon Roger miraba indignado a Hugo.— Jamás consentiré la afrenta. Prefiero luchar.

—No es por vos, mi señor —repuso Hugo con tristeza.— Hacedlo por vuestros vasallos.

17

«A Sant Gili'l sosterran ab mot ciri ardant e am mot Kyrieleison que li elere van cantant.»

[(«En Saint Gilles lo entierran con muchos cirios quemando y con los frailes muchos kirieleisón cantando.»)]

Cantar de la cruzada, I-4

Saint Gilles

Cuando Amaury de Montfort, junto a la comitiva del legado y los demás cruzados, partió hacia Lyon para unirse a su padre en los preparativos de tropas, armas y suministros, Guillermo quiso quedarse e investigar la muerte de Peyre de Castelnou en el lugar de los hechos.

El abad Pons de Saint Gilles le acogió con suma hospitalidad, no en vano inquiría en nombre de Arnaldo Amalric, el superior de la Orden del Císter. Éste había demostrado su poder como legado papal al hacer nombrar como abad en un monasterio benedictino a Pons, un cisterciense. Éste estaba emocionado con lo ocurrido en su abadía: la pompa de la ceremonia y el valor que aquello confería al cadáver incorrupto de Peyre de Castelnou, que allí se custodiaba, aumentaba el prestigio de su comunidad, lo que reportaría más peregrinos, más donaciones, mayores rentas.

Guillermo, al ser eclesiástico, tuvo que someterse al severo régimen de horarios de la abadía. No le importaba alojarse en una celda tan austera que sólo tenía un jergón de paja, pero odiaba acudir a todos los rezos comunitarios día y noche y, en especial, al de maitines por el madrugón que comportaba. Y acostumbrado, como caballero que era, a las buenas viandas, la escasa bazofia vegetal que los frailes comían le parecía insufrible. Jean, su escudero, se lamentaba de la misma penitencia.

El futuro santo Peyre de Castelnou era tema favorito de conversación del abad Pons, que no se cansaba de loarle. La conversación en latín era fluida y el cisterciense transmitía un agradable calor en el acento meridional de su habla.

—¿Sois catalán o aragonés? —inquirió Guillermo.

—Soy de Dios, de la Iglesia de Roma y del Císter.

Una respuesta tan contundente era la mejor demostración de los valores que atesoraba el fraile y dejó a Guillermo en un silencio pensativo mientras ambos paseaban, en una mañana brillante de finales de junio, por la rosaleda que los cistercienses cultivaban en la zona norte de la abadía.

—Antes era Pons de Poblet, ahora soy Pons de Saint Gilles —añadió con una sonrisa.

—Poblet está muy cerca de las tierras sarracenas, al sur de Barcelona. ¿No fue el legado papal Arnaldo su abad durante años?

—Él fue mi superior allí y continúa siéndolo aquí.

Guillermo se dio cuenta de que aquél era un hombre entregado en cuerpo y alma a su comunidad y al legado papal. Pensó que debiera haber dicho: «Soy de Dios, de la Iglesia de Roma, del Císter y de su abad Arnaldo».

—Peyre era uno de los nuestros; un luchador incansable, comprometido con Roma y que durante muchos años predicó contra esos herejes. Últimamente, siempre decía: «Los asuntos de Jesucristo no irán bien hasta que uno de nosotros no haya vertido su sangre. Yo deseo ser el primero».

—Pues fue su propio profeta.

—¡Un santo!

—Sí, un futuro santo —repuso Guillermo pensativo.

—¡Un mártir!

—¿Y por que razón un zorro viejo como el conde de Tolosa crearía un mártir contra sí mismo?

—No lo sé, Guillermo, yo no puedo entender el pensamiento de los herejes. Aunque sé que ambos discutieron violentamente el día anterior.

—¿No dicen que los asesinos son de Beaucaire?

—Sí, fue la mano de un escudero, guiada por el diablo y por el conde, la que cometió un crimen tan aborrecible. El santo le miró a los ojos y le dijo, sin duda inspirado en el ejemplo de Jesús: «Que Dios os perdone, pues yo ya os he perdonado», y el canalla huyó con los demás a refugiarse en Beaucaire con sus parientes.

—¿Ha confesado?

—No ha sido apresado aún.

—¿No se enviaron tropas para arrestarle? —Guillermo se detuvo asombrado.

—No —repuso Pons encogiéndose de hombros, y continuó con su paseo seguido del joven.

—Quisiera ver el cadáver.

—¿Para qué? —el abad palideció de pronto.

—Quiero ver cómo fue herido.

—Todo el mundo sabe cómo ocurrió. Además, Peyre de Castelnou es santo y su cuerpo no puede ser profanado.

—No será profanado. Sólo quiero ver la herida.

—No os autorizo a ello.

Guillermo había anticipado resistencia y por esa razón esperó en Saint Gilles dos días enteros madrugando para los maitines y malcomiendo antes de empezar con sus preguntas. Quería tener al legado papal a una considerable distancia. Puso su mano en el interior de su camisa y sacó un pequeño pergamino que llevaba en ella. Lo desdobló, dándoselo a leer a Pons.

—¿Reconocéis el sello? ¿Reconocéis la firma y la letra?

—Son de Arnaldo, el abad superior del Císter.

—¿Y qué dice?

—Que todo cristiano obediente a la Iglesia católica y al Papa debe ayudaros en vuestra investigación. Por orden del legado.

—Bien, pues hacedlo.

—Pero... es que no creo que eso le gustara al abad Arnaldo —Pons balbuceaba.

—Aquí pone bien claro lo que le gusta al abad. —El francés se mostraba tenaz, inmisericorde:— Que me obedezcáis.

—Esperad que consulte con él, enviaré un mensajero. Nadie está autorizado a ver el cadáver del santo.

—Yo lo estoy y no puedo perder más tiempo con vos. Tengo que partir a Lyon para unirme a mis tropas. Estáis impidiendo el cumplimiento de una misión fundamental para el Papa y su legado. No puedo esperar cuatro días a que vuestro correo vaya y vuelva.

—Las postas son rápidas, quizá con tres días baste.

—¡Tres días! —exclamó escandalizado Guillermo.— ¡Tres días! En la mitad de ese tiempo se ganan y pierden guerras. Quedad con Dios, Pons, y que Él os perdone, porque el legado no lo hará. Sabéis leer latín, ¿verdad? Mi salvoconducto lo indica muy claro, desobedecéis y Arnaldo pronto sabrá cuan equivocado estuvo al nombraros abad.

Guillermo se alejó y en su última mirada a Pons le vio con la frente perlada de sudor, su mirada perdida en la lontananza y las manos crispadas una sobre la otra. Su instinto le había guiado bien, había algo en el cadáver de Peyre de Castelnou que el abad del Císter no quería que se supiera.

18

«En la geomancia, qu'el a lonc temps legit, e conoc que'l país er ars e destruzit per la fola crezensa qu'avian cosentit.»

[(«Hace tiempo auguró, gracias a la geomancia, que el país sería quemado y destruido a causa de aquel falso credo y por su tolerancia.»)]

Cantar de la cruzada, I-1

Béziers

Había una vibración extraña en la ciudad, lo podía percibir en cómo mis vecinos miraban, en un nerviosismo subterráneo, en pequeños detalles. Se hablaba ya de cruzada y de la amenaza que ésta traía, pero las gentes mantenían su dignidad y la convicción de que los bárbaros del norte poco podían hacer frente a nuestras fortificaciones. No por ello mi vida, ahora en continua espera de Hugo, había cambiado mucho. Salía con doña Bernarda y a veces nos acompañaba mi prima, pero siempre con la escolta de cuatro hombres armados. Cuando en ocasiones se añadía al grupo alguna dama amiga, formábamos todo un séquito. Era principios de julio y las jornadas, largas, luminosas, cálidas.

Other books

An African Affair by Nina Darnton
His Need by Ana Fawkes
Lord of the Desert by Diana Palmer
Think About Love by Vanessa Grant
Triple Crown by Felix Francis
Jamrach's Menagerie by Carol Birch