La reina de los condenados (75 page)

BOOK: La reina de los condenados
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—Pero ellos querrán saber lo que realmente somos —intervino Santino—. Y una vez lo sepan se alzarán contra nosotros. Querrán la sangre inmortal, que es lo que quieren siempre.

—Incluso las mujeres quieren vivir para siempre —corroboró Maharet fríamente—. Incluso las mujeres matarían por esto.

—Akasha, esto es una locura —dijo Marius—. Es irrealizable. No oponer resistencia sería impensable en el mundo occidental.

—Es una visión salvaje y primitiva —dijo Maharet con fría burla.

El rostro de Akasha se ensombreció de nuevo por el odio. Pero, aun en su furia, la hermosura de su expresión se mantuvo inamovible.

—¡Siempre te has opuesto a mí! —dijo a Maharet—. Te destruiría si pudiese. Heriría a los que amas.

Hubo un silencio de aturdimiento. Pude oler el miedo en los demás, aunque nadie se atrevió a moverse o hablar.

Maharet asintió. Sonrió con la seguridad que da el saber.

—Eres tú la arrogante —respondió—. Eres tú la que no ha aprendido nada. Eres tú la que no ha cambiado en seis mil años. Es tu alma la que continúa imperfecta, mientras los mortales se mueven en reinos que nunca podrás comprender. En tu aislamiento soñaste sueños como miles de humanos han soñado, protegida de toda observación o contraste; ¿y emerges de tu silencio dispuesta a hacer reales para el mundo esos sueños? Expones los sueños en esta mesa, a un puñado de compañeros de especie, y se derrumban. No puedes defenderlos. ¿Cómo podría alguien defenderlos? ¡Y nos dices que negamos lo que es evidente!

Maharet se levantó despacio de la silla. Se inclinó un poco hacia delante, apoyando su peso en los dedos que tocaban la madera.

—Bien, te diré lo que es evidente —prosiguió—. Hace seis mil años, cuando los hombres creían en los espíritus, tuvo lugar un accidente hórrido e irreversible; a su manera, fue tan horroroso como los monstruos que a veces nacen de los mortales, monstruos que la naturaleza no soporta que vivan. Pero tú, aferrada a la vida, aferrada a tu voluntad, aferrada a tus prerrogativas reales, rechazaste llevarte este error a la tumba prematura. Santificarlo, éste fue tu propósito. Dar nacimiento a una gran y gloriosa religión; y aún es tu propósito. Pero en definitiva es un accidente, una malformación, nada más.

»Contempla ahora las épocas que se han sucedido desde aquel siniestro, maligno momento; contempla las demás religiones basadas en el pánico; basadas en alguna aparición o en alguna voz de las nubes. Basadas en la intervención de los sobrenatural, de una forma u otra: milagros, revelaciones, un muerto levantándose de la tumba…

«Contempla los efectos de tus religiones, de esos movimientos que han arrebatado a millones con sus fantásticas afirmaciones. Contempla lo que han provocado a lo largo de la historia humana. Contempla las guerras desencadenadas por su culpa; contempla las persecuciones, las masacres. Contempla la esclavización pura de la razón; contempla el precio de la fe y del fanatismo.

»¡Y nos hablas de niños muriendo en los países orientales, en el nombre de Alá, mientras los fusiles repiquetean y las bombas caen!»

»Y la guerra de que hablas, en la cual una pequeña nación europea trataba de exterminar a un pueblo entero… ¿En nombre de qué gran propósito espiritual, en nombre de qué nuevo mundo, se cometió? ¿Y qué recuerda el mundo de ello? Los campos de concentración, los hornos crematorios, que asaban cuerpos a miles. ¡Las ideas han desaparecido!

»Escucha bien, nos costaría un enorme esfuerzo determinar qué es peor, la religión o la idea pura. La intervención de lo sobrenatural o la evidente, simple y abstracta solución. Ambas han bañado esta tierra de sufrimientos; ambas han puesto a la raza humana de rodillas, literal y figuradamente.

»¿No te das cuenta? No es el hombre el enemigo de la especie humana. Es lo irracional; es lo espiritual cuando está divorciado de lo material, cuando está divorciado de la realidad de un corazón palpitante o de una vena sangrando.

»Nos acusas de codicia de sangre. Ah, pero esta codicia es nuestra salvación. Porque sabemos lo que somos; conocemos nuestros límites y conocemos nuestros pecados; tú nunca has conocido los tuyos.

«Desearías empezarlo todo de nuevo, ¿no? Desearías dar nacimiento a una nueva religión, una nueva revelación, una nueva ola de superstición, de sacrificio y de muerte.

—Mientes —replicó Akasha, con la voz apenas capaz de contener la furia—. Traicionas la belleza esencial del sueño; la traicionas porque no tienes visión, no tienes sueños.

—¡La belleza no tiene nada que ver con esto! —exclamó Maharet—. ¡No se merece tu violencia! ¡Eres tan despiadada que las vidas que quieres destruir no significan nada para ti! ¡Y nunca han significado nada!

La tensión en el ambiente era insostenible. Mi cuerpo rezumaba sudor sangriento. Sentía el pánico a mi alrededor. Louis había agachado la cabeza y se cubría la cara con las manos. Sólo el joven Daniel parecía desesperadamente extasiado. Y Armand simplemente tenía los ojos fijos en Akasha, como si todo estuviera ya fuera del alcance de su posibilidad de actuar.

Akasha luchaba interiormente, en silencio. Pero enseguida pareció recuperar su convicción.

—¡Mientes, como siempre has mentido! —gritó con desesperación—. Pero no importa si no combatís a mi lado. Haré lo que tengo el propósito de hacer; retrocederé a través de los milenios y redimiré aquel momento pretérito, redimiré el antiquísimo mal que tú y tu hermana trajisteis a mi tierra; retrocederé y lo mostraré a los ojos del mundo hasta que se convierta en el Belén de la nueva era; y por fin existirá la paz en la Tierra. No hay bien grandioso que no se haya conseguido sin sacrifico ni valor. Y si os volvéis contra mí, si me presentáis batalla, crearé de mejor temple los ángeles que necesito.

—No, no lo harás —negó Maharet.

—Akasha, por favor —dijo Marius—, concédenos tiempo. Concédenos sólo una demora, para reflexionar. Concédenos que a partir de este momento no suceda nada.

—Sí —insistí yo—. Danos tiempo. Ven conmigo. Salgamos juntos (tú, Marius y yo) de aquí, salgamos de los sueños y vayamos al mundo mismo.

—¡Oh, cómo me insultas y me desprecias! —susurró ella. Su odio iba dirigido a Marius, pero estaba a punto de volverse hacia mí.

—Hay tantas cosas, tantos lugares que quiero mostrarte —dijo él—. Sólo dame una oportunidad. Akasha, durante dos mil años he cuidado de ti, te he protegido…

—¡Te has protegido a ti mismo! Has protegido a la fuente de tu poder, ¡a la fuente de tu maldad!

—Te lo suplico —dijo Marius—. Me arrodillaré ante ti. Sólo un mes, ven conmigo, conversemos, examinemos todas las evidencias…

—Tan insignificantes, tan limitados —musitó Akasha—. Y no os sentís en deuda con el mundo que hizo de vosotros lo que sois, no os sentís en deuda para devolver el beneficio de vuestro poder, ¡para transformaros de malignos en dioses!

En ese momento, con la sorpresa que se expandía en su rostro, se volvió hacia mí.

—Y tú, mi príncipe, que viniste a mi cámara como si yo fuese la Bella Durmiente, que me despertaste a la vida de nuevo con tu apasionado beso. ¿No quieres reconsiderarlo? ¡Por mi amor! —De nuevo las lágrimas aparecieron en sus ojos—. ¿Te unirás a ellos en contra mía, también? —Extendió los brazos y colocó sus manos a ambos lados de mi rostro—. ¿Cómo puedes traicionarme? —prosiguió—. ¿Cómo puedes traicionar un sueño así? Esos son unos indolentes, unos falsos, llenos de malevolencia. Pero tu corazón es puro. Posees un coraje que trasciende el pragmatismo. ¡Tú también tuviste tus sueños!

No tenía que responder. Ella ya lo sabía. Tal vez lo viera mejor que yo mismo. Lo único que yo veía era el sufrimiento en sus ojos negros. El dolor, la incomprensión, y la pena que sentía por mi causa.

De repente pareció que no se podía mover ni hablar. No había nada que yo pudiera hacer; nada que pudiera salvarlos o salvarme. ¡La quería! ¡Pero no podía ponerme de su lado! En silencio, le supliqué que me comprendiese y que me perdonase.

Su rostro estaba helado, casi como si las voces la hubiesen ganado para sí; era como si yo estuviera ante su trono, en la trayectoria de su mirada invariable.

—Te mataré a ti primero, príncipe —dijo mientras sus dedos me acariciaban con gran cariño—. Quiero que te vayas de mi lado. No quiero mirar tus ojos y ver de nuevo tu traición.

—Hazle algún daño y será una señal para nosotros —susurró Maharet—. Todos a una arremeteremos contra ti.

—¡Y arremeteréis contra vosotros mismos! —replicó desviando la mirada hacia Maharet—. Cuando acabe con éste que amo, mataré a los que tú amas, a los que ya deberían estar muertos; destruiré a todos los que pueda destruir; pero ¿quién me destruirá a mí?

—Akasha —musitó Marius. Se levantó y se acercó a ella; pero ella, con un breve parpadeo, lo tumbó al suelo. Al caer oí como gritaba. Santino fue en su ayuda.

De nuevo se volvió hacia mí; y sus manos se cerraron afectuosas en mis hombros, amorosamente, igual que antes. Y, a través del velo de mis lágrimas, vi que sonreía tras un velo de tristeza.

—Mi príncipe, mi hermosísimo príncipe —dijo.

Khayman se levantó de la mesa. Eric también se levantó. Y Mael. Y luego los jóvenes. Y finalmente Pandora, que fue hacia Marius.

Me soltó. Y también se puso en pie. La noche fue de súbito tan silenciosa que el bosque pareció suspirar tras los cristales.

Y de todo era yo el culpable, el único que quedaba sentado, sin mirar a nadie, mirando nada. Mirando la pequeña extensión centelleante de mi vida, mis pequeños triunfos, mis pequeñas tragedias, mis sueños de despertar a la diosa, mis sueños de bondad y de fama.

¿Qué estaba haciendo Akasha? ¿Calculando su poder? Miraba de uno a otro y luego otra vez a mí. Como un desconocido mirando hacia abajo desde una gran altura. Y ahora vendrá el fuego, Lestat. No oses volver la vista hacia Gabrielle o Louis, no sea que ella se vuelva hacia allí. Muere primero, como un cobarde, y no tendrás que verlos morir.

Y lo más atroz de todo no es no saber quién será el vencedor final, si ella triunfará o no triunfará y nos hundiremos juntos; es no saber a qué se refiere, no saber el porqué, o qué diablos significa el sueño de las gemelas, o cómo se originó el mundo entero. Simplemente, nunca lo sabrás.

Ahora yo lloraba, y ella lloraba, y de nuevo era aquel ser tierno y frágil, el ser que había abrazado en Santo Domingo, el ser que me necesitaba; pero, después de todo, aquella debilidad no la destruiría; aunque, en verdad, a mí sí me destruiría.

—Lestat —susurró con incredulidad.

—No puedo seguirte —dije con voz quebrada. Lentamente me puse en pie—. No somos ángeles, Akasha, no somos dioses. Ser humanos, eso es lo que ansiamos la mayoría. Para nosotros es lo humano lo que se ha convertido en un mito.

Me mataba mirarla. Pensé en su sangre manando en mí, pensé en los poderes que me había dado, en lo que había sido viajar con ella por las nubes. Pensé en la euforia del pueblo de Haití, en cuando las mujeres habían llegado con las velas, cantando himnos.

—Pero así será, mi amor —susurró—. ¡Sé valiente! ¡Tú puedes! —Las lágrimas ensangrentadas descendían por su mejillas. Le temblaba el labio inferior, y la lisa piel de su frente estaba surcada por aquellas arrugas rectilíneas que indicaban una total aflicción.

Luego se irguió. Desvió la vista de mí, y su rostro quedó vacío y bellísimamente liso de nuevo. Miró más allá de nosotros y sentí que buscaba la fuerza para cumplir lo prometido y que los demás harían mejor en actuar rápido. Lo deseé, como deseé clavarle una daga; harían mejor en abatirla ahora. Noté que las lágrimas me resbalaban rostro abajo.

Pero estaba ocurriendo algo más. De algún lugar provenía un fuerte sonido, suave y musical. Cristales que se rompían, gran cantidad de cristales. Daniel experimentó una súbita y evidente emoción. Jesse también. Pero los viejos permanecieron inmóviles, escuchando. Otra vez, cristales que se hacían añicos; alguien que entraba por una de las muchas puertas de la laberíntica casa.

Akasha dio un paso atrás. Volvió a la vida como si hubiera visto una visión; y un potente ruido hueco inundó el pozo de las escaleras al otro lado de la puerta abierta. Había alguien en el pasillo de abajo.

Akasha se alejó de la mesa y se dirigió al hogar. Parecía terriblemente asustada.

¿Era posible? ¿Sabía quién venía? ¿Era otro viejo? ¿Y era eso lo que temía, que alguien más pudiese realizar lo que aquellos pocos no?

Definitivamente, su propósito no era nada tan calculado; yo lo sabía; ella estaba siendo convencida interiormente. El valor la abandonaba. ¡Después de todo, era la necesidad, la soledad! Había empezado con mi resistencia, ellos lo habían ahondado y después yo le había atizado otro golpe. Y ahora estaba transfigurada por aquel ruido estruendoso, resonante, impersonal. Pero ella no sabía de quién se trataba; yo lo noté. Y los demás también.

El ruido iba en aumento. El visitante subía las escaleras. El tragaluz y los viejos pilares de hierro retumbaban con el impacto de sus pesados pasos.

—Pero ¿quién es? —dije de pronto. No podía soportarlo más. Allí estaba de nuevo aquella imagen, la imagen del cadáver de la madre y de las gemelas.

—¡Akasha! —dijo Marius—. Danos el tiempo que te pedimos. Retarda el momento. ¡Eso basta!

—¿Basta para qué? —gritó con una violencia rayana en el salvajismo.

—Para nuestra vidas, Akasha —dijo—. ¡Para todas nuestras vidas!

Oí reír suavemente a Khayman, él, que no había dicho ni una palabra.

Los pasos habían alcanzado el rellano.

Maharet se hallaba junto al umbral y Mael estaba tras ella. Ni siquiera los había visto moverse.

Entonces vi qué era, vi quién era. La mujer que había vislumbrado cruzando las junglas, abriéndose camino para salir de la tierra, andando largas extensiones de llanura yerma. ¡La otra gemela de los sueños que nunca había comprendido! Y allí estaba, enmarcada en la nebulosa claridad del tragaluz, mirando a la distante figura de Akasha, quien se encontraba a unos diez metros de ella, de espaldas a la pared de cristal y a las llamas del fuego.

¡Oh, qué espectáculo fue verla! Todos respiraron jadeantes, incluso los viejos, incluso el mismo Marius.

Una delgada capa de tierra cubría toda su persona, incluso la forma ondulada de su largo pelo. Resquebrajado, levantado en varios puntos, manchado por la lluvia, el barro continuaba pegado a ella, pegado a sus brazos desnudos y a sus pies descalzos como si estuviera hecha de él, hecha de barro. La tierra fangosa cubría su rostro como una máscara. Y sus ojos escudriñaban desde detrás de la máscara, desvelados, redondeados de rojo. Vestía un harapo, una sábana sucia y rasgada, atada simplemente con una cuerda de cáñamo a la cintura.

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