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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (43 page)

BOOK: La reina descalza
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Después de comer, Caridad y la vieja gitana holgazanearon en espera de que cayera la noche dirigiendo, de tanto en tanto, su mirada hacia Milagros, María impidiendo que la otra se acercase a la muchacha para consolarla ni siquiera con su presencia. Ya no se la escuchaba sollozar. Milagros permanecía quieta bajo las mantas y la tela de la tienda hasta que en un momento determinado, repentinamente, se movía bajo ellas. Se trataba de bruscas sacudidas, como si pretendiera llamar la atención, igual que una niña enfurruñada y caprichosa, comprendió la anciana, que sonrió al imaginarla deseando saber qué era lo que sucedía en el pertinaz silencio que rodeaba su refugio. Debía de tener hambre y sed, pero era terca como su madre… y como su abuelo. ¡Una Vega que no cedería! Esta noche lo demostrarás, le prometió mientras contemplaba cómo se volvía a estremecer bajo las mantas.

Sagrario y los dos gitanos llegaron juntos. María les hizo esperar en el umbral.

—¡Vamos, Milagros!

La muchacha le respondió con una violenta patada bajo las mantas. María había tenido mucho tiempo para pensar en cómo afrontar aquella previsible situación: solo el orgullo herido, el miedo a una vergüenza mayor la llevaría a obedecer. Se acercó con intención de destaparla, pero Milagros se aferró a la manta. Aun así, la anciana lo consiguió en parte.

—¡Miradla! —les dijo a los de la puerta, todavía tirando de la manta que agarraba la muchacha—. Niña, ¿quieres que todos los gitanos conozcan tu cobardía? ¡Llegaría hasta oídos de tu madre!

—¡Deja a mi madre en paz! —gritó Milagros.

—Niña —insistió María con voz firme; la manta con que se tapaba la muchacha estaba tensa en una de sus manos—, no hay un solo Vega en Triana. En estos momentos yo soy la anciana de la familia y tú no eres más que una joven gitana que no depende de ningún hombre; debes obedecerme. Si no te levantas, les diré a Fermín y a Roque que te lleven en volandas, ¿me has entendido? Sabes que lo haré y sabes que ellos me obedecerán. Y te pasearán por el callejón como a una niña malcriada.

—No lo harán. ¡Yo soy una Carmo…!

Milagros no llegó a terminar la frase. Al oírla, María había abierto su mano y había dejado caer la manta con un desprecio que la muchacha no llegó a ver pero sí a percibir en toda su intensidad. ¿Había estado a punto de renegar de su condición de Vega? Antes de que la anciana diese media vuelta, Milagros se había puesto en pie.

Y cantó. Lo hizo de la mano de Sagrario, quien con voz potente y alegre, ayudada por los efectos de un vaso de vino tinto que la vieja María obligó a beber a la muchacha nada más entrar en la posada, se ocupó de encubrir sus temores y vergüenzas. También volvió a bailar Caridad, y enardeció otra vez a un público algo más numeroso que la noche anterior. La voz había corrido. Pero no tanto como lo hizo a partir de la tercera noche, cuando Sagrario, después de haber bailado con Milagros, se apartó del círculo en el que se movían y presentó a la muchacha con una reverencia exagerada. Lo había pactado con la vieja. Milagros se encontró sola, entre los aplausos que todavía no habían cesado. Jadeaba, resplandecía… ¡y sonreía!, advirtió María con el corazón en vilo. Entonces la muchacha alzó una mano, de la que ya colgaban algunas cintas de colores, igual que en su cabello, y pidió silencio. La curandera notó que un escalofrío recorría sus miembros entumecidos. ¿Hacía cuánto tiempo que no sentía aquel placer? Fermín, con el pie en la silla y la guitarra sobre su muslo izquierdo, intercambió una mirada de triunfo con la anciana. La concurrencia se mostraba reacia a callar; alguien repiqueteó sobre un vaso con un cuchillo y los siseos pidiendo silencio se sucedieron.

Milagros aguantó las miradas sobre ella.

—¡Venga, bonita! —la jalearon desde una de las mesas.

—¡Canta, gitana!

—Canta, Milagros —la animó Caridad—. Canta como solo tú sabes hacerlo.

Y se arrancó a palo seco, antes de que Fermín lo hiciera con la guitarra.

—«Yo sé cantar el cuento de una gitana… —su voz, viva, de timbre brillante, llenó la posada entera; una seguidilla gitana, reconocieron al instante Fermín y los demás, pero le permitieron finalizar la estrofa sin acompañamiento, deleitados en el cante— que enamoró a un mancebo de estirpe clara».

Cuando Milagros iba a atacar la segunda estrofa, la gente recibió con aplausos y piropos hacia la muchacha la entrada de la guitarra y las palmas de las mujeres. María lo hacía llorando, Caridad mordiendo con fuerza uno de sus papantes. Milagros continuó cantando, segura, firme, joven, bella, como una diosa que disfrutara sabiéndose adorada.

Sevilla: escuela del cante; universidad de la música; taller donde se funden los estilos antes de ofrecerse al mundo. Caridad podía excitar a los hombres con sus bailes provocativos, las gitanas también lo conseguían con sus zarabandas sacrílegas al decir de curas y beatos, pero nadie, ninguno de aquellos hombres o mujeres, prostitutas o facinerosos, lavanderas o artesanos, frailes o criadas, podían permanecer ajenos al maravilloso embrujo de una canción que acorralaba los sentimientos.

Y llegó el delirio: vítores, aclamaciones y aplausos. Mil promesas de amor eterno hacia Milagros se convirtieron en el colofón de la actuación de la muchacha.

20

—Es una Vega —susurró el Conde para no despertar a los demás de la familia que dormían con ellos.

Rafael García y su esposa permanecían con los ojos abiertos en la oscuridad, tendidos y completamente vestidos sobre un montón de paja y ramas secas que hacía las veces de colchón. Reyes se arrebujó bajo una manta gastada. Era vieja y tenía frío. Las fraguas siempre habían mantenido caldeados los pisos superiores, pero Rafael todavía no había llegado a un acuerdo definitivo con los herreros payos y seguían trabajando con forjas portátiles y agujeros en el suelo.

—Podríamos ganar mucho dinero —insistió la Trianera.

—¡Es la nieta del Galeote! —volvió a oponerse Rafael, que en esta ocasión levantó la voz.

Ruidos de cuerpos removiéndose y alguna que otra palabra ininteligible expresada en sueños respondieron a su grito. Reyes esperó hasta que el rumor de las respiraciones se aquietó.

—Hace meses que no se sabe nada de Melchor. El Galeote debe de estar muerto, alguien habrá dado cuenta de él…

—Hijo de puta —la interrumpió su esposo, de nuevo con un susurro—. Debería haberlo hecho yo mismo hace mucho tiempo. Aun así, la muchacha sigue siendo su nieta, una Vega.

—La muchacha es una mina de oro, Rafael. —Reyes dejó transcurrir unos instantes y resopló hacia el techo desconchado del piso; sus siguientes palabras le suponían un tremendo esfuerzo—: Es la mejor cantante que he escuchado nunca —logró reconocer.

El éxito de Milagros había corrido de boca en boca, y como muchos otros gitanos, Reyes, movida por la curiosidad, había ido a escucharla a la posada. Lo hizo desde la misma puerta, agazapada tras el cada noche más numeroso público. Y, pese a no verla, la escuchó. ¡Dios si la escuchó!

—De acuerdo, canta bien, ¿y qué? —inquirió el Conde como si quisiera dar la conversación por finalizada—. Sigue siendo una Vega y nos odia tanto como su abuelo y su madre. ¡Así se quede muda!

—Casémosla con Pedro —insistió ella, reiterando la propuesta que había originado la discusión.

—Estás loca —repitió a su vez Rafael.

—No. Esa chica está enamorada de nuestro Pedro. Siempre lo ha estado. La he visto espiarle y perseguirle. Se derrite cuando lo tiene delante. Hazme caso. Sé de lo que hablo. Lo que ignoro es si Pedro estaría dispuesto a…

—¡Pedro hará lo que se le diga!

Después de aquel alarde de autoridad, el Conde permaneció en silencio. Reyes sonrió de nuevo al techo desconchado. Que fácil era dirigir a un hombre por poderoso que fuera… Bastaba con aguijonear su orgullo.

—Si se casa con Pedro, tendrá que obedecerte a ti —dijo Reyes entonces.

Rafael lo sabía, pero le gustó escucharlo: ¡él mandando sobre una Vega!

Sin embargo, Reyes había percibido un cambio de actitud, lejos de la ira que le llenaba la boca tan pronto como mencionaba a los Vega. Rafael ya acariciaba los dineros. «¿Y cómo lo arreglaríamos?», podía preguntar ahora. O quizá: «María, la curandera, se opondrá». «Acudirá al consejo de ancianos si es necesario.» Cualquiera de esas cuestiones podía ser la siguiente.

La vieja. Resultó ser la vieja.

—¿Una anciana cascarrabias? —se limitó a decir Reyes—. En realidad, la niña es una Carmona. Sin sus padres presentes, será Inocencio, como patriarca de los Carmona, el que decida. No se atrevería si estuvieran el Galeote o la madre, pero sin ellos…

—¿Y la negra? —la sorprendió preguntando el Conde—. Siempre va acompañada de esa negra.

Reyes reprimió una carcajada.

—No es más que una esclava estúpida. Dale un cigarro y hará lo que quieras.

—Aun así, me da mal fario esa negra —gruñó su esposo.

Una tarde, en el callejón, Pedro García salió de la herrería de su familia al paso de Milagros y le sonrió. Muchos eran los que le sonreían o buscaban su conversación desde que cantaba en la posada, pero Pedro no. También sus amigas habían acudido a ella para tratar de engatusarla con zalamerías y formar parte del grupo. «¿Alguna de ellas hizo algo por ti cuando el consejo te prohibió vivir en el callejón?», zanjó el asunto la vieja María.

Aquella tarde, ante un encuentro que la anciana adivinó forzado, frunció el ceño como había hecho al escuchar la idea de Milagros de ampliar los bailes de la posada con alguna de sus amigas. Tiró de la muchacha, que no se movió, embobada, a un par de pasos del joven García. La vio balbucir y acalorarse como… como una ridícula y tímida niña avergonzada.

—¿Qué tal estás…? —pretendió interesarse el gitano antes de que María bufara hacia él.

—¡Hasta ahora, bien! —zanjó la vieja—. ¿No piensas moverte? ¿No tienes nada que hacer?

El joven no hizo caso de la presencia y los gritos de la anciana. Ensanchó la sonrisa y mostró unos perfectos dientes blancos que destacaron en lo oscuro de su tez. Luego, como si se viera forzado a marchar contra su voluntad, entornó los ojos y cerró los labios en lo que pudiera ser el esbozo de un beso.

—Nos veremos —se despidió.

—No te acerques a ella —le advirtió María cuando el joven ya les daba la espalda.

«No es para ti», estuvo a punto de añadir, pero el tremendo palpitar del corazón de Milagros que llegó a sentir en el antebrazo del que la tenía cogida, la turbó y se lo impidió.

—Vamos —la obligó la anciana volviendo a tirar de ella—. ¡Vamos, morena! —le gritó a Caridad.

El empeño que tuvo que poner María para continuar camino contrastó con la mueca de satisfacción de la Trianera, que, escondida tras una pequeña ventana del piso superior de la herrería, asintió satisfecha al tiempo que las observaba cruzar el callejón y dirigirse al edificio donde vivían los Carmona: la curandera maldiciendo de forma ostentosa, Milagros como si flotase sobre el suelo, y la morena… la morena detrás de ellas, como una sombra.

Iban a ver a Inocencio. Si se necesitaba dinero para liberar a los padres de Milagros, ellas lo tenían, y confiaban en tener más, pese a los sobornos que se veían obligadas a pagar a los alguaciles para que les permitiesen seguir cantando en la posada y no rebuscasen en los archivos si habían sido detenidas en la redada y liberadas de Málaga. María tanteó la bolsa con las monedas; solo habían tenido que ceder en un aspecto.

—La negra debe dejar de bailar —le advirtió una noche Bienvenido, contento también con los beneficios.

La anciana masculló.

—Me cerrarán la posada —insistió Bienvenido—. Podemos sobornar a los funcionarios para que permitan cantar a una muchacha, incluso bailar, pero ya han sido varios los frailes y sacerdotes que han denunciado, horrorizados, la impudicia de las danzas de Caridad, y con ellos, María, nada podemos hacer. Me he comprometido con el alguacil a que la negra no vuelva a bailar. No me concederá otra oportunidad.

Y no se la hubieran concedido, reconoció para sí la anciana. Desde que Sevilla perdió el monopolio del comercio con las Indias en beneficio de Cádiz, la riqueza había menguado, los comerciantes se habían empobrecido y se ahondaron las diferencias entre quienes vivían en la más absoluta miseria, la gran mayoría, y una minoría de funcionarios corruptos, nobles soberbios propietarios de grandes extensiones de tierras y miles de eclesiásticos, regulares o seculares. Para ellos era un momento propicio para llevar al pueblo la doctrina cristiana de la resignación con sermones, misas, rosarios y procesiones. Nunca había habido tantos sermones públicos amenazando con todo tipo de penas y males la vida licenciosa de los fieles. Y lo que no sucedía en Madrid, en la corte, con sus dos teatros de comedias y sus compañías fijas de comediantes, la de la Cruz y la del Príncipe, lo había conseguido el arzobispo de Sevilla para el territorio de su archidiócesis: la prohibición del teatro, la ópera y las comedias.

«Mientras en Sevilla no se representen comedias, sus gentes se hallarán libres de la peste», había profetizado ya a finales del siglo anterior un ardoroso padre jesuita. Y la ciudad que había sido cuna del arte dramático, la que había levantado el primer teatro cubierto de España, veía cómo los vecinos tenían que esconderse y acudir embozados para disfrutar del cante de una virtuosa muchacha gitana. Sin embargo, los bailes de Caridad, con sus pechos bamboleándose y su bajo vientre y sus caderas golpeando el aire, eran una provocación carnal merecedora de la condenación eterna.

—Tú no bailarás más —indicó María a Caridad cuando ya la gente requería su presencia.

María escrutó el rostro de la negra en busca de alguna reacción. No la supo encontrar; quizá la noticia le alegraba. Entre el griterío, los abucheos de la gente y la evidente complacencia de un alguacil escondido entre ella, Caridad pareció acoger sus palabras con absoluta indiferencia.

En cuanto a Milagros… todavía se la veía embobada, con una sonrisa estúpida en los labios. Lo cierto era que Pedro García, se vio obligada a reconocer María, podía encandilar a cualquier muchacha: gitano altanero y orgulloso, de tez curtida, cabello largo y negro y ojos de igual color e intensa mirada, guapo y fuerte por más que el hambre se empeñase en mostrar sus efectos en su cuerpo de diecisiete años.

—¡Eres una Vega! —María se detuvo a la puerta de la casa de Inocencio; el reproche surgió de su boca al solo pensamiento de la niña y aquel… aquel sinvergüenza besándose o tocándose o…—. ¡Y él un García! —chilló entonces—. ¡Olvídate de ese muchacho!

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