La reina descalza (41 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La reina descalza
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En cuanto a sus amigas, muchas habían regresado de la prisión malagueña, todas ellas sucias y sin adornos, con sus ropas hechas jirones y la tristeza acomodada en sus almas. Ninguna reía. No había lugar para fiestas en el callejón ni para reuniones o correrías de amigas; el único objetivo que las movía junto a sus madres, hermanas, tías y primas, era el de conseguir unas monedas.

La condesa no la recibió. La vieja María esperó en la calle. Habían decidido que Caridad no las acompañase, y Milagros tuvo problemas para acceder a palacio por la entrada de los criados.

—¿La hija de Ana Vega? ¿Quién es Ana Vega? —le preguntó una desconocida sirvienta tras mirarla con displicencia de arriba abajo.

Después de mucho insistir, alguien tuvo la generosidad de reconocer a la gitana que les leía la buenaventura y le permitieron acceder a un pasillo que daba a las cocinas. La condesa se estaba arreglando, le dijeron. ¿Esperar? Tardaría horas en hacerlo, ¡ni siquiera había llegado el peluquero!

Allí la dejaron, y Milagros se vio obligada a apartarse para permitir el constante desfile de sirvientes y proveedores del conde que entraban y salían. Su estómago gruñía ante las cestas repletas de carnes o verduras, frutas y pasteles que pasaban por su lado; pensó que ellas podrían comer todo un año con aquellas viandas. Al final, alguien debió de quejarse de aquella sucia gitanilla descalza que entorpecía el paso, pero entonces otro debió de acordarse de ella y habló con un tercero, quien a su vez lo hizo con algún mayordomo para que, a la postre, con semblante adusto, como si fuera una pequeña molestia que debía despachar con rapidez, apareciera el secretario del conde. Fue una conversación rápida y cortante, en el mismo pasillo, aunque nadie osó entonces pasar por allí. «Sus excelencias ya han intercedido por los gitanos», afirmó el secretario tras escuchar a una nerviosa Milagros que pugnaba por mantener la firmeza en su tono de voz. ¿Por quiénes? No lo sabía, tendría que revisar la correspondencia y no estaba dispuesto a hacerlo, pero habían sido varios, él mismo había preparado las cartas, comentó con indiferencia. «¿Dos más? ¿Sus padres? ¿Por qué? ¿Amigas de la condesa?», repitió incrédulo.

—Amigas…, no —rectificó Milagros ante el rictus de desprecio con el que el hombre vestido de negro de pies a cabeza recibió tal afirmación—, pero habían estado en sus salones privados, leyéndoles la buenaventura a ella y a la condesi… a la excelencia de su hija y a las excelencias de sus amigas, y habían bailado para los condes y sus invitados en Triana, y ellos les habían premiado con dinero…

—Y si de tantos privilegios habían disfrutado por parte de sus excelencias —dijo el secretario interrumpiendo el atropellado discurso de la muchacha—, ¿por qué tus padres no han sido liberados junto a los demás gitanos?

Milagros dudó, el hombre percibió su indecisión Ella se mantuvo en silencio y el hombre de negro volvió a insistir. «¿Qué más da?», pensó la muchacha.

—No están casados por la Iglesia —soltó.

El secretario negó con la cabeza sin esconder una mueca de satisfacción por poder eximir a sus señores de las súplicas de otra detestable pedigüeña.

—Muchacha, una cosa es interceder por gitanos que cumplen con las leyes del reino, eso… eso no es más que una diversión para sus excelencias. —La humilló haciendo revolotear una mano con afectación—. Pero jamás ayudarán a quienes vulneran los preceptos de nuestra santa madre Iglesia.

Cuando la vieja María la vio abandonar el palacio inflamada por la ira, revolviéndose entre el ansia de llorar o estallar en insultos contra los condes, negó con la cabeza.

—¿Qué esperabas, niña? —masculló por lo bajo antes de que llegara hasta ella.

Habían pensado que aquella era su última oportunidad. Días antes, Inocencio, el patriarca de los Carmona, había resoplado cuando María y Milagros acudieron a él en busca de ayuda.

—Aprecio a tu padre —reconoció ante la muchacha—, es un buen hombre, pero quedan muchos detenidos, y entre ellos varios miembros de nuestra familia. Estamos luchando por su libertad, pero cada vez es más complicado. Las autoridades no hacen más que poner trabas. Parece… parece como si no quisieran permitir más excarcelaciones. Pese a las recomendaciones que hicimos en el consejo de ancianos, son muchos los gitanos de toda España que están reclamando sus bienes, y eso preocupa al rey, que no está dispuesto a pagar. Es como si su conciencia se hubiera tranquilizado lo suficiente con los primeros liberados. Entiéndeme —le dijo entonces adoptando una postura fría—, tenemos poco dinero para comprar voluntades, y como jefe de la familia tengo que volcarme en quienes tienen verdaderas posibilidades de salir. Tu padre es el que menos tiene. —Acompañó esas últimas palabras con una mirada todavía más fría hacia María, sugiriendo que si carecía de posibilidades lo era por haberse casado con una Vega que se había negado a hacerlo por la Iglesia.

Pero Inocencio Carmona también las convenció de que no fuera ella quien suplicase por su libertad cuando Milagros, después de insistir ante el patriarca sin resultado alguno, juró que se presentaría ante el asistente de Sevilla, el arzobispo o el mismísimo rey si se terciaba.

—No lo hagas, muchacha —le aconsejó con sincera preocupación—. No tienes documentos. No constas como detenida en la redada de julio, tampoco como presa en Málaga ni como liberada. Para ellos eres una gitana huida. La nueva pragmática real te obliga a presentarte a las autoridades en el plazo de treinta días. Y, dadas las circunstancias de tus padres…, no sería extraño que te encarcelasen. ¿Estás bautizada?

Milagros no contestó. No lo estaba. Reflexionó unos instantes.

—Por lo menos estaría con mi madre —susurró al cabo.

Ni María ni Inocencio dudaron de la veracidad del sacrificio que la muchacha se planteaba.

—Tampoco —la decepcionó Inocencio—. Hace tiempo que a Málaga ya no envían a ninguna mujer. Tras las primeras expediciones, las demás fueron recluidas aquí mismo, en Sevilla. Te encarcelarían lejos de ella. Milagros: en Triana, entre las demás gitanas, pasas inadvertida, eres una más, y pensarán que de las liberadas, pero si cometes algún error, si te pillan por los caminos, te detendrán y ni siquiera conseguirás que te lleven con tu madre.

Los Carmona, su familia, no las defendían. Los condes tampoco. Fray Joaquín había desaparecido y ellas estaban atadas de pies y manos. Si estuviera el abuelo… ¿qué haría el abuelo? Seguro que liberaba a su hija, aunque tuviera que incendiar Málaga entera para lograrlo.

Mientras tanto ellas tenían hambre.

Regresaban Milagros y la vieja María del palacio de los condes de Fuentevieja. Cruzaron la Cava Nueva por San Jacinto y la bordearon en silencio para dirigirse al callejón de San Miguel. María fue la primera en verla: negra como el azabache al sol de finales de otoño, con su sombrero de paja calado hasta las cejas y los faldones de su camisa grisácea arremangados, revolviendo entre la basura acumulada en la zanja que un día sirviera de defensa del arrabal. La vieja se detuvo y Milagros siguió su mirada en el momento en que un mendigo arrebataba de las manos de Caridad algo que acababa de encontrar. Ella ni siquiera hizo ademán de pelear por su tesoro; humilló la cabeza, sumisa.

Entonces Milagros permitió que las lágrimas que no había llorado a la salida de palacio acudiesen en tropel a sus ojos.

—¡Morena…! —La vieja María trató de llamar a Caridad pero se le atragantó la voz. Milagros se volvió hacia ella sorprendida, los ojos anegados. La otra trató de restarle importancia con un gesto de la mano, carraspeó un par de veces y gritó de nuevo, esta vez con voz firme—: ¡Morena, sal de ahí no te vayan a confundir con una mula negra y se te coman!

Al oído de la voz de la curandera, Caridad, en el hoyo, alzó la cabeza y las miró por debajo del ala de su sombrero. Hundida en la basura hasta las pantorrillas, sonrió con tristeza.

Vendieron lo poco que tenían, cintas de colores, pulseras, collares y pendientes, por una miseria, pero esa no era la solución, y Milagros lo sabía. Si al menos hubieran dispuesto del collar de perlas y el medallón de oro que les había regalado Melchor… Pero aquellas joyas habían quedado en la gitanería, a disposición de la rapiña de los soldados. Seguro que no fueron objeto de inventario y terminaron en la bolsa de alguno de ellos. A medida que pasaban los días, en la casa vacía de muebles y enseres, con la manta, la raída frazada de Caridad y la tela de la tienda extendidas para dormir, Caridad miraba de reojo, compungida, el hatillo que descansaba en un rincón. En su interior estaban el vestido colorado y la piedra de imán que le había regalado Melchor, lo único que había poseído en su vida y que se resistía a vender.

El hambre seguía acuciándolas. El importe de la última venta: un collar de cuentas y una pulserita de plata de Milagros, no había sido destinado a comida sino a una nueva falda, oscura y remendada, para la muchacha. Solo la vieja camisa larga de esclava de Caridad parecía resistir el paso del tiempo; las ropas de las gitanas se deshilachaban y rasgaban. María decidió que la niña no podía ir enseñando los muslos a través de una falda y unas enaguas destrozadas, ni aquellos pechos que ya parecían querer reventar una camisola que pocos meses antes podía parecer holgada. El torso podía tapárselo con el largo pañuelo floqueado de la vieja, pero las piernas, donde los gitanos se encontraban con el deseo, no. Necesitaba una falda a riesgo incluso del hambre.

Por lo menos, trataba de consolarse la vieja, no les cobraban alquiler. Nunca nadie había pretendido rentas por aquellas casas de vecinos del callejón de San Miguel. Y ello no se debía a la raza de sus habitantes: simplemente no se sabía de quién eran realmente. Una situación que se repetía en toda Sevilla, donde la dejadez de los propietarios, en su mayoría instituciones de toda índole —desde obras pías hasta colegios—, había llevado con el tiempo al olvido de su verdadera titularidad.

Sin embargo, con el paso de los días faltó el pan. Milagros no sabía pedir limosna, y María no se lo hubiera permitido. Caridad tampoco sabía, pero lo hubiera hecho si se lo hubieran pedido en lugar de continuar yendo a la Cava a revolver entre las basuras. Por su parte, la curandera, que solo era llamada en casos de extrema gravedad para ejercer su oficio, se veía incapaz de exigir un pago que le constaba no podían efectuarle los gitanos.

Al final, la anciana se vio obligada a aceptar la propuesta que Milagros había dejado caer hacía ya algún tiempo recordando las monedas que de vez en cuando obtenía con la familia de los Fernández.

—Cantarás —le anunció una mañana, tras amanecer y encontrarse con que no tenían qué desayunar.

Milagros asintió con un par de alegres palmadas al aire, como si ya estuviera preparándose para ello. Hacía tiempo que no cantaba, pues en el callejón ya no sonaban las guitarras: nadie tenía una. Caridad resopló tranquilizada: pensaba en su hatillo, que continuaba tirado en un rincón. Era lo último que quedaba por vender, y sus esfuerzos por conseguir restos de comida en la Cava se mostraban de todo punto infructuosos.

Sin embargo, ni la una ni la otra imaginaban el agobio que había supuesto para la anciana adoptar esa decisión: las noches sevillanas eran extremadamente peligrosas, más aún para una muchacha como Milagros y una exuberante mujer negra como Caridad que lo que buscaban era exacerbar el deseo de los hombres para que aflojasen sus bolsas y soltasen unas monedas. Cuando la muchacha había cantado en los caminos, con los Fernández, lejos de alcaldes y justicias, estaban protegidas por gitanos dispuestos a acuchillar a quien se sobrepasase, pero en Sevilla… Además, los gitanos tenían prohibidos sus bailes.

—Esperadme aquí —les dijo a las otras dos—. Y tú —añadió señalando a Caridad con su índice atrofiado—, deja de ir a las basuras o en verdad se te comerán.

Instintivamente, Caridad se llevó una mano al antebrazo y ocultó la dentellada que le había propinado un mendigo cuando decidió defender un pequeño hueso con algo que parecía carne adherida a él. Su oposición, sin embargo, se quedó en un ingenuo giro de cadera para darle la espalda. El pordiosero la mordió, Caridad soltó su hallazgo y el otro terminó saliéndose con la suya.

La posada se alzaba en un pequeño barrio extramuros frente a la puerta del Arenal, entre la Resolana, el río Guadalquivir y el Baratillo, donde se estaba construyendo la plaza de toros de Sevilla. La puerta del Arenal, una de las trece que se abrían en las murallas de la ciudad, era la única que permanecía abierta por las noches. Tras ella estaba la antigua mancebía, donde, pese a la prohibición, se continuaba ejerciendo el oficio. Se trataba de un barrio humilde, de gentes del puerto, agricultores de paso y todo tipo de rufianes, cuyos edificios, mohosos, mostraban los daños ocasionados por las reiteradas inundaciones que provocaban las crecidas del río, contra las que carecía de defensas. No le gustaba, pero María había tenido que pedir favores; le debían muchos.

Bienvenido, el posadero, tan viejo, reseco y encogido como ella, torció el gesto al escuchar la petición de la anciana al tiempo que su esposa, una mujerona con la que se había casado en terceras o cuartas nupcias —la curandera ya había perdido la cuenta—, se deslizaba silenciosa en dirección a la cocina.

—¿Qué las das? —inquirió la vieja señalando a la mujer en un vano intento de agradar a Bienvenido, que no hizo el menor caso al halago.

—¿Sabes lo que me estás pidiendo? —replicó en su lugar.

María respiró el aire viciado del lugar. Aun de mañana, marineros desocupados y gentes del puerto bebían entre prostitutas cansadas que intentaban alargar la jornada de la noche anterior, quizá no todo lo provechosa que les hubiera gustado.

—Bienvenido —contestó al cabo la gitana—, sé lo que puedo pedirte.

El posadero evitó la mirada de María; le debía la vida.

—Una gitana joven —murmuró entonces—, ¡y una negra! Habrá peleas. Lo sabes. Supongo que, como siempre, vendrán acompañadas por gitanos. Me…

—Por supuesto que vendremos con hombres —le interrumpió María pensando en quiénes podrían ser—, y necesitaremos por lo menos una guitarra y…

—María, ¡por Dios!

—¡Y por todos los santos! —lo acalló ella—. Por esos mismos a los que te encomendabas cuando las fiebres. ¿Acaso vinieron en tu ayuda?

—Te pagué.

—Cierto, pero ya te lo dije entonces: no era suficiente. Habías gastado todo lo que tenías en médicos, cirujanos, misas, plegarias y quién sabe qué más tonterías, ¿recuerdas? Y tú consentiste. Y me dijiste que podía contar contigo.

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