La reina de los condenados (31 page)

BOOK: La reina de los condenados
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Jesse cerró con delicadeza el libro. Le temblaba la mano. Levantó la muñeca de porcelana, la apretó contra su pecho, se sentó y se apoyó contra la pared pintada, y la meció dulcemente.

—Claudia —susurró.

Sentía el pulso de la sangre en su cabeza, pero no importaba. La luz de los quinqués era tan relajante, tan diferente a la estridente luz de la bombilla eléctrica… Continuaba sentada, acariciando la muñeca con los dedos, casi como lo haría una mujer ciega, palpando su pelo suave y sedoso, su vestido almidonado, rígido. El reloj volvió a dar las horas, potente, y cada nota sombría resonó en la habitación. No debía desmayarse allí. Tenía que conseguir levantarse. Tenía que coger el libro, la muñeca y el rosario, y marcharse.

Las ventanas vacías con la noche al otro lado eran como espejos. Reglas quebrantadas. Llama a David. Pero el teléfono estaba sonando. En aquellas horas, imagina. El teléfono sonando. Y David no tenía el número de aquella casa porque el teléfono… Intentó no oírlo, pero seguía tocando y tocando. «De acuerdo: ¡responde!»

Besó la frente de la muñeca.

—Enseguida vuelvo, querida —musitó.

¿Y dónde estaba el maldito teléfono en aquella planta? En el hueco del pasillo, por supuesto. Casi habría llegado a él cuando vio el hilo cortado en el extremo, deshilachado y enrollado. No estaba conectado. Podía ver que no estaba conectado. Pero estaba sonando, podía oírlo, y no era una alucinación auditiva, ¡aquello estaba soltando un pitido estridente tras otro! ¡Y los quinqués! ¡Dios mío, en aquella planta no había quinqués!

«Muy bien, ya has visto cosas de esta clase otras veces. No dejes que el miedo te paralice, por el amor de Dios. ¡Piensa! ¿Qué debo hacer?» Pero estaba a punto de chillar. ¡El teléfono no paraba de emitir su silbido! «Si te dejas arrastrar por el pánico, perderás el control. ¡Tienes que apagar los quinqués, parar el teléfono! Pero los quinqués no pueden ser reales. Y el salón al final del corredor… ¡el mobiliario no es real! ¡El parpadeo del fuego no es real! Y lo que se mueve por allí, ¿qué es?, ¿un hombre? ¡No lo mires!» Extendió la mano y dio un empujón al teléfono, que salió disparado del hueco y cayó al suelo. El receptor rodó hasta quedar boca arriba. Débil y fina, una voz de mujer salió de él.

—Jesse?

Con un terror ciego, echó a correr de nuevo hacia la habitación, tropezó con la pata de una silla y cayó en la ropa almidonada de una cama con dosel. «No es real. Aquí no. ¡Coge la muñeca, el libro, el rosario!» Lo metió todo en su bolso de lona, se puso en pie y salió corriendo del piso de arriba hacia las escaleras posteriores. Casi se cayó cuando su pie topó con el hierro resbaladizo. El jardín, la fuente… «Pero ya sabes que aquí no hay nada más que hierbajos.» Una reja de hierro forjado le cerraba el paso. Ilusión. «¡Pasa a través de ella! ¡Corre!»

Era la pesadilla total y ella estaba atrapada en su interior: los sonidos de caballos y carruajes redoblaban en sus tímpanos mientras ella corría por el pavimento adoquinado. Cada uno de sus torpes movimientos se alargaba eternamente; sus manos luchaban por coger las llaves del coche, por abrir la puerta, y el coche no arrancaba.

Cuando llegó a los límites del barrio francés, estaba sollozando y tenía el cuerpo empapado de sudor. Siguió conduciendo por las pobres y chillonas calles del centro de la ciudad hacia la autopista. En la retención del carril de entrada, volvió la cabeza. Asiento trasero vacío. «Bien, no me siguen.» Y el bolso estaba en su regazo; notaba la cabeza de porcelana de la muñeca contra su pecho. Salió del desvío en Baton Rouge.

Cuando llegó al hotel, desfallecía. Apenas pudo llegar al mostrador. Una aspirina, un termómetro. «Por favor, acompáñenme al ascensor.»

Cuando despertó, ocho horas más tarde, era mediodía. El bolso de lona continuaba en sus brazos. Estaba a 40° de fiebre. Llamó a David, pero se oía muy mal. El la llamó luego a ella; la línea no acababa todavía de estar bien. A pesar de todo, ella intentó hacerse comprender. El diario era de Claudia, y ¡lo confirmaba todo, absolutamente! Y el teléfono no estaba conectado, ¡pero había oído la voz de la mujer! Los quinqués estaban encendidos cuando había salido corriendo de la casa. La casa estaba llena de muebles, en las chimeneas ardía el fuego. ¿Podrían incendiar fuego a la casa, los quinqués y los fuegos? ¡David tenía que hacer algo! Y él le respondía, pero Jesse apenas podía oírlo. Tenía el bolso, le dijo ella, él no debía preocuparse.

Cuando abrió los ojos, estaba oscuro. El dolor de cabeza la había despertado. El reloj digital en el tocador señalaba las diez treinta. Sed, terrible sed, y el vaso de la mesita de noche estaba vacío.
Había alguien más en la habitación.

Se dio la vuelta hacia el otro lado. Por las finas cortinas blancas entraba claridad. Sí, allí. Una niña, una niña pequeña. Estaba sentada en la silla de la pared.

Jesse apenas podía distinguir la silueta, el largo pelo amarillo, el vestido de mangas abombadas, las piernas que colgaban porque no llegaban al suelo. Intentó concentrar su mirada. Una niña… No es posible. Aparición. No. Algo que ocupa espacio. Algo malvado que amenaza… Y la niña estaba mirando.

«Claudia.»

A trompicones, salió de la cama, casi cayó, abrazó con fuerza el bolso contra su pecho, y se apoyó de espaldas contra la pared. La niña se levantó. Se oyeron con claridad sus pasos en la moqueta. La sensación de amenaza pareció agudizarse. La niña entró en la luz que derramaba la ventana y avanzó hacia Jesse. Y la luz hirió sus ojos azules, sus mejillas rollizas, sus blancos bracitos desnudos.

Jesse chilló. Estrechó el bolso contra su pecho, y se lanzó a la carrera hacia la puerta. Tanteó, arañó, agarró el pestillo y la cadenilla, aterrorizada, sin mirar por encima del hombro. Los gritos salían desatados de su garganta. Alguien estaba llamando desde el otro lado de la puerta; por fin ésta se abrió y ella cayó en el pasillo.

Varias personas la rodearon; pero no pudieron impedir que tratara de alejarse de su habitación. Luego alguien la ayudó, pues, por lo visto, había vuelto a caer. Alguien más trajo una silla. Jesse lloraba, intentaba calmarse, pero era incapaz de detener el torrente de lágrimas y aferraba con ambas manos el bolso que contenía la muñeca y el diario.

Cuando llegó la ambulancia, se negó a que le quitaran el bolso. En el hospital le dieron antibióticos, sedantes, drogas suficientes para aturdir a cualquiera. Yacía en la cama, encogida como un niño, con el bolso bajo las sábanas. Sólo bastaba que la enfermera lo tocase, para que ella se despertase de inmediato.

Cuando dos días después llegó Aaron Lightner, ella le entregó el bolso. Y aún estaba enferma cuando tomaron el avión hacia Londres. El bolso estaba en su regazo, y él era tan bueno con ella, calmándola, cuidando de ella mientras dormitaba a ratos en el largo vuelo de regreso a casa… Sólo antes de aterrizar se dio cuenta de que su brazalete había desaparecido, su precioso brazalete de plata. Lloró en silencio, con los ojos apretados. El brazalete de Mael, desaparecido.

La relevaron de la misión.

Lo supo antes de que se lo notificaran. Era demasiado joven para aquel tipo de trabajo, dijeron, aún le faltaba experiencia. Había sido culpa de ellos enviarla allí. Sencillamente, era demasiado peligroso que ella siguiera. Claro que lo que había hecho era de «inmenso valor». Y el fantasma que encantaba la casa había sido uno con poderes poco corrientes. ¿El espíritu de un vampiro muerto? Era posible. ¿Y el teléfono que sonaba? Bien, había muchos informes acerca de tales fenómenos, los entes utilizaban diferentes métodos para «comunicarse» o asustar. Por ahora, lo mejor era descansar, sacárselo de la cabeza. La investigación ya la proseguirían otros.

Por lo que se refería al diario, sólo incluía unas pocas anotaciones más, sin añadir nada de importancia a lo que ella misma había leído. Los psicómetras que habían examinado el rosario y la muñeca no habían conseguido extraer de ellos ningún dato. Guardaron con todo cuidado aquellos objetos. Pero Jesse tenía que alejar su mente del asunto; y cuanto antes, mejor.

Jesse discutió la decisión. Pidió que la dejaran regresar. Al final, incluso hizo una escena. Pero fue como hablar con el Vaticano. Algún día, dentro de diez años, quizá veinte, podría volver a trabajar en aquel campo especial. Nadie descartaba tal posibilidad, pero por el momento la respuesta era un «no» rotundo. Jesse tenía que descansar, recuperarse, olvidar lo sucedido.

Olvidar lo sucedido…

Estuvo enferma durante varias semanas. Iba todo el día en bata blanca de franela y bebía interminables tazones de té caliente. Se pasaba horas sentada frente a la ventana de su habitación. Contemplaba el suave verdor del parque, los viejos y pesados robles. Miraba los coches que iban y venían, diminutas manchas de mudo color moviéndose en el distante camino de grava. Encantadora, aquella quietud. Le llevaban cosas deliciosas para comer, para beber. La visitaba David y le hablaba dulcemente de todo menos de vampiros. Aaron llenaba de flores su habitación. Venían otros.

Ella hablaba poco, o nada. No podía explicarles lo mucho que le hería aquello, cómo le recordaba a un verano de tiempo atrás, cuando fue apartada de otros secretos, de otros misterios, de otros documentos guardados en sótanos. Era la misma historia de siempre. Había vislumbrado algo de inestimable importancia, sólo para que se lo sacaran delante de las narices.

Y ya nunca comprendería qué había visto o experimentado. Debía permanecer callada con sus pesares. ¿Por qué no había descolgado el teléfono, hablado, escuchado la voz del otro extremo?

Y la niña, ¿qué había querido el espíritu de la niña? ¿El diario o la muñeca? No, ¡ Jesse había estado destinada a encontrar aquellos objetos y a cogerlos! ¡Y, no obstante, había huido del espíritu de la niña! ¡Ella, Jesse, que se había dirigido a tantos entes innombrables, que había permanecido valiente en habitaciones a oscuras, hablando con débiles cosas fluctuantes cuando los demás habían huido aterrorizados! Ella, que proporcionaba consuelo a los demás con su serenidad: esos seres, fuera lo que fuesen, no pueden hacernos daño…

Una oportunidad más, suplicó. Pensaba y repensaba en todo lo que había ocurrido. Tenía que regresar a la casa de Nueva Orleans. David y Aaron permanecieron silenciosos. Al final, David se acercó a ella y le pasó el brazo alrededor de los hombros.

—Jesse, querida —dijo—, te amamos. Pero en este ámbito, mucho más que en los otros, no se pueden quebrantar las reglas.

Por las noches, soñaba con Claudia. Una vez despertó a las cuatro de la madrugada; fue a la ventana y miró hacia el parque, haciendo esfuerzos por ver más alla de las difusas luces de las ventanas inferiores. Afuera había una niña, una pequeña figura bajo los árboles, en abrigo rojo y caperuza, una niña mirando hacia donde estaba ella. Jesse bajó las escaleras corriendo, sólo para encontrarse sola y desamparada en la vacía y húmeda hierba, con el frío de la aurora al llegar.

En primavera la mandaron a Nueva Delhi.

Su trabajo consistiría en documentar evidencias de reencarnación, informes sobre niños de la India que recordaban sus vidas anteriores. Había habido una obra muy prometedora en aquel campo, realizada por un tal doctor lan Stevenson. Y Jesse iba a emprender un estudio independiente, por cuenta de la Talamasca, que produjese resultados igualmente fructíferos.

Dos miembros más antiguos de la orden se encontraron con ella en Nueva Delhi. La hicieron sentirse como en su casa en la vieja mansión británica que habitaban. Poco a poco, aprendió a amar su nuevo trabajo; después de las empresas iniciales y de las pequeñas incomodidades, aprendió también a amar a la India.

Y ocurrió algo más, algo más bien insignificante, pero que pareció un buen augurio. En un bolsillo de su vieja maleta (la que le había regalado Maharet hacía años), había encontrado el brazalete de plata de Mael. Sí, qué feliz se había sentido.

Pero no olvidaba lo sucedido. Había noches en que recordaba con toda nitidez la imagen de Claudia, que se levantaba y encendía todas las luces de la habitación. Otras veces creía ver a su alrededor, en las calles de la ciudad, extraños seres de cara blanca muy parecidos a los personajes de
Confesiones de un Vampiro.
Se sentía observada.

Como no podía contar a Maharet nada de su atormentada aventura, sus cartas se tornaron más apresuradas y más superficiales. No obstante, Maharet seguía tan fiel como siempre. Cuando miembros de la familia iban a Delhi, pasaban a visitar a Jesse. Se esforzaban para que no se sintiese extraña a la familia. Le enviaban participaciones de boda, de nacimiento, esquelas. La invitaban a que los visitase durante las vacaciones. Matthew y María le escribían desde América, suplicándole que volviese pronto a casa. La echaban de menos.

Jesse pasó cuatro años felices en la India. Documentó más de trescientos casos de individuos que contenían sorprendente evidencia de reencarnación. Trabajó con algunos de los mejores investigadores en el ocultismo que nunca había conocido. Y halló que su trabajo le proporcionaba continuas recompensas. Muy diferente a la persecución de fantasmas que había realizado en sus primeros años.

En el otoño de su quinto año, cedió por fin a los ruegos de Matthew y Maria. Iría a Estados Unidos por una visita de cuatro semanas. Estaban rebosantes de alegría.

Para Jesse, el reencuentro significó más de lo que había pensado. Le encantó volver a encontrarse en su antiguo piso de Nueva York. Adoró las cenas a altas horas de la noche con sus padres adoptivos. No le hicieron preguntas acerca de su trabajo. Durante el día, la dejaban sola, y ella llamaba a viejos amigos de la Universidad para salir a comer, o daba largos paseos solitarios por el bullicioso paisaje urbano, el paisaje de las esperanzas, sueños y penas de su infancia.

Dos semanas después de su llegada, Jesse vio el libro
Lestat el Vampiro
en el aparador de una librería. Al principio creyó que se había confundido. No era posible. Pero allí estaba. El dependiente de la librería le contó lo del álbum discográfico del mismo nombre y lo del próximo concierto en San Francisco. De camino a casa, Jesse compró una entrada en la tienda de discos donde también adquirió el elepé.

Jesse se pasó todo el día sola en su habitación, leyendo el libro. Era como si la pesadilla de
Confesiones de un Vampiro
hubiera retornado de nuevo y no pudiera desprenderse de ella. Pero cada palabra se imponía extrañamente sobre su voluntad.
Sí, vosotros sois reales.
¡Y cómo la narración daba vueltas y vueltas, y retrocedía hasta el tiempo de la asamblea romana de Santino, hasta el refugio isleño de Marius y hasta el bosque sagrado del druida Mael! Y al final llegaba a Los Que Deben Ser Guardados, vivos, pero duros y blancos como el mármol.

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