La reina de los condenados (77 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Blancas estancias repletas de magníficas alfombras persas y cuadros siempre fascinantes (Matisse, Monet, Picasso, Giotto, Géricault). Uno podría pasarse un siglo sin hacer nada más que contemplar aquellos cuadros; Armand los cambiaba constantemente de lugar, situándolos en orden diferente, subiendo algún nuevo tesoro del sótano, intercalando pequeños esbozos aquí y allí.

A Jesse también le había gustado; pero ya se había ido, para reunirse con Maharet en Rangún.

Había venido a mi estudio y me había dicho lo que pensaba muy directamente, pidiéndome que cambiara los nombres que ella había utilizado y que dejara por completo de lado la Talamasca, lo cual, por supuesto, no haré. Sentado y en silencio, había escudriñado su mente mientras Jesse hablaba, en busca de todos los detalles que estaba intentando ocultar. Luego lo había pasado al ordenador, mientras ella continuaba sentada, observando, pensando, mirando fijamente las cortinas de terciopelo gris oscuro, el reloj veneciano y los frescos colores del Morandi de la pared.

Creo que ella ya sabía que yo no haría lo que me había pedido. También sabía que no tenía importancia. No era muy probable que la gente creyera más en la Talamasca que en nosotros. Es decir, exceptuando las personas que David Talbot o Aaron Lightner captaran, del mismo modo que Aaron Lightner captó a Jesse.

En cuanto a la Gran Familia, bien, no era probable que alguien creyera que era algo más que ficción, con un toque de verdad aquí y allí; es decir, suponiendo que a ese alguien le diera por coger el libro.

Era lo que todo el mundo había pensado de
Confesiones de un Vampiro
y de mi autobiografía, y lo que pensarían también de
La Reina de los Condenados.

Y así es como debe ser. En esto, ahora estoy de acuerdo. Maharet tenía razón. No hay lugar para nosotros; no hay lugar para Dios ni para el Diablo, lo sobrenatural debe ser metafórico, tanto si es la Misa mayor en la catedral de San Patrick, como Fausto vendiendo su alma en la ópera, como una estrella de la música rock pretendiendo ser el vampiro Lestat.

Nadie sabía dónde Maharet se había llevado a Mekare. Ni siquiera (con toda probabilidad) lo sabía Eric, aunque se había marchado con ellas, con la promesa de reunirse con Jesse en Rangún.

Maharet, antes de irse de la villa de Sonoma, me había sorprendido con un breve susurro:

—Cuéntala sin rodeos, la leyenda de las gemelas.

Aquello fue permiso, ¿no? O indiferencia cósmica. No estoy muy seguro. Yo no había comentado nada del libro a nadie; solamente había meditado en él durante las largas y dolorosas horas en que no podía pensar realmente si no era en términos de capítulos; un ordenamiento; un mapa de ruta a través del misterio; una crónica de seducción y dolor.

Aquella última noche Maharet había tenido un aspecto mundano y a la vez muy misterioso. Había ido a encontrarme en el bosque, vestida de negro y pintada con su maquillaje moderno, como lo llamaba ella: la habilidosa mascara de cosmético que la convertía en una atractiva mujer mortal, una mortal que provocaría en el mundo real sólo miradas de admiración. Qué cintura más delgada poseía y qué manos más largas, que aun parecían más gráciles con los apretados guantes de cabritilla que siempre llevaba puestos. Había cruzado por los helechos, pisándolos con mucho cuidado y había apartado delicadamente las ramas de los árboles, cuando podía haber arrancado de raíz los que se interponían en su camino.

Maharet había estado en San Francisco con Jessica y Gabrielle; había paseado por delante de casas con luces acogedoras; por estrechas calles de pavimentos limpios; por donde la gente vivía, había dicho. Qué vivo había sido su modo de hablar, qué espontáneamente contemporáneo; no como el habla de la mujer intemporal que había visto por primera vez en la sala de la cima de la montaña.

¿Por qué volvía a estar solo?, me había preguntado ella, estando yo con mis pensamientos, sentado junto al riachuelo que atravesaba la espesura de secoyas. ¿Por qué no hablaba con los demás, ni siquiera un ratito? ¿Sabía yo qué protectores y temerosos se sentían?

Aún ahora siguen haciéndome estas mismas preguntas.

Incluso Gabrielle, que por lo general no se preocupa de hacer preguntas y nunca dice mucho de nada. Quieren saber cuándo voy a recuperarme, cuándo voy a hablar de lo ocurrido, cuándo voy a parar de escribir durante toda la noche.

Maharet había dicho que la volveríamos a ver muy pronto. En primavera, quizá podríamos ir a su casa de Birmania. O tal vez se nos presentaría por sorpresa un anochecer. Pero la cuestión era que nunca volveríamos a estar solos, separados unos de otros; teníamos maneras de encontrarnos mutuamente, no importaba por dónde estuviésemos deambulando.

Sí, en este punto vital, al menos todo el mundo estaba de acuerdo. Incluso Gabrielle, la solitaria, la errabunda, había manifestado su opinión favorable.

Nadie quería volver a estar perdido en el tiempo.

¿Y Mekare? ¿Volveríamos a verla? ¿Nos acompañaría alguna vez en la mesa? ¿Nos hablaría en su lenguaje de gestos y signos?

La había visto una sola vez después de aquella terrible noche. Había sido un encuentro completamente inesperado, cuando yo cruzaba el bosque de regreso a la villa, bajo la suave luz púrpura que precede al alba.

Había habido una bruma, espesa a ras de suelo, más clara por encima de los helechos y de las pocas flores silvestres invernales, y completamente pálida (de una palidez fosforescente) al levantarse por entre los árboles gigantes.

Y las gemelas habían surgido juntas de la niebla, entrando en el curso del riachuelo, para seguir su camino por las piedras pasaderas, abrazadas estrechamente, Mekare en un largo vestido de lana tan bello como el de su hermana, con el pelo cepillado y brilloso cayendo sobre sus hombros y sus pechos.

Parecía que Maharet había estado hablando suavemente al oído de Mekare. Fue Mekare quien se detuvo para mirarme, con sus ojos verdes muy abiertos y, por un momento, con su rostro aterrador en la negrura; y yo había sentido mi pena como un viento abrasador en el corazón.

Al mirarla, al mirarlas, había caído en un trance, con mi dolor interior sofocante, como si mis pulmones se hubieran secado.

No sé cuáles fueron mis pensamientos; sólo que el dolor pareció insoportable. Y que Maharet me había hecho un pequeño gesto tierno de saludo, y una indicación de que yo debía seguir mi camino. Se acercaba el amanecer. El bosque se agitaba a nuestro alrededor. Nuestros momentos preciosos se nos escapaban. Al final mi dolor se había desatado, como un gemido que saliera de mí y que yo había soltado al volverme.

Había mirado hacia atrás una vez para ver a las dos figuras que se dirigían hacia el este, descendiendo por el lecho del riachuelo de superficie ondulante y plateada, ahogadas, por decirlo así, en la fragorosa música de la corriente que seguía su curso a través de las piedras desparramadas.

La vieja imagen del sueño se había desvanecido un poco. Y cuando ahora pienso en ellas, no pienso en banquetes funerarios sino en aquel momento, en las dos sílfides del bosque, unas pocas noches antes de que Maharet se fuera de la villa de Sonoma llevándose consigo a Mekare.

Me alegré cuando se fueron porque significaba que nosotros también nos iríamos. Y no me importaba nada no volver a ver nunca más la villa de Sonoma. Mi estancia allí había sido una agonía, y las primeras noches después de la catástrofe habían sido las peores.

¡Con qué rapidez el silencio magullado de los demás había dado paso a interminables análisis que bregaban por comprender lo que habían visto y experimentado! ¿Cómo se había transferido el espíritu exactamente? ¿Había abandonado los tejidos del cerebro cuando éste se desintegraba, y había corrido por el flujo sanguíneo de Mekare hasta encontrar el órgano análogo en ella? ¿Había tenido alguna importancia el corazón?

Molecular, nucleónico; solitones; protoplasma; ¡deslumbrantes términos modernos! ¡Venga señores, si somos vampiros! Nos encanta la sangre de los vivos; matamos; y nos gusta. Tanto si lo necesitamos como si no.

No podía soportar escucharlos; no podía soportar su silenciosa y sin embargo obsesiva curiosidad: «¿Cómo lo pasaste con ella? ¿Qué hiciste en aquellas noches?» Tampoco podía librarme de ellos; en verdad, no tenía ninguna voluntad de marcharme; temblaba cuando estaba con ellos; temblaba cuando me hallaba solo.

El bosque no era lo suficientemente profundo para mí; vagabundeé kilómetros y kilómetros por entre las secoyas descomunales, por entre los robles enanos, los campos abiertos y los bosques húmedos e infranqueables de nuevo. No había manera de huir de sus voces: Louis confesando que había perdido la conciencia de aquellos terribles momentos; Daniel diciendo que había oído nuestras voces, pero que no había visto nada; Jesse, en brazos de Khayman, que lo había presenciado todo.

Muy a menudo habían considerado la ironía de que Mekare había derrotado a su enemiga con un gesto humano; que, sin conocer nada de poderes invisibles, había asestado un golpe como lo habría hecho un humano cualquiera, pero con una fuerza y rapidez inhumanas.

¿Había sobrevivido algo de ella en Mekare? Eso era lo que no dejaba de preguntarme. Olvidemos el «lenguaje de la ciencia», como lo había llamado Maharet. Eso era lo que yo quería saber. ¿O acaso su alma había quedado libre al final, al arrancársele el cerebro?

Algunas veces, en la oscuridad, en el laberíntico sótano, con sus muros recubiertos de cinc y sus incontables cuartos impersonales, despertaba con la seguridad de que ella se encontraba junto a mí, a no más de un par de centímetros de mi rostro; que había sentido otra vez su pelo, su brazo a mi alrededor; que había visto el negro destello de sus ojos. Palpaba en la oscuridad; nada excepto las húmedas paredes de ladrillo.

Luego me tendía y pensaba en la pobre y pequeña Baby Jenks, como ella me la había enseñado, ascendiendo en espiral; veía las luces de variados colores que envolvían a Baby Jenks mientras ella miraba hacia abajo, hacia la tierra por última vez. ¿Cómo Baby Jenks, la pobre chiquilla de la moto, podría haberse inventado semejante visión? Quizá finalmente vayamos al hogar al que estamos destinados.

¿Cómo podemos saberlo?

Y así continuamos inmortales; continuamos asustados; continuamos anclados en lo que podemos controlar. Todo empieza de nuevo; la rueda gira; somos los vampiros; porque no hay otros; y se ha constituido la nueva asamblea.

Dejamos la villa de Sonoma como una caravana de gitanos, un desfile de brillantes coches negros, rayando la noche americana con una velocidad asesina por carreteras inmaculadas. Fue en aquel largo viaje cuando me lo contaron todo, espontáneamente y, a veces, involuntariamente, mientras conversaban entre ellos. Y todo encajaba como un mosaico, todo lo acaecido. Incluso cuando dormitaba contra el tapizado de terciopelo azul, los oía, veía lo que habían visto.

Hacia los pantanos del sur de Florida, hacia la gran y decadente ciudad de Miami, parodia tanto del cielo como del infierno.

Me encerré en esta pequeña suite amueblada con verdadero gusto; sofás, alfombra, los cuadros de colores pálidos de Fiero della Francesca; el ordenador en la mesa; la música de Vivaldi derramándose de diminutos altavoces disimulados en las paredes empapeladas. Una escalera particular hacia el sótano, donde aguardaba el ataúd en la cripta revestida de acero; ataúd lacado en negro; asas de latón, una cerilla y un cabo de vela; forro cosido con cinta blanca.

Apetito de sangre; cómo duele; pero no la necesito; y sin embargo no la puedo resistir; y así será para siempre. Uno nunca se libra del apetito; la desea incluso más que antes.

Cuando no estaba escribiendo, me tendía en el diván gris de brocado, contemplando las frondas de las palmeras, que oscilaban en la brisa de la terraza, escuchando las voces de más abajo.

Louis que cortésmente pedía a Jesse que le describiera una vez más la aparición de Claudia. Y la voz de Jesse, solícita, confidencial:

—Pero Louis, no era real.

Gabrielle echaba de menos a Jesse ahora que se había ido; Jesse y Gabrielle habían pasado horas y horas paseando por la playa. Parecía que no se habían dicho ni una sola palabra; pero, ¿cómo podía estar seguro?

Gabrielle hacía todo lo que podía para complacerme: se cepillaba el pelo porque sabía que a mí me gustaba así; venía a mi cuarto antes de desaparecer con la mañana. De vez en cuando me miraba fijamente, penetrante, ansiosa.

—No quieres irte de aquí, ¿verdad? —preguntaba yo temeroso; o algo parecido.

—No —contestaba ella—. Me gusta estar aquí. Me siento bien aquí. —Cuando se ponía inquieta iba a las islas, que no estaban demasiado lejos. Le gustaban bastante las islas. Pero no era de eso de lo que quería ella hablar. Siempre tenía otra cosa en mente. Una vez casi lo había puesto en voz—: Pero dime… —y se había interrumpido.

—¿La quería? —pregunté—. ¿Es eso lo que quieres saber? Sí, la quería.

Pero aún seguía sin poder pronunciar su nombre.

Mael iba y venía.

Se había marchado por una semana; esta noche volvía a estar aquí, en la planta baja, intentando arrastrar a Khayman a la conversación; a Khayman, que fascinaba a todo el mundo. Primera Generación. Todo aquel poder. Y pensar que había paseado por las calles de Troya.

Verlo era un sobresalto continuo, si se me permite la expresión, aunque sea contradictoria.

Hacía grandes esfuerzos para aparentar ser humano. En un lugar cálido como aquel, donde los atuendos pesados son llamativos, no era cosa fácil. A veces se recubría con un pigmento oscurecedor: tierra cocida de Siena con un poco de aceite perfumado. Parecía un crimen hacerlo, echar a peder aquella belleza; pero, ¿de qué otra forma podría deslizarse por entre la muchedumbre humana como un cuchillo afilado?

De vez en cuando llamaba a mi puerta.

—¿Sales? —preguntaba. Daba un vistazo al montón de hojas junto al ordenador; a las letras negras:
La Reina de los Condenados.
Aguardaba allí, permitiéndome que buscara en su mente todos los pequeños detalles, los momentos a medio recordar; no le importaba. Parecía desconcertarlo, pero por qué, no podía imaginarlo. ¿Qué quería de mí? Luego sonreía con aquella chocante sonrisa de un santo.

A veces salía con la lancha (la planeadora negra de Armand) y erraba a la deriva por el Golfo, tendido, bajo la estrellas. Una vez Gabrielle fue con él y yo estuve tentado de escucharlos, a través de la distancia, de escuchar sus voces tan privadas e íntimas. Pero no lo había hecho. Simplemente no parecía honesto.

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