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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La reina descalza (73 page)

BOOK: La reina descalza
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Milagros mantenía en la palma de su mano un camafeo de oro en el que aparecía la figura de una mujer grabada en una piedra blanca.

—Sí —contestó ella distraída, sin apartar la mirada del medallón; su recuerdo estaba puesto en aquel otro que el abuelo regaló a la vieja María allá en Triana.

—Tuyo es.

El marqués cerró la mano de la gitana sobre el camafeo. Milagros permaneció en silencio unos instantes, sorprendida al tacto de aquella mano suave, tan diferente a las de las gitanas o los herreros, ásperas y callosas.

—No… —trató de reaccionar.

—Me harías un gran honor si lo conservases —insistió él apretando el puño con su mano—. ¿Lo merezco?

Milagros asintió. ¿Cómo no iba a merecerlo? Había pasado unos momentos deliciosos. Jamás nadie la había tratado con tal galantería y atención en una sala llena de enseres preciosos, en una gran mansión…

—Ya es la hora —comentó de repente el noble tras consultar un gran reloj de pared, soltando su mano e interrumpiendo sus pensamientos.

Milagros alzó las cejas.

—Debemos volver —sonrió él ofreciéndole su antebrazo, como había hecho en las cocinas—. Los titiriteros deben de estar poniendo fin a su espectáculo, y nada más lejos de mi intención que ser causa de rumores malintencionados.

Sin embargo, los rumores corrieron al ritmo de los espectaculares ramos de flores que a partir de entonces y a diario llegaban al Príncipe, a la atención de Milagros, y que se multiplicaba cuando ella cantaba y bailaba con la vista puesta en el aposento del noble.

—¡No lo he vuelto a ver desde el sarao! —se defendió cuando Pedro le exigió explicaciones tras soltar un manotazo a uno de aquellos ramos de flores con los que ella aparecía día tras día.

Era cierto. Don Joaquín María se mantenía alejado, como si esperase… ¿Quizá que fuera ella quien diera el primer paso? Marina le incitó a hacerlo, exultante primero, visiblemente contrariada ante la negativa de la gitana. «¿Estás loca? ¿Cómo voy a tener relaciones con otro hombre por más rico y noble que sea?», le soltó Milagros. Y sin embargo por las noches, sola, mientras Pedro recorría los mesones de Madrid divirtiéndose con sus mujeres, ella acariciaba el camafeo que guardaba entre sus ropas y se preguntaba qué le impedía hacerlo. El amanecer, el alboroto que ascendía desde las calles, las risas y los correteos de María por la casa aventaban las fantasías por las que se había dejado llevar en la oscuridad. Era gitana, estaba casada y tenía una hija. Quizá algún día Pedro cambiara.

—En el sarao —insistió en ese momento su esposo— estuviste con el marqués en su gabinete. Me lo han dicho.

—¿Y dónde estabas tú entonces? —replicó ella con voz cansina—, ¿quieres que te lo recuerde?

Pedro alzó su mano con intención de abofetearla. Milagros se irguió y aguantó el envite quieta, con el ceño fruncido.

—Pégame, y acudiré a él.

Cruzaron sus miradas, coléricas ambas.

—Si te encuentro con otro hombre —la amenazó el gitano con la mano suspendida en el aire—, te cortaré el cuello.

34

Podía irse, perseguir el rastro dorado que la luna llena de esa noche primaveral apuntaba sobre la era y los trigales que se extendían por detrás de la casa. Con el pueblo sumido en el más absoluto de los silencios, aquel resplandor mágico la invitó a abandonar el cuartucho anexo al huerto que le habían cedido, y Caridad caminó hacia la luna con la mirada perdida en los llanos que se extendían frente a ella. Una sombra en los campos, en ocasiones quieta, acobardada ante la inmensidad, otras andando sin rumbo, como si pretendiera encontrar un camino que la llevase… ¿adónde?

El recibimiento meses atrás en su nueva casa había sido diverso. Los tíos de Herminia silenciaron su sorpresa. Demasiado negra, gritaban sus ojos. Antón la contempló con un deje de lascivia que Herminia atajó interponiéndose presta entre ambos; Caridad no comprendió del todo aquella súbita reacción. Los niños no tardaron en mudar sus recelos en curiosidad, y Rosario la acogió con una mueca de disgusto.

—¿Está sana? —espetó a Herminia—. ¿Estás segura de que no contagiará ninguna enfermedad de negros a Cristóbal?

El temor del ama de cría la desterró al huerto, a un cobertizo lleno de aperos de labranza, anexo a la casa, que le recordó aquel donde la confinaron los buenos cristianos a quienes se dirigió fray Joaquín en busca de asilo durante la redada. Yugos y azadones sustituían a las redes y cañas de pesca.

Cristóbal, el hijo del fiscal…, ¿cómo iba ella a contagiarle nada? El pequeño guardaba más semejanzas con el capullo de una mariposa que con el hijo de Rosario de similar edad al que la madre reemplazaba parte de su leche por «sopa borracha» —pan mojado en vino— y que, cuando no estaba por los suelos, andaba libre de mano en mano. Cada mañana, después de bañar a Cristóbal en agua fría y untarle harina entre las piernas, Rosario lo fajaba con una tela de lienzo blanco desde los pies hasta los hombros, con los bracitos bien pegados a ambos costados para no causarle deformidades con la tela ceñida. De tal guisa, como un capullito blanco del que solo sobresalía la cabeza, el pequeño pasaba las horas tumbado en una rústica cuna de madera de la que Rosario únicamente lo levantaba para que se agarrase a uno de sus pezones. Una vez saciada su hambre, Cristóbal dormitaba, pero la mayor parte del día transcurría entre los berridos del niño, oprimido, incapaz de moverse, irritado por los orines y excrementos atrapados en su piel y de los que no era liberado más que a regañadientes, porque el trabajo de fajarlo de nuevo se convertía en un estorbo que retrasaba su higiene. Caridad compadecía a Cristóbal. Lo comparó con las demás criaturas que correteaban por la casa, con los gitanillos a los que había visto deambular en los patios de los corrales de vecinos de Triana y hasta con los criollitos que nacían en los bohíos de Cuba; a estos los alimentaban sus madres durante dos o tres meses y luego quedaban al cuidado de las esclavas ancianas que ya no rendían en la vega. Libres siempre, desnudos.

—Todas las amas de cría y las nodrizas, incluso las señoras, fajan a los niños —le explicó un día Herminia—. Siempre se ha hecho así.

—Pero… ¡no es natural!

Herminia se encogió de hombros.

—Lo sé —afirmó—. A nadie se le ocurre fajar a un cordero o a un lechón para que crezca mejor y más sano. Hay amas que han llegado a romperles un brazo, una pierna, hasta alguna costilla… Muchos niños acaban deformes o contrahechos.

—Entonces, ¿por qué lo hacen? —preguntó Caridad, horrorizada.

—Porque así no tienen que vigilarlos. Y porque evitan accidentes. Si el ama sabe fajar, devolverá el niño vivo a sus padres, las deformidades aparecerán o no, pero en todo caso más tarde, con los años, y nadie podrá decir que han sido culpa suya. Si no lo fajan, se arriesgan a tener que decir a sus padres que el niño se ha caído y se ha quebrado algún hueso, o que ha tragado algún objeto que ha causado su asfixia, o que se ha abierto la cabeza, o…

Caridad la acalló con una mueca de disgusto.

El pequeño Cristóbal ocupó sus pensamientos algunas de esas noches en los campos: ella no era más que una esclava que gozaba de libertad a causa de la «peste de las naos» que puso fin a la vida de su amo, si bien diríase que esa misma desgracia, insaciable, había venido pretendiendo cobrarse en ella los sufrimientos que la frágil naturaleza de don José no le había permitido infligirle. Y sin embargo podía contemplar la seductora luna de los campos castellanos. Por el contrario, Cristóbal, hijo de un funcionario de alto rango, rico, permanecía esclavo en el lienzo que lo fajaba. En ocasiones se sintió tentada de robar al niño y dejarlo correr por los campos… ¿Sabría moverse? Recordó a su pequeño Marcelo: aun siendo esclavo y con la mirada y la mente extraviada, había vivido en mayor libertad que aquel pobre niño.

—Las madres con posibles no quieren amamantar a sus hijos, por eso los entregan a extraños —le explicó Herminia—. No desean perder su figura, ese talle estrecho por el que tanto pelean con las cotillas, o que sus pechos se les endurezcan hasta reventar de leche para con el tiempo desplomarse flácidos. No quieren ataduras que les impidan acudir a los actos sociales, a las comedias, a los bailes o a las tertulias. Pero por encima de todo —añadió que eso se lo había confesado Rosario un día— tienen miedo al llanto de unos hijos que no saben cómo tranquilizar y la posibilidad de que sus pequeños mueran en sus manos.

«¡Prefieren, si tiene que suceder, que les muestren su cadáver!», recordó Caridad la imprecación de Herminia con los verdes ojos chispeando de rabia, quizá lamentando alguna experiencia propia. Caridad no le preguntó por la suerte de aquel hijo del que le había hablado por el camino y menos por la identidad de un padre que desde hacía ya tiempo le costaba poco presumir que era su primo Antón. Se trataba de un acuerdo tácito de todos los miembros de aquella familia: Rosario no deseaba quedarse preñada de nuevo, puesto que eso conllevaría que el fiscal le retirase el niño y se perdiera el dinero; mientras tanto, Antón se acercaba con descaro a una Herminia tan incómoda cuando se hallaba presente su amiga como risueña y solícita cuando no. Alguna noche Caridad había apresurado sus pasos hacia las eras cuando oía sus retozos. Entonces, a la luz de la luna, con los cuchicheos de los amantes repiqueteando en sus oídos, añoraba y lloraba a Melchor y las noches bajo las estrellas en las que el gitano la descubrió como mujer.

En los meses transcurridos desde su llegada, conoció a don Valerio, el párroco de Torrejón. También a Fermín, el viejo sacristán que ya no podía hacerse cargo del cultivo del tabaco. Don Valerio la escrutó de arriba abajo, como hacían todos, al tiempo que ella trataba de despejar los recelos del sacristán, que la acribillaba a preguntas como si le doliese dejar sus plantas en manos de una negra desconocida.

—Señor —terminó interrumpiéndole Caridad con cierta acritud, ya cansada de preguntas—, sé cultivar y trabajar el tabaco. Lo he hecho toda mi vida…

—¡Cuida tu soberbia! —la reprendió don Valerio.

Herminia se disponía a intervenir, pero Caridad se le adelantó.

—No es soberbia —replicó al sacerdote, dulcificando no obstante su tono de voz—. Se llama esclavitud. Los blancos como sus señorías me robaron en África de niña y me obligaron a aprender a cultivar y trabajar el tabaco. Todo lo que era quedó atrás por esa planta: mi familia, mis hijos… dos tuve; uno todavía sigue allí, lo presiento —añadió entrecerrando los ojos unos instantes—, el otro fue vendido de muy niño a un ingenio propiedad de la Iglesia…

—Tu actitud no es la de una esclava —volvió a reprenderle el religioso.

—No, padre. Es la de una reclusa que ha pagado dos años al rey por dejarse tratar como una esclava por aquellos que se llaman «buenos cristianos».

—Tienes la lengua muy suelta —insistió don Valerio alzando la voz.

Herminia agarró a Caridad del antebrazo exigiéndole que no continuara, mas en esta ocasión fue el sacerdote quien no quiso.

—Déjala —le pidió—. Deseo oírla.

Caridad, sin embargo, no pudo librarse de la repentina sensación de aquel contacto en su brazo y de la suplicante mirada de su amiga. Quizá fuera cierto, quizá tenía la lengua suelta… Mucho había cambiado tras dos años de cárcel en la Galera, lo sabía, pero en ese momento decidió callar.

—Lamento haberle ofendido —optó por excusarse.

—Algo que tendrás que confesar.

Ella bajó la mirada.

Esa misma tarde Herminia la acompañó al tabacal. Las viñas que cultivaba Marcial se hallaban donde el arroyo Torote vertía sus aguas al Henares y el paisaje llano se veía roto por algún cerrillo, olivos y vides que venían a sustituir a los extensos trigales, todo ello ya en el término de Alcalá de Henares, vecina de Torrejón, de la que esta se había segregado en el siglo XVI. Una hondonada tras las viñas de Marcial servía de refugio a la plantación de tabaco, que así permanecía escondida.

Caridad la observó desde arriba: desordenada, salvaje, pobre. Corría el mes de julio cuando llegó a Torrejón y Marcial, siguiendo instrucciones del sacristán, estaba cosechando; el hombre ni siquiera se percató de su presencia. Caridad lo vio cortar las plantas por su pie, de un machetazo, casi violentamente, como hacían los esclavos cuando cortaban la caña de azúcar. Luego, con las hojas unidas al tallo, las iba apilando una a una sobre el suelo, al sol.

—¿Qué te parece? —le preguntó Herminia.

—Allí en la vega elegíamos hoja por hoja, unos días unas, otros días otras, las preparadas, las que estaban en su punto exacto de madurez, hasta que la planta quedaba como un tallo enhiesto y limpio.

Al oído de las voces, Marcial se volvió hacia ellas y les hizo seña de que bajasen.

—Caridad dice que en Cuba las cosechan hoja por hoja —anunció Herminia nada más llegar a la altura del hombre.

Para sorpresa de ambas, el hombre asintió.

—Eso he oído, pero toda la gente que tiene que ver con el tabaco asegura que en España siempre se ha hecho así. Lo cierto es que, como todas las plantaciones son secretas, nadie puede comprobarlo, aunque don Valerio sostiene que en las de los monasterios y conventos se sigue este procedimiento. Algo sabrá el hombre tratándose de religiosos.

—¿Qué diferencia hay entre…? —empezó a preguntar Herminia.

—Las hojas de arriba reciben más sol que las de abajo —se le adelantó Caridad.

—Eso sucede con todas las plantas. —terció Marcial, y añadió con una sonrisa—: Crecen hacia arriba. El problema está en que recolectar hoja por hoja requiere mucho trabajo… y conocimientos.

Como si quisiera demostrarlos, Caridad se había separado de ellos y palpaba y olía las hojas de las plantas que todavía quedaban en pie. Arrancó pedacitos y los masticó. Marcial y Herminia la dejaron hacer, hechizados ante la transformación producida en esa mujer que se desplazaba entre las plantas, extasiada, ajena a todo, tocando una, limpiando otra, hablándoles…

Decidieron no variar el sistema de recolección en las pocas plantas que quedaban. «Ya no vale la pena», afirmó Caridad. Marcial confió en ella y le permitió elegir algunas para obtener la simiente para la campaña del año por venir y, con el carro cargado a rebosar, esperaron en la viña a que llegara la noche cerrada para transportar el tabaco hasta el pueblo. Compartieron pan, vino, queso, ajos y cebollas y charlaron y fumaron, observando con deleite cómo se estrellaba el inmenso cielo que los cubría.

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