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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (42 page)

BOOK: La reina descalza
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—Ahora te puedo pagar…

—No me interesan tus dineros. Cumple tu palabra.

El posadero negó con la cabeza antes de pasear la mirada por los clientes para evitar la de María. ¿Qué valía la palabra?, ¿acaso alguno de aquellos la cumplía?, parecía preguntarle a su vez.

—Somos viejos, Bienvenido —arguyó María—. Quizá mañana tropecemos el uno con el otro en el infierno. —La anciana dejó transcurrir unos segundos en los que buscó los ojos biliosos del posadero—. Mejor que hayamos saldado nuestras cuentas aquí arriba, ¿no crees?

Y allí, en la posada de Bienvenido, se encontraban las tres un par de noches después de que María le hubiera mentado el infierno: la anciana tanteando en el bolsillo de su delantal el cuchillo de cortar plantas, no había dejado de hacerlo desde que cruzaron el puente de barcas y se internaron en la noche sevillana; Milagros con su falda verde de gitana (María había conseguido que le prestaran una enagua), y Caridad ataviada con el traje colorado que apretaba sus grandes pechos y permitía que se viera una excitante raya negra en su barriga, allí donde la camisa no alcanzaba la falda. Las acompañaban dos gitanos, Fermín y Roque, uno Carmona y otro de la familia Camacho, a los que la anciana había logrado convencer con argumentos similares a los que utilizó con Bienvenido. Ambos sabían tocar la guitarra; ambos eran fuertes y malcarados, y ambos iban armados con sendas navajas que María también le había arrancado al posadero. Aun así, la vieja no estaba tranquila.

Su desconfianza creció al ver el espectáculo que las golpeó nada más entrar en la posada: marineros, artesanos, fulleros, frailes y petimetres se apretujaban en las pequeñas mesas de madera tosca. Jugaban a los naipes o los dados; charlaban; reían a carcajadas como si se retasen a hacerlo con más y más estrepito de una mesa a otra; discutían a gritos o simplemente permanecían absortos con la mirada perdida en algún punto indefinido. Comían, fumaban o hacían ambas cosas a la vez; negociaban trato carnal con las mujeres que iban y venían exhibiendo sus encantos, o echaban mano a las nalgas de las hijas de Bienvenido que servían las mesas, pero todos, sin excepción, bebían.

Un escalofrío recorrió la columna dorsal de la curandera al percatarse, entre el denso manto de humo que flotaba en el aire, de los temblores que habían asaltado a Milagros. La muchacha, asustada, retrocedió un paso hacia el umbral que acababan de cruzar. Chocó con Caridad, atónita. «¡Es una locura!», resolvió al punto María. La anciana se disponía a decirle a Milagros que si no quería no tenía por qué… pero el estallido de gritos y carcajadas provenientes de las mesas cercanas a ellas se lo impidió.

—¡Ven aquí, preciosa!

—¿Cuánto pides por una noche?

—¡La morena! ¡Yo quiero joder a la morena!

—¡Chúpamela, muchacha!

Fermín y Roque se adelantaron hasta flanquear a Milagros y lograron acallar parte de los gritos. Los dos hombres acariciaban amenazadores la empuñadura de la navaja metida en sus fajas y taladraban con la mirada a quienquiera que se dirigiese a la gitana. Protegidas, Milagros logró recuperar el porte y la anciana el aliento. Los dos gitanos, crecidos ante el peligro, despreciando la posibilidad de que se les echasen encima, como si no los creyesen capaces de hacerlo, retaban al gentío. María desvió la atención de la muchacha y la centró de nuevo en el establecimiento hasta localizar a Bienvenido junto a la cocina, más allá de la puerta de entrada, atento al oído de unos gritos que no reconocía como habituales. El posadero, arrimado a la pared, negó con la cabeza. «Te lo advertí», creyó leer la anciana en sus labios. María no se movió, tenía los labios firmemente apretados. Luego, Bienvenido alargó una mano extendida y las invitó a acercarse.

—Vamos —dijo la curandera sin volverse.

—Vamos, niña —escuchó de boca de uno de los gitanos—. No te preocupes, nadie te tocará un pelo.

La firmeza de aquellas palabras tranquilizó a la anciana. En fila, sorteando sillas, toneles, borrachos y prostitutas, los cinco se dirigieron a donde Bienvenido había levantado una mesa para hacerles algo de espacio: María en cabeza, Milagros entre los dos gitanos y, cerrando la marcha, como si careciese de importancia alguna, Caridad. Trataron de acomodarse en el pequeño hueco que había dispuesto Bienvenido; apoyadas contra una de las paredes, a su espalda había dos viejas guitarras.

—Esto es lo que hay —se adelantó el posadero a las quejas de la anciana.

Luego los dejó solos, como si lo que pudiera pasar en adelante no fuera con él. Fermín cogió una de las guitarras. Roque hizo ademán de imitarle, pero el primero negó con la cabeza.

—Con una será suficiente —le dijo—. Tú vigila, pero primero tráeme una silla.

Roque se volvió y, sin mentar palabra, alzó del cuello a un joven petimetre vestido a la francesa que departía con otros dos iguales que él. El afrancesado iba a quejarse pero cerró la boca en cuanto vio el rostro contraído del gitano y su mano en la navaja. Alguien soltó una risotada.

—¡Así tendrás tu culo al aire, invertido! —espetó uno de los de la mesa de al lado.

Roque entregó la silla a su compañero, que apoyó un pie en ella y tanteó la guitarra sobre su muslo, buscando afinarla y hacerse con ella. Nadie en la posada parecía tener el más mínimo interés en escuchar música. Solo las desvergonzadas miradas libidinosas hacia Milagros y Caridad y algún que otro exabrupto daban fe de la presencia de los gitanos en la posada, porque mientras tanto el alboroto continuaba en toda su intensidad. Cuando Fermín le hizo un gesto, la guitarra ya trasteada, María reunió fuerzas para enfrentarse a Milagros. Había rehuido hacerlo hasta entonces.

—¿Preparada?

La muchacha asintió, pero toda ella traicionaba su afirmación: las manos le temblaban, respiraba con agitación y hasta su tez oscura se veía pálida.

—¿Estás segura?

Milagros se agarró las manos con fuerza.

—Respira hondo —le aconsejó la anciana.

—Vamos allá, bonita —la alentó Fermín al tiempo que se arrancaba con la guitarra—. Por seguidillas.

¡La guitarra no sonaba! No se oía entre el escándalo. María empezó a palmear con sus manos agarrotadas y con un movimiento de mentón indicó a Caridad que hiciera lo mismo.

Milagros no se decidía. En nada se parecía el local de Bienvenido a las ventas en las que, protegida por los Fernández, había cantado ante cuatro parroquianos. Carraspeó en repetidas ocasiones. Dudaba. Tenía que avanzar hasta el diminuto círculo que se abría frente a ella y cantar, pero permanecía inmóvil al lado de María. Fermín repitió la entrada, y tuvo que hacerlo una vez más. El titubeo logró captar la atención del público más cercano. Milagros notó sus miradas sobre ella y se sintió ridícula ante sus sonrisas.

—Vamos, niña —volvió a jalearla Fermín—, o la guitarra se cansará.

—Nunca olvides que eres una Vega —escuchó de boca de María, que la azuzó con el mensaje de su madre.

Milagros avanzó y empezó a cantar. La vieja cerró los ojos con desesperación: la voz de la muchacha temblaba. No alcanzaba. Nadie podía oírla. Carecía de ritmo… ¡de alegría!

Los que antes habían sonreído, golpearon el aire a manotazos. Alguien silbó. Otros abuchearon.

—¿Así es como jadeas cuando te follan, gitanilla?

Un coro de risotadas acompañó la exclamación. Las lágrimas se agolparon en los ojos de Milagros. Fermín interrogó a María con la mirada y la anciana asintió con los dientes apretados. ¡Tenía que arrancarse! ¡Podía hacerlo! Pero cuando volaron restos de verduras en dirección a la muchacha, el gitano hizo ademán de dejar de rasguear la guitarra. María observó a la gente: borracha, enardecida.

—¡Baila, morena! —ordenó entonces.

Caridad parecía hipnotizada con el ambiente y continuó palmeando como una autómata.

—¡Baila, jodida negra! —chilló la anciana.

La aparición de Caridad en el círculo, con sus grandes pechos mostrándose prietos bajo la camisa colorada, arrancó un coro de aplausos, vítores y todo tipo de alaridos soeces. «¡Baila, jodida negra!», resonaba en sus oídos. Se volvió hacia Milagros: las lágrimas corrían por sus mejillas.

—Baila, Cachita —le rogó esta antes de retirarse y dejarle libre el espacio.

Caridad cerró los ojos y el escándalo empezó a colarse en ella como podían hacerlo los aullidos de los esclavos los domingos de fiesta en los bohíos, cuando se alcanzaba el cenit y alguien era montado por un orisha. El sonido de la guitarra arreció a su espalda, sin embargo ella encontró su ritmo en aquellos gritos inconexos, en el golpear de la gente sobre los tableros de las mesas, en la lascivia que flotaba entre el humo y que casi podía tocarse. Y empezó a bailar como si pretendiera que Oshún, la diosa del amor, su diosa, acudiese a ella: mostrándose con desvergüenza, golpeando el aire con su pubis y sus caderas, volteando torso y cabeza. Roque tuvo que emplearse a fondo. Empujaba a cuantos se adelantaban para manosearla, besarla o abrazarla, hasta que no le quedó más remedio que empuñar y mostrar su navaja a fin de evitar que se abalanzasen sobre ella. Sin embargo, cuanto más frenética estaba la gente, más bailaba Caridad.

El público acogió el fin del primer baile en pie: aplaudía, silbaba y reclamaba más vino y aguardiente. Caridad se vio obligada a repetir. El sudor la mostraba brillante y empapaba sus ropas coloradas hasta llegar a contornear sus senos y sus pezones.

Tras el tercer baile, Bienvenido salió al círculo y con los dos brazos alzados, cruzándolos en el aire, anunció el final del espectáculo. La gente sabía cómo se las gastaban el viejo posadero y sus tres hijos encargados de cuidar del orden, y entre murmullos y bromas empezó a ocupar sus mesas.

Caridad jadeaba. Milagros permanecía cabizbaja.

—Ve a cobrar —le dijo María a Caridad—. Deprisa, hazlo antes de que se olviden.

La ingenua mirada con que le respondió Caridad enfureció todavía más a la anciana, que había presenciado los bailes mascullando insultos.

—¡Acompañadla! —ordenó de mala manera a Roque y a Fermín.

Bienvenido permaneció con ellas dos mientras los otros paseaban entre las mesas.

Caridad pasaba con timidez el sombrero de uno de los hombres mientras los gitanos trataban de suplir la candidez de la mujer frunciendo el ceño y amenazando en silencio a todo aquel que rateaba. Cayeron monedas, pero también proposiciones, exabruptos y algún que otro fugaz manoseo que Caridad trataba de evitar y del que los gitanos, seguros de una mayor generosidad, simulaban no percatarse y lo consentían siquiera un segundo. Al fin y al cabo, Caridad no era una mujer gitana.

—¿No decías que cantaba como los ángeles? —preguntó Bienvenido a María, los dos contando desde la distancia los dineros que caían en el sombrero.

—Cantará. Como que todavía no estamos pudriéndonos en el infierno que lo hará. Te lo aseguro —contestó la anciana elevando el tono de voz y sin volverse hacia Milagros, hacia quien realmente iba dirigida su afirmación.

Fermín y Roque quedaron satisfechos con la parte que les entregó María, tanto que al día siguiente fueron varios los hombres y las mujeres que desfilaron por el domicilio de Milagros pretendiendo formar parte del grupo. La anciana los despidió a todos. Iba a hacer lo mismo con una mujer de la familia Bermúdez que se presentó con una criatura en brazos y dos chiquillos casi desnudos agarrados a sus faldas, estropeadas y descoloridas como todas las de las gitanas que habían vuelto de Málaga, pero antes volvió la cabeza al interior del piso: Milagros continuaba tumbada y escondida bajo la manta. Así llevaba el día entero, sollozando de tanto en tanto. Caridad, sentada en un rincón con su hatillo, fumaba un papante de los cuatro con que la anciana había decidido premiarla cuando por fin pudo ir a comprar provisiones: comida y una vela. Decían que los papantes estaban hechos con hoja cubana, y así debía de ser, vista la satisfacción que mostraba Caridad mientras lanzaba grandes bocanadas, ajena a cuanto sucedía a su alrededor. María apretó los labios, reflexionó unos instantes, asintió para sí de forma imperceptible y afrontó de nuevo a la Bermúdez, a la que pilló tratando de mantener quietos a los gitanillos; la tenía vista, la conocía.

—¿Rosa…? ¿Sagrario? —trató de recordar la curandera.

—Sagrario —contestó la otra.

—Vuelve al anochecer.

El agradecimiento de la gitana se manifestó en una amplia sonrisa.

—Pero… —María señaló a los niños—, sola.

—Descuida. La familia se ocupará de ellos.

El resto del día transcurrió con la misma apatía con la que sonaba el martilleo de los herreros, todavía sin herramientas. Caridad y la anciana comieron sentadas en el suelo.

—Déjala —le dijo María ante las constantes miradas que Caridad dirigía al bulto tumbado a un par de pasos de ellas.

¿Qué podía decirle a la muchacha si se levantaba y compartían comida? El regreso la noche anterior había sido taciturno; solo Fermín y Roque se permitieron algún chascarrillo entre ellos. Cansadas, las tres se habían acostado sin hacer mención de lo sucedido en la posada de Bienvenido. ¿Sería capaz de cantar esa noche? Tenía que hacerlo, no podían depender de Caridad; no era gitana, cualquiera podía tentarla y ella las dejaría en la estacada. La anciana observó a la morena: comía y fumaba entre bocados. Sus pensamientos… ¿dónde? ¿Melchor? ¿Estaría pensando en Melchor? Había llorado por él. ¿Sería posible que hubiera algo entre ellos dos? Lo que sí tuvo por cierto la anciana fue que, al ritmo que llevaba, Caridad pronto daría cuenta de los cuatro papantes. Le pidió el cigarro.

—¿Sigues pensando en ese gitano? —preguntó entonces.

Caridad asintió. Había algo en aquella vieja que la empujaba a decirle la verdad, a confiar en ella.

—No sé si le habría gustado verme bailar en la posada —comentó como toda respuesta.

La curandera la observó fijamente. Aquella joven estaba enamorada, no le cabía la menor duda.

—¿Sabes una cosa, morena? Melchor sabría que lo hiciste por su nieta.

La morena quería a Milagros, pensó María tras exhalar una bocanada, pero no era gitana, y ese era motivo suficiente para desconfiar. Las dos fuertes chupadas que propinó al cigarro vinieron a nublarle la mente. Sí, la niña cantaría y bailaría aquella noche, se dijo al tiempo que alargaba el cigarro a Caridad, y sorprendería con su voz y sus contoneos a todos aquellos borrachos. ¡Tenía que hacerlo! Y lo haría, para eso había admitido a Sagrario con ellas: la Bermúdez cantaba y bailaba como las mejores. María la había escuchado y contemplado en algunas de las fiestas que tanto se sucedían con anterioridad a la detención.

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