La reina de los condenados (34 page)

BOOK: La reina de los condenados
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De repente, todo fue una visión confusa, un fragor como el grave demoler de una máquina gigante. Pero entonces, en el momento de visión distorsionada, vio a los demás. Vio la simple, ineludible diferencia entre los vivos y los muertos. Seres como él en todas direcciones, ocultos entre el bosque de mortales, y sin embargo brillando como los ojos de una lechuza a la luz de la luna. Ni maquillaje ni gafas oscuras, ni sombreros informes ni capas con capucha conseguirían ocultar su presencia entre los humanos. Y no era sólo el brillo ultraterrenal de sus rostros o de sus manos. Era la lenta y ágil elegancia de sus movimientos, como si fueran más espíritu que carne.

«¡Ah, hermanos y hermanas, al fin!»

Pero era odio lo que sentía a su alrededor. ¡Un odio muy perverso! Amaban a Lestat, y a la vez lo condenaban. Amaban el mismo acto de odiar, de castigar. De pronto, captó la mirada de una poderosa y voluminosa criatura, de pelo negro y grasiento, que desnudó sus colmillos en un horroroso destello y reveló el plan en su asombrosa totalidad. Ante los curiosos ojos de los mortales cuartearían a Lestat; lo decapitarían; luego, los restos los quemarían en una pira junto al mar. El fin del monstruo y su leyenda. «¿Estás con nosotros o contra nosotros?»

Daniel soltó una carcajada.

—Nunca lo podréis matar —dijo Daniel. No obstante, quedó boquiabierto al vislumbrar la afilada hoz que la criatura mantenía apretada contra su pecho, en el interior de su abrigo. Luego la bestia se volvió y se esfumó. Daniel levantó la vista hacia arriba, a través de la luz humeante. «Uno de ellos, ahora. ¡Saber todos sus secretos!» Se sintió mareado, al borde de la locura.

La mano de Armand aferró su hombro. Habían llegado al mismo centro del local. La multitud se hacía más y más densa a cada segundo. Chicas bonitas en túnicas de seda negra empujaban y apretaban a los rudos motoristas vestidos de cuero negro raído. Plumas suaves frotaron su mejilla; vio un diablo rojo con cuernos gigantes; una calavera coronada con rizos dorados pegados, y en ellos peinetas de perlas. Gritos al azar se levantaban en la penumbra azul. Los motoristas aullaban como lobos; alguien gritó «¡Lestat!» con una voz ensordecedora y otros repitieron la llamada instantáneamente.

De nuevo, Armand tenía la expresión perdida, una expresión que indicaba un profundo ensimismamiento, como si lo que viera ante él no significase nada en absoluto.

—Quizá treinta —susurró al oído de Daniel—; no más que ésos, y uno o dos de los más viejos, tan viejos que podrían destruir al resto en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Dónde?, dime, ¿dónde?

—Escucha —dijo Armand—, y velo por ti mismo. No tienen dónde ocultarse.

4. Khayman

«La hija de Maharet. Jessica.» El pensamiento cogió a Khayman por sorpresa. «Protégela; que de un modo u otro salga de aquí.»

Se levantó, con los sentidos agudizados. Había estado escuchando a Marius otra vez, a Marius que intentaba llegar a los jóvenes oídos desafinados del vampiro Lestat, quien se acicalaba en los bastidores, ante un espejo roto. ¿Qué podía significar aquello, la hija de Maharet, Jessica? Más: ¿qué podía significar cuando los pensamientos hacían referencia, sin lugar a dudas, a una mujer mortal?

Volvió otra vez la inesperada comunicación de una mente fuerte pero no velada: «Cuida a Jesse. Consigue, como sea, detener a la Madre…» Pero, en realidad, no eran palabras: no era más que una centelleante visión fugaz del alma de otro, un derrame chispeante.

La mirada de Khayman recorrió con lentitud las gradas opuestas, la atestada planta baja. Muy a lo lejos, en algún rincón remoto de la ciudad, uno de los viejos rondaba, rebosante de miedo por la Reina y sin embargo anhelando dar una mirada a su rostro. Había venido a morir, pero quería ver su rostro en el instante final.

Khayman cerró los ojos para alejar aquella imagen.

Luego, ¡otra vez!, lo oyó de nuevo. «Jessica, Jessica mía.» Y tras la llamada del alma, ¡reconoció a Maharet! La súbita visión de Maharet, encerrada en la cárcel del amor, y antigua y blanca como él mismo era. Fue un momento de dolor aturdido. Se hundió de nuevo en su asiento de madera y agachó un poco la cabeza. Después, levantó la vista de nuevo hacia las vigas de acero, hacia las horrorosas marañas de cable negro y luces cilíndricas oxidadas. «¿Dónde estás?»

Allí, a lo lejos, en la pared opuesta, vio a la figura de la que provenían los pensamientos. Ah, el más viejo que había visto en aquella parte de mundo. Un bebedor de sangre, un gigante nórdico, experimentado y astuto, vestido con prendas de piel parda, ruda y sin curtir, de pelo suelto de color paja; de gruesas cejas y ojos pequeños y hundidos que le daban una expresión meditabunda.

El ser estaba siguiendo la pista a una pequeña mujer mortal que se abría camino a través de la masa de la planta baja. Jesse, la hija mortal de Maharet.

Enloquecido, incrédulo, Khayman fijó la vista en la pequeña mujer. Al percatarse de la asombrosa semejanza, sintió que los ojos se le humedecían por las lágrimas. Allí estaba el largo pelo rojo cobrizo, rizado, tupido, y la misma figura alta, de ave, los mismos ojos verdes y curiosos recorriendo la escena mientras dejaba que los que la empujaban la hicieran girar una y otra vez.

El perfil de Maharet. La piel de Maharet, que en vida había sido tan pálida, casi luminosa, tan parecida a la superficie interior de una concha.

En un súbito y vivido recuerdo, vio la piel de Maharet por entre los intervalos de sus propios dedos oscuros. Al apartar el rostro de ella a un lado durante la violación, las puntas de sus dedos le habían tocado los delicados pliegues de la piel que cubrían los ojos. No fue hasta un año después cuando le arrancaron los ojos, y él había estado presente, recordando el momento, la sensación de la piel. Eso fue antes de que él recogiera los ojos y…

Tuvo un escalofrío. Sintió un dolor punzante en los pulmones. La memoria no le iba a fallar. No se escabulliría de aquel momento, no sería el tonto feliz que no recuerda nada.

La hija de Maharet, de acuerdo. Pero, ¿cómo? ¿A través de cuántas generaciones habían sobrevivido aquellos rasgos para brotar de nuevo en aquella mujercita, una mujer que aparecía luchando por abrirse camino hacia el escenario situado al extremo de la sala?

No era imposible, por supuesto. Pronto se dio cuenta. Quizá trescientos antepasados se contaban entre la mujer del siglo XX y la remota tarde, cuando se había colocado el medallón del Rey y había bajado del estrado para cometer la violación del Rey. Quizás aun menos que eso. Una mera fracción de aquel gentío, para ponerlo en una perspectiva más clara.

Pero lo más asombroso de todo era que Maharet conociera a sus propios descendientes. Y Maharet conocía a aquella mujer. La mente del alto bebedor de sangre produjo aquella noticia de inmediato.

Con la vista buscó a la alta nórdica. Maharet, viva. Maharet, la tutora de su familia mortal, la encarnación de la fuerza y la voluntad sin límites. Pero Maharet no había dado al criado rubio ninguna explicación para los sueños de las gemelas; en lugar de ello, lo había enviado allí para llevar a cabo su orden: salvar a Jessica.

«¡Ah, pero ella vive!» pensó Khayman. «Vive, y, si vive, ¡las dos viven realmente, las hermanas pelirrojas!»

Khayman estudió con más atención a la criatura, sondeando con más profundidad. Pero todo lo que captó ahora fue una feroz vigilancia. Rescatar a Jesse, no sólo del peligro de la Madre, sino incluso del lugar, donde los ojos de Jesse verían lo que nadie podría explicar jamás.

Y cómo aborrecía a la Madre, aquel ser alto y rubio, con la actitud guerrera y sacerdotal fundidas en una sola. Aborrecía que la Madre hubiera interrumpido la serenidad de su intemporal y melancólica existencia; aborrecía que su amor triste y dulce por aquella mujer, Jesse, exacerbara la alarma que sentía por sí mismo. También conocía el alcance de la destrucción, sabía que todos los bebedores de sangre de un extremo de continente a otro habían sido aniquilados, salvando a unos pocos, la mayoría de los cuales estaban bajo aquel techo sin imaginar siquiera el destino que los amenazaba.

Él también sabía lo de los sueños de las gemelas, pero no los comprendía. Después de todo, eran dos hermanas pelirrojas que nunca había conocido; sólo una belleza pelirroja gobernaba su vida. Y de nuevo Khayman vio el rostro de Maharet, una imagen errabunda de ojos ablandados, cansados, humanos, de ojos mirando desde una máscara de porcelana: «Mael, no me preguntes nada más. Haz como te digo y basta.»

Silencio. De repente, el bebedor de sangre supo que lo estaban observando. Con una pequeña sacudida de su cabeza, miró en derredor de la sala, intentando localizar al intruso.

El nombre era el causante, como a menudo lo eran los nombres. La criatura se había sentido sabida, reconocida. Y Khayman había reconocido el nombre de inmediato y lo había relacionado con el Mael de las páginas de Lestat. Sin duda alguna eran uno, el mismo: era el sacerdote druida que había atraído a Marius al bosque sagrado, donde el dios de la sangre lo había hecho uno de los suyos y lo había enviado a Egipto, en busca de la Madre y el Padre.

Sí, era el mismo Mael. Y la criatura se sintió reconocida y odió sentirse reconocida.

Después del inicial espasmo de rabia, todo pensamiento y emoción se desvanecieron. Una exhibición de fuerza más bien deslumbradora, concedió Khayman. Se relajó en la silla. Pero la criatura no lograba encontrarlo. Localizó a otras dos docenas de caras blancas entre la multitud, pero no a Khayman.

La intrépida Jesse, mientras tanto, había llegado a su destino. Agachada, se había escurrido por entre los musculosos motoristas, que reclamaban el espacio ante el escenario como suyo propio, y se había alzado hasta conseguir agarrarse al borde de la plataforma de madera.

Destello de su brazalete de plata en la luz. Y que también podía haber sido una pequeña daga contra el escudo mental de Mael, porque su amor y sus pensamientos fueron totalmente visibles durante un instante escurridizo.

«Este también va a morir, si no se vuelve juicioso» pensó Khayman. «Ha sido instruido por Maharet, sin duda, y quizás alimentado con su poderosa sangre; sin embargo, su corazón es indisciplinado, y su carácter descontrolado es evidente.»

Luego, a pocos metros a espaldas de Jesse, en el torbellino de color y ruido, Khayman localizó a otra figura intrigante, mucho más joven, pero casi tan poderosa como Mael, el galo.

Khayman rastreó en busca del nombre, pero la mente de la criatura era un vacío perfecto; ni un parpadeo de personalidad se le escapaba. Un chico había sido al morir, de pelo liso y castaño rojizo, y de ojos tal vez demasiado grandes para su rostro. Pero de pronto fue fácil: hurtó el nombre del ser a Daniel, el novicio, el recién nacido que se hallaba junto a él. Armand. Y el novicio, Daniel, apenas estaba muerto. Todas las diminutas moléculas de su cuerpo bailoteaban con la invisible química demoníaca.

Armand llamó la atención de Khayman de inmediato. Casi seguro que era el mismo Armand de quien Louis y Lestat habían escrito; el inmortal en la figura de un joven. Lo cual significaba que no tenía más de quinientos años; pero se velaba por completo a los demás. Aparentaba ser astuto y frío, pero carecía de talento: un defecto que no necesitaba aspecto externo para mostrarse. Entonces, percibiendo con claridad que lo estaban observando, volvió sus grandes ojos pardos hacia arriba y los fijó en la distante figura de Khayman.

—No tengo intención de haceros daño a ti ni a tu joven —susurró Khayman para que sus labios pudieran conformar y controlar sus pensamientos—. No soy amigo de la Madre.

Armand oyó pero no respondió. Enmascaró por completo el terror que sintiera a la vista de uno tan viejo. Uno podría haber pensado que estaba mirando a la pared situada tras la cabeza de Khayman, mirando al continuo torrente de juventud que, gritando y riendo, se derramaba escaleras abajo desde las aberturas más altas.

Y, casi sin poder evitarlo, aquel raro seductor de quinientos años fijó sus ojos en Mael, al tiempo que éste, el larguirucho, sentía otro irresistible arranque de preocupación por su frágil Jesse.

Khayman comprendía a aquel ser, a Armand. Sentía que lo comprendía y que era de su gusto. Cuando sus ojos volvieron a. encontrarse, se dio cuenta de que todo lo escrito sobre aquella criatura en los dos relatos estaba inspirado y pensado en su innata ingenuidad. La soledad que Khayman había sentido en Atenas fue entonces muy intensa.

—No eres diferente a mi alma sencilla —susurró Khayman—. Estás perdido en este asunto porque conoces demasiado bien el terreno. Y, por más lejos que vayas, volverás otra vez a las mismas montañas, al mismo valle.

Ninguna respuesta. Claro. Khayman encogió los hombros y sonrió. A éste le habría dado todo lo que estuviera en su mano; y fue sincero y, dejó que Armand lo supiera.

Ahora la cuestión era cómo ayudarlos, cómo ayudar a los que podrían tener alguna esperanza de dormir el sueño de los inmortales hasta la próxima puesta de sol. Y, lo más importante de todo, cómo llegar a Maharet, para quien el fiero y desconfiado Mael no escamoteaba fidelidad.

A Armand, Khayman dijo con el más ligero movimiento de labios:

—No soy amigo de la Madre. Ya te lo he dicho. No te muevas de la muchedumbre humana. Ella te cazará cuando te apartes de los humanos. Así de simple.

El rostro de Armand no registró ningún cambio. Junto a él, el novicio Daniel era feliz, estaba exultante con el espectáculo que lo rodeaba. No conocía ni miedo ni planes ni sueños. ¿Y por qué habría de hacerlo? Tenía a una criatura de poderes extraordinarios que lo protegía. Tenía muchísima más suerte que los demás.

Khayman se puso en pie. Era la soledad más que nada. Le gustaría estar cerca de cualquiera de los dos, de Armand o de Mael. Era lo que había deseado en Atenas cuando todo aquel glorioso recordar y conocer había empezado. Estar junto a otro como él mismo. Hablarle, tocarlo…, algo.

Recorrió el pasillo superior de la sala, que daba la vuelta entera al recinto, salvo por una parte en el extremo más alejado, tras el escenario, destinada a la pantalla gigante de vídeo.

Anduvo con lenta elegancia humana, atento a no estrujar a los mortales que se apretujaban contra él. Aquel lento andar buscaba también otro objetivo; que Mael tuviera la oportunidad de verlo.

Por instinto sabía que, si aparecía de repente ante aquel orgulloso e irritable ser, constituiría para él un insulto insoportable. Y así prosiguió, sólo reanudando su paso normal cuando vio que Mael se había dado cuenta de su acercamiento.

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