Read La reina de los condenados Online
Authors: Anne Rice
—Fíjate, inventos impresionantes que son inútiles o obsoletos antes de pasar un siglo (el barco de vapor, los globos); sin embargo, ¿sabes lo que significan después de seis mil años de galeras de esclavos y hombres a caballo? Ahora la bailarina de music-hall compra un producto químico para matar la simiente de sus amantes, y vive para llegar a los setenta y cinco en una habitación llena de aparatos que enfrían el aire y se comen, literalmente, el polvo. Y, a pesar de todas las películas históricas y de los libros de historia de bolsillo que abordan a la gente desde cada local y desde cada tienda, el público no tiene una memoria exacta de nada; cada problema social se observa en relación a unas «normas» que, en realidad, nunca han existido; la gente se imagina «privada» de los lujos de la paz y de la tranquilidad, y la paz y la tranquilidad que, de hecho, nunca han sido propias de nadie ni de ninguna parte.
—Pero la Venecia de tu tiempo…
—¿Qué? ¿Que era sucia? ¿Que era bella? ¿Que la gente deambulaba vestida con harapos, que tenía los dientes carcomidos, el aliento apestoso y que se reía en las ejecuciones públicas? ¿Quieres saber la diferencia clave? En la época presente hay una terrible soledad que lo mina todo. No, escúchame. En aquellos días, cuando me contaba entre los vivos, vivíamos seis y siete en una sola habitación. Las calles de las ciudades eran mares de humanidad; pero ahora, en esos altísimos edificios, almas de juicio nebuloso pululan en una lujuriante privacidad, mirando por la ventana televisiva a mundos inalcanzables al beso y al contacto. El amor a la soledad está destinado a producir una grandiosa acumulación en el conocimiento común, un nuevo nivel en la conciencia humana, un curioso escepticismo.
Daniel se sentía fascinado, y, a veces, intentaba anotar las cosas que le contaba Armand. Pero Armand seguía infundiéndole miedo. Daniel siempre estaba en acción.
No podía asegurar con total certeza cuánto tiempo había transcurrido hasta que había dejado de huir, aunque le era bastante imposible olvidar la noche en que había sucedido.
Quizás habían pasado ya cuatro años desde que el juego había comenzado. Daniel había tenido un largo y tranquilo verano en el sur de Italia, durante el cual no había visto a su demonio familiar ni siquiera una sola vez.
En un hotel barato, sólo a media manzana de las ruinas de la antigua Pompeya, había ocupado sus horas leyendo, escribiendo, intentando definir lo que su breve visión de lo sobrenatural le había reportado y cómo debía volver a aprender a desear, a imaginar, a soñar. La inmortalidad en la Tierra era, en efecto, posible. Lo sabía, no tenía dudas; pero, ¿qué importaba la inmortalidad si él, Daniel, no había de poseerla?
Durante el día, deambulaba por las calles abiertas de la excavada ciudad romana. Y cuando había luna llena, también paseaba por ellas de noche, solo. Parecía que había recuperado el sano juicio. Y que pronto recuperaría la vida. Las hojas verdes desprendían una fragancia fresca al estrujarlas entre los dedos. Miraba hacia les estrellas y no se sentía ni resentido ni triste.
Sin embargo, en otros momentos ardía en deseos de ver a Armand, como si fuera un elixir sin el cual no pudiera continuar viviendo. La oscura energía que lo había inflamado durante cuatro años se desvanecía. Soñaba que Armand estaba junto a él; despertaba llorando como un tonto. Después, llegaba la mañana y estaba triste pero calmado.
Luego Armand había regresado.
Era tarde, quizá las diez de la noche, y el cielo, como ocurre a menudo en el sur de Italia, era de un azul oscuro y brillante. Daniel había estado paseando solo a lo largo del camino que va de la Pompeya propiamente dicha a la Villa de los Misterios, con la esperanza de que los guardias no lo echaran afuera.
Tan pronto como había llegado a la antigua casa, una quietud se había abatido sobre ella. No había guardias. Ningún vivo. Sólo la súbita y callada aparición de Armand ante la entrada. Otra vez Armand.
Había salido en silencio de las sombras al claro de luna, un joven con pantalones vaqueros sucios y una cazadora tejana gastada; había deslizado su brazo alrededor de Daniel, y con mucha suavidad, le había besado el rostro. Una piel tan cálida, llena de la sangre fresca de la matanza. Daniel se imaginaba que podía olerla, que podía oler el perfume del vivo, perfume que aún estaba adherido a Armand.
—¿Quieres entrar en la casa? —había susurrado Armand. No existía cerradura que se resistiera a Armand. Daniel había temblado, al borde de las lágrimas. ¿Y por qué tenía lugar aquello? Tan contento de verlo, de tocarlo, ah, ¡maldito sea!
Habían entrado en las habitaciones oscuras, de techo bajo; Armand empujaba su brazo contra la espalda de Daniel de un modo raramente acogedor. ¡Ah, sí!, aquella intimidad, porque esto era, ¿no? Tú, mi secreto…
Amante secreto
Sí.
La comprensión había llegado a Daniel cuando estaban juntos en el comedor de la casa en ruinas, con sus famosos murales de flagelación apenas visibles en la oscuridad: «No me va a matar, después de todo. No va a matarme. Naturalmente no me hará lo que él es, pero no me va a matar. El baile no acabara así.»
—¿Pero cómo podías ignorar algo así? —había dicho Armand, leyendo sus pensamientos—. Te quiero. Si no hubiera aprendido a quererte, te habría matado tiempo atrás, desde luego.
El claro de luna se derramaba entre las celosías de madera. Las lujuriantes figuras de los murales tomaban vida al destacar sobre su fondo rojo, color de sangre seca.
Daniel miró con dureza a la criatura que tenía ante sí, a aquello que aparentaba ser humano y hablaba como un humano, pero que no lo era. Se produjo un cambio en su conciencia: veía a aquel ser como un enorme insecto, un monstruoso y malvado depredador que había devorado un millón de vidas humanas. Sin embargo, lo amaba. Amaba su piel fina y blanca, sus grandes ojos pardos oscuros. Lo amaba no porque se pareciera a un joven afable y pensativo, sino porque era horroroso, atroz, aborrecible, y bello al mismo tiempo. Lo amaba del mismo modo en que la gente ama lo perverso, por el escalofrío que causa en la médula de sus almas. Imaginad, matar así, tomar la vida en cualquier momento que a uno le apetezca, simplemente hacerlo, hundir los colmillos en otro ser y arrebatar todo lo que una persona pueda dar de sí.
Fíjate en la ropa que lleva. Camisa azul de algodón, cazadora tejana con botones de chapa. ¿De dónde había sacado aquella ropa? De una víctima, sí, como si hubiera desenvainado el puñal y le hubiera despellejado mientras aún estaba caliente. No era de extrañar que oliera a sal y a sangre, aunque no fueran visibles sus manchas. Y el pelo cortado corno si, en veinticuatro horas, no creciera hasta su longitud normal de media melena. Esto es el mal. Esto es la ilusión. «Esto es lo que quiero ser, por eso no puedo soportar mirarlo».
Los labios de Armand habían dibujado una dulce, ligeramente disimulada, sonrisa. Luego sus ojos se habían humedecido y se habían cerrado. Se había inclinado hacia Daniel y le había aplicado sus labios en el cuello.
Y, una vez más, tal como había experimentado en una pequeña habitación de Divisadero Street, en San Francisco, con el vampiro Louis, Daniel sintió que los agudos dientes agujereaban la superficie de su piel. Dolor súbito y calidez palpitante.
—¿Me vas a matar al fin? —Se adormeció, encendido, colmado de amor—. Hazlo, sí.
Pero Armand sólo le había tomado unos pocos sorbitos. Soltó a Daniel y empujó con suavidad sus hombros hacia abajo, obligándolo a arrodillarse. Daniel levantaba el rostro para ver la sangre que brotaba de la muñeca de Armand. Potentes descargas eléctricas recorrían el cuerpo de Daniel al probar la sangre. En un momento relampagueante, había parecido que la ciudad de Pompeya se había llenado de susurros, de gritos, de alguna vaga y pulsante señal de sufrimiento antiquísimo, y de muerte. Miles pereciendo en humo y cenizas. Miles muriendo juntos.
Juntos.
Daniel se había aferrado a Armand. Pero la sangre se había terminado. Sólo unas gotas, nada más.—Eres mío, muchacho precioso —había dicho Armand.
A la mañana siguiente, cuando despertaba en una cama del Excelsior de Roma, Daniel sabía que ya nunca más huiría de Armand. Menos de una hora después de la puesta de sol, Armand iba a verlo. Ahora marcharían a Londres; el coche los esperaba para llevarlos al avión. Pero había tiempo suficiente, ¿no?, para otro abrazo, otro pequeño intercambio de sangre.
—Aquí, de mi cuello —había susurrado Armand, acompañando con la mano la cabeza de Daniel. Un delicado palpitar silencioso. La luz de las lámparas se expandía, resplandecía, aniquilaba la habitación.
Amantes.
Sí, se había tornado en un asunto extático y absorbente.—Eres mi maestro —le dijo Armand—. Vas a explicármelo todo sobre este siglo. Ya estoy aprendiendo secretos que se me habían escapado al principio. Podrás dormir cuando salga el sol, si lo deseas. Pero las noches serán mías.
Se zambulleron en el mismo corazón de la vida. En cuestión de disfraces, Armand era un genio, y, cualquier atardecer en que mataba temprano, pasaba por humano dondequiera que fueran. En aquellas horas tempranas, su piel ardía, su rostro manifestaba una tremenda curiosidad apasionada, sus abrazos era febriles y breves.
Daniel hubiera tenido que ser otro inmortal para poder seguir su ritmo. Cabeceaba en las sinfonías y en las óperas o durante los cientos y cientos de películas que Armand lo arrastraba a ver. Luego estaban las inacabables fiestas, las concurridas y ruidosas reuniones desde Chelsea hasta Mayfair, donde Armand discutía de política y de filosofía con estudiantes o damas de sociedad, o con cualquiera que le ofreciera la más leve oportunidad de hacerlo. Sus ojos se humedecían de excitación, su voz perdía su resonancia sobrenatural y tomaba el acento más solido de los demás jóvenes del salón.
Ropas de todas clases lo fascinaban, no por su belleza, sino por las significaciones que creía que implicaban. Vestía pantalones vaqueros y camisetas, como Daniel; vestía jerséis de lana gruesa y enormes zapatos negros y fuertes, cazadoras de piel y gafas reflectantes echadas hacia arriba, en el pelo. Vestía trajes de sastre, esmóquines, corbata blanca y levita cuando le venía en gana; una noche llevaba el pelo apretado, de tal forma que parecía un joven caído de Cambridge, y a la siguiente se lo dejaba largo y rizado, como si fuese la melena de un ángel.
Parecía que él y Daniel hubiesen estado subiendo cuatro tramos de escalera sin iluminar para visitar a algún pintor, escultor o fotógrafo o para ver alguna especialísima película nunca proyectada, pero revolucionaria durante toda la vida. Pasaban horas y horas en pisos fríos y húmedos de chicas de ojos negros que tocaban música rock y hacían té de hierbas que Armand nunca bebía.
Hombres y mujeres se enamoraban de Armand, naturalmente, «¡tan inocente, tan apasionado, tan brillante!» Innecesario decirlo. De hecho, el poder seductor de Armand llegaba casi más allá de lo que él mismo podía controlar. Y era Daniel quien tenía que acostarse con aquellas o aquellos desafortunados, si Armand podía arreglarlo; mientras, él observaba de cerca, sentado en una silla, un Cupido de ojos oscuros y tierna y aprobadora sonrisa. Ardiente, abrasadora, aquella pasión contemplada; Daniel trabajaba el otro cuerpo todavía con mayor entrega, entrega provocada por el doble objetivo de cada gesto íntimo. Pero después, permanecía tendido, vacío, con los ojos clavados en Armand, resentido, frío.
En Nueva York, proliferaban inauguraciones de museos, de cafés, de bares. Adoptaban a un joven bailarín, pagando todas sus facturas, empezando por las de la escuela. Se sentaban en los pórticos del Soho y del Greenwich Village matando las horas con cualquiera que pasase y quisiera añadirse a ellos. Iban a clases nocturnas de literatura, filosofía, historia del arte y política. Estudiaban biología, compraban microscopios, coleccionaban especímenes. Estudiaban libros de astronomía y montaban telescopios gigantes en las azoteas de los edificios donde vivían unos días, o un mes a lo sumo. Iban a combates de boxeo, conciertos de rock, espectáculos de Broadway.
Las invenciones tecnológicas empezaron a obsesionar a Armand, una tras otra. Primero fue la batidora de cocina, con la cual producía horripilantes brebajes, la mayoría basados en los colores de los ingredientes; luego los hornos microondas, en los que cocía cucarachas y ratones. Las trituradoras de basura le encantaban: las alimentaba de toallas de papel y de paquetes enteros de cigarrillos. Luego los teléfonos. Hacía conferencias de larga distancia a todo el planeta, hablando durante horas con «mortales» de Australia o de la India. Finalmente, la televisión lo cautivó por completo, de tal forma que tenían el piso lleno de potentísimos altavoces y pantallas parpadeantes.
Cualquier proyección que tuviera cielos azules lo atraía. Luego tenía que mirar los noticiarios, las series de mayor audiencia, los documentales, y, al final, indiferente a su calidad intrínseca, todos los filmes, fueran cuales fuesen.
Pero hubo películas concretas que excitaron su imaginación. Revisó una y otra vez
Blade Runner,
de Ridley Scott, fascinado por Rutger Hauer, el actor de poderosa complexión que, como líder de los androides rebeldes, se enfrenta a su hacedor humano, lo besa y le aplasta el cráneo. El crujido de los huesos al romperse y la expresión de los ojos fríos y azules de Hauer arrancaba una risa lenta y casi picara en Armand.—Este es tu amigo Lestat —susurró una vez Armand a Daniel—. ¿Tendría Lestat los… (¿cómo lo decís?) … huevos… de hacer una cosa semejante?
Después de
Blade Runner,
fue la comedia hilarante
Los ladrones del tiempo,
en donde cinco enanos roban un «Mapa de la Creación», con el cual pueden viajar a través de los agujeros del Tiempo. Caen de un siglo a otro, robando y armando jaleo en compañía de un chico, hasta que van a parar a la guarida del diablo.Una escena en particular se convirtió en la favorita de Armand: los enanos, en un escenario derruido en Castelleone, cantando «Yo y mi sombra» para Napoleón. Armand lo encontraba absolutamente delirante. Perdía toda su compostura sobrenatural y se tornaba totalmente humano, riendo a carcajada limpia hasta que le saltaban las lágrimas.
Daniel tenía que conceder que había un horrible encanto en la escena, en el número de «Yo y mi sombra», con los enanos tropezando y cayendo, peleándose todos contra todos y echando a perder finalmente la actuación entera, con los aturdidos músicos del siglo diecinueve en el foso sin saber qué hacer de la canción del siglo veinte. Napoleón primero quedaba estupefacto, pero luego disfrutaba mucho con el espectáculo. Un golpe de genio cómico, la escena entera. Pero ¿cuántas veces podría mirarla un mortal? A Armand parecía no agotarle nunca.