La Reina Isabel cantaba rancheras (21 page)

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Authors: Hernán Rivera Letelier

BOOK: La Reina Isabel cantaba rancheras
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Pávido, silencioso y mal vestido, el Burro Chato cayó por la Oficina en uno de los últimos enganches que se hicieron a las salitreras, poco tiempo después del golpe militar y antes de la muerte de la Reina Isabel.

Para atraer mano de obra a la pampa, esta vez no se necesitó de la lengua narcotizante de los enganchadores de antaño; esos rumbosos profesionales del embauco que, luciendo obscenamente el oro de sus anillos, de sus relojes, de sus leontinas y pitilleras (y de sus relumbrantes dentaduras postizas), recorrían los campos de Chile engatusando con sus cuentos de riquezas fáciles a cuanto campesino mal parado hallaban por esos lares. Esta vez un escueto avisito en los diarios fue anzuelo más que suficiente: centenares de cesantes del sur del país, en un último manotazo de sobrevivencia, dejaron sus casas y sus familias para venirse a un norte que se les hizo mucho más largo y arduo que aquel pintado de color café y recorrido tantas veces con el dedo de los impávidos mapas de la escuela primaria.

Al contrario de los enganches de antes, compuestos en su mayoría por campesinos analfabetos que arrebañados en las cubiertas de vapores de carga se venían soñando despiertos con
El Dorado,
esta vez el ganado venía más revuelto. Empleados de fábricas en quiebra, albañiles flacos como sus llanas, pálidos burócratas meditabundos que habían perdido sus puestos por el color encarnado de sus corbatas y sólo uno que otro campesino de mirar vago. Hombres que se habían hecho a la aventura sin pensar en vellocinos de oro, sino simplemente por reencontrarse con algo tan esencial y cotidiano como es el golpeteo de la cuchara. Y al contrario también de los enganches de aquellos otros tiempos, cuando tras la desilusión de un sueldo miserable, un trato de animales y un trabajo de forzados en planeta ajeno, los enganchados no tenían cómo ni en qué volverse a sus tierras, esta vez fueron muy pocos los que se quedaron. Los que no desertaron el mismo día de su llegada lo hicieron al recibir el sobre de su primera paga. Simplemente no pudieron resistir un paisaje en donde no hallaron sino soledades sin coto y una tristeza trazada por calles como sumidas en el sopor desesperante de una siesta perpetua. Las largas corridas de casas adosadas, idénticamente iguales una con la otra, y esas enmuralladas ciudadelas en donde los amontonaron hasta de a diez por camarote, les oprimían el corazón en una espantosa ansiedad carcelaria. Del sol terrible de mediodía y del frío glacial de las noches, y más que nada de esos tierrales eternos que, arremolinados y ásperos, se les metían por las hendijas de sus pensamientos espolvoreándoles de arena el recuerdo de sus lejanos valles verdes, era contra lo que más despotricaban al partir. El color del vino y el sentimiento de las canciones rancheras fue lo único familiar que vinieron a encontrar.

Uno de los pocos que se quedaron fue el Burro Chato. Cuidador de cabras en un caserío perdido al interior de Ovalle, casi al pie de la cordillera —desde donde no había salido jamás—, el silencio y la soledad habían sido su traje cotidiano. De modo que el abandono casi lunario de la pampa no le hizo menor impresión. Al contrario, la atmósfera festiva de los numerosos ranchos y fondas con su música mexicana, el jolgorio frenético de los días de pago y las caderas tramoyantes de las mujeres ajetreando entre las mesas, risueñas y palpables, le maravillaron sobremanera. Deslumhrado por aquel ambiente de parranda que le embotaba los sentidos y lo hacía estremecer con una alegría casi irracional, el Burro Chato comenzó a beber y a fumar como condenado. A veces acodado en el mesón, a veces sentado en la más arrinconada de las mesas, enigmático y retraído como un gato de techo, se pasaba horas y horas agazapado tras la humareda azul de un cigarrillo encendido con la lumbre del anterior, oyendo cantar a Yolanda del Río y auscultando de reojo el nalgatorio alegre y exuberante de las mesoneras. En poco tiempo el Burro Chato se convirtió en uno de los más empedernidos parroquianos de cada uno de los boliches de la Oficina. Sus tomatinas se fueron tornando cada vez más frecuentes y calamitosas. Se emborrachaba diariamente, mañana y tarde. Faltaba al trabajo, no se aseaba, comía apenas y cada día amanecía durmiendo a la intemperie, arrinconado como un quiltro contra las tablas de cualquier gallinero de callejón. Antes de cumplir los seis meses en la pampa, renunció definitivamente al trabajo.

La tarde de la apuesta se hallaba acodado en el mesón bebiéndose el último vaso de la última botella adquirida con el dinero de la venta de sus zapatos de seguridad. Mientras tiritaba y masticaba los postreros sorbos del vinacho, no cejaba en mirar hacia el bullicioso ruedo de mineros ebrios instalados en una de las mesas del fondo. Con el vaso ya vacío en la mano trémula miraba hacia la mesa con el mismo vértigo de fascinación con que se mira un abismo. Los borrachos, acompañados de las mesoneras y de algunas niñas de los buques, se hallaban en ese momento enfrascados en uno de sus frecuentes torneos fálicos. De pronto, sin dejar su vaso vacío, aferrándose a él como a una lámpara apagada, el Burro Chato se acercó a la cáfila de apostadores. Se abrió paso tímidamente hasta el centro del ruedo, se desabrochó el marrueco y, sin decir palabra, sin el menorgesto de presunción o exhibicionismo, sino más bien con la actitud de un jugador de naipes extendiendo el peor juego de su vida, vino en depositar sobre la mesa la extravagancia lánguida de su sexo descomunal, esa especie de tótem africano con que Madre Natura, en un alarde de equidad insana, le quiso retribuir a cambio de su esperpéntico enanismo y que al final había llegado a convertirse en la peor de sus tragedias. A causa de ella, a lo largo de sus cuarenta y cuatro años de vida, jamás había conocido mujer.

A los aplausos y palmoteos que el Burro Chato recibió de la alborotada concurrencia —sin un asomo de triunfo en su expresión asnal—, siguió una ininterrumpida lluvia de cervezas y una eufórica tanda de bromas y chascarros obscenos que duró hasta la misma hora de cierre del local. La celebridad ganada esa tarde, aunque le abrevó la sed hasta el último día antes de desaparecer intempestivamente de la Oficina, lo obligó, en cambio, a repetir el acto en cada invitación que se le hacía por ese interés. La gran popularidad que llegó a alcanzar en el ambiente de los boliches le sirvió además para que los dueños comenzaran a ocuparlo en algunos servicios insignificantes a cambio de restos de comida y, sobre todo, de la urgente caña para calmar los
turururos
de un delírium tremens que ya comenzaban a recorrerle la piel.

Pocos sabían, sin embargo, que en sus borracheras, sobre todo después de hacer su numerito, el Burro Chato era atacado por una especie de melancolía fálica que hacía crisis cuando iba al baño. Allí, después de sus largas y absortas meadas de caballo, se quedaba contemplándoselo con una consternación infinita para terminar después acuclillado entre los charcos amoniacales de los mingitorios pringosos, acunándolo tiernamente entre las manos y sumido en un lastimoso llantito de perro chico. Su tragedia era la de un niño que habiendo recibido un juguete demasiado grande para su edad, se da cuenta de que el armatoste no le sirve en verdad para nada, salvo para alardear frente a otros niños del barrio y, cuando está solo, para sentarse sobre él a imaginar desaforados juegos de hombre grande.

Con la anuencia de los vigilantes de los buques, el Burro Chato dormía tirado sobre diarios viejos en uno de los camarotes en reparación. Se cubría con los retazos deshilachados de una manta que alguna vez había sido a rayas rojas y verdes, y una derrengada maleta de cartón le servía de almohada. En esa maleta guardaba los restos de lo que debió ser alguna vez una camisa blanca, las piltrafas de unos calzoncillos largos, algunos calcetines huachos apelotonados y endurecidos como crisantemos y papeles de documentación ajados, firmados con la huella azul de su pulgar de niño. Eso era todo su patrimonio. Las niñas de los buques, que habían terminado por acostumbrarse a su presencia silenciosa, a su retraída actitud de quiltro apaleado, lo acogían y trataban con aquella chancera superioridad que gastan los payasos con sus mascotas de circo. Ellas lo proveían de cigarrillos, a veces le invitaban una cerveza y de vez en cuando le dejaban caer algunas monedas que él trataba de ganarse a costa de un servilismo perruno. En los días de pago se ofrecía, incluso, para cambiarles el agua a los picheles del aseo, cuando las largas colas de clientes obligaban a hacerlo tan seguido que para las emprendedoras niñas resultaba una pérdida de tiempo precioso ir hasta los baños. En sus ratos de ocio, cuando se juntaban a matar las horas lentas de la siesta salitrera, las niñas lo abrumaban de palmoteos y pullas de grueso calibre, relativas a su apodo, pero cuidando muy bien, eso sí, de no abrirse mucho de piernas delante de él. Sobre todo después de que se corriera el rumor del famoso papelito: una licencia para fornicar burras, decían, que una noche, en una tomatera en la Cueva del Chivato, mostrara llorando a todo el que la quiso ver. El documento en cuestión dejaba entrever que allá en su tierra, después de varias denuncias por bestialismo en su contra, y tras una estupefacta inspección ocular a su arma del delito, en un gesto de compasión un tanto desatinado una autoridad le había timbrado un papel que lo facultaba para ayuntarse con animales,
“preferentemente del género equino”,
como decían que rezaba la licencia, certificado o permiso municipal, los que habían podido leerlo. Y que a continuación se explicaba que dicho documento se le extendía con el único y sano propósito de salvaguardar la integridad física de las esposas, hermanas y madres del lugar.

Algunas de las niñas creían en el cuento del papelito y, convencidas de que no podía ser para tanto, lo andaban chacoteando a todas horas: “Miren al perla —le decían—, con licencia para tirar burras. Ni James Bond que fuera el chicoco piñufliento”. Y no creyeron hasta una tarde de calor libidinoso, cuando a la Ambulancia, embotada por el sopor y los vapores de un par de cervezas tibias, no se le ocurrió nada mejor para demostrar sus agallas de hembra que llevarse al Burro Chato a su camarote.

Apiñadas aquella tarde a la puerta del camarote de la Reina, en paños menores y sentadas en el suelo, las matronas trataban de capear la canícula con la docena de cervezas que habían mandado a comprar al Burro Chato, que casi quemaban de calientes. Luego de abrir las botellas y servirles, el hombrecito se había sentado con ellas en el suelo, con los ojos bizcos ante la profusión de tetas y muslos al aire. Azuzadas por el calor, las mujeres comenzaron a torearlo fingiendo un repentino ataque de libidinosidad. Impúdicas y obscenas, le pedían al Burro Chato que por favor les rascara la espalda
(“pero más abajo pues, huachito”)
o que les desabrochara el sostén que las sofocaba. Mientras las más atrevidas lo toqueteaban y le rogaban que no fuera malito, que qué le costaba mostrarles aunque más no fuera la puntita. Y tentadas todas de la risa hacían la comedia de que iban a desenfundárselo a la fuerza, mientras el Burro Chato, trastornado, sudando melaza, ronroneaba nerviosamente su risita de encías peladas y se defendía sin mucha convicción. Hasta que la Ambulancia, con las mejillas encendidas de calor y las pupilas viciosamente empañadas por el fermento de las cervezas tibias, se incorporó densamente del suelo, se alisó sus anchas enaguas blanquísimas y dijo que ya estaba bueno de joder al pobre enano. Que si ninguna de las ahí presentes se atrevía a enfundarle la herramienta al hombrecito, ella sí. Pues si en el mundo existía una hembra como Dios manda, esa no era otra que la Ambulancia, su segura servidora. Y argumentando socarronamente que si alguien no le hacía el favor, el pobre infeliz se iba a morir pasado a burra, lo tomó imperiosamente de una mano, y en un sublime gesto de resignación, tal una abnegada madre arrastrando a su hijo idiota, se lo llevó tironeándolo a su aposento. “No puede ser tan bravo el burro como lo pintan”, les fue diciendo a sus compañeras que en una bullanguera comparsa la acompañaron hasta la puerta misma de su camarote.

—Aquí se encontró con su Princesa Rusa el pollito este —dijo antes de cerrar la puerta.

Pero ni esa verdadera bahía de puta que era la Ambulancia pudo acoger el acorazado que piloteaba el enano. Porque después de quince largos minutos de maniobras inútiles, de escaramuzas desesperadas, de barquinazos y cabeceos terribles, de oscilaciones y tumbos; después de soportar voluntariosa y firme los fieros espolonazos de tan grotesco destroyer, la formidable hembra, bañada su exuberante humanidad en su propia grasa derretida, resoplante sus fuelles poderosos, terminó desparramándose exánime sobre su impoluta cama blanca admitiendo para sí la humillante verdad de que en toda su inmensa ensenada, puerto hasta ahora de colosales navíos de guerra, no había de ser capaz de fondear tan desproporcionada eslora sin sufrir daños irreparables en sus dársenas. Entonces, de pronto, descontrolaba y furiosa, en un último coletazo de ballena varada, desembarazó sus piernas pavorosas de las roldanas, se caló los refajos blancos, tomó al vidrioso Burro Chato en vilo y lo defenestró violentamente de su camarote. “Que se vaya a pisar yeguas no más este burro marciano”, les dijo a las mujeres que, apiñadas a la puerta, no se habían perdido quejido del ciclópeo intento de acoplamiento. “Aunque habría que denunciarlo a la Sociedad Protectora de Animales por abusador. ¡Pobres bestias!”, terminó declarando enfáticamente la Ambulancia.

La noche en que el Burro Chato desapareció tragado por la oscuridad de la pampa, era fecha de pago en la Oficina. Había pasado toda la tarde bebiendo en el Chacabuco a cuenta de su siempre ovacionado numerito. Aunque ya habitual en los boliches, su acto resultaba tan atrayente que cuando no había contendores simplemente se le pedía una exhibición de feria. Su recompensa, como siempre, era una verdadera lluvia de cervezas. Y es que su sola manera, grave y ceremoniosa, de desenfundar su contundencia —los cuidados y arrumacos de guagua con que lo tomaba entre sus manos, y la delicadeza de puérpera con que venía en depositarlo sobre la mesa— era un espectáculo que hacía bramar de júbilo a los borrachos, cortarse de risa a las mesoneras y espeluznar de escalofríos a la infaltable vecina licenciosa que, provocada por las narraciones impúdicas de la garzona amiga, se colaba al boliche para verificar con sus propios ojos desorbitados tan inquietante portento.

Casi al anochecer de aquel día, el Cabeza con Agua entró al Chacabuco con la novedad de que en los buques había llegado una chimbiroquita nueva que estaba causando sensación (que estaba dejando la cagá, dijo). O si no que fueran a ver no más la mensa fila de huevones que tenía a la puerta. El Burro Chato se hallaba bebiendo esa tarde en compañía del Negro y Medio y del Paitaco, dos conocidos sablistas de la Oficina que le estaban ayudando a beber las cervezas ganadas recién en una apuesta. El contendor había sido un curicano al que apodaban el Tarro de Paté, de aquellos que les daba por bramar y agarrarse a cabezazos en sus borracheras temibles. Rechoncho, de rostro hundido y con un grueso cuello de toro, sus compinches lo habían convencido para que se midiera con el Burro Chato. Pero el Tarro de Paté, después de apreciar la animalidad brutal del enano, se había dado por vencido sin siquiera presentar batalla y, buen perdedor, le había llenado la mesa de botellas de cerveza. Y a esa mesa se allegó el Cabeza con Agua con el cuento de la putita nueva que estaba haciendo estragos en los buques. En esos momentos el Burro Chato se encontraba en el baño.

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