Entonces se detuvo.
Algo está mal
. Las palabras le volvieron a la cabeza con una sorprendente brusquedad, y esta vez no eran conjeturas sino una completa certeza. El círculo de mosaico era demasiado negro; no parecía mármol sino un vórtice abierto de la nada, una boca que se abría a otra dimensión. Atraía su atención, la desorientaba, y Karuth se tambaleó mareada, mientras su sentido de la perspectiva se deformaba.
De repente, los agitados murmullos crecieron en su mente, y a través de la sibilante confusión escuchó una palabra, repetida una y mil veces en una enloquecida letanía: «NO, NO, NO, NO, NO…».
Karuth jadeó, alzó la mirada en dirección a las siete estatuas que surgían de la espesa niebla, y su garganta quedó atenazada por el asombro y la incredulidad.
Las siete estatuas ocupaban su lugar habitual, dominantes por encima de su cabeza. Pero, mientras que los rostros de los siete señores del Orden se mostraban tan serenos y distantes como siempre, los esculpidos rasgos de Yandros y cinco de sus hermanos habían cambiado. Tenían las bocas abiertas, en un horrible rictus que deformaba y tensaba cada rostro; los ojos miraban desorbitados y enloquecidos. En silencio, apresadas en un momento congelado y eterno, las estatuas de los dioses del Caos estaban gritando.
Y en una de las estatuas, en grotesco y horripilante contraste con la impasible expresión de su contrario en el reino del Orden, el rostro del séptimo señor del Caos se había roto, y no quedaba de él más que un cuarteado muñón de piedra.
Calvi se había apartado de la puerta, pero poca diferencia significaba eso, y ahora ya no podía seguir engañándose a sí mismo: estaba asustado.
Idiota, estúpido
, se dijo; la biblioteca era uno de los lugares que más frecuentaba y había pasado allí más horas de las que podía recordar, entre los libros y los pergaminos. Sin embargo, aquellas visitas se habían hecho en circunstancias más favorables, e, incluso con tres antorchas encendidas, había una enorme diferencia entre estar en aquella sombría cámara en la alegre compañía de sus iguales, o estar esperando a solas en mitad de la noche, mientras Karuth intentaba llevar a cabo su solitaria misión en el Salón de Mármol.
Se preguntó cuánto tiempo llevaba Karuth en el Salón. El paso del tiempo era algo subjetivo; podía haber transcurrido un minuto o una hora desde que la había visto alejarse por el pasadizo tenuemente iluminado. Calvi se preguntó si no debería subir corriendo la escalera para ver en qué posición en el cielo se encontraba la segunda luna, pero desechó la idea. Todavía no. No podían haber pasado más que unos cuantos minutos desde que ella se había marchado. Mejor esperar: enseguida regresaría. Era demasiado pronto para comenzar a preocuparse.
Paseó la mirada por las estanterías de la biblioteca en busca de algo que entretuviera su mente y apartara las especulaciones enfermizas. Los libros y manuscritos parecían demasiado intimidadores; sabiéndose incapaz de concentrarse en la lectura, comenzó a andar arriba y abajo, ajustando sus pasos al ritmo de una tonadilla que había escuchado durante las fiestas del pasado Primer Día de Trimestre. Un grupo de músicos ambulantes habían venido a probar suerte en el Castillo y Tirand, de un humor inusualmente expansivo, los había contratado para que dieran un breve concierto en honor del verano que empezaba. No recordaba la letra de la canción, pero la melodía se había metido en algún rincón de su cerebro y ahora la recuperó en un esfuerzo por distraerse. Pero ni siquiera eso funcionó; recordó que era una canción para beber, y eso sólo sirvió para hacerle pensar que habría estado mucho mejor de haber tenido algo para beber, en lo posible algo muy fuerte. Y, mejor aún, algo de compañía humana.
En el mismo momento en que aquel sentido pensamiento cobraba forma, oyó pasos en la escalera, al otro lado de la puerta de la biblioteca.
El estómago de Calvi se contrajo violentamente con la impresión, y por un terrible instante creyó que iba a vomitar de puro miedo. No había hecho más que pensar en aquello y…
El pánico salvaje que iba en aumento se vio bruscamente anulado cuando una voz conocida habló desde el descansillo de la escalera.
—¿Quién hay ahí?
—¿Tirand? —La voz de Calvi se quebró, y carraspeó en la segunda sílaba, al dejar escapar la tensión—. ¡Tirand, soy yo, Calvi!
La puerta se abrió y el Sumo Iniciado, con ropas arrugadas y el cabello despeinado, apareció en el umbral.
—¿Calvi? En el nombre de Aeoris, ¿qué estás haciendo aquí?
Calvi reprimió una necesidad irracional de echarse a reír, y se llevó una mano a la boca para frenar aquel espasmo.
—¡Podría hacerte la misma pregunta, Tirand! Me desperté después de tener una pesadilla, y sentí una compulsión…
—¿Una compulsión? —Tirand frunció el entrecejo, y aquel gesto, unido al súbito cambio de tono en su voz, hizo que Calvi se diera cuenta de lo que implicaba.
—Dioses —dijo—. ¿Tú también?
Tirand barrió la biblioteca con la mirada.
—Sí —replicó lacónicamente—. Y no creo que seamos los únicos. He estado buscando a Karuth. No está en su habitación.
—No. Está aquí, Tirand. Vine con ella, pero sólo me dejó llegar hasta aquí —explicó, haciendo un gesto en dirección a la pequeña puerta—. Ahora se encuentra en el Salón de Mármol. Dijo que allí se hallaba el origen de lo que está ocurriendo, sea lo que sea.
El gesto de preocupación del Sumo Iniciado se hizo más intenso.
—¿Cuánto tiempo lleva allí?
—No lo sé —repuso Calvi, con un gesto de impotencia—. Parece una eternidad, pero ya sabes lo engañoso que puede resultar el tiempo cuando esperas. Probablemente sólo unos minutos.
—Será mejor que vaya tras ella. —Tirand se dirigió hacia la puerta pero se detuvo—. Yo que tú me iría a la cama. Aquí no puedes hacer nada.
El joven se esforzó en sonreír débilmente.
—Esperaré, Tirand. Lo prefiero, si a ti te da lo mismo.
Pensó por un instante que el Sumo Iniciado pondría alguna objeción, pero Tirand se limitó a encogerse de hombros.
—Como quieras.
Se encorvó para pasar por el bajo dintel de la puerta y comenzó a avanzar por el pasadizo, que resplandecía levemente. Calvi estaba cerca, con la mano sobre el pomo de la puerta, observándolo, y Tirand pensó que después debía dar las gracias al joven. Había hecho bien en escoltar hasta aquí a Karuth, aunque se preguntó por qué precisamente Calvi habría sido afectado por lo que fuera que estaba ocurriendo aquella noche. Karuth y él era una cosa, pero ¿Calvi? No tenía sentido.
El pasadizo se curvaba ante él y la luz de la puerta plateada se reflejaba en un ángulo de la pared. Tirand casi había llegado a la curva cuando se perfiló una sombra y, un instante después, Karuth, con la bata recogida a la altura de las rodillas y abandonada toda dignidad, apareció corriendo y chocó con él.
—¡Karuth! —Ambos se tambalearon hacia atrás por el encontronazo, y Tirand cogió a su hermana por los brazos—. Karuth, ¿qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?
—¿Tirand? —Los ojos de Karuth estaban muy abiertos, como enloquecidos, y por un momento pareció totalmente desconcertada. Entonces, como cuando se abre una ventana en un cuarto a oscuras, regresaron la lucidez y el reconocimiento—. ¡Oh, gracias sean dadas a los dioses! ¡Rápido; ven conmigo! ¡Tienes que verlo! ¡Tienes que verlo por ti mismo!
Lo cogió de las manos y, antes de que pudiera decir nada, tiró de él en dirección al Salón de Mármol.
Tirand no tuvo oportunidad de hacer las preguntas que se amontonaban en su mente, y la febril urgencia de su hermana provocó en él el inicio de una reacción parecida, aunque no podía ni siquiera imaginar el motivo de la agitación de Karuth. Entraron en el Salón. Karuth se desvió para evitar el mosaico negro y luego se detuvo ante las siete grandes estatuas.
—¡Ahí! —Su voz resonó áspera en él Salón, y sus ecos fueron chocando entre las columnas—. ¡Mira!
Tirand obedeció; se produjo un tenso silencio.
—¿Qué se supone que debo ver? —inquirió al cabo.
—¿Co…? —La palabra no acabó de salir de la garganta de Karuth cuando ésta miró a su vez.
Las esculturas asomaban enormes y silenciosas en las neblinas que cambiaban lentamente. Yandros tenía su acostumbrada sonrisa sabia y privada, mientras que sus hermanos —sus seis hermanos— miraban serenamente a la neblina resplandeciente. Las estatuas estaban como siempre, sin ningún daño.
Tirand se volvió hacia su hermana.
—Karuth, ¿qué significa todo esto? —preguntó, desconcertado.
Ella tragó saliva. Parecía que su garganta se hubiera cerrado, y no podía apartar la vista de las estatuas. Aquello era imposible. Había visto los cambios. Los había visto y eso la había hecho huir del Salón para correr en busca de Tirand y los otros adeptos.
—Estaban gritando… —Su voz sonaba como la de una persona que tuviera dos veces su edad.
—¿Gritando? Karuth, en nombre de Aeoris, ¿qué quieres decir?
Ella respiró hondo un par de veces para tranquilizarse, y se lo contó. Tirand escuchó en silencio el lacónico relato y, cuando terminó, Karuth vio que dejaba de mirarla a ella para clavar la vista en el suelo. Su expresión era tensa y preocupada.
—Karuth… —Ella conocía aquel tono, que combinaba el dulce razonamiento con una total inexorabilidad—. Estabas soñando. Debió de ser eso.
—¿Soñando? ¿Quieres decir que me encontré con Calvi y bajé hasta la biblioteca y luego hasta el Salón de Mármol, todo eso dormida?
—No, claro que no quiero decir eso. Pero estamos en mitad de la noche, tu mente no debe de estar precisamente de lo más despejada. Puede que te hayas deslizado entre el sueño y la realidad sin darte cuenta después de llegar aquí…
—Estaba completamente despierta, Tirand. No me cabe la menor duda.
Él alzó las manos en un gesto conciliatorio.
—De acuerdo; si tú lo dices, no voy a discutirlo. Por lo tanto, ha de haber otra explicación.
En su estado febril, Karuth interpretó el poco convencimiento de Tirand como escepticismo y desconfianza, y sintió una súbita irritación.
—¡Claro que hay otra explicación! —replicó con aspereza—. ¡Maldita sea, Tirand, no estoy ciega! ¡Sé lo que vi! ¡Esas estatuas estaban atormentadas! Algo ha ocurrido…, algo terrible, algo que todavía no comprendemos…
—¡No puedes decir eso con ninguna certeza! —la interrumpió Tirand—. ¿Dónde están las pruebas? ¿Dónde están las señales? ¡Aquí no hay nada que esté mal! —afirmó, abriendo los brazos para abarcar todo el Salón—. ¿Sientes alguna perturbación astral? ¿Sientes que haya algo fuera de lo normal? Porque yo no.
—¡Pero yo lo sentí!
—Eso no basta, Karuth. No es suficiente para convencerme de que no estabas soñando o teniendo una alucinación.
Karuth expulsó el aire con violencia, entre los dientes apretados.
—¿Me estás llamando mentirosa?
—¡No, claro que no! ¡Por todos los dioses, piensa con lógica! ¡No estoy cuestionando lo que creíste ver; sólo digo que debió de ser algún tipo de ilusión!
—¡Dioses! —estalló Karuth—. ¡Estúpido! ¿Qué forma crees que adoptaría una señal procedente de los dioses?
Tirand movió la cabeza con expresión cansina.
—Karuth, una ilusión no tiene por qué ser necesariamente una señal de los dioses. Eres una adepta de quinto rango; tú mejor que nadie debes reconocer que no podemos suponer que cualquier aberración momentánea tenga un significado más profundo. Como Sumo Iniciado, mi deber es conservar cierto sentido de la proporción…
—Oh, tu deber… —Karuth escupió las palabras, y luego la rabia volvió a apoderarse de ella y no pudo controlarse—. Tu deber es para con los dioses, todos los dioses, ¡no sólo para con Aeoris y sus cobardes hermanos! —Y se calló, horrorizada, al darse cuenta de lo que acababa de decir.
Por unos instantes hubo un silencio total. Después, muy sereno, Tirand habló.
—Karuth, no creo que tengas total dominio de ti misma en estos momentos, por lo que pasaré por alto esa blasfemia y el hecho de que haya sido pronunciada en este lugar sagrado. Pero no pienso oír nada más. Estás cansada y sobreexcitada; regresa al Castillo y acuéstate. Si hay algo más que hablar, lo hablaremos por la mañana.
Karuth no pudo responderle. Si se permitía hablar, diría algo que luego quizá lamentaría el resto de su vida. Lanzó una última mirada a las estatuas, giró sobre sí misma y se encaminó hacia la puerta. La furia y la amargura la estaban desgarrando, y advirtió con desconsuelo que en aquel momento despreciaba a Tirand hasta tal punto que casi lo odiaba. Era tan ciego, tan pomposo, tan estirado… Dioses, pensó, ¿es que no se daba cuenta? ¿No sentía que algo estaba tremendamente mal? ¿En qué clase de Sumo Iniciado se había convertido, que permitía que sus capacidades de adepto se sofocaran bajo la insignificante obsesión de las formas y las maneras? ¿Qué había sido del hermano que tanto quería y admiraba?
Oyó pasos a su espalda cuando se acercaba a la puerta plateada, y Tirand la llamó. Podía ser que hubiera una nota conciliatoria, casi suplicante en su voz, pero Karuth no se detuvo a analizarla. En su presente estado de ánimo no tenía ganas de saber lo que Tirand sentía o pensaba, porque no le importaba lo más mínimo. En el umbral de la puerta se detuvo y miró hacia atrás, con ojos duros como el hielo.
—Hace años —dijo— me confesaste que no te considerabas tan digno del cargo de Sumo Iniciado como lo habría sido yo, si hubiese podido acceder a él. —Hizo una pausa; veía a Tirand a medias en la neblina que vacilaba. Una parte de Karuth no quería decirlo, pero se impuso la otra parte de su ser, más tenebrosa, y las palabras surgieron, amargas y enfurecidas—. Empiezo a pensar que quizá tuvieras razón.
Se alejó por el pasadizo que resplandecía suavemente.
Cuando Karuth apareció por la puerta, Calvi saltó de la silla en la que estaba, ante una de las mesas de la biblioteca.
—¡Karuth! —Su voz revelaba una mezcla de alivio y preocupación—. ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?
—Estoy perfectamente —contestó; pasó a su lado sin mirarlo a los ojos y se encaminó a la escalera. Calvi hizo ademán de seguirla, pero, antes de poder hacerlo, Tirand apareció.
—Ah, Calvi. —El Sumo Iniciado tenía el rostro colorado y pronunciaba las palabras como si estuviera haciendo un tremendo esfuerzo de autocontrol—. Volvemos todos al Castillo. No hay nada de que preocuparse.
—¿Qué pasa con…?