El repique de campanas al término de la celebración puso fin a su lucha interna. Contempló el anillo que portaba en su dedo; Pedro lo había introducido en él, sonriéndole, acariciándola con la mirada, prometiéndole felicidad con su presencia. ¡Su hombre! Desde la iglesia fue llevada casi en volandas hasta el callejón. No tuvo oportunidad de cambiarse de ropa como tenía previsto. En cuanto llegó, las mujeres la recibieron con cestas repletas de pasteles que los gitanos terminaron lanzándose entre ellos. Bailó con su ya esposo en el patio de los García, sobre un lecho de dulces de yema de huevo que pisotearon hasta convertirlos en una masa que se pegaba a sus pies y salpicaba su cuerpo. Pedro la besó con pasión y ella se estremeció de placer; volvió a besarla y Milagros creyó fundirse. Luego, en el mismo lugar, sobre los dulces de yema, bailó con los demás miembros de las dos familias y, sin tiempo para pensar, se vio obligada a salir al callejón, abarrotado de gitanos que bebían, comían, cantaban y bailaban. Allí, como si el mundo fuera a acabarse, a un ritmo frenético, pasó de mano en mano hasta el anochecer; ni siquiera volvió a ver a Caridad, ni pudo volver a bailar con Pedro para deshacerse en otro de aquellos maravillosos besos.
La gran afluencia de invitados hacía que todas las casas del callejón estuvieran a rebosar. A los novios, sin embargo, les habían reservado una estancia en el piso del Conde. Los comentarios obscenos de los jóvenes que les siguieron hasta la misma puerta, tan pronto como Pedro la agarró de la mano y tiró de ella interrumpiendo públicamente uno más de sus bailes enfrentada a un rostro desconocido, se hicieron ininteligibles para Milagros, agotada, perdida ya la cabeza por el vino, los gritos y las mil vueltas a las que se había visto sometida durante todo el día.
Intentó sentarse en algún lugar en cuanto los dos se quedaron solos; temía desplomarse, pero su joven esposo no se lo iba a permitir.
—Desnúdate —la apremió al tiempo que él se quitaba la camisa.
Milagros lo miró sin verlo, entre una nube espesa, la cabeza dándole vueltas.
Pedro empezó a quitarse los calzones.
—¡Venga!
Milagros llegó a escuchar que la urgía entre el atronador rugido de aquellos mismos jóvenes que los habían acompañado y que ahora estaban bajo la ventana.
El miembro de Pedro, grande y erecto, la hizo reaccionar y retrocedió un paso.
—No tengas miedo —le dijo él.
Milagros no percibió ternura alguna en su voz. Lo vio acercarse a ella y luchar por quitarle el vestido. Su pene la rozó una y otra vez mientras forcejeaba con sus ropas. Entonces se volvió a ver desnuda, como por la mañana con la Trianera, pero en esta ocasión de cuerpo entero. Él le apretó los pechos y mordisqueó sus pezones. Corrió las manos por sus nalgas y su entrepierna. Jadeaba. Chupó algunos restos resecos de yema de huevo azucarada adheridos a su piel mientras jugueteaba con sus dedos entre los labios de su vulva buscando… Un escalofrío recorrió el cuerpo de Milagros cuando él alcanzó su clítoris. ¿Qué era aquello? Sintió que su vulva se lubricaba y que su respiración se aceleraba. El cansancio que la mantenía distante se desvaneció y se atrevió a echar los brazos por encima de los hombros de su esposo.
—No tengo miedo —le susurró.
Sin separar sus cuerpos, trastabillaron y rieron hasta llegar a tumbarse sobre una cama con patas que Rafael e Inocencio habían pedido prestada para la ocasión. Milagros abrió las piernas, como cuando lo de Reyes, y Pedro penetró en ella. El dolor que sintió la muchacha se perdió en sus entrecortadas declaraciones de amor.
—Te quiero…, Pedro. ¡Cuánto… cuánto he soñado con este momento!
Él no contestó a las promesas que surgieron de boca de Milagros. Apoyado en la cama sobre las manos, su torso alzado sobre ella, la miraba con el rostro congestionado mientras procuraba el máximo contacto con su pubis, empujando con firmeza, atrapándola para fundirse con ella. El dolor fue desapareciendo en Milagros al tiempo que sus palabras. Un goce hasta entonces ignorado, imposible de imaginar, empezó a fluir de su bajo vientre para instalarse en el más secreto de los rincones de su cuerpo. Pedro continuaba empujando y Milagros se estremecía ante un placer que se le asemejó terrorífico… por inacabable. Jadeó y sudó. Sintió sus pezones erectos, como si pretendieran reventar y no lo consiguieran. Se apretó contra él y le clavó las uñas en los antebrazos persiguiendo liberarse de unas sensaciones que amenazaban con enloquecerla. ¿Qué fin podía tener aquel placer que reclamaba satisfacción, que exigía alcanzar un cenit desconocido para ella? De repente Pedro estalló en su interior con un aullido que se prolongó durante su última acometida y la incontrolable ansiedad de Milagros terminó desvaneciéndose, decepcionada entre el griterío que no había cesado y que entonces volvió a llenar la estancia para recordarle que todo había terminado. Pedro se dejó caer sobre ella y llenó su cuello de besos.
—¿Te ha gustado? —preguntó arrimando los labios a su oreja.
¿Le había gustado? Deseaba más, ¿o no? ¿Qué era lo que tenía que esperar?
—Ha sido maravilloso —contestó en un susurro.
Súbitamente, Pedro se levantó, se vistió los calzones y con el torso desnudo se asomó a la ventana, desde donde saludó a los gitanos que esperaban abajo. La segunda vez en el mismo día que alguien alardeaba en público a través de la ventana por causa suya, se lamentó Milagros al oír los vítores que arreciaron. Luego, él se acercó a la cama y le acarició la mejilla con el dorso de su mano.
—La gitana más bella del mundo —la halagó—. Duerme y descansa, preciosa, te quedan por delante dos días de fiesta.
Terminó de vestirse y bajó al callejón.
—Ven a calentarme, morena —le ordenó José Carmona.
Caridad dejó de torcer el cigarro. Trabajaba para José casi desde el mismo día en que, tras la fiesta de bodas, el Conde se había negado en redondo a que continuara al lado de Milagros y viviese con los García. Entonces José Carmona la acogió en su casa, conmovido por el llanto de su hija, aunque Caridad llegó a dudar de si las lágrimas de su amiga eran por ella o por la bofetada con que la Trianera había acallado las quejas y lamentos de Milagros en la que sería su nueva casa. Luego, el gitano se procuró hojas de tabaco para que ella las torciese y así engrosar su paupérrima bolsa. De ahí a que la llamara a su lecho para calentarlo ni siquiera transcurrió una semana.
—¿No me has oído, morena?
Los hábiles dedos de Caridad se crisparon sobre la hoja que formaba la capa del cigarro. Las capas eran las mejores, en las que el comprador fijaba su atención. Nunca hubiera hecho algo similar: estropear aquella buena hoja de tabaco que tan cuidadosamente había elegido para cubrir el torcido, pero, como si sus dedos tuvieran vida propia, observó atónita cómo se rasgaba a medida que sus uñas se clavaban en ella.
Se levantó de la mesa en la que trabajaba y se dirigió al jergón donde se encontraba José Carmona. Sabía que el gitano la manosearía durante un rato, la montaría por delante o por detrás, se quejaría de su indiferencia una vez más, «Mejor sería fornicar con una mula», le había dicho en la última ocasión, y terminaría roncando agarrado a ella.
Se despojó de su camisa de esclava con los dientes prietos y los ojos humedecidos y se tumbó al lado del gitano. José metió la cabeza entre sus pechos y le mordisqueó los pezones. Le dolieron sus dentelladas y, sin embargo, nada hizo por impedirlas; merecía aquel castigo, se repetía noche tras noche. Caridad había cambiado. Lo que hasta aquel momento de su vida no le había producido ninguna sensación —pasar de mano en mano como el animal que le habían enseñado a ser en la vega tabaquera— ahora la asqueaba y le repugnaba. ¡Melchor! Lo estaba traicionando. José Carmona recorrió su cuerpo con las manos. Caridad no pudo impedir encogerse, en tensión. El gitano siquiera se apercibió. ¿Qué habría sido de Melchor? Muchos lo daban por muerto, Milagros entre ellos. Los rumores sobre una reyerta entre contrabandistas en la que al parecer se había visto implicado habían llegado hasta Triana, pero nadie estaba en condiciones de afirmar nada con certeza. Todos hablaban de lo que les habían contado otros que a su vez habían recibido la noticia de terceros. Sin embargo ella sabía que no, que Melchor no estaba muerto. José no le permitía cantar, decía que le cansaban los cantos de negros, aunque renunció a impedirle tararear por lo bajo aquellos ritmos que, junto al aroma del tabaco, la transportaban a sus orígenes. Y Caridad canturreaba mientras trabajaba imaginando que el hombre que permanecía tumbado tras ella era Melchor. En las noches cerradas, cuando José dormía profundamente, buscaba a sus dioses: Oshún, Oyá… ¡Eleggua!, el que dispone de las vidas de los hombres a su antojo, el que le había permitido vivir cuando Melchor la encontró bajo un árbol. Entonces fumaba y cantaba hasta embriagar sus sentidos y disponerlos para recibir la presencia del mayor de los dioses. Melchor vivía. Eleggua se lo confirmó.
José Carmona culebreó encima del cuerpo de Caridad tratando de introducirse en ella. Ella no quería abrir sus piernas.
—¡Muévete, maldita negra! —le exigió una noche más el gitano.
Y lo hizo, con la culpa asolando el último rincón de su conciencia, pero ¿qué podía hacer si no? Perdería a Milagros. José la echaría. Rafael García la expulsaría del callejón sin contemplaciones. Era allí, con los suyos, con los gitanos, junto a su nieta, donde debía esperar a Melchor. Cerró los ojos rendida al reencuentro con aquella sensación tan nueva y desconocida para ella ante un hombre que la montaba: repugnancia.
—¡Morena!
Caridad entreabrió los ojos. La incipiente luz del amanecer todavía dejaba en sombras la mayor parte de la casa. Le costó entender. José roncaba abrazado a ella. Trató de desperezar su visión. Una mancha amarilla, desleída, se hallaba en pie junto a ella.
—¿Qué haces ahí?
Caridad se incorporó de un salto al reconocer la voz.
—¿Y mi hija? ¿Dónde está Ana?
¡Melchor! Caridad se encontró sentada en el jergón ante él, con los pechos al aire. Tiró de la manta para tapárselos; una oleada de calor sofocante acudió a su rostro. José refunfuñó en sueños.
El gitano no fue capaz de impedir que su mirada se centrase en aquellos pechos negros y las grandes areolas que rodeaban sus pezones. Él los había deseado… y ahora…
—¿Por qué estás acostada con ese…, ese…? —No le surgieron las palabras; en su lugar señaló hacia José con la mano temblorosa.
Caridad se mantuvo en silencio, la mirada escondida.
—Despierta a ese canalla —le ordenó entonces.
La mujer zarandeó a José, que tardó en comprender.
—Melchor —saludó con voz pastosa al tiempo que se levantaba desgreñado y trataba de recomponer su camisa—, ya era hora de que volvieses. Siempre has tenido el don de desaparecer en los momentos…
—¿Y mi hija? —le interrumpió el abuelo, con el rostro congestionado—. ¿Qué hace la morena en tu lecho? ¿Y mi nieta?
El Carmona se llevó la mano al mentón y se lo frotó antes de contestar.
—Milagros está bien. Ana continúa detenida en Málaga.
José dio la espalda a su suegro y se dirigió a la alacena para servirse un vaso de agua de una jarra que Caridad mantenía siempre llena.
—No hay forma de que la suelten —añadió ya de frente, tras sorber un trago—, parece que la sangre Vega siempre origina problemas. ¿La morena? —añadió con un gesto despectivo hacia Caridad—, calienta mis noches, poco más puede esperarse de ella.
Caridad se sorprendió escrutando a Melchor: las arrugas que surcaban su rostro parecían haberse multiplicado, pero pese a la casaca amarilla que colgaba de sus hombros como un saco, no había perdido su porte de gitano ni aquella mirada capaz de atravesar las piedras. Melchor percibió el interés de Caridad y volvió la cabeza hacia ella, quien no aguantó su mirada y alzó todavía más la manta con la que cubría sus pechos; le había fallado, sus ojos se lo reprochaban.
—Canta bien —dijo entonces Melchor con un tremendo deje de tristeza que erizó el vello de Caridad.
—¿Cantar dices? —rió José.
—¡Qué sabrás tú! —murmuró Melchor arrastrando las palabras, la vista todavía en Caridad. Llegó a desearla, pero había renunciado a su cuerpo para continuar escuchando aquellos cantos que rezumaban dolor, y ahora la encontraba en manos del Carmona. Negó con la cabeza—. ¿Qué has hecho por la libertad de mi hija? —saltó de repente, con voz cansina.
Con esa pregunta Caridad supo que ya no era objeto de atención por parte de Melchor y alzó la mirada para contemplar a los dos gitanos a la luz del amanecer: el abuelo descarnado en su casaca amarilla; el herrero, de pecho, cuello y brazos fuertes, plantado con soberbia frente al viejo.
—Por mi esposa… —le corrigió José arrastrando las palabras— he hecho cuanto se puede hacer. Tú tienes la culpa, viejo: el estigma de tu sangre la ha llevado a la perdición, como a todos los Vega. Solo el indulto del rey la sacaría de la cárcel.
—¿Qué haces entonces aquí, disfrutando de mi negra, en lugar de estar en la corte procurando ese indulto?
José se limitó a negar con la cabeza y a fruncir los labios, como si aquello fuera imposible.
—¿Dónde está mi nieta? —inquirió entonces el abuelo.
Caridad tembló.
—Vive con su esposo —contestó José—, como es su deber.
Melchor esperó unas explicaciones que no llegaron.
—¿Qué esposo? —terminó preguntando.
El otro se irguió amenazador.
—¿No lo sabes?
—He caminado día y noche para llegar aquí. No, no lo sé.
—Rafael García, el nieto del Conde.
Melchor trató de hablar pero sus palabras se convirtieron en un balbuceo ininteligible.
—Olvídate de Milagros. No es tu problema —le espetó José.
Melchor boqueó en busca de aire. Caridad lo vio llevarse una mano al costado y doblarse con un rictus de dolor.
—Estás viejo, Galeote…
Melchor no escuchó el resto de las palabras de su yerno. «Estás viejo, Galeote», las mismas palabras que le había escupido el Gordo en el camino de Barrancos. Caridad entregada al Carmona, su hija detenida en Málaga, y Milagros, su niña, lo que más quería en ese perro mundo, viviendo con Rafael García, obedeciendo a Rafael García, ¡fornicando con el nieto de Rafael García! La herida que creía curada pugnaba ahora por reventar su estómago. Había renunciado a vengarse de Rafael García por Milagros, la criatura que Basilio puso en sus brazos a su regreso de galeras. ¿De qué había servido? Su sangre, la sangre de los Vega, precisamente la de aquella niña, se mezclaría con la de quienes le habían traicionado y robado diez años de su vida. Se retorció de dolor. Deseaba morir. ¡Su niña! Trastabilló. Buscó algún lugar en el que encontrar apoyo. Caridad se levantó de un salto para ayudarle. José dio un paso hacia él. Ninguno de los dos llegó. Antes de que lo consiguieran, el dolor mudado en cólera, enajenado, ciego de ira, sacó la navaja de su faja y tal como la abría se abalanzó sobre su yerno.