La reina de los condenados (74 page)

BOOK: La reina de los condenados
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—Aunque pudiera llegarse a realizar —insistió con amabilidad—, ¿puedes decir honestamente que los seres humanos lo han hecho tan mal que merezcan un castigo semejante?

Una sensación de alivio inundó mi cuerpo. Sabía que tendría valor, sabía que encontraría algún medio para ponerla en apuros, por mucho que lo amenazase; él diría todo lo que yo había luchado por decir.

—Ah, me aburres, Marius —respondió ella.

—Akasha, durante dos mil años he estado observando —prosiguió él—. Llámame en romano en la arena si lo deseas y cuéntame las historias de las épocas anteriores. Las historias de cuando me arrodillaba a tus pies y te suplicaba que me dieses tus conocimientos. Pero lo que he presenciado en este corto lapso de tiempo me ha llenado de devoción y de amor por todas las cosas mortales; he visto revoluciones en pensamiento y en filosofía que creía imposibles. ¿No se dirige la raza humana hacia la verdadera época de paz que tu describes?

El rostro de ella era la viva imagen del desprecio.

—Marius —contestó Akasha—, este siglo pasará a la historia como el siglo más sangriento de la humanidad. ¿De qué revoluciones hablas, cuando una sola y pequeña nación europea ha exterminado a millones de personas por el capricho de un loco, cuando las bombas han reducido al olvido a ciudades enteras? ¿Cuando los niños de los desérticos países de Oriente luchan contra otros niños en nombre de un dios antiguo y despótico? Marius, mujeres del mundo entero lavan los frutos de su vientre en las cloacas públicas. Los gritos de los famélicos son ensordecedores, pero los ricos que viven retozando en ciudadelas tecnológicas hacen oídos sordos a ellos; las enfermedades aumentan a marchas forzadas entre los hambrientos de continentes enteros, mientras enfermos en hospitales palaciegos gastan la riqueza del mundo en cosmética y promesas de la vida eterna por medio de píldoras y frascos medicinales. —Rió con suavidad—. ¿Sonaron nunca tan clamorosamente, en los oídos de aquellos de nosotros que los pueden oír, los gritos de los moribundos? ¿Se ha derramado nunca tanta sangre?

Pude sentir la frustración de Marius. Pude sentir la pasión que le hacía cerrar el puño con fuerza y revolver su alma en busca de argumentos adecuados.

—Hay algo que no puedes ver —dijo finalmente—. Hay algo que no llegas a comprender.

—No, querido mío. No hay nada defectuoso en mi visión. Nunca lo hubo. Eres tú quien no llega a ver claro. Quien nunca ha visto claro.

—¡Mira afuera, al bosque! —exclamó Marius, señalando las paredes de cristal a nuestro alrededor—. Elige un árbol; descríbelo a voluntad en términos de lo que destruye, de lo que desafía y de lo que no llega a realizar y tendrás un monstruo de raíces codiciosas e irresistible empuje, que se come la luz de las otras plantas, sus alimentos, su aire. Pero esta no es la verdad del árbol. No es la verdad entera cuando se lo observa como formando parte de la naturaleza, y por naturaleza no me refiero a nada sagrado, me refiero sólo al tapiz completo, Akasha, me refiero sólo a la entidad mayor que lo abarca todo.

—Así pues, vas en busca de causas para el optimismo —repuso ella—, como siempre. Venga, hombre. Examina ante mí las ciudades occidentales, donde incluso los pobres reciben fuentes de carne y vegetales a diario y dime que el hambre ya no existe. Pues bien, tu alumno aquí presente ya me ha torturado lo suficiente con tal sarta de tonterías, las estúpidas tonterías en que se ha basado siempre la complacencia de los ricos. El mundo se hunde en la depravación y el caos; como siempre, o peor.

—Oh, no, no —dijo inflexible—. Hombres y mujeres son animales en proceso de aprendizaje. Si no te das cuenta de lo que han aprendido, es que estás ciega. Son seres siempre cambiantes, que siempre mejoran, que siempre engrandecen su visión y las capacidades de sus corazones. No dices toda la verdad cuando hablas del siglo más sangriento; no ves la luz que brilla con más intensidad, por contraste con la oscuridad; ¡no ves la evolución del alma humana!

Marius se levantó de su sitio en la mesa y, por la izquierda, dio la vuelta hacia donde se encontraba ella. Se sentó en la silla que quedaba libre entre ella y Gabrielle. Extendió la mano y levantó la de Akasha.

Me dio miedo mirarlo. Temí que ella no le permitiría tocarla; pero pareció que aquel gesto le agradaba; sólo sonrió.

—Es cierto lo que dices acerca de la guerra —prosiguió en tono de súplica, y luchando por mantener su dignidad al mismo tiempo—. Sí, y los gritos de los moribundos, yo también los he oído; todos los hemos oído, en todas las décadas; incluso ahora, las noticias diarias de conflicto armado azotan al mundo. Pero el clamor de protesta contra estos horrores es la luz de la que estoy hablando; hablo de actitudes que nunca fueron posibles en el pasado. Es la intolerancia de los hombres y mujeres pensantes en el poder que, por primera vez en la historia de la raza humana, quieren verdaderamente poner fin a la injusticia en todas sus formas.

—Hablas de actitudes intelectuales de unos pocos.

—No —repuso—. Hablo de la filosofía del cambio; hablo del idealismo del cual nacerán auténticas realidades. Akasha, por muchos defectos que tengan, han de tener tiempo para perfeccionar sus propios sueños, ¿no te das cuenta?

—¡Sí! —Fue Louis quien intervino.

Mi corazón se hundió. ¡Tan vulnerable! ¿Dirigiría ella su odio hacia él? Pero con sus maneras pausadas y refinadas, prosiguió:

—Es su mundo, no el nuestro —dijo con humildad—. Seguramente lo perdimos cuando perdimos nuestra mortalidad. No tenemos derecho a interrumpir su lucha. ¡No podemos robarles las victorias que les han costado tanto! En los últimos siglos, sus progresos han sido milagrosos; han rectificado errores que la humanidad creía inevitables; por primera vez han desarrollado el concepto de la verdadera familia humana.

—Me conmueves con tu sinceridad —respondió ella—. Has salvado la vida sólo porque Lestat te quería. Ahora me doy cuenta de la razón de este amor. ¡Cuánto valor has necesitado para hablarme con sinceridad! Y sin embargo eres el mayor depredador de todos los inmortales aquí reunidos. Matas sin consideración a la edad, el sexo o la voluntad de vivir.

—¡Entonces mátame! —explotó él—. Desearía que ya lo hubieses hecho. ¡Pero no mates a los seres humanos! No interfieras en su vida. ¡Aunque se maten entre ellos! Dales tiempo para que lleguen a ver este nuevo futuro realizado, a las ciudades occidentales, aunque sean muy corruptas, tiempo de llevar sus ideales a un mundo destrozado, a un mundo que sufre.

—Tiempo —dijo Maharet—. Quizá sea esto lo que pedimos. Tiempo. Y es lo que está en tus manos darnos.

Hubo una pausa.

Akasha no quería volver a mirar a aquella mujer; no quería escucharla. Sentí que se replegaba. Retiró la mano que le cogía Marius; clavó los ojos en Louis durante un largo momento y luego se volvió hacia Maharet como si no pudiera evitarlo, y su rostro se puso rígido y casi cruel.

Pero Maharet prosiguió:

—Durante siglos has meditado en silencio acerca de tus soluciones. ¿Qué son cien años más? Seguro que no discutirás que el último siglo de esta Tierra estaba más allá de toda predicción o imaginación, y que los avances tecnológicos de este siglo pueden concebiblemente proporcionar comida, refugio y salud a todos los pueblos de la Tierra.

—¿Seguro que es así? —fue la contestación de Akasha. Un profundo odio se agitó en su interior, un odio que encendió su sonrisa al hablar—. He aquí lo que los avances tecnológicos han dado al mundo. Le han dado gas venenoso, enfermedades producidas en laboratorios y bombas que pueden destruir el planeta entero. Han dado al mundo desastres nucleares que han contaminado comida y bebida de continentes enteros. Y los ejércitos hacen lo que han hecho siempre, con moderna eficacia. La aristocracia de un pueblo masacrada en una hora en un bosque nevado; la inteligencia de una nación, incluidos los que llevan gafas, fusilados por sistema. En el Sudán las mujeres continúan mutilándose habitualmente para complacer a sus maridos; en Irán, los niños caen bajo los disparos de los fusiles.

—No puede ser que lo único que hayas visto sea esto —dijo Marius—. No lo creo. Akasha, mírame. Sé comprensiva conmigo, y escucha lo que trato de decirte.

—¡No tiene ninguna importancia que lo creas o no! —dijo con el mismo odio del principio—. No has aceptado lo que yo estoy tratando de decirte. No te has rendido ante la exquisita imagen que he presentado a tu mente. ¿No comprendes el don que te ofrezco? ¡Tu salvación! ¿Y qué eres si no te lo doy? ¡Un bebedor de sangre, un asesino!

Nunca la oí hablar con tal ardor. Como Marius iba a responderle, ella le hizo un gesto imperioso para que se callase. Y miró a Santino y a Armand.

—Tú, Santino —dijo—. Tú que has gobernado a los Hijos de las Tinieblas romanos, cuando creían que hacían la voluntad de Dios como secuaces del diablo… ¿recuerdas lo que es tener un objetivo? Y tú, Armand, el amo de la vieja asamblea de París, ¿recuerdas cuando eras un santo de las tinieblas? Entre el cielo y el infierno, teníais vuestro lugar. Os lo ofrezco de nuevo; y no es un engaño. ¿No podéis hacer un esfuerzo por recuperar vuestros ideales perdidos?

Ninguno de los dos respondió. Santino estaba paralizado de horror; su herida interior estaba sangrando. El rostro de Armand no revelaba sino desesperación.

Una oscura expresión de fatalidad envolvió a Akasha. Aquello era fútil. Nadie se uniría a ella. Miró a Marius.

—¡Tu preciosa humanidad! —exclamó—. ¡No ha aprendido nada en seis mil años! ¡Me hablas de ideales y de metas! Había hombres en la corte de mi padre, en Uruk, que ya sabían que los hambrientos debían ser alimentados. ¿Sabes lo que es tu mundo moderno? ¡Los televisores son los tabernáculos de lo milagroso y los helicópteros sus ángeles de la muerte!

—De acuerdo, pues, ¿cómo será tu mundo? —preguntó Marius con las manos temblorosas—. ¿No crees que las mujeres lucharán por sus hombres.

Ella rió. Se volvió hacia mí.

—¿Lucharon en Sri Lanka, Lestat? ¿Lucharon en Haití? ¿Lucharon en Lynkonos?

Marius me miró fijamente. Esperaba mi respuesta, esperaba que me pusiera de su lado. Yo quería argumentar; tomar los cabos sueltos que me había dado y proseguir la discusión. Pero mi pensamiento estaba en blanco.

—Akasha —dije—. No sigas con ese baño de sangre. Por favor. No mientas a los humanos ni los confundas más.

Hela aquí, brutal, sin adornos, pero era la única verdad que le podía ofrecer.

—Sí, porque eso es la esencia de tu propósito —agregó Marius, con tono más cauteloso otra vez, temeroso y casi suplicante—. Es una mentira, Akasha, ¡es otra supersticiosa mentira! ¿No tenemos ya suficientes mentiras? ¿Sobre todo ahora, cuando, de entre todos los tiempos, el mundo despierta de sus inveterados engaños; cuando se ha sacudido de encima a los viejos dioses?

—¿Una mentira? —inquirió ella. Se retrajo, como si la hubieran herido—. ¿Cuál es la mentira? ¿Mentí cuando les dije que traería un reino de paz en la Tierra? ¿Mentí cuando les dije que yo era lo que estaban esperando? No, no mentí. Lo único que puedo hacer es ofrecerles una primera migaja de la verdad que nunca han tenido. Soy lo que creen que soy. Soy eterna y omnipotente y las protegeré…

—¿Protegerás? —repitió Marius—. ¿Cómo puedes protegerlas de sus enemigos más letales?

—¿Qué enemigos?

—Enfermedades, mi Reina. Muerte. Tú no curas. No puedes dar vida ni salvarla. Y ellas esperan esos milagros.
Lo único que tú puedes hacer es matar.

Silencio. Quietud. Su rostro quedó de súbito tan petrificado como cuando había estado en la cripta, con los ojos mirando estáticos al vacío, con la mente en blanco o en profundos pensamientos, imposible de distinguir.

Ningún sonido excepto la leña crepitando y derrumbándose en el fuego.

—Akasha —susurré—. Tiempo, lo que pedía Maharet. Un siglo. ¡Cuesta tan poco darlo!

Aturdida, se volvió hacia mí. Pude sentir el aliento mortal en mi rostro, pude sentir la muerte tan cerca como años y años atrás, cuando los lobos me acorralaron en el bosque helado y no podía alcanzar las ramas de los árboles desnudos.

—Todos sois mis enemigos, ¿no es así? —siseó ella—. Incluso tú, príncipe mío, tu eres mi enemigo. Mi amante y mi enemigo al mismo tiempo.

—¡Te quiero! —exclamé—. Pero no te puedo mentir. ¡No puedo creer en ello! ¡Es un error! La misma simplicidad y evidencia hacen que sea un error.

Sus ojos recorrieron con rapidez los rostros de los reunidos. Eric estaba al borde del pánico otra vez. Y de Mael pude sentir el odio que se encrespaba en su interior.

—¿No hay nadie de vosotros que se quiera poner de mi lado? —preguntó en un murmullo—. ¿Nadie que quiera alcanzar ese sueño deslumbrante? ¿Nadie dispuesto a renunciar a su pequeño mundo egocéntrico? —Fijó la vista en Pandora—. Ah, tú, pobre soñadora, apenada por tu humanidad perdida; ¿No quieres redimirte?

Pandora miró como a través de un cristal brumoso.

—No es de mi gusto traer la muerte —respondió en un susurro aun más suave—. Para mí es suficiente verla en la caída de las hojas. No puedo creer que de una carnicería puedan salir cosas buenas. Porque eso es lo esencial, mi Reina. Esos horrores persisten, pero los hombres buenos y las mujeres buenas de todas partes los deploran; deberías reformar tales métodos; deberías exonerarlos y llevar a cabo un diálogo. —Sonrió tristemente—. Yo no soy útil para ti. No tengo nada que ofrecer.

Akasha no respondió. Sus ojos recorrieron de nuevo los rostros de los demás; los detuvo, calibrando, en Mael, en Eric. En Jesse.

—Akasha —intervine yo—, la historia es una retahíla de injusticias, nadie lo niega. Pero ¿cuándo una simple solución no ha sido sino perjudicial? Sólo en la complejidad podemos encontrar las respuestas. A través de la complejidad el hombre lucha hacia la claridad; es un proceso lento y lleno de obstáculos, pero es el único camino. La simplicidad exige demasiados sacrificios. Siempre los ha exigido.

—Sí —dijo Marius—. Exactamente. Simplicidad y brutalidad son sinónimos en filosofía y en acciones. ¡Lo que propones es brutal!

—¿No hay nada de humildad en ti? —inquirió ella de súbito. Se volvió de mí hacia él—. ¿No hay voluntad de comprender? ¡Sois tan orgullosos, todos vosotros, tan arrogantes! ¡Queréis que vuestro mundo permanezca acorde con vuestra codicia de sangre!

—No —dijo Marius.

—¿Qué he hecho para que os pongáis todos en contra mía? —preguntó. Me miró a mí, luego a Marius y finalmente a Maharet—. De Lestat esperaba arrogancia —prosiguió—. Esperaba tópicos, retórica, ideas sin fundamento. Pero de la mayoría de vosotros esperaba más. ¡Oh, cómo me habéis decepcionado! ¿Cómo podéis dar la espalda al destino que os aguarda? ¡Vosotros, que podíais ser los salvadores! ¿Cómo podéis negar lo que habéis visto?

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