Read La reina de los condenados Online
Authors: Anne Rice
En las relampagueantes luces vio al vampiro Lestat saltar muy arriba en el aire y aterrizar en el escenario sin sonido perceptible alguno, y alzar de nuevo la voz sin la ayuda del micro hasta llenar el auditorio, mientras sus guitarristas bailoteaban a su entorno como diablillos.
La sangre se escurría en hilillos en el pálido rostro de Lestat, como si llevara la corona de espinas de Cristo; su largo pelo rubio giraba en redondo cuando daba vueltas sobre sí mismo; sus manos rasgaban la camisa, rompiéndola y dejando su pecho al descubierto; la corbata se soltaba y caía. Y, mientras chillaba las triviales letras de sus canciones, sus pálidos y cristalinos ojos brillaban y se inyectaban de sangre.
Cuando Jesse levantó la vista hacia él, hacia el balanceo de sus caderas, hacia la apretada tela de sus pantalones negros que revelaban los poderosos músculos de sus muslos, sintió de nuevo que los latidos de su corazón eran como golpes estruendosos en su pecho. Lestat volvió a saltar, ascendiendo sin esfuerzo, como si quisiera elevarse hasta el mismo techo del auditorio.
Sí, lo ves, ¡no hay error posible! ¡No hay otra explicación!
Se frotó la nariz. Volvía a llorar. Pero tocarlo…, «¡maldita sea, tienes que tocarlo!» Aturdida, observó cómo terminaba su canción, golpeando el suelo con el pie a compás de las tres últimas retumbantes notas, mientras los músicos danzaban atrás y adelante, con gestos provocativos, sacudiendo el pelo con movimientos bruscos de sus cabezas, con sus voces perdidas en la de Lestat mientras luchaban por alcanzar su ritmo.
¡Dios, cuánto amaba aquello Lestat! Allí no había nada fingido. Lestat se bañaba en la adoración que recibía. Se empapaba en ella como si fuera en sangre.
Y ahora, al atacar la frenética obertura de otra canción, de un arrebato se sacó la negra capa de terciopelo, la hizo girar por encima de su cabeza y la lanzó volando al público. El público gimoteó, osciló en una gran ola. Jesse sintió una rodilla en la espalda, una bota arañando su talón, pero aquella era su oportunidad: cuando el servicio de orden bajase del escenario para contener la avalancha.
Aplicó firmemente las manos en la madera, se impulsó hacia arriba, se apoyó en el estómago e hizo pie en las tablas. Y echó a correr hacia la figura danzante, que de inmediato clavó los ojos en los de Jesse.
—¡Sí, tú! ¡Tú! —llamó ella. Con el rabillo del ojo vio a uno del servicio de orden que se acercaba. Y, con todo el empuje de su cuerpo, se precipitó hacia el vampiro Lestat. Cerró los ojos y se abrazó a su cintura. Sintió el frío impacto del pecho de piel sedosa contra su cara, y de repente, probó la sangre en sus labios!
—¡Oh, Dios, es real! —susurró. El corazón le iba a estallar, pero siguió agarrándose a él. Sí, la piel de Mael, así, y la piel de Maharet, también así, y todas así. ¡Sí, así! Real, pero no humano. Como siempre. Y allí estaba, en sus brazos, ¡y sabía que era demasiado tarde para que pudiera detenerla ahora!
Su mano izquierda se levantó y cogió un espeso mechón de pelo de Lestat; y, cuando abrió los ojos, vio que le sonreía, vio la reluciente piel sin poros, vio los diminutos colmillos.
—¡Tú, demonio! —susurró ella. Reía como una loca, llorando y soltando carcajadas.
—Te quiero, Jessica —le respondió él en un murmullo, sonriéndole como si se burlara, con su rubio pelo húmedo cayendo en los ojos de ella.
Estupefacta, sintió que la envolvía con su brazo, la alzaba, la apoyaba en su cadera y la hacía voltear en un círculo. Los ruidosos músicos fueron una imagen difuminada; las luces, violentas franjas de blanco, de rojo. Jesse gemía, pero no dejó de mirarlo, de mirar a sus ojos, sí, reales. Al borde de la desesperación, continuó agarrada a él, porque parecía que tenía intención de lanzarla por encima de las cabezas del público. Y entonces, cuando la depositó en el suelo e inclinó su cabeza (el pelo cayendo en la mejilla de Jesse), Jesse sintió la boca de él en la suya.
La palpitante música se tornó opaca como si se hubiera zambullido en el mar. Sintió que Lestat le echaba su aliento, que suspiraba contra ella, que le deslizaba sus finos dedos hacia la nuca. Los pechos de Jesse estaban apretados contra el palpitante corazón de Lestat; y una voz estaba hablando a Jesse, con gran pureza, una voz semejante a otra de tiempo atrás, otra voz que la conocía, una voz que comprendía sus preguntas y que sabía cómo había de responderlas.
«Maldad, Jesse. Siempre lo has sabido.»
Unas manos tiraban de ella. Manos humanas. La estaban separando de Lestat. Soltó un chillido.
Desconcertado, él se quedó mirándola. Buscaba en las profundidades, en las insondables profundidades de sus sueños, algo que sólo recordaba muy vagamente. El banquete funerario; las gemelas pelirrojas arrodilladas a ambos lados del altar. Pero no fue más que una fracción de segundo; luego se desvaneció; Lestat estaba confundido, pero su sonrisa centelleó de nuevo, impersonal, como cualquiera de las luces que no dejaban de cegar a Jesse.
—¡Hermosa Jesse! —dijo, con la mano levantada como despidiéndose. A rastras la separaban de él, la sacaban del escenario.
Cuando la bajaron, estaba riendo.
Su camisa blanca estaba manchada de sangre. Sus manos estaban cubiertas de sangre: pálidas vetas de sangre salada. Sintió que conocía su sabor. Lanzó la cabeza atrás y rió; y era tan curioso no ser capaz de oírlo, ser sólo capaz de sentirlo, de sentir el escalofrío que recorría su espinazo, de saber que estaba llorando y riendo al mismo tiempo… El del servicio de orden le dijo algo rudo, grosero. Pero no importaba.
De nuevo, la muchedumbre se cerró sobre ella. Se la tragó, la envió de un lado para otro, la empujó fuera del centro vital. Un zapato pesado le aplastó el pie derecho. Tropezó, dio tumbos, y dejó que la siguieran empujando, aun con más violencia, hacia las puertas.
Ya no importaba. Sabía. Lo sabía todo. La cabeza le daba vueltas vertiginosamente. No habría podido mantenerse en pie de no ser por los hombros que se agolpaban contra ella. Y nunca había experimentado un abandono tan maravilloso. Nunca había sentido una tal liberación.
La demencial música cacofónica proseguía, insistente; los rostros aparecían y desaparecían bajo inundaciones momentáneas de luces de colores. Olió a marihuana, a cerveza. Sed. Sí, algo frío para beber. Algo frío. Tanta sed… Alzó de nuevo la mano y lamió la sal, y lamió la sangre. Su cuerpo se estremeció, vibró, como a menudo ocurre cuando uno está al borde del sueño. Un suavísimo y delicioso temblor que anuncia la llegada de los sueños. Volvió a lamer la sangre y cerró los ojos.
De improviso, sintió que entraba en un espacio abierto. Nadie la empujaba ya. Levantó la mirada y vio que había llegado a la salida, a la lisa rampa que daba al vestíbulo, unos tres metros más abajo. La muchedumbre había quedado tras ella, por encima de ella. Allí pudo descansar. Se encontraba bien.
Pasó la mano por la resbaladiza pared, pisando el amontonamiento de vasos de plástico, una peluca caída con rubios rizos de baratillo. Echó la cabeza atrás con un gesto brusco y descansó, con la hórrida luz del vestíbulo que se reflejaba en sus ojos. El sabor de la sangre yacía en la punta de su lengua. Parecía que iba a llorar de nuevo, lo cual era bien comprensible. En aquel momento, no había pasado ni presente, no había necesidad, y el mundo entero había cambiado, desde lo más simple a lo más grandioso. Flotaba, como si estuviera en el centro del más seductor estado de paz y aceptación que nunca hubiese conocido. ¡Oh, si sólo pudiera contárselo a David, si pudiera, de algún modo compartir aquel inmenso y sobrecogedor secreto!
Algo la tocó. Algo hostil a ella. De mala gana, se volvió: vio a un energúmeno junto a ella. ¿Qué? Hizo un esfuerzo por verlo con claridad.
Miembros huesudos, pelo negro lacio, peinado hacia atrás, pintura roja en la horrorosa y retorcida boca, y la piel…, la misma piel. Y los colmillos. No humano. ¡Uno de ellos!
«¿Talamasca?»
Llegó a ella como en un siseo, un siseo que la fustigó en el pecho. Instintivamente, levantó los brazos, protegiéndose los senos, cerrando los dedos en torno a los hombros.
«¿Talamasca?»
En su rabia, aquella voz no tenía sonido pero era ensordecedora.
Retrocedió en un intento de alejarse, pero aquella mano la cogió, y los dedos le mordieron la nuca. Se sintió alzada, sintió que sus pies perdían el contacto con el suelo. Intentó gritar.
Luego cruzó volando el vestíbulo, y volando gritó hasta que su cabeza se aplastó contra la pared.
Negrura. Vio el dolor. Fue un relámpago, primero amarillo y luego blanco, que descendió por la médula espinal y se desparramó como en un millón de ramificaciones por sus miembros. Su cuerpo quedó entumecido. Golpeó el suelo con otro impacto de dolor en el rostro y en las palmas abiertas de sus manos, y rodó hasta quedar boca arriba.
No podía ver. Quizá tenía los ojos cerrados, pero lo más curioso de todo, por decirlo de algún modo, era que no los podía abrir. Oía voces, gente gritando. Un silbato sonó, ¿O era el repiqueteo de una campanilla? Hubo un estruendoso fragor, pero era el público de la sala aplaudiendo. Junto a ella, discutían algunas personas.
Alguien muy cerca de su oído dijo:
—No la toquen. Tiene el cuello roto.
¿Roto? ¿Se puede vivir con el cuello roto?
Alguien reposó una mano en su frente. Pero no la podía sentir realmente; la percibía como un hormigueo, como si ella tuviera mucho frío, anduviese por la nieve y toda sensación auténtica la hubiese abandonado. «No puedo ver.»
—Escucha, muñeca —la voz de un joven. Una voz que uno podía oír en Boston o en Nueva Orleans o en Nueva York. Bombero, poli, salvador de los heridos—. Nos estamos encargando de ti, muñeca. La ambulancia está en camino. Ahora permanece tendida, sin moverte, muñeca, no te preocupes.
Alguien le tocaba el pecho. No, sacaba las tarjetas y documentos de su bolsillo. Jessica Miriam Reeves. Sí.
Se encontraba junto a Maharet y estaba mirando el gran plano con todas sus lucecitas. Y comprendía. Jesse nacida de Miriam, quien había nacido de Alice, quien había nacido de Carlotta, quien había nacido de Jane Marie, quien había nacido de Anne, quien había nacido de Janet Belle, quien había nacido de Elizabeth, quien había nacido de Louise, quien había nacido de Francés, quien había nacido de Frieda, quien había nacido de…
—Permitan, por favor, somos sus amigos…
«David.»
La estaban levantado; oyó que gritaba, aunque no había querido gritar. De nuevo vio la pantalla y el gran árbol de nombres. «Frieda, nacida de Dagmar, nacida de…»
—Despacio, ahora, ¡despacio! ¡Maldita sea!
El aire cambió; se tornó húmedo y fresco; sintió que la brisa recorría su rostro; luego toda sensación desapareció por completo de sus pies y sus manos. Podía notar los párpados, pero no moverlos.
Maharet le estaba hablando: «… salieron de Palestina, entraron en Mesopotamia y cruzaron lentamente el Asia Menor, penetraron en Rusia y después en la Europa Oriental. ¿Lo ves?»
El vehículo era o un coche fúnebre o una ambulancia; pero parecía demasiado silencioso para ser ambulancia, y la sirena, aunque continua, se hallaba demasiado lejos. ¿Qué le había ocurrido a David? No la habría abandonado, a menos que estuviese muerta. Pero entonces, ¿cómo podía haber estado David allí? El le había dicho que nada podría inducirlo a ir al concierto. David no estaba allí. Debía haberlo imaginado. Y lo más raro era que Miriam tampoco estaba allí. «Santa María, Madre de Dios… ahora y en la hora de nuestra muerte…»
Escuchaba: cruzaban la ciudad a toda velocidad; sintió que tomaban una curva, pero, ¿dónde estaba su cuerpo? No podía notarlo. El cuello roto. Eso significaba que tenía que estar muerta.
¿Qué era aquello, la luz que podía ver a través de la jungla? ¿Un río? Parecía demasiado ancho para ser un río. ¿Cómo cruzarlo? pero no era Jesse quien andaba por la jungla, y ahora por la margen de un río. Era alguien más. Podía ver las manos extendidos ante sí, apartando las lianas y las hojas mojadas y pegajosas, como si fueran sus propias manos. Cuando miraba hacia abajo, veía el pelo rojo en largas marañas rizadas, llenas de hojas rotas y de tierra…
—¿Me oyes, muñeca? Estás con nosotros. Te vamos a curar. Tus amigos van en el coche de atrás. No te preocupes pues.
Decía más cosas. Pero había perdido el hilo. No podía oírlo, sólo captaba su tono, el tono de cuidado afectuoso. ¿Por qué sentía tanta pena por ella? Si ni siquiera la conocía… ¿Sabía que la sangre que manchaba su camisa no era suya? ¿Sus manos?
Culpable.
Lestat había intentado decirle que era el mal, pero aquello era de tan poca importancia para ella, tan imposible de relacionar con el conjunto… No era que a ella no le preocupase lo que era bueno y lo que estaba bien, sino que, en aquel momento, todo lo sucedido era grandísimo.
Sabiendo.
Y él había estado hablando como si ella estuviera destinada a hacer algo, pero ella no había sido destinada a hacer nada en absoluto.
Por eso morir era, con toda probabilidad, sencillamente bueno. ¡Si Maharet comprendiera! ¡Y pensar que David estaba con ella, en el coche que los seguía! De cualquier forma, David sabía algo de la historia y la Talamasca debía de tener una ficha de ella; Reeves, Jessica. Y habría más evidencias. «Una de nuestros miembros más fieles, el resultado de… muy peligroso… bajo ninguna circunstancia debía intentar una visión…»
De nuevo la movían. De nuevo aire fresco, y olores de gasolina y éter que llegaban a ella. Sabía que al otro lado de aquel entumecimiento, de aquella oscuridad, había un dolor terrible, y que lo mejor era quedarse tumbada muy quieta y no intentar salir de allí. Dejemos que te lleven, dejemos que empujen la camilla por el corredor.
Alguien llorando. Una niña pequeña.
—¿Me oyes, Jessica? Quiero que sepas que te encuentras en el hospital y que estamos haciendo todo lo posible por ti. Tus amigos están fuera. David Talbot y Aaron Lightner. Les hemos dicho que tienes que permanecer totalmente inmóvil…
Desde luego. Cuando una tiene el cuello roto, o está muerta o muere si se mueve. Eso es. Hacía ya mucho tiempo, en un hospital había visto a una jovencita con el cuello roto. Ahora lo recordaba. Y habían atado el cuerpo de la chica a un enorme marco de aluminio. De vez en cuando una enfermera movía el marco para cambiar de posición el cuerpo de la muchacha. «¿Lo haréis conmigo?»
El hablaba de nuevo, pero esta vez desde mucho más lejos. Ella andaba un poco más deprisa por la jungla, para acercarse, para oír el sonido del río. El decía…