La reina de los condenados (38 page)

BOOK: La reina de los condenados
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—… pues claro que podemos hacerlo todo, podemos pasarle esas pruebas, por supuesto, pero tiene que comprender lo que le estoy diciendo; su situación es extrema. Tiene la parte posterior del cráneo completamente aplastada. Se ve el cerebro. Y la herida que se aprecia en el órgano es enorme. Así pues, dentro de pocas horas, si es que aún nos queda alguna, el cerebro va a empezar a hincharse…

«Cabrón, me has matado. Me lanzaste contra la pared. Si pudiera mover algo, los párpados, los labios. Pero estoy atrapada aquí dentro. ¡Ya no tengo cuerpo pero estoy atrapada aquí dentro! Cuando era pequeña, solía pensar que sería así la muerte. Uno queda atrapado dentro de su cabeza, en la tumba, sin ojos para ver y sin boca para gritar. Y los años pasan y pasan.

»O uno yerra por el reino del crepúsculo con los pálidos fantasmas; pensando que está vivo cuando en realidad está muerto. Buen Dios, tengo que saber cuando esté muerta. ¡Tengo que saber cuando haya empezado!»

Sus labios. Percibían una ligerísima sensación. Algo húmedo, cálido. Algo que le abría los labios. Pero aquí no hay nadie, ¿verdad? Están en el pasillo, y la habitación está vacía. De haber alguien allí, lo habría sabido. Ahora notaba su sabor, el fluido cálido entrando en su boca.

«¿Qué es? ¿Qué me están dando? No quiero que me lo den.»

«Duerme, querida.»

«No quiero. Quiero sentir cuando muera. ¡Quiero saberlo!»

Pero el fluido estaba llenando su boca y ella estaba tragando. Los músculos de su garganta estaban vivos. Qué delicioso aquel sabor, su matiz salado. ¡Conocía aquel sabor! Conocía aquella sensación encantadora, hormigueante. Sorbió con más fuerza. Notaba que la piel de su rostro revivía y que el aire se movía a su alrededor. Podía sentir la brisa circulando por la habitación. Una adorable calidez le empezaba a recorrer la espina dorsal. Bajaba hacia los pies, avanzaba por los brazos, y todos los miembros retornaban en sí.

«Duerme, querida.»

La parte posterior de su cabeza le hacía cosquillas; y las cosquillas corrían hacia las raíces de su pelo.

Tenía las rodillas magulladas, pero las piernas estaban intactas y podría volver a andar; podía sentir el contacto de la sábana bajo su mano. Quería extenderla, pero aún era demasiado pronto para ello, demasiado pronto para moverse.

Además, alguien la estaba levantando, se la llevaba.

Y ahora lo mejor era dormir. Porque si aquello era la muerte…, bien, pues no estaba tan mal. Apenas podía oír las voces, los hombres discutiendo, amenazando, ahora no importaba. Parecía que David la estaba llamando. ¿Pero qué quería David que hiciese ella? ¿Morir? El doctor amenazaba con llamar a la policía. Pero la policía ya no podría hacer nada. Casi era divertido.

Bajaron escaleras y más escaleras. Adorable aire fresco.

El sonido del tráfico aumentó; pasó un autobús bramando. Nunca le habían gustado aquellos ruidos, pero ahora eran como el mismo viento, tan puros. Alguien la mecía de nuevo, con mucha dulzura, como en una cuna. Sintió que el coche arrancaba con una sacudida, y luego tiró de ella el suave y agradable ímpetu. Miriam estaba allí y quería que Jesse la mirara, pero Jesse estaba demasiado cansada.

—No quiero ir, madre.

—Pero Jesse. Por favor. Aún no es tarde. ¡Aún puedes llegar! —Como si David la llamara—. Jessica.

6. Daniel

Cuando el concierto llegaba a su mitad, Daniel comprendió. Los hermanos y hermanas caras blancas se rodearían mutuamente, se vigilarían mutuamente, incluso se amenazarían durante toda la actuación, pero nadie haría nada. La regla era demasiado rígida y firme: no dejar evidencias de lo que eran: ni víctimas, ni una sola célula de su tejido vampírico.

Lestat sería el único que debía ser destruido, lo cual tenía que hacerse con el máximo cuidado. Los mortales no tenían que ver las hoces, a menos que fuera inevitable. Atacar al cabrón cuando intentase largarse, ése era el plan; descuartizarlo sólo ante los conocedores. Es decir, a menos que se resistiese, en cuyo caso debería morir ante sus
fans,
y el cuerpo tendría que ser destruido por completo.

Daniel reía y reía. ¡Imaginar a Lestat permitiendo que tal cosa tuviera lugar!

Daniel se reía de sus caras llenas de odio. Pálidas como orquídeas pálidas, aquellas pérfidas almas llenaban la sala con su ultraje ardiente, con su envidia, con su codicia. Uno podría haber pensando que odiaban a Lestat sólo por su extravagante belleza.

Al fin, Daniel había escapado de la tutela de Armand. ¿Por qué no?

Nadie podía hacerle daño alguno, ni siquiera la figura de piedra reluciente que había visto en las sombras, aquella figura tan vieja y de tanta dureza que parecía el Golem de la leyenda. Qué cosa más rara era, aquella piedra mirando a la mortal mujer herida, tendida en el suelo con el cuello roto, la del pelo rojo, la que se parecía a las gemelas del sueño. Y, con toda seguridad, algún estúpido ser humano se lo había hecho, romperle el cuello así. Y el rubio vampiro con la piel de ante, apartándolos a empujones para llegar hasta el centro de la escena, también había sido una visión impresionante; cuando se acercó a la pobre víctima malherida, mostró las venas de su cuello y de los dorsos de las manos, endurecidas y protuberantes. Armand, con una expresión muy poco frecuente en su rostro, había observado con atención cuando los hombres se habían llevado a la mujer pelirroja, como si él mismo tuviera que intervenir de algún modo; o quizá sólo fue aquel Golem que estaba como ausente lo que lo hizo actuar con cautela. Después, empujó a Daniel de nuevo hacia la masa cantante. Pero no había necesidad de temer. Para ellos, aquel lugar, aquella catedral de sonido y luz era un santuario.

Y Lestat era el Cristo en la cruz de la catedral. ¿Cómo describir aquella autoridad sobrecogedora e irracional? Su rostro habría tenido un aspecto cruel de no haber sido por aquel éxtasis y aquella exuberancia infantiles. Alzando el puño al aire, berreaba, suplicaba, bramaba a los poderes que fueran como él cuando cantaba acerca de su propia caída: ¡Lelio, el actor de bulevar, convertido contra su propia voluntad en una criatura de la noche!

Su abrazadora voz de tenor parecía dejar, hecho materia, su cuerpo, mientras relataba su derrota, sus resurrecciones, la sed interior que no había sangre que pudiera colmar.

—¡Yo no soy el mal que tenéis en vuestro interior! —gritaba, no a los monstruos de la masa que tenían a la Luna por sol, sino a los mortales que lo adoraban a él, a Lestat.

Incluso Daniel chillaba, aullaba, saltando en el sitio a la par que lanzaba gritos de acuerdo, aunque las palabras, mirándolas bien, ya no significaran nada; era sólo la cruda fuerza del desafío de Lestat. Lestat maldecía los cielos en representación de todos los que alguna vez habían sido proscritos, de todos los que alguna vez habían conocido el ultraje, y luego se volvía, culpable y malevolente, hacia los de su propia especie.

En los momentos más culminantes, le pareció a Daniel como si todo presagiara que se haría dueño de su propia inmortalidad en la víspera de aquella gran Misa. El Vampiro Lestat era Dios; o la cosa más próxima a Dios que nunca había conocido. El gigante en la pantalla de vídeo daba su bendición a todo lo que siempre había deseado Daniel.

¿Cómo podían resistir los demás? Seguro que la ferocidad de su premeditada víctima la hacía mucho más tentadora. El mensaje último que subyacía en todas las letras de las canciones de Lestat era muy simple: Lestat tenía el don que había prometido a cada uno de ellos; Lestat era indestructible. Había devorado el sufrimiento que le habían inflingido y había salido más fuerte de la experiencia. Unirse a él era vivir para siempre:

Éste es mi Cuerpo. Ésta es mi Sangre.

Pero el odio hervía entre los hermanos y hermanas vampiros. Cuando el concierto llegaba a su conclusión, Daniel lo sintió con mucha intensidad: un olor que se elevaba de la masa, un siseo que se expandía por debajo de la estridencia de la música.

Matar al Dios. Despedazarlo miembro a miembro. Dejemos que los adoradores mortales hagan como siempre han hecho: plañir por los que van a morir. «Hermanos, id con Dios.»

La iluminación general se encendió.
Los fans
desencadenaron una tormenta en el escenario de madera, arrancando la cortina de sarga negra para seguir a los músicos que huían.

Armand agarró el brazo de Daniel.

—Salgamos por la puerta lateral —dijo—. Nuestra única oportunidad es alcanzarlo ahora mismo.

7. Khayman

Era exactamente lo que él había esperado. Ella golpeó al primero de los que habían golpeado a Lestat. Este había cruzado la puerta trasera, con Louis a su lado, y se precipitó hacia su Porsche negro cuando los asesinos se lanzaron a él. Parecía un tosco círculo que pretendía cercarlo, pero en el acto, el primero, con la hoz levantada, estalló en llamas. La muchedumbre fue presa del pánico, y la juventud aterrorizada echó a correr en todas direcciones en una gran estampida. Otro asaltante inmortal ardió. Y luego otro.

Khayman se escabulló hasta la pared, donde se apoyó, al tiempo que los torpes humanos pasaban lanzados por delante de él. Vio a una elegante y alta bebedora de sangre que, inadvertida, se escurría entre la masa y se colocaba con disimulo tras el volante del coche de Lestat, y llamaba a éste y a Louis para que se reunieran con ella. Era Gabrielle, la madre del demonio. Y, lógicamente, el fuego letal no la alcanzaba. Mientras ponía en marcha el vehículo con gestos decididos y rápidos, no mostró ni un destello de miedo en sus fríos ojos azules.

Mientras tanto, Lestat giraba sobre sí mismo en un estanque de rabia. Enfurecido porque alguien le escamoteaba la batalla, decidió subir al coche, sólo porque los demás lo obligaron a hacerlo.

Y mientras el Porsche avanzaba sin contemplaciones por entre los jóvenes que huían enloquecidos, bebedores de sangre explotaban en llamas por todas partes. Sus gritos, sus frenéticas maldiciones, sus últimos interrogantes se alzaban en un coro hórrido y silencioso.

Khayman se cubrió el rostro. El Porsche se hallaba a medio camino de las puertas del recinto cuando la muchedumbre lo obligó a detenerse. Las sirenas chillaron, hubo voces que rugían órdenes, muchos adolescentes habían caído con los miembros rotos, muchos mortales gemían de pena y confusión.

Llegar a Armand, pensó Khayman. Pero, ¿de qué serviría? Vio que ardían por todas partes a su alrededor; ardían en grandes penachos de llamas anaranjadas y azules, llamas que, cuando se liberaban de las ropas chamuscadas que caían en el pavimento, se tornaban blancas por su incandescencia… ¿Cómo podría situarse entre el fuego y Armand? ¿Cómo podría salvar al joven, a Daniel?

Levantó la mirada hacia las distantes colinas, hacia una diminuta figura que resplandecía contra el cielo oscuro, ignorada de todos los que, en torno suyo, chillaban, corrían y pedían auxilio.

De repente, sintió el calor; sintió que el calor lo tocaba como lo había tocado en Atenas. Sintió que danzaba cerca de su rostro, sintió que se le humedecían los ojos. Con firmeza contempló su fuente diminuta y distante. Y entonces, por razones que nunca pudo acabar de comprender, decidió no rechazar el fuego, sino esperar a ver qué le podría hacer. Cada fibra de su cuerpo le decía:
contraataca.
Pero permanecía inmóvil, vacío de pensamientos, notando el sudor que goteaba por su piel. El fuego lo rodeó, lo abrazó. Y al final se alejó, dejándolo en paz, frío, y herido más de lo que se hubiera podido imaginar. Murmuró una plegaria:
Que las gemelas puedan destruirte.

8. Daniel

—¡Fuego! —Daniel captó el hedor de grasa quemada al mismo tiempo que veía las llamas surgiendo aquí y allá entre la multitud. ¿Qué protección era la gente ahora? Los fuegos eran como pequeñas explosiones; grupos de frenéticos adolescentes tropezaban y caían al intentar alejarse de ellos; corrían en círculos demenciales y chocaban sin remedio unos con otros.

El sonido. Daniel lo oyó de nuevo. Se movía por encima de ellos. Armand tiró de él, de nuevo hacia el edificio. Era inútil. No podían llegar a Lestat. Y no tenían protección. Arrastrando a Daniel consigo, Armand retrocedió de nuevo hasta llegar a la sala. Un par de aterrorizados vampiros corrían y cruzaban la entrada a todo lo que daban sus piernas y explotaban en pequeños incendios.

Horrorizado, Daniel observó los esqueletos refulgiendo mientras se diluían en el pálido resplandor de la llamarada. Tras ellos, en el auditorio desierto, una figura fugaz quedó atrapada en las mismas llamas terroríficas. Girando sobre sí mismo y retorciéndose, se derrumbó en el suelo de hormigón, y el humo emergió de sus ropajes vacíos. En el pavimento se formó un charco de grasa, que se secó antes de que Daniel apartase la vista de él.

Salieron corriendo de nuevo hacia el exterior, hacia los mortales que huían, hacia las lejanas puertas de la verja, salvando metros y metros de asfalto.

Y, de repente, se encontraron desplazándose tan aprisa que los pies de Daniel dejaron de tocar el suelo. El mundo no fue sino una mancha de color. Incluso los patéticos gritos de los atemorizados
fans
se suavizaron. Armand y Daniel se detuvieron en las puertas, en el mismo instante en que el Porsche negro de Lestat salía a toda velocidad de la zona de aparcamiento, pasaba como un rayo por delante de ellos y enfilaba la avenida. En pocos segundos, desapareció, como una bala, viajando en dirección sur, hacia la autopista.

Armand no hizo ademán de seguirlo, incluso pareció no verlo. Permaneció cerca del pilar, mirando hacia atrás, por encima de la sala, hacia el distante horizonte. El misterioso ruido telepático era ahora ensordecedor. Ahogaba cualquier otro sonido del mundo; se tragaba cualquier otra sensación.

Daniel no pudo evitar llevarse las manos a los oídos, no pudo evitar que las rodillas se le doblaran. Sintió que Armand se le acercaba. Pero no pudo ver más. Sabía que, si tenía que ocurrir, ocurriría en aquel mismo instante; y sin embargo, continuaba sin sentir el miedo; continuaba sin poder creer en su propia muerte; estaba paralizado de maravilla y confusión.

Poco a poco, el sonido se desvaneció. Entumecido, sintió que su visión empezaba a aclararse; vio la gran forma roja de un pesado camión escalera que se aproximaba, y los bomberos que le gritaban que se apartase de la entrada. La sirena llegó como si fuera de otro mundo, como una invisible aguja de sonido que se le clavara en las sienes.

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