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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (46 page)

BOOK: La reina descalza
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Milagros observó a unos pasos de ellas al sacerdote y a Reyes cuchicheando; ella la señalaba una y otra vez, y el cura la miraba con displicencia. La Trianera había venido a sustituir a la vieja María en su vida. «¿Dónde está la terca anciana?», se preguntó Milagros una vez más de las miles que lo había hecho durante aquellos días. La echaba en falta. Podrían perdonarse, ¿por qué no? Trató de desterrar a la vieja de su mente cuando el sacerdote le hizo un autoritario gesto para que le siguiera: a María no le hubiera gustado que se hallase allí, entregándose a la Iglesia y preparando su bautizo; seguro que no. Al pasar junto a Reyes, la Trianera hizo amago de apartar a Caridad.

—Ella me acompaña —dijo Milagros tirando de su amiga para que no se detuviese junto a la gitana.

Tras la huida de la vieja María y hasta el regreso de sus padres, Cachita era la única persona que le quedaba de aquellas con las que había convivido, y la muchacha la buscaba más que nunca, incluso a costa de dejar de encontrarse con Pedro en alguna ocasión, aunque también se había visto obligada a reconocer que desde que las dos familias habían pactado la boda, su joven prometido había variado de actitud siquiera fuera sutilmente: seguía sonriéndole, charlando con ella y dejando caer los ojos en aquel tierno gesto que conseguía emocionarla, pero había algo… algo diferente en él que no acertaba a descubrir.

El sacerdote la esperaba bajo el arco de la Virgen de la Antigua.

—Me acompaña —repitió Milagros cuando este también quiso oponerse al paso de Caridad.

La mueca de reproche con que el hombre de Dios acogió sus palabras indicó a la muchacha que quizá se había excedido en la dureza de su tono, pero aun así accedió a la sacristía con Caridad. Empezaba a estar cansada de que todo el mundo le dijera qué tenía que hacer; María no lo hacía, solo se quejaba y refunfuñaba, pero Reyes… ¡la acompañaba allá adonde fuera! En la posada de Bienvenido incluso le apuntaba las canciones que debía interpretar. Intentó oponerse, pero las guitarras obedecían a la Trianera y no le quedaba más remedio que plegarse a ellas. Fermín y Roque ya no formaban parte del grupo, Sagrario tampoco. Todos habían sido sustituidos por miembros de la familia García, y solo los García participaban. La Trianera hasta había prohibido que Caridad acompañase las canciones y los bailes. «¿Qué sabrá una negra de palmear fandangos o seguidillas?», le espetó a Milagros. Y durante el tiempo que duraba el espectáculo, Caridad permanecía en pie, quieta, como si estuviese adosada a la pared de la cocina de la posada, sin siquiera un mal cigarro que echarse a la boca. Reyes se hacía cargo de todos los dineros que obtenían para entregárselos a Rafael, el patriarca, y a diferencia de la costumbre de la vieja María, el Conde no parecía dispuesto a premiar a Caridad con papantes.

El único momento en que Milagros lograba escapar del control de la Trianera era por la noche, cuando dormía. Inocencio se había negado a que lo hiciese en el corral de vecinos de los García hasta consumada la boda, y Caridad y ella continuaban en la vieja y desolada vivienda en la que había transcurrido su infancia. Con todo, la Trianera les había endosado una vieja tía viuda para que controlase a Milagros. Bartola se llamaba la mujer…

—¿Cuáles son los mandamientos de la Santa Madre Iglesia?

La pregunta logró que Milagros tornase a la realidad: se hallaban las dos en pie, en el interior de la sacristía, frente una mesa de madera labrada tras la que el sacerdote, ya sentado, la interrogaba con gesto adusto. No las invitó a sentarse en las sillas de cortesía. La muchacha no tenía ni idea de aquellos mandamientos. Iba a reconocer su ignorancia, pero recordó el consejo que un día, de muy niña, le había dado el abuelo: «Eres gitana. Nunca digas la verdad a los payos». Sonrió.

—Los sé…, los sé… —respondió entonces—. Los tengo aquí en la puntita de la lengua —añadió tocándosela. El sacerdote esperó unos instantes, los dedos de las manos cruzados sobre el tablero de la mesa—. Pero no quieren salir los muy…

—¿Y las oraciones? —le interrumpió el religioso antes de que la muchacha soltara alguna inconveniencia—. ¿Qué oraciones conoces?

—Todas —contestó ella con seguridad.

—Dime el padrenuestro.

—Su paternidad me ha preguntado si las conozco, no si las sé.

El sacerdote no modificó su semblante. Sabía del carácter de los gitanos. En mala hora le habían encargado que se ocupase de aquella gitana descarada, pero el primer párroco parecía tener mucho interés en bautizarla y en atraer a la comunidad gitana a la iglesia, y él no era más que un simple presbítero sin curato y escasos beneficios. La falta de reacción por parte del religioso envalentonó a Milagros, que llegó a similar conclusión: los curas querían que se bautizase.

—¿Qué tres personas forman la Santísima Trinidad? —insistió el hombre.

—Melchor, Gaspar y Baltasar —exclamó Milagros reprimiendo una risotada. Había escuchado esa expresión de boca de su abuelo, en la gitanería, cuando pretendía burlarse del tío Tomás. Todos se echaban a reír.

En esta ocasión incluso Caridad, que permanecía un paso por detrás de Milagros, parada con su traje de esclava y el sombrero de paja en las manos, dio un respingo. El sacerdote se sorprendió ante aquella reacción.

—¿Tú lo sabes? —le preguntó.

—Sí… padre —contestó Caridad.

El religioso trató de conminarla con gestos a que las enumerara, pero Caridad ya había bajado la mirada y la mantenía en el suelo.

—¿Quiénes son? —terminó inquiriendo.

—El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo —recitó ella.

Milagros se volvió hacia su amiga y en esa postura escuchó las siguientes preguntas, todas ellas dirigidas a Caridad.

—¿Estás bautizada?

—Sí, padre.

—¿Sabes el Credo, las demás oraciones y los mandamientos?

—Sí, padre.

—¡Pues enséñaselas! —estalló el hombre señalando a Milagros—. ¿No querías estar acompañada? Como sacerdote, cuando una persona adulta… o que lo parece —agregó con sorna— desea acceder al santo sacramento del bautismo, tengo obligación de conocerla y de atestiguar que rige su vida por las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Escucha: la primera se limita a lo que debe creer todo buen cristiano, y eso está contenido en el Credo. La segunda se refiere a cómo debe obrar, para lo que necesita conocer los mandamientos de Dios y los de la Santa Iglesia, y por último, la tercera: qué puede esperar de Dios, y eso se encuentra en el padrenuestro y las demás oraciones. No vuelvas por aquí sin tener todo eso aprendido —añadió abandonando la idea de adoctrinar a la gitana en el catecismo del padre Eusebio. ¡Se conformaría si aquella desvergonzada fuese capaz de recitar el Credo!

Sin concederle oportunidad de réplica, el sacerdote se levantó de la mesa y movió repetidamente el dorso de ambas manos con los dedos extendidos, como si espantara a un par de animalillos molestos, indicándoles que abandonaran la sacristía.

—¿Cómo ha ido ahí dentro? —se interesó la Trianera, que las esperaba en uno de los accesos a la iglesia, donde había aprovechado para limosnear con discreción, augurando fertilidad a cada una de las jóvenes feligresas que se encaminaban al interior.

—Ya estoy medio bautizada —respondió Milagros con seriedad—. Es cierto —insistió ante la suspicacia que se mostró en el rostro de la vieja gitana—, solo falta la otra mitad.

Pero Reyes no era ninguna paya desaborida y tampoco se quedó atrás.

—Pues vigila, niña —contestó señalándola con un dedo que deslizó en el aire de lado a lado, a la altura de la cintura de la muchacha—, no vaya a ser que te corten de través, para bautizar la mitad que falta, y el gracejo se te escape por algún costado.

A Milagros no le entraban ni las oraciones ni aquellos mandamientos de Dios o de la Iglesia que pretendía enseñarle Caridad y que esta recitaba cansinamente, igual que hacía los domingos en las misas del ingenio cubano. La vieja Bartola, harta de repeticiones entrecortadas matutinas, y sentada en la desvencijada silla que, como si se tratase del mayor tesoro, había traído con ella desde el otro lado del callejón y acomodado junto a la ventana en casa de Milagros, solucionó el problema con un grito.

—¡Cántalas, muchacha! Si las cantas te entrarán.

A partir de aquel día, los apáticos balbuceos se convirtieron en cantinelas y Milagros empezó a aprender oraciones y preceptos a ritmo de fandangos, seguidillas, zarabandas o chaconas.

Fue precisamente esa facilidad natural, ese don que poseía la gitana para absorber música y canciones, lo que le creó los mayores problemas y sinsabores cuando llegó la hora de aprender los villancicos que debía cantar en Santa Ana.

—¿Sabes leer partituras?

Antes de que Milagros contestara, el propio maestro de capilla dio un manotazo al aire al comprender lo ridículo de su pregunta.

—Lo único que sé leer son las líneas de la mano —replicó la joven—, y me ha bastado un suspiro para leer muchas desgracias en la suya.

Milagros estaba tensa. Los miembros de la capilla de música de Santa Ana al completo la juzgaban, y no le había sido difícil imaginar qué era lo que pensaban de ella los niños del coro, el tenor, los demás cantantes y el organista; salvo los niños del coro, todos eran músicos profesionales. ¿Qué hacía una gitana descalza y sucia cantando villancicos en su iglesia?, había podido leer en sus rostros la muchacha.

Y lo que pudo leer ahora en el del maestro, calvo y panzudo, fue una mueca de triunfo que terminó transformándose en un grito atronador.

—¿Leer las líneas de la mano? ¡Fuera de aquí! —El hombre le señaló la salida—. ¡La iglesia no es lugar para sortilegios gitanos! ¡Y llévate a tu negra! —añadió hacia Caridad, apostada lejos de todos ellos.

La propia Trianera, que las esperaba mientras volvía a limosnear en el exterior de la iglesia, esta vez con descaro, como si el hecho de que Milagros fuese a cantar villancicos le concediese una especie de patente, corrió a contarle a su esposo de la expulsión de la muchacha.

—Si ya estuviera casada con Pedro, abofetearía a esa niña caprichosa —le dijo como colofón.

—Ya tendrás oportunidad de hacerlo —se limitó a asegurarle el otro, que se apresuró a acudir a Santa Ana antes de ser llamado a capítulo por el párroco.

Regresó ofuscado: había tenido que pedir mil veces perdón y humillarse frente a un sacerdote colérico. Ya en el callejón, Rafael vio a Milagros, que escuchaba embelesada a Pedro como si nada hubiera sucedido en aquel día radiante de invierno. Desechó la posibilidad de abordarla entonces y buscó la ayuda de Inocencio, con el que regresó a donde charlaban los jóvenes gitanos.

La muchacha ni siquiera los vio llegar, pero Pedro sí, y por los andares y resoplidos de su abuelo pudo prever lo que se avecinaba; se apartó un par de pasos.

—No liberarán a tus padres —le soltó el Conde a Milagros de improviso.

—¿Qué…? —balbució ella.

—Que no los liberarán, Milagros —mintió Inocencio en ayuda del Conde, que había prometido al párroco que Milagros volvería y se comportaría.

—Pero… ¿por qué? Dijeron que los expedientes ya habían salido hacia Málaga y La Carraca.

—Tan sencillo como que van a decir que ha aparecido un nuevo testigo que desmiente todas las demás informaciones secretas —contestó el Conde—. No solo había que estar casado por la Iglesia, también se trataba de acreditar que no se vivía como gitanos, y con los Vega de por medio, poco les va a costar demostrarlo.

Milagros se llevó las manos al rostro. «¿Qué he hecho?», se preguntó desconsolada.

—¿Qué más les da que cante o no cante en la iglesia? —trató de defenderse.

—No lo entiendes, muchacha. Para ellos no hay nada más importante que recuperar para Dios a las ovejas descarriadas. Y esas ovejas descarriadas hoy, después de haber expulsado a los judíos y los moriscos, somos nosotros: los gitanos. Hace varios años que no se cantan villancicos en Santa Ana, y los curas han accedido a recuperar esa tradición ¡cantándolos una gitana! El que tú cantases villancicos en la iglesia significaba mostrar públicamente que habían conseguido atraernos a su seno. ¡Hasta el arzobispo de Sevilla estaba al tanto del proyecto! Pero ahora…

Los dos patriarcas cruzaron una mirada de complicidad tan pronto como se percataron del temblor que asaltó el mentón de Milagros; la muchacha estaba al borde de las lágrimas. Ambos hicieron ademán de marcharse.

—¡No! —los detuvo ella—. ¡Cantaré! ¡Lo juro! ¿Qué se puede hacer? ¿Qué puedo…?

—No lo sabemos, niña —contestó Inocencio.

—Quizá si fueras a pedir perdón… —apuntó Rafael torciendo la boca en señal de que aun así pocas posibilidades tenía.

Y pidió perdón. A los curas. Al maestro. A todos los miembros de la capilla de música, niños incluidos. Caridad la contempló: en pie, cabizbaja, achicada frente a ellos, sin saber qué hacer con aquellas manos acostumbradas a revolotear alegres a su alrededor, arañando cada una de las palabras que le había recomendado Inocencio que dijera.

—Lo siento. Disculpadme. No pretendía ofender a nadie y menos a Jesucristo y a la Virgen en su propia casa. Os ruego que me perdonéis. Me esforzaré por cantar.

La Trianera había dejado de perseguir a los ciudadanos en busca de limosna y había entrado en la iglesia para recrearse en la humillación de la muchacha. «Ya tendrás oportunidad», le había asegurado su esposo, y por Dios que tendría oportunidad de propinarle la bofetada que se merecía.

Después de que varios niños del coro y algunos de los músicos de más edad aceptasen sus disculpas, uno de los presbíteros la conminó a arrodillarse en el suelo frente al altar mayor y a rezar para expiar su falta. Allí, frente a las dieciséis tablas que componían el retablo que se ajustaba a la cabecera ochavada de la iglesia, Milagros, durante las dos horas largas que duraron los ensayos de la capilla de música, balbució la cantinela que llevaba aprendida. Las Navidades se acercaban y había que tener todo preparado.

Pese a sus disculpas, los siguientes días, en los que Rafael dispuso que ya no se cantara en la posada para que Milagros se volcase en Santa Ana, constituyeron un verdadero martirio para una muchacha que, con la libertad de sus padres sobre la conciencia, tenía que morderse la lengua ante los gritos del maestro, que una y otra vez detenía los ensayos para culparla e insultarla, clamando al cielo por la desdicha de tener que bregar con una inculta que nada sabía de solfeo, ni de canto, ni era capaz de sustituir la música de palmas y guitarras por la del órgano.

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