La reina de los condenados (35 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Mael no podía ocultar su miedo como Armand. Mael nunca había visto un bebedor de sangre de la edad de Khayman, si exceptuaba a Maharet; estaba frente a un enemigo potencial. Khayman envió el mismo cálido saludo que había enviado a Armand (Armand, que miraba), pero nada cambió en la actitud del viejo guerrero.

El auditorio estaba lleno y habían cerrado ya el acceso; los que se habían quedado fuera gritaban y aporreaban las puertas. Khayman oyó la estática y los ronquidos de las radios de la policía.

El Vampiro Lestat y su cohorte observando la sala desde agujeros practicados en el inmenso telón de sarga.

Lestat abrazó a su compañero Louis y se besaron en la boca mientras los músicos mortales los rodeaban con sus brazos.

Khayman se detuvo para sentir la pasión de la multitud, el aire impregnado del ardor de aquella muchedumbre.

Jessica había reposado los brazos en el borde de la plataforma. Había reposado el mentón en el dorso de sus manos. Los hombres a su espalda, voluminosas criaturas vestidas de negra piel lustrosa, la empujaban sin miramientos, con desatada indiferencia y borracha exageración, pero no lograban arrancarla de su puesto.

Ni podría Mael, si se daba el caso de que lo intentara.

Y, repentinamente, al mirar abajo, hacia ella, a Khayman se le aclaró algo más. Fue una sola palabra: Talamasca. Aquella mujer pertenecía a ellos; pertenecía a la orden.

No era posible, pensó otra vez; luego se rió en silencio de su suprema inocencia. Aquella era una noche de sorpresas, ¿no? Sin embargo, parecía increíble que la Talamasca hubiera sobrevivido desde la época en que la había conocido, hacía siglos; en aquella época, había jugado con sus adeptos y los había atormentado, y luego les había vuelto la espalda sin piedad, por su fatal combinación de inocencia e ignorancia.

¡Ah, la memoria era una cosa demasiado atroz! ¡Dejemos que las vidas pasadas resbalen hacia el olvido! Aún podía ver los rostros de aquellos vagabundos, de aquellos monjes seglares de la Talamasca que con tantos tropiezos lo habían perseguido por toda Europa, documentando, con plumas que arañaban el silencio de las altas horas de la noche, las visiones fugaces que captaban de él en grandes libros encuadernados en piel. Benjamín había sido su nombre en aquel breve lapso de consciencia, y Benjamín, el Diablo, lo habían etiquetado con su fantástica escritura latina en las cartas (pergaminos crujientes con grandes sellos de lacre pegajoso) enviadas a sus superiores en Ámsterdam.

Para él había sido un juego, robar sus cartas y agregarles anotaciones; asustarlos; por la noche, salir arrastrándose de debajo de sus camas, agarrarlos por el cuello y pegarles una sacudida; había sido divertido. ¿Y qué no lo era? Cuando la diversión se acababa, siempre volvía a perder la memoria.

Pero los había querido; no eran exorcistas, ni sacerdotes cazadores de brujas, ni brujos que buscaban encadenarlo o controlar su poder. Una vez, al irse a dormir, se le había ocurrido que podría utilizar para su reposo los sótanos de la mohosa Casa Madre. Pero, a pesar de toda su entrometida curiosidad, nunca lo habrían traicionado.

¡Y pensar ahora que la orden había sobrevivido, con la tenacidad de la Iglesia de Roma, y que aquella bellísima mortal del reluciente brazalete en la muñeca, amada de Maharet y de Mael, era una de sus miembros especiales! No era de extrañar que hubiese luchado para abrirse camino hasta las primeras filas, como si fuera el primer peldaño hacia el altar.

Khayman se acercó más a Mael, pero se paró en seco a algunos metros de él; el gentío pasaba sin cesar entre ellos. Se paró por respeto a las aprehensiones de Mael y a la vergüenza que sentía éste por estar asustado. Al final, fue Mael quien se acercó a Khayman y se situó a su lado.

La agitada masa pasaba por delante de ellos como si fueran la misma pared. Mael se inclinó hacia Khayman, lo cual, a su modo, era un saludo, un ofrecimiento de confianza. Miró a la sala en derredor suyo, donde no había asiento libre visible, y la planta baja era un mosaico de deslumbrantes colores, cabelleras relucientes y puños levantados. Luego extendió el brazo y tocó a Khayman como si no pudiera contenerse. Con las puntas de los dedos rozó el dorso de la mano izquierda de Khayman. Y Khayman permaneció inmóvil para permitirle aquella pequeña exploración.

¡Cuántas veces había visto Khayman un gesto parecido entre inmortales, el joven verificando por sí mismo la textura y la dureza de la carne del mayor! ¿No existía un santo cristiano que había introducido los dedos en las llagas de Cristo porque verlas no le había bastado? Comparaciones más mundanas hicieron sonreír a Khayman. Era como si dos perros feroces se examinaran, se estudiaran.

Más abajo, Armand permanecía impasible, con los ojos fijos en las dos figuras. Casi seguro que se había percatado de la súbita mirada desdeñosa de Mael, pero hizo caso omiso de ella.

Khayman se dio la vuelta y abrazó a Mael, y le sonrió. Pero esto simplemente asustó a Mael, y Khayman se sintió muy decepcionado. Con delicadeza, se apartó de él. Durante un momento, estuvo dolorosamente confundido. Miró hacia Armand. Bellísimo Armand que sostuvo su mirada con completa pasividad. Pero era tiempo de decir lo que había venido a decir.

—Tienes que fortalecer tu escudo, amigo mío —explicó amablemente a Mael—. No dejes que tu amor por la chica te ponga en peligro. La chica estará bien a salvo de nuestra Reina sólo con que retengas tus pensamientos acerca de los orígenes de la chica y acerca de su protectora. El nombre es anatema para la Reina. Siempre lo ha sido.

—¿Y dónde está la Reina? —preguntó Mael, con el miedo que brotaba de nuevo en su interior, que brotaba junto a la rabia que necesitaba para combatirlo.

—Está cerca.

—Sí, pero ¿dónde?

—No sé decirlo. Ha incendiado su taberna. Caza a los pocos proscritos que no han venido al concierto. Se toma su tiempo. Lo he sabido por las mentes de sus víctimas.

Khayman pudo ver cómo la criatura se estremecía. Pudo ver cambios sutiles en él que señalaban su furia creciente. Bien. El miedo se consumió en el calor de la furia. ¡Pero qué criatura más irritable era aquella! Su mente no hacía grandes distinciones.

— ¿Y por qué me das este aviso —preguntó Mael—, cuando ella puede oír cada palabra que nos decimos?

—No, no creo que pueda —replicó Khayman muy sereno—. Soy de la Primera Generación, amigo mío. Oír a los demás bebedores de sangre, como nosotros oímos a los hombres mortales, es una maldición que sólo pertenece a los primeros distantes. Yo no podría leer su mente si ella estuviera en este lugar; y también la mía esta cerrada para ella, puedes estar seguro. Y así ha sido con nuestra especie desde las primeras generaciones.

Esto fascinó al gigante rubio. ¡Así pues, Maharet no podía oír a la Madre! Maharet no se lo había revelado.

—No —dijo Khayman—, y la Madre sólo puede saber acerca de ella a través de tus pensamientos, así que guárdalos celosamente. Ahora háblame con voz humana, ya que esta ciudad es una jungla de voces humanas.

Mael reflexionó un momento, con el entrecejo fruncido. Lanzó una mirada a Khayman como si tuviera la intención de pegarle.

—¿Y esto la desbaratará?

—Recuerda —dijo Khayman— que lo excesivo puede ser lo contrario a lo esencial. —Mientras hablaba, volvió al vista hacia Armand—. Ella, que oye una multitud de voces, puede no oír una sola voz. Y ella, que escucharía atentamente una sola, debe cerrarse a las otras. Eres lo suficiente viejo para conocer el truco.

Mael no respondió en voz alta. Pero era claro que había comprendido. El don telepático había sido siempre una maldición también para él, tanto si se sentía asediado por las voces de los bebedores de sangre como por las dos de los humanos.

Khayman hizo un ligero gesto de asentimiento. El don telepático. Unas palabras tan bellas para la locura que se había abatido sobre él eternidades atrás, después de años de escuchar, de años de yacer inmóvil, cubierto por el polvo en las profundidades recónditas de una olvidada tumba egipcia, escuchando los lloros del mundo, sin conocimiento de sí mismo o de su condición.

—Éste es precisamente el quid de la cuestión, amigo mío —dijo—. Durante dos mil años has combatido contra las voces mientras nuestra Reina podía haber sido ahogada por ellas. Parece que el vampiro Lestat ha gritado por encima del clamor; es decir, ha chasqueado sus dedos en el rabillo del ojo de la Reina para llamar su atención. Pero no sobreestimemos a la criatura que ha permanecido sentada durante tanto tiempo. Hacerlo no sería nada útil.

Aquellas ideas sobresaltaron un poco a Mael. Pero comprendía su lógica. Más abajo, Armand permanecía atento.

—Ella no lo puede todo —dijo Khayman—, tanto si lo sabe como si no. Siempre ha sido una de las que ambicionan las estrellas, pero en el momento preciso se retira horrorizada.

—¿Cómo es eso? —dijo Mael. Ansioso, se le acercó—. ¿Cómo es ella en realidad? —susurró.

—Tenía la cabeza llena de sueños y altos ideales. Era como Lestat. —Khayman se encogió de hombros—. El rubio quiere ser bueno, hacer el bien y reunir en torno suyo a los adoradores necesitados.

Mael sonrió, frío y cínico.

—Pero, en el nombre del infierno, ¿qué intenta hacer ella? —preguntó—. Así pues, él la ha despertado con sus abominables canciones. ¿Por qué no nos destruye?

—Existe un propósito, puedes estar seguro. Con nuestra Reina, siempre ha habido un propósito. No puede hacer nada, por pequeño que sea, sin un gran propósito. Y tienes que saber que no cambiamos con el paso del tiempo; somos como flores que se abren; simplemente nos convertimos más y más en nosotros mismos. —Volvió a mirar a Armand—. Y por lo que respecta a cuál puede ser su propósito, sólo te puedo ofrecer especulaciones…

—Sí, cuéntame.

—El concierto tendrá lugar porque Lestat lo quiere. Y cuando haya terminado, ella hará una carnicería con algunos más de nuestra especie. Pero dejará a unos pocos para que le sirvan en sus propósitos, para que le sirvan quizá como testimonio.

Khayman miró a Armand. Era extraordinario ver cómo su inexpresivo rostro expresaba sensatez, mientras que la cara asolada, cansada, de Mael, no. ¿Y quién podría decir cuál de los dos comprendía más? Mael soltó una leve risa amarga.

—¿Como testimonio? —repitió Mael—. No lo creo. Me parece que es más simple. Perdona la vida a los que Lestat ama, así de fácil.

Tal cosa no se le había ocurrido a Khayman.

—Ah, sí, reflexiona —dijo Mael en el mismo inglés de pronunciación dura—. Louis, el compañero de Lestat. ¿No está vivo? Y Gabrielle, la madre del diablo, está muy cerca, esperando encontrarse con su hijo; tan pronto como sea prudente hacerlo. Y Armand, allí abajo, a quien te gusta tanto mirar, a quien parece que Lestat tiene ganas de volver a ver, también está vivo; y aquel proscrito que lo acompaña, el que ha publicado el odioso libro, el que seria hecho pedazos por los demás sólo con que sospecharan…

—No, hay algo más que eso. Tiene que haberlo —dijo Khayman—. Quizá no pueda matar a algunos de nosotros. Y de los que van con Marius ahora, Lestat no sabe sino sus nombres.

El rostro de Mael cambió ligeramente; experimentó un profundo y humano rubor, a la par que entrecerraba los ojos. Era claro para Khayman que Mael habría ido a ayudar Marius si hubiera podido. Habría ido aquella misma noche, sólo con que Maharet hubiera llegado para proteger a Jessica. Intentó alejar el nombre de Maharet de sus pensamientos. Tenía miedo de Maharet, mucho miedo.

—Ah, sí, tratas de esconder lo que sabes —dijo Khayman—. Y esto es exactamente lo que debes revelarme.

—Pero no puedo —dijo Mael. La muralla se había levantado. Impenetrable—. No me han dado respuestas, sólo órdenes, amigo mío. Y mi misión es sobrevivir esta noche y sacar de aquí a mi protegida, sana y salva.

Khayman tenía la intención de insistir, de exigir. Pero no hizo ni lo uno ni lo otro. Había percibido un cambio suave, sutil, en la atmósfera que lo rodeaba, un cambio tan insignificante pero tan puro que no pudo llamarlo ni movimiento ni sonido.

Ella venía. Se acercaba al auditorio. Khayman sintió que se escurría de su propio cuerpo para convertirse en oído puro: sí, era ella. Todos los ruidos de la noche se alzaron para confundirlo, pero logró captarlo; un sonido grave, irreducible, que ella no podía velar, el sonido de su respiración, de los latidos de su corazón, de una fuerza que se desplazaba por el espacio a una velocidad tremebunda, antinatural, causando el inevitable tumulto entre los visibles y los invisibles.

Mael lo percibió, también Armand. Incluso el joven que acompañaba a Armand lo oyó, aunque muchos otros jóvenes no. Incluso algunos de los mortales de fino oído parecieron percibirlo, parecieron estar distraídos de su atención por el sonido.

—Debo irme, amigo —dijo Khayman—. Ten presente mi consejo. —Imposible decir nada más por ahora.

Ella estaba muy cerca. Sin duda alguna, observaba, escuchaba.

Khayman sintió el primer irresistible impulso de verla, de escrutar en las mentes de las desventuradas almas que vagaban en la noche, cuyos ojos podían haberse posado en ella.

—Adiós, amigo —dijo—. No es bueno para mí estar cerca de ti.

Mael lo miró confundido. Abajo, Armand tomó a Daniel consigo para dirigirse a un lado del gentío.

De repente, la sala quedó a oscuras; y, por una fracción de segundo, Khayman pensó que había sido causa de la magia de ella, que ahora un juicio grotesco y vengativo iba a tener lugar.

Pero los jóvenes mortales que lo rodeaban conocían el ritual. ¡El concierto iba a empezar! La sala enloqueció de gritos, vivas y pataleos. Terminó por convertirse en un gran clamor colectivo. Sintió que el suelo temblaba.

Aparecieron muchas llamitas: eran los mortales que rasgaban sus cerillas, que accionaban sus encendedores a gas. Una bellísima iluminación de ensueño reveló una vez más las miles y miles de formas móviles. Los gritos eran un coro que provenía de todos los rincones.

—No soy un cobarde —susurró Mael de pronto, como si no pudiera permanecer callado. Cogió el brazo de Khayman y luego lo soltó, como si su dureza le produjese repulsión.

—Lo sé —dijo Khayman.

—Ayúdame. Ayuda a Jessica.

—No vuelvas a pronunciar su nombre. Mantente alejado de ella, tal como te he dicho. De nuevo estás bajo el yugo del vencedor, druida. ¿Recuerdas? Es tiempo de luchar con astucia, no con odio. Quédate entre la grey mortal. Te ayudaré cuando pueda y si puedo.

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