La reina de los condenados (78 page)

BOOK: La reina de los condenados
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A veces decía que temía la pérdida de memoria; que le sobrevendría de súbito, y que no sería capaz de encontrar el camino de vuelta a casa, con nosotros. Ya le había ocurrido en el pasado a causa del dolor, pero ahora era tan feliz. Quería que lo supiésemos; era tan feliz con todos nosotros.

Parecía que en la planta baja habían llegado a una especie de acuerdo; que fueran a donde fueran siempre regresarían. Ésta sería la casa de reunión, el santuario; nunca sería como antes.

Estaban dejando sentados un montón de detalles. Nadie iba a crear a ningún otro y nadie iba a escribir más libros, aunque desde luego sabían que era exactamente lo que yo estaba haciendo al recoger de ellos, silenciosamente, todo lo que podía; y sabían que no tenía intención de obedecer ninguna ley impuesta por nadie, y que nunca lo había hecho.

Sintieron un gran alivio al ver que El Vampiro Lestat había muerto en las páginas de los periódicos y que la matanza del concierto había sido olvidada. No había calamidades evidenciables, auténticos daños; todo el mundo había sido sobornado generosamente; la banda, habiendo recibido mi parte de los beneficios, estaba de nuevo de gira con su nombre anterior.

Y las revueltas (la brevísima era de los milagros) también habían sido olvidadas, aunque quizá nunca tuvieran una explicación satisfactoria.

No, no más revelaciones, trastornos, intervenciones; éste era su propósito colectivo; y por favor, ocultad los cadáveres.

Respecto a eso, seguían insistiendo al delirante Daniel de que incluso en una gran urbe corrupta y salvaje como Miami, uno no podía ser sino muy prudente con los restos del festín.

Ah, Miami. Podía oírlo de nuevo, el grave rugido de tantos humanos desesperados; el zumbido de todas aquellas máquinas, grandes y pequeñas. Antes, mientras yacía inmóvil en el diván, había dejado que sus voces me inundaran. No era imposible para mí dirigir este poder; filtrar, localizar y amplificar un coro de diferentes sonidos. Sin embargo dejaba de lado este poder, incapaz aún de utilizarlo con convicción, del mismo modo que no podía utilizar mi nueva fuerza.

Ah, pero adoraba estar cerca de la ciudad. Adoraba su sordidez y su encanto; sus viejos y desvencijados hoteles y sus luminosas mareas altas; sus sofocantes vientos; su flagrante decadencia. De tanto en tanto escuchaba la inacabable música urbana, un bajo murmullo palpitante.

—¿Por qué no vas, pues?

Marius.

Levantaba la cabeza del ordenador. Despacio, sólo para molestarlo un poco, aunque era el más paciente de los inmortales.

Estaba apoyado en el marco de la puerta de la terraza, con los brazos cruzados y un tobillo reposando encima del otro. Las luces exteriores tras él. En el antiguo mundo, ¿había habido algo así? ¿El espectáculo de una ciudad electrificada, rebosante de torres resplandecientes como las estrechas parrillas de una vieja estufa de gas?

Se cortaba el pelo muy corto; vestía ropas simples, pero elegantes, del siglo veinte: cazadora y pantalones de seda gris; y lo rojo esta vez, porque siempre había algo rojo, era la oscura camisa de cuello vuelto.

—Quiero que dejes a un lado el libro y te reúnas con nosotros —dijo—. Has estado encerrado ahí dentro durante más de un mes.

—De vez en cuando salgo —repuse. Me gustaba mirarlo, mirar al neón azul de sus ojos.

—Este libro —dijo—, ¿con qué propósito lo escribes? ¿Me dirás al menos eso?

No respondí. Insistió un poco más, aunque con mucho tacto.

—¿No te bastó con las canciones y la autobiografía?

Traté de dilucidar lo que lo hacía parecer tan verdaderamente amable. Quizás eran las diminutas arrugas que aún salían a la vida en las comisuras de sus ojos, la minúscula contracción de la piel que aparecía y desaparecía al hablar.

Grandes ojos redondos como los de Khayman, que siempre tenían un efecto aturdidor.

Volví de nuevo la vista a la pantalla del ordenador. Imagen electrónica de lenguaje. Casi acabado. Y todos lo sabían; lo habían sabido siempre. Por eso ofrecían voluntariamente tanta información: llamaban, entraban, hablaban y se iban.

—Entonces, ¿por qué hablar de ello? —inquirí—. Quiero dejar por escrito lo que ocurrió. Lo sabías cuando me contaste lo que había representado para ti.

—Sí, pero ¿para quién lo escribes?

Pensé de nuevo en todos mis admiradores en la sala del concierto; en ser visible; en aquellos momentos atroces, al lado de ella, en los pueblos, cuando me había convertido en un Dios sin nombre. De repente sentí frío, a pesar de la cariñosa calidez del aire, de la brisa que llegaba del mar. ¿Había tenido ella razón cuando nos había tildado de limitados, de codiciosos de sangre? ¿Cuando había dicho que era egoísta por nuestra parte querer que el mundo continuara igual?

—Ya sabes la respuesta a esa pregunta —contestó él. Se acercó un poco más. Puso la mano en el respaldar de mi silla.

—Era un sueño ingenuo, ¿no? —interrogué. Dolía decirlo—. Nunca podría haberse llegado a realizar, ni aunque la hubiésemos proclamado diosa y hubiésemos obedecido sus órdenes.

—Era una locura —respondió—. La habrían derrotado, destruido, más deprisa de lo que nunca hubiera podido imaginar.

Silencio.

—El mundo no la habría querido —añadió—. Eso es lo que ella nunca hubiera podido comprender.

—Creo que al final lo supo; no había lugar para ella, no había medio para ella de ser útil siendo lo que era. Lo supo cuando miró en nuestros ojos y vio el obstáculo que nunca podría superar. Había sido tan cuidadosa con sus apariciones, eligiendo lugares primitivos e invariables como lo era ella misma…

Asintió y dijo:

—Repito que ya conoces las respuestas a tus preguntas. Así pues, ¿por qué sigues formulándolas? ¿Por qué te encierras aquí con tus penas?

No contesté nada. Volví a ver los ojos de ella. «¿Por qué no podéis creer en mí?»

—¿Me lo has perdonado todo? —pregunté de súbito.

—Tú no tienes la culpa —respondió—. Ella esperaba, escuchaba. Tarde o temprano algo habría removido su voluntad. El peligro siempre estaba al acecho. En realidad, que ella despertase cuando lo hizo, fue tan accidental como el mismo origen de nuestra especie. —Soltó un suspiro. Volvió a aparecer amargo, como las primeras noches después de los hechos, en que se había sentido tan apenado—. Desde siempre supe que existía el peligro —murmuró—. Quizá quise creer que era una diosa; hasta que despertó. Hasta que me habló. Hasta que sonrió.

Otra vez estaba como ausente, pensando en el momento anterior a que cayera el hielo y lo atrapase, dejándolo indefenso durante tanto tiempo.

Se alejó, lentamente, indeciso; salió a la terraza y miró hacia la playa. Qué manera más informal de moverse. ¿Los antiguos habían apoyado los codos en las balaustradas del mismo modo?

Me levanté y lo seguí. Miré al otro lado de la gran línea divisoria que constituían las negras aguas. Al centelleante reflejo de la silueta de la ciudad. Lo miré a él.

—No sabes lo que es, no cargar con aquella responsabilidad —susurró—. Saber que soy libre por primera vez.

No respondí. Pero ciertamente me lo imaginaba. Sin embargo temía por él, temía quizá que ella hubiera sido el ancla, como la Gran Familia era el ancla para Maharet.

—No —dijo, sacudiendo la cabeza—. Es como si se hubiera barrido una maldición. Yo despierto; pienso que debo ir a la cripta; debo quemar el incienso; traer las flores; debo colocarme ante ellos y hablarles; e intentar consolarlos como si estuvieran sufriendo interiormente. Luego me doy cuenta de que se han ido. Todo ha pasado, todo ha terminado. Soy libre de ir adonde quiera y de hacer lo que quiera. —Hizo una pausa, reflexionando, mirando de nuevo a las luces. Luego—: ¿Y tú? ¿No eres libre también? Desearía comprenderte.

—Me comprendes. Siempre me has comprendido —dije. Encogí los hombros.

—Ardes de insatisfacción. Y no te podemos consolar, ¿no? Es el amor de ellos lo que quieres. —E hizo un gesto hacia la ciudad.

—Sois mi consuelo —respondí—. Todos vosotros. No podría, ni por un momento, pensar en dejaros; no durante un tiempo largo, al menos. Pero, ya sabes, en el escenario, en San Francisco… —No terminé. ¿De qué servía contárselo, si no lo sabía? Había sido lo único que siempre había deseado, hasta que el gran torbellino descendió y me arrastró consigo.

—¿Incluso aunque nunca te creyeron? —inquirió—. ¿Aunque pensaron que simplemente tenías talento para actuar en vivo? ¿Un autor con gancho, como dicen ahora?

—¡Saben mi nombre! —respondí—. Fue mi voz lo que oyeron. Me vieron a mí encima de las candilejas.

Asintió.

—Y por eso el libro
La Reina de los Condenados
—dijo.

Ninguna respuesta.

—Baja con nosotros. Déjanos estar en tu compañía. Háblanos de lo que ocurrió.

—Ya visteis lo que ocurrió.

De repente sentí cierta confusión; una curiosidad que él se resistía a revelar. Continuaba mirándome.

Pensé en Gabrielle, pensé en cómo empezaría a hacerme preguntas y pararía. Entonces me di cuenta. Vaya, había sido un estúpido por no haberlo advertido antes. Querían saber los poderes que me había dado; querían saber cómo me había afectado su sangre; y todo el tiempo yo había mantenido estos secretos bien guardados en mi interior. Los mantenía guardados incluso ahora. Junto con la imagen de aquellos cadáveres sembrando el suelo del templo de Azim; junto con el recuerdo del éxtasis que había sentido al matar a todo hombre que me pasaba por delante. Y junto con otro momento terrible aunque inolvidable: su muerte, la muerte de ella, cuando yo había eludido utilizar los poderes que me había dado y no la había ayudado.

Y ahora empezaba de nuevo, la obsesión por el final. ¿Me había visto tendido tan cerca de él? ¿Se había percatado de mi rechazo a ayudarla? ¿O su alma se había elevado ya al recibir el primer golpe?

Marius miraba al otro lado de las aguas, a los pequeños botes que se apresuraban hacia el puerto, hacia el sur. Pensaba en cuántos siglos le había costado adquirir los poderes que ahora poseía. No sólo los habían producido las infusiones de la sangre de ella. Solamente después de mil años había sido capaz de levantarse hacia las nubes como si fuera uno de ellos, sin trabas, sin miedo. Pensaba en cómo tales cosas varían de un inmortal a otro, en cómo nadie sabe qué poder hay encerrado en el interior de otro; en que quizá nadie sepa siquiera qué poder hay encerrado en el interior de uno mismo.

Todo muy cortés; pero por el momento no podía confiar ni en él ni en nadie.

—Mira —le dije—. Deja que me lamente sólo un poquito más. Déjame crear mis lóbregas imágenes aquí dentro, déjame en compañía de la palabra escrita. Más tarde iré con vosotros; me reuniré con vosotros. Quizá obedezca las normas. Algunas de ellas, por lo menos, ¿quién sabe? ¿Qué vais a hacer si no las obedezco, por cierto? ¿No es la segunda vez que te hago esta pregunta?

Él quedó claramente sorprendido.

—¡Eres un maldito entre los malditos! —exclamó en un susurro—. Me recuerdas una vieja historia sobre Alejandro Magno. Lloró cuando vio que no había más países por conquistar. ¿Llorarás cuando no haya más normas por quebrantar?

—Ah, pero siempre hay normas por quebrantar.

Sonrió con un suspiro.

—Quema el libro.

—No.

Nos miramos fijamente durante un momento; luego lo abracé, lo estreché con amor y sonreí. Ni siquiera supe por qué lo había hecho, salvo quizá porque Marius tenía tanta paciencia y era tan sincero… Había cambiado profundamente, como todos nosotros, pero el cambio en él había sido triste y doloroso, como en mí.

El cambio tenía que ver con el combate eterno entre el bien y el mal, un combate del cual tenía la misma concepción que yo, porque él me había enseñado a comprenderla años atrás. Él era quien me había contado cómo debía bregar eternamente con estas cuestiones, cómo la solución simple no era lo que deseábamos sino lo que siempre temíamos.

Lo abracé también porque lo quería, porque quería estar cerca de él y porque no quería que en aquel momento se fuese enfadado o decepcionado conmigo.

—¿Obedecerás las normas? —preguntó de súbito. Mezcla de amenaza y sarcasmo. Y quizá un poco de afecto, también.

—¡Desde luego! —De nuevo encogí los hombros—. ¿Cuáles son, por cierto? Las he olvidado. Oh, no hacer nuevos vampiros; no errar sin dejar señal; ocultar los cadáveres.

—Eres un diablillo, Lestat, ¿lo sabías? Un crío.

—Deja que te haga una pregunta —dije yo. Había cerrado la mano en un puño y le había tocado con suavidad el brazo—. Aquel cuadro tuyo,
La Tentación de Amadeo,
el que está en los sótanos de la Talamasca…

—¿Sí?

—¿No te gustaría volver a tenerlo?

—Por todos los dioses, no. Es una cosa horrible, de veras. Mi etapa negra, se podría decir. Bueno, sí que me gustaría que lo sacasen de aquel maldito cuarto. Ya sabes, que lo colgasen en la sala principal. En algún rincón decente.

Reí.

De repente se puso serio. Receloso.

—¡Lestat! —exclamó bruscamente.

—¿Sí, Marius?

—¡Deja la Talamasca en paz!

—¡Desde luego! —Otro encogimiento de hombros. Otra sonrisa. ¿Por qué no?

—Lo digo de veras, Lestat. Lo digo en serio. No te metas con la Talamasca. ¿Comprendes?

—Marius, es notablemente fácil comprenderte. ¿Oyes?: el reloj está dando las doce. A esta hora siempre salgo a dar un pequeño paseo por la Isla de la Noche. ¿Me acompañas?

No esperé a que me respondiera. Al cruzar la puerta oí que soltaba uno de aquellos encantadores suspiros de indulgencia, tan suyos.

Medianoche. La Isla de la Noche era un fragor. Paseaba por las galerías llenas de gente. Cazadora tejana, camiseta blanca, rostro medio oculto por grandes gafas oscuras; manos hundidas en los bolsillos de los pantalones vaqueros. Observaba a los ávidos compradores zambulléndose por las puertas abiertas, examinando montones de maletas lustrosas, camisas de seda envueltas en plástico, un reluciente maniquí negro envuelto en un visón.

Junto a la fuente iluminada, con sus penachos danzantes de miríadas de gotas, una anciana sentada acurrucada en un banco, con un vaso de plástico lleno de café hirviendo en su mano temblorosa. Le costaba llevárselo a los labios; cuando le sonreí al pasar, dijo con voz entrecortada:

—Cuando uno es viejo ya no necesita dormir.

Una suave música susurrante salía de la coctelería. Los jóvenes brutos merodeaban alrededor de la tienda de vídeos; ¡apetito de sangre! El rauco silbido y el centelleo de las galerías murieron cuando volví la cabeza. A través de la puerta del restaurante francés capté el rápido y atractivo gesto de una mujer levantando una copa de champán; risa muda. El teatro estaba lleno de gigantes en blanco y negro hablando en francés.

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