Read La Reina Isabel cantaba rancheras Online
Authors: Hernán Rivera Letelier
La luz del amanecer, traspasando los vidrios pintados de amarillo de su ventana, hace más concreta la soledad de su camarote y más desolado aún el nirvana en que comienza gradualmente a sumirse. Traspuesto, chapaleando en el denso sopor del entresueño, exorcizadas en su lánguido orgasmo de ángel tísico las imágenes conturbadoras, un lejano coro de risas y pullas comienza a reseñarle en el cuenco de su cerebro aletargado, y siente el sofoco apremiante como de dos brazos peludos que lo aprisionan y de pronto hay también un par de osas en blanco y negro arrebozadas en sendos chales calados que vuelan en una calamina de zinc riendo a grandes carcajadas y una atraviesa el retrato puesto sobre la tapa de un ataúd desde el cual la Reina Isabel, levantando una de sus manitas de muerta, le hace señas como diciéndole ven, ven, mientras las risas de hiena de las mujeres aumentan hasta la exasperación y él se da vueltas en la cama buscando desesperado en su memoria algo interesante que contarles, algún caso con el que al fin paren de reír y reconozcan que sí, que lo que está contando el Cabello de los Indios es la purita y santa verdad, porque nosotros estábamos allí, nosotros lo vimos, nosotros lo vivimos, porque es nuestra propia historia, nuestra propia vida lo que está contando el Caballito, nuestra propia muerte. Y convertido entonces en el más terrible e iluminado profeta de la pampa, mientras el oso afloja lentamente su abrazo y la Reina Isabel le sonríe cariñosa desde la foto, todos escuchan con atención su voz de niñito bueno diciendo:
“Me acuerdo como si hubiese sido ayer no más, y no una punta de años atrás, cuando el mujerío del campamento...”.
L
a tercera señal de la desgracia se vino a dar en la Oficina de la manera más increíble y menos esperada por todos: nada menos que con la visita espectacular de la propia Virgen de la Tirana.
Después de siglos de existencia, la Reina del Tamarugal salía por primera vez del pueblo de La Tirana en una histórica peregrinación hacia sus fieles, y todo por obra y gracia de la peste del cólera. En avión, como una sensacional estrella de rock en gira artística, la China, como la llamábamos nosotros, recorrió los pueblos de la zona causando histeria y desbordes de fanática veneración a su paso.
Su recorrido por estas calles semivacías fue como la extremaunción dada a un moribundo. La procesión, acompañada por las exiguas cofradías de bailes religiosos también jibarizadas por las palomas de la muerte (Los Pieles Rojas, Los Morenos, La Diablada del Salitre, Los Pitucos de San Miguel, Los Gitanos, la Osada del Carmen y La Osada del Salitre), la acompañaron danzando fervorosamente por las tierrosas calles de un campamento ya en franco abandono. Tan pocos éramos ya para celebrarla y vitorearla, y tan desamparado se hallaba el campamento para recibir a tan ilustrísima visita, que lo que debió ser el acontecimiento del siglo para los fieles de la Oficina, pasó como un evento sin pena ni gloria. Tanto así, que a los pocos viejos que aún sobrevivíamos a las palomas nos llevó varios días darnos cuenta de que su visita espectacular, con toda la faramalla de su liturgia espléndida, era nada menos que la tercera y definitiva de las señales. Más que la extremaunción, yo creo ahora que el paso de sus penetrantes ojos negros por las calles fue como el tiro de gracia dado a la Oficina. Porque aunque parezca cuestión de cuento —las señales, como les digo, paisitas, eran cosas de temer—, me acuerdo clarito que al tiempo no más de su visita, grandes bandadas de buitres aparecieron planeando fúnebremente sobre los azules cielos del campamento como sintiendo el olor anticipado de la mortecina, de la matanza de perros y gatos que acarreaban consigo las paralizaciones de oficinas salitreras. (Ahora que lo digo, paisitas, aquí la degollina de gatos y perros abandonados resultó una tarea mucho más ardua de lo que había imaginado).
Ya en ese tiempo la Oficina, con la mitad de sus casas a medio destruir, daba la impresión de haber sido devastada por un bombardeo catastrófico y sus habitantes diezmados por una implacable epidemia bíblica. La populosa avenida Almagro, antes colmada de un solteraje locuaz bajando y subiendo con sus bicicletas y viandas forradas con alambres de colores, de gordas prostitutas pintarrajeadas y risueñas que iban o venían de los buques, con vendedoras de hallullas apostadas en cada esquina, con puestos de fritangas y coloridos toldos de mote con huesillos, y todo animado por la música que chorreaba desde los parlantes instalados en los postes del tendido eléctrico, se parecía ahora a una calle de esos viejos cementerios pampinos olvidados en medio del desierto. Los pocos ranchos que por efecto de las demoliciones iban quedando, se veían vacíos y tristes; sólo el eterno borrachito de siempre durmiendo la mona en una mesa y alguna mesonera lánguida escarbándose las narices con expresión beatífica. Si hasta los antaños briosos charros Miguel Aceves Mejía y Antonio Aguilar sonaban más apagados y melancólicos en la polvorienta soledad de esos locales.
La pequeña plaza, antes repleta de paseantes, era sólo un inhóspito cuadrado cubierto de polvo. Su bello quiosco, erigido al centro, rodeado de pimientos y algarrobos resecos y sucios, semejaba más un mausoleo que otra cosa. Todos los integrantes de la famosa Banda del Litro —espirituosa banda formada por sublimes músicos dipsómanos—, que desde lo alto amenizaban las inmutables tardes domingueras, habían sido palomeados sin piedad alguna. En su lugar, desde los estridentes parlantes instalados en la cúpula del quiosco, la radio local transmitía música todo el santo día y para nadie. Su inalterable programación diaria, con discos estrictamente pasados de moda, se dividía en espacios de nombres tan monocordes como:
El baúl de los recuerdos, Recordando con canciones, Éxitos del ayer, Melodías de siempre, Al compás de la nostalgia,
etcétera.
Frente a la plaza, el gran edificio del teatro, amazacotado elefante blanco, yacía inmensamente muerto. En los recovecos de su sólida arquitectura, guarida de arañas y ratones, los fantasmas no proliferaban sólo gracias al conjuro natural de la sal. Tantas evocaciones que puede traer la sala de un teatro abandonado; románticos recuerdos sentimentales o memorables situaciones anecdóticas de esas que el tiempo vuelve historia. Me acuerdo, por ejemplo, de cuando una vez, en mitad de una película de misterio, en una callada escena de suspenso, un sonoro pedo resonó de pronto en la acústica de la sala, disolviendo la tensión de los espectadores en una gran risotada general. Alguien, entonces, acordándose de la película mexicana exhibida sólo el día anterior, con el inolvidable Jorge Negrete como jovencito, gritó al peorro:
“¡Jalisco, no te rajes!”.
Y éste, al instante, rápido como el rayo, sin pensarlo un segundo siquiera, le respondió, de la misma canción:
“¡Me sale del alma!”.
Al final, paisitas, cuando la Oficina cerró definitivamente, ya no teníamos lágrimas para llorarla. Cada uno quería llevarse consigo algo del campamento como recuerdo por toda una vida de destierro en estas pampas. Arrancaban los letreros con los nombres de las calles, desclavaban los travesaños de las puertas para llevarse el sentimental número de sus casas. Los más osados arrancaban de cuajo los monolitos o arrastraron con los pesados escaños de cemento de la plaza; otros desarmaban los juegos infantiles y se los repartían por piezas. El quiosco de las retretas fue destrozado como a picotazos por estos jotes nostálgicos y cada uno se llevó un trozo como la más preciada de las reliquias. Como ocurrió en las paralizaciones de todas y cada una de las salitreras, aquí también hubo escenas de dolor y desconsuelo; hombres y mujeres que no se conformaban con irse y dejar abandonados a sus muertos más queridos.
Y hablando de muertos queridos, paisitas, ya para ese tiempo les voy a decir que habían estirado la pata o marchado de la Oficina la mayoría de los viejos más conocidos de los buques. El Poeta Mesana, por ejemplo, murió borracho como una guinda en un rancho. Cayó víctima de un paro cardíaco cuando, subido a una mesa, despotricaba que era un gusto contra los sindicatos y sus dirigentes. Decía que frente a todo lo que pasaba en la Oficina, esas sanguijuelas no hacían otra cosa que tomar balcón tranquilamente. Y siempre se acordaba de aquel dirigente (y de su mamita) que se hizo acreedor a un viaje a Bruselas luego de un discurso que le ofreciera al Dictador en el edificio Diego Portales para un Primero de Mayo. En medio del discurso, emocionado hasta las lágrimas,
el aguerrido
dirigente salitrero le hizo entrega de unos dibujos que había coloreado su hijita y dedicado con todo cariño al “tata Presidente”. Lo que más le dolía al Poeta era que esa clase de bajezas ocurrieran en plena tierra del salitre, “la cuna del sindicalismo nacional, pues, hermanito, por la concha”, se lamentaba, rojo de ira. Y sacaba a relucir legendarios nombres de dirigentes que con huelgas y epopéyicas marchas de hambre a través del desierto más seco del mundo, sufriendo el ataque de las balas y los sables policiales, fueron conquistando uno a uno los derechos de la clase trabajadora. “Si la matanza de la Escuela Santa María, pues, hermanito, por las reconchas —solía decir—, fue para conseguir algo tan justo y mínimo como que les pusieran una vara de medir y una pesa a la puerta de las pulperías, para que les construyeran pasarelas de fierro a los cachuchos con salitre fundido en donde diariamente caía quemándose vivo algún obrero y para que los magnates del salitre hicieran el gran favor de pagarles sus salarios con dinero y no con fichas de caucho; fichas que, además, sólo valían en las pulperías de propiedad de los mismos dueños de las oficinas. De esta manera, hermanito, el salario de esos pobres viejos se convertía en una mera ficción”. Eso decía el muy anarquista Poeta Mesana. Eso le sacaba en cara a los pusilánimes dirigentes de esos últimos tiempos y se los gritaba en sus propias narices cuando se topaban en los ranchos. Y yo les voy a decir que razón no le faltaba al hombrón, pues, paisanitos. Porque por ese tiempo, cualquier pelagatos que vociferara más o menos fuerte en las asambleas, así fueran puras barbaridades, era elegido de inmediato como dirigente; aunque el muy papanatas hiciera la o con un tarro de leche. Si con decirles que para los Primeros de Mayo (que, entre paréntesis, ya no se celebraban en los sindicatos como antaño con mítines, veladas y juegos populares, sino en un acartonado acto solemne organizado por la empresa), era la gerencia la que elegía al dirigente que hablaría a nombre de los trabajadores y, por supuesto, le entregaba el discurso hecho.
Entre otros viejos de los que me acuerdo que se murieron por esa época estaba el Astronauta, uno al que le llamaban el Hombre de Fierro y el Viejo Fioca. El Viejo Fioca murió en uno de los buques acondicionados en ese tiempo como asilo de ancianos y que albergaba a los jubilados que, ya silicosos en último grado, no querían irse a morir a otra parte. El viejo murió en su ley: tomándose sus pencazos a escondidas y lanzando manotones de náufrago a las nalgas de la vieja que lo cuidaba. El Hombre de Fierro, famoso porque en medio del tierral en la mina acostumbraba trabajar sin respirador y en las mañanas de escarcha se le veía siempre a torso desnudo, murió una noche en los baños comunes de los buques. Se había levantado a orinar y lo hallaron a la mañana siguiente retorcido sobre el piso de cemento y con la piel azul de los ahogados por la silicosis. Pero la muerte del Astronauta fue aún más triste que la del Hombre de Fierro. Una tarde, cuando volvía de hacer algunas compras, cayó reventado en sangre a las puertas de la peluquería sindical. Anteriormente había sido hospitalizado en dos oportunidades víctima de una tuberculosis avanzada (los viejos comentaban que era a causa de las miserables comidas que se preparaba y que consistían sólo en un repugnante revoltijo de cáscaras de verduras). En tales ocasiones, a los doctores les había costado una barbaridad lograr arrancarle el manojo de llaves que llevaba colgado al cuello. A la única que condescendía a entregárselo era a su amiga la Chamullo. Dicen que al caer esa vez en la calle, yo no lo vi, desde la bolsa de papel sebiento que llevaba bajo el brazo, se le desparramó un montón impresionantes de billetes. Todas las maletas y baúles amontonados en su camarote pasaron a las bodegas de la Oficina de Bienestar, en espera de que algún familiar llegara a retirarlas. Nunca nadie se presentó a rescatarlas. De la chorrera de anillos, relojes y toda clase de oro nunca más se supo.
Lo mismo había pasado con las más famosas niñas de los buques: algunas ya habían muerto y casi todas se habían marchado. La Ambulancia, la puta más gorda que he conocido jamás, fue redimida de los buques por un boliviano que apenas le llegaba al sobaco y, luego de casarse, se fueron de la pampa para siempre. De la popular Chamullo, que me acuerdo tenía un espejo de lo más putón en el camarote, decían que se había ido a regentar un famoso lenocinio de Antofagasta. A la Malanoche la mataron en una calle de su Tocopilla triste adonde había regresado a trabajar en las calles cuando ya la paralización de la Oficina era irreversible. La Flor Grande, una de las más jóvenes y pintadas de las niñas, por el tiempo de las palomas se encontró a la Virgen amarrada en un trapito: se casó con un jefe de la mina y se fue a vivir como toda una señora en una casa de empleados. Tiempo después se metió a evangélica y se la vio por las calles predicando a toda voz la salvación de las almas y la remisión de los pecados. La Pan con Queso, que atraía a sus clientes pregonando que estaba apretadita pues acababa de hacerse una lavativa con agua de pangue, desapareció un día sin dejar rastro alguno. Y las dos putas más amalditadas de los buques, la Cama de Piedra y la Carrilana, se trenzaron a cuchilladas una noche en un rancho y fueron expulsadas de la Oficina. Lo último que se supo de la Cama de Piedra fue que estaba en una cárcel de mujeres de Antofagasta, y que lo único que pedía era que le llevaran revistas de historietas. De la Carrilana nunca más se supo.
Con la muerte y partida de cada uno de estos personajes, era como ir viendo morir un poco más a la Oficina. Pero si ustedes me apuran y me preguntan por el día exacto en que esta Oficina comenzó a morir, el día preciso en que estos muros comenzaron a descascararse, en que los recortes de monas peladas comenzaron a ponerse amarillos y a despegarse de las murallas de los camarotes, el día en que los corridos mexicanos comenzaron a sonar cada vez más tristes y lejanos, el día en que los remolinos de arena comenzaron a tomar posesión del campamento y el fino polvo del olvido comenzó a asentarse y a endurecerse en cada una de las cosas; si ustedes, en vez de ladrar hablaran, paisanitos lindos, y me preguntan por el día justo en que la cabrona soledad comenzó a trepar por las paredes de esta la última Oficina salitrera de la pampa, yo les diría sin pensarlo un segundo que fue aquel domingo fatal en que hallaron a la Reina Isabel muerta en su camarote. Más aún, paisanitos, yo les aseguraría que fue con la muerte de esa querida y legendaria prostituta pampina que comenzó a morir no sólo la Oficina, sino, junto con ella, toda la pampa salitrera. Si me parece que fue ayer no más, y no una ruma de años atrás, cuando fuimos a enterrar a la Reina Isabel. Y me acuerdo clarito que el famoso discurso fúnebre que bajo el sol de ese lunes de luto le hizo en el cementerio el Poeta Mesana (sentimental y loco discurso fúnebre que nos hizo llorar y reír a la vez), fue en verdad una especie de réquiem para la pampa toda, una pampa que a partir de ese mismo día comenzó a desaparecer lentamente, a disolverse como un delgado remolino de arena en medio del desierto, a volverse sólo un trágico espejismo de locura en la memoria temblorosa de nosotros los más viejos.