—No habrá represalia —afirmó Narid-na-Gost, girando bruscamente para encararse con ella, quien se dio cuenta de que él había leído su atemorizado pensamiento. Sus ojos mostraban irritación, pero en sus labios se dibujaba un sonrisa feroz—. No puede haber represalias, Ygorla, ahora no, porque estamos fuera del alcance de Yandros y no nos puede ni controlar ni amenazar. —Hizo una pausa y luego añadió—: Se terminó el secreto. Estamos a punto de mostrarnos ante un mundo desprevenido, y a punto de embarcarnos hacia nuestro último propósito: ¡gobernar no sólo el reino de los mortales sino también el reino del Caos!
La mirada de Ygorla se hizo desorbitada.
—¿Qué?
El demonio se rió quedamente.
—Ah, de manera que te sorprendo. ¿Nunca adivinaste mi verdadero propósito, hija? ¿No habías comprendido cuál había de ser mi última meta?
Ella intentó hablar, pero sólo consiguió pronunciar una incoherente negativa.
—Yo… nunca…, yo pensé…
—¿Pensaste que mis ambiciones eran terrenales? Oh, no. No soy de carne mortal, soy del Caos. Y, aunque Yandros y los de su raza de alta cuna puedan despreciar a los que son como yo, estoy más cerca del corazón del verdadero Caos que ellos. El verdadero Caos es la locura, Ygorla. Es esgrimir el poder de forma gloriosa y salvaje por el valor del poder mismo, ¡por la magnífica y total alegría de hacerlo! Ésa es nuestra herencia, la herencia que esos que se hacen llamar dioses han abandonado y han permitido que se olvide. Ha llegado la hora de poner remedio a ese descuido. Es hora de que todo el poder del Caos vuelva a elevarse y aprisione con un abrazo de hierro al mundo, como debería haberlo hecho en el momento del Cambio.
Había comenzado a andar otra vez; se detuvo de pronto y, volviéndose, señaló a Ygorla con un dedo retorcido.
—¡Yandros ya no es digno de reinar en el Caos! Ha traicionado todo aquello que el Caos representaba y ya no se merece el poder que ostenta. Es hora de que sea depuesto de su trono. —Hizo una pausa para recuperar el aliento—. ¡Tengo la intención de ser yo quien ocupe su lugar como nuevo señor del Caos!
Sus palabras fueron como un martillazo para Ygorla. No podía emitir sonido alguno; sólo podía mirarlo, mientras todo su cuerpo temblaba y el cerebro asimilaba la enormidad de lo que le acababa de decir.
—Ygorla —continuó Narid-na-Gost, poniéndose a su lado con un rápido movimiento—. Ygorla, piénsalo. Piensa en lo que significaría para nosotros. Tú podrías ser una Margravina de Margravinas en este mundo, pero ¿de qué te serviría esa gloria mortal si te vieras limitada por las necias restricciones de una sociedad humana débil y enfermiza? —Le acarició el rostro, lo que hizo que ella se estremeciera—. Eres mi hija, y tu alma nació del Caos. ¿Qué querrías como herencia? ¿Un Margraviato que sólo lo sería de nombre, con consejeros que te dirigieran y sabios que te limitaran y arrogantes mortales que se dirían tus iguales? ¿O verdadero poder, poder respaldado por toda la energía del Caos, que pondría el mundo a tus pies en temblorosa obediencia a tus más mínimos deseos?
¡Oh, pero qué visión tan espléndida! Una visión de gloria y de grandeza, que empequeñecía cualquier pretensión humana. Ygorla podía verlo; se veía a sí misma investida de majestad, temida y adorada por un mundo pasmado, mientras que su padre demonio subía al trono del Caos para canalizar su pandemónium a través de ella y unirse a ella en un reino de poderío incontestable que abarcaría distintas dimensiones. Lo deseaba, lo anhelaba con un ansia voraz y avasalladora que reducía su razón a cenizas.
Pero la razón no perdió del todo su dominio, y de repente clavó un cuchillo helado en su cerebro y deshizo su visión.
—¡No! —gritó desesperada y, cubriéndose el rostro con las manos, se volvió al tiempo que su sueño de dominio se derrumbaba—. ¡No es posible!
—Ygorla…
—¡No puede ser, no lo es! —Las lágrimas la cegaban cuando se giró de nuevo hacia él, desgarrada entre la atracción desesperada y la furiosa maldición—. ¡Padre, quiero ese poder! ¡Lo quiero! ¡Pero está fuera de nuestro alcance!
Narid-na-Gost la cogió por la muñeca.
—No, hija. Está en nuestras manos.
Ella se quedó helada. Con gesto indiferente y divertido, el demonio pensó que su rostro era un estudio de un trauma melodramático. No importaba; era joven y todavía estaba mancillada por cualidades humanas. Ya aprendería.
—He dicho —repitió en voz baja— que está en nuestras manos. —Le apretó la muñeca—. Tranquilízate y recuerda. ¿Recuerdas que te dije que traería una chuchería bonita para complacerte?
—Lo recuerdo. Desde luego, aunque…
—Calla. La chuchería que te he traído es algo más que un juguete, Ygorla. Es una llave. Y con ella podemos abrir la puerta que nos conducirá a cuanto deseamos.
Mientras Ygorla seguía mirándolo sin comprender, él se llevó la mano libre al pecho. Pareció por un instante que no era más que un gesto, pero entonces Ygorla vio el brillo oscuro de algo en su puño apretado. Aspiró con ansiedad; aunque no sabía qué tenía el demonio, había notado un repentino y claro cambio en la atmósfera.
El demonio abrió el puño y mostró la gema. De los labios de Ygorla surgió un suave sonido, mitad jadeo, mitad suspiro, mientras la contemplaba. Era hermosa; quizás el objeto más hermoso que había visto nunca. En aquel mundo, pocas de sus verdaderas tonalidades del Caos resultaban visibles; pero, aun así, parecía refractar y reflejar cien sutiles tonos distintos de azul. Y en su núcleo, como un diminuto corazón, se veía una negrura de la que emanaba un poder inimaginable.
A duras penas consiguió apartar la vista de la piedra, pero, por fin, con un tremendo esfuerzo miró una vez más a Narid-na-Gost.
—¿Qué es, padre? Nunca había visto algo tan… —Su voz se desvaneció cuando le fallaron las palabras, y movió la cabeza en un gesto de impotencia.
Narid-na-Gost sonrió.
—Esto —dijo— es la llave para alcanzar nuestros objetivos, y nuestra garantía y salvoconducto contra cualquiera que se interponga en nuestro camino. Tócala, Ygorla. Siente al menos una parte de su naturaleza.
Ella estiró el brazo. Sus dedos extendidos tocaron la joya, y, por un instante aturdidor, una visión asaltó su mente. Una oscuridad sulfurosa, una tormenta gigantesca que empequeñecía a cualquier cataclismo terrenal, y poder, un poder inmenso e inconmensurable.
Los ojos carmesíes de Narid-na-Gost la miraron con astucia.
—Los señores del Caos se han vuelto un poco descuidados con el paso de los años, desde que arrebataron las riendas del poder a Aeoris. Siguen manteniendo una atenta vigilancia ante las maquinaciones del Orden, pero ni una sola vez se les ha ocurrido mirar a sus espaldas, para ver qué podía estar tramándose en su propio dominio. —Por un momento, cerró la mano de nuevo sobre la joya, apretándola con fuerza—. Esto no es una chuchería, Ygorla. Le he robado algo a Yandros que él y sus hermanos valoran más que nada; ¡porque esta bonita gema contiene nada más y nada menos que el alma de un señor del Caos!
Un sonido extraordinario, incompleto, surgió de la garganta de Ygorla. Cada átomo de humanidad en ella se sublevaba contra aquella demencial revelación. «
El alma de un dios
»; no, ¡aquello era una locura, un disparate!
Pero, al mismo tiempo que se producía el aterrorizado rechazo en su interior, otra voz se alzó para chocar contra él, como la poderosa resaca en una marea. No sabía cómo podía ser posible algo semejante, pero un terrible e inquebrantable instinto la convencía de que Narid-na-Gost estaba diciendo la verdad.
Pero el alma de un dios…
La voz del demonio se abrió paso en su confusión.
—Aún hay muchas cosas que debes aprender para entender, hija mía. Una es que Yandros y sus hermanos no son ni omnipotentes ni del todo indestructibles. Nosotros, los del Caos, tenemos almas, aunque éstas sean distintas de las de los mortales. Y las almas de nuestros antiguos amos toman la forma de gemas, que han guardado seguras dentro de un complicado sistema de cavernas en el corazón de nuestro mundo… hasta ahora —concluyó con una risita.
Ygorla estaba todavía demasiado aturdida para poder hablar. Extendió una mano en dirección a la joya, obedeciendo a la necesidad de tocarla una vez más, pero su mano se quedó a unos centímetros del resplandeciente objeto, cuando el temor se impuso al deseo.
—Nunca soñé que fuera tan fácil —prosiguió Narid-na-Gost con leve satisfacción—. Pero el robo fue tan sencillo como quitarle la teta a un niño recién nacido, lo cual no es sino otro síntoma del declive de la prudencia de Yandros. La piedra tenía un único guardián, de una clase tan baja que casi no poseía cerebro, y un pequeño engaño fue suficiente para arrebatar la gema de su refugio y cogerla. Ygorla, ¡tenemos como rehén la vida de un dios!
Ygorla había quedado tan fascinada por la joya que no se había parado todavía a considerar las implicaciones más profundas. Pero ahora comenzó a entender el verdadero valor que tenía para ellos.
—Sería cuestión de un momento destruir esta piedra —dijo el demonio—. Otro pequeño secreto que nuestros amos no supieron guardar como es debido. Una sola palabra, y la gema se rompería en pedazos y el alma en su interior se extinguiría. Ése es nuestro salvoconducto contra los intentos de venganza de Yandros. No se atreverá a intervenir contra nosotros, pues el riesgo que implica es demasiado grande. Mientras esta gema permanezca en nuestro poder, él se ve impotente, ¡y nosotros podemos dejar nuestra señal en este mundo y hacer planes para llegar a dominar el Caos!
La visión que había llenado de júbilo el corazón de Ygorla volvía a cobrar forma. Poder y gloria, poder y adoración, la vida y la muerte esclavas de su voluntad. Tenía los medios para conseguir esas cosas. Gracias a aquel demonio de ojos carmesíes que la había concebido y que, hacía siete años, había regresado para revelarle su linaje, ahora el futuro estaba al alcance de su mano.
No podía expresar sus sentimientos con palabras, pero se traslucía en sus ojos, un mensaje claro y terrible. Narid-na-Gost lo vio, lo leyó y sonrió.
—Vamos, hija mía —indicó, cogiéndola de la mano—. Es hora de que por fin abandones este lugar.
El amanecer era tan frío y triste como los agitados pensamientos de Karuth, quien contemplaba el mar desde la vertiginosa altura de la torre más septentrional del Castillo.
En la medida en que era capaz de estar contenta de algo en aquel momento, estaba satisfecha de haberse obligado a realizar la agotadora escalada de los miles de peldaños que subían en espiral por el núcleo de la torre hasta aquella aguilera en la cima. Sin algo que fuera un reto para su mente y para su cuerpo, podría haber perdido el control, tras lo ocurrido hacía una hora. Aquella terrible prueba autoimpuesta —y ahora sabía que la subida lo era, aunque antes hubiera pensado que era una exageración— había canalizado la furiosa energía que crecía como una tormenta en su interior y, al menos, le había procurado tranquilidad.
Aquella estrecha habitación, una de las tres que había en la cima de la torre, estaba muy fría y olía fuertemente a humedad. Era probable que nadie hubiera puesto el pie en ella durante los últimos treinta años, quizá más. Mirando a su alrededor, Karuth vio los desechos de viejos tiempos olvidados, amontonados por todas partes y pudriéndose: restos de velas, una caja de yesca, un montón de libros bajo una pequeña mesa comida por la carcoma; dos copas, una de ellas rota; un trozo de tela, irreconocible bajo capas y capas de polvo. Otros días, otras vidas, ahora reducidas a fantasmas. Tal vez, pensó con inusual amargura, debería trasladar sus pertenencias a aquel lugar desolado y convertirlo en su refugio, porque empezaba a sentirse tan fuera de lugar y anacrónica con respecto al Castillo como cualquier inquieto fantasma procedente del pasado.
La entrevista con Tirand, que había tenido lugar mientras amanecía, había sido uno de los momentos más dolorosos en la vida de Karuth. Pensando, con razón, que ella no habría dormido después de los acontecimientos ocurridos, Tirand había enviado a un criado a su habitación con un mensaje, rogándole que fuera a verlo a su estudio. El ceremonioso tono del mensaje ya dejaba entrever lo que iba a suceder, y, cuando su hermana entró en el estudio y se sentó, el Sumo Iniciado no perdió el tiempo con palabras agradables, sino que dijo lo que tenía que decir con franqueza y sin rodeos.
Al igual que Karuth, Tirand no había pensado en dormir y, tras su desagradable separación en el Salón de Mármol, había decidido que debía tomar ciertas medidas sin demora. Quería, dijo, ser únicamente justo, y por lo tanto había hecho lo que cualquier hombre razonable habría hecho en sus circunstancias. Había despertado a cuatro de los adeptos superiores y juntos habían regresado al Salón de Mármol para realizar un Rito Superior que confirmaría o negaría lo dicho por Karuth.
—Sondeamos los planos astrales, y sondeamos todos los niveles del éter —le dijo con solemnidad—. Debo informarte, que no encontramos nada. Ninguna perturbación en los dominios ocultos, superiores o inferiores. Ninguna señal de los dioses. Nada que pudiéramos interpretar, por muy sutilmente que fuera, como una confirmación de tu experiencia. —Alzó la mirada; sus ojos parecían cansados, tristes y un poco, sólo un poco, resentidos—. Por lo tanto, tengo que decir que sólo puedo sacar la conclusión de que lo que viste fue una ilusión.
—Entiendo —repuso Karuth, mirándose las manos, que tenía fuertemente entrelazadas sobre su regazo; luego lo miró con gesto desafiante—. ¿Me has hecho llamar sólo para decirme eso?
Hubo una pausa.
—No —contestó Tirand—. No sólo eso. Hay más.
Ella esperó. Estaba claro que Tirand se sentía muy incómodo, pero Karuth no quiso ceder facilitándole las cosas. Por fin, él volvió a hablar.
—Karuth, quiero que me prometas que darás este asunto por concluido.
Era lo que ella había esperado, y tenía lista la respuesta. Con tranquilidad, pero con firmeza, dijo:
—No, Tirand. No lo haré.
—¿Por qué no?
—¡Porque no puedo! Te lo he dicho antes, y parece que tengo que repetírtelo ahora: ¡lo que vi no fue ni una alucinación ni un espejismo!
Tirand se pasó las manos por el pelo con un gesto tenso.
—¡Karuth, te equivocas! Nuestro ritual lo demostró…
—¡Lo único que demostró fue que tú y unos cuantos adeptos no fuisteis capaces de ver lo que yo vi! Los rituales no son infalibles, Tirand, ¡y es peligroso y de cortas entendederas confiar en ellos tanto como tú lo haces!