Se puede venerar el Orden; se puede venerar el Caos. Toda persona es libre de elegir. Al menos de momento… El Equilibrio se ha mantenido durante sesenta años, desde que los dioses del Caos y del Orden se enfrentaran en una batalla titánica. Sesenta años de paz insegura en los cuales el hombre ha tenido la libertad de seguir los dictámenes de su corazón. Pero soplan vientos de rebelión.
Narid-na-Gost, un demonio caótico de escasa categoría, quiere alcanzar un poder incluso superior al de sus amos, y ha encontrado un vehículo humano para realizar sus ambiciones. El castigo por semejante aspiración es inimaginable, pero Narid-na-Gost está dispuesto a correr el riesgo. Su plan es chantajear a los dioses. Si ese plan tiene éxito, incluso Yandros, Señor Supremo del Caos, se verá obligado a aceptar las condiciones del demonio, y se convertirá en un juguete dominado por Narid-na-Gost y su monstruosa progenie.
Y si los dioses son incapaces de impedir esa catástrofe, ¿qué esperanza les queda a los humanos?
Louise Cooper
La impostora
LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I
ePUB v1.1
Mística12.06.12
Título original:
The Deceiver
. (
The Chaos Gate Trilogy, book 1
)
Louise Cooper, 1991.
Traducción: José López Jara
Diseño/retoque portada: Mística
Editor original: Mística (v1.0 a v1.1)
ePub base v2.0
Para Jane Johnson,
con mi agradecimiento por tanta ayuda,
entusiasmo y amistad.
E
l médico Carnon Imbro no solía reaccionar bien cuando lo sacaban de la cama a horas intempestivas, entre la primera y segunda puesta lunar. Pero la naturaleza de aquel recado en particular, y el hecho de que hubiera sido Chiro Piadar Lin en persona quien se lo llevara, se impusieron a consideraciones más egoístas. Carnon se despertó totalmente, se entretuvo sólo para echarse una túnica por encima de la camisa de dormir para protegerse del frío otoñal y siguió apresuradamente a Chiro en dirección al ala norte del Castillo.
Caminaron apresuradamente por el laberinto de pasillos, oscuros y desiertos a aquella hora. El rostro de Chiro, enmarcado por su rizada cabellera castaña, mostraba una expresión decidida y severa y, cuando comenzaron a descender una escalera, Carnon dijo en voz baja:
—¿Has despertado a alguien más?
—No. Creí más prudente consultar contigo en lugar de alertar a los otros adeptos. —Esbozó una sonrisa rápida e indecisa—. Lo siento, Carnon. Son gajes de tu oficio.
Carnon soltó un gruñido de asentimiento.
—Todavía no me has dicho qué ha ocurrido exactamente.
—Vino a mi habitación; hará cosa de media hora, quizás un poco más. Me desperté y lo vi ahí, a los pies de mi cama… ¡Dioses, por un instante pensé que algo había venido a buscar mi alma! Y tenía un aspecto muy extraño, Carnon. A duras penas lo reconocí; por eso me impresionó tanto.
—¿Extraño? —preguntó Carnon.
Chiro se encogió de hombros.
—Resulta difícil expresarlo con palabras; o al menos con palabras que no resulten un absurdo para la lógica.
—Olvidas —dijo Carnon con sequedad— que además de médico soy un adepto de quinto grado. Al igual que tú, yo no busco necesariamente la lógica en mis tratos con el mundo.
—Sí, claro…, perdóname. —Chiro se relajó un tanto, pero su mirada tenía todavía una expresión de acoso—. Pero de verdad, Carnon, esto era algo muy extraño.
—Cuéntame.
—Bien… ¿Conoces el retrato que está colgado en la galería, encima del comedor? ¿El que se pintó unos pocos años después del Cambio?
—Lo conozco bien.
—El mismo hombre de ese retrato estaba en mi habitación.
El médico le lanzó una penetrante mirada.
—¿Estás seguro de que no soñabas?
—Completamente seguro. Era Keridil; pero Keridil tal y como era hace más de cincuenta años. Sé con qué facilidad puede engañarse la vista, sobre todo a la luz de la luna, pero no era una ilusión.
Sé
que no lo era.
Carnon permaneció en silencio durante unos instantes. Si había un hombre poco susceptible a las fantasías o ilusiones, ése era Chiro Piadar Lin; era sobrio y práctico casi hasta resultar impasible, y, si decía que una cosa era de tal manera, es que así era. Por lo tanto, la visión había sido verdadera, y para Carnon estaban claras sus implicaciones. Aquél era el primer signo seguro de que el alma de Keridil Toln, quien durante sesenta años había gobernado como Sumo Iniciado a la elitista casta de magos conocida como el Círculo, comenzaba a liberarse de las ataduras mortales y se preparaba para su último viaje. A pesar de que todos sabían que aquel momento tenía que llegar, eso no impedía que el saberlo fuera como una punzada helada y acerada en el corazón del médico.
—¿Qué ocurrió después? —preguntó.
—Se limitó a mirarme… —repuso Chiro—. Ya sabes qué peculiar intensidad tiene a veces su mirada; como si viera una dimensión extra a la que los demás somos ciegos. Le pregunté si algo andaba mal, si podía ayudarlo…
—¿Seguías viéndolo como un hombre joven?
—No. Ese fenómeno duró sólo un instante. Le pregunté si podía ayudarlo y me dijo: «Chiro, ahora voy al Salón de Mármol».
—¿Nada más?
—Nada más —dijo Chiro, mirando a su alrededor—. No tenía que decir nada más, Carnon. Sabía que yo entendía lo que quería hacer.
—¿Y no intentaste disuadirlo?
—No, no lo hice. —Chiro se detuvo y se volvió para mirar al otro con fijeza—. Es una búsqueda personal, Carnon, algo que lleva medio siglo intentando resolver. Por mucho que su mente se haya deteriorado, hubo un tiempo en que fue un mago formidable. ¿Quién puede decir que los dioses no decidan concederle lo que busca, ahora que su vida casi ha llegado a su fin? —Comenzó a andar nuevamente—. Además, sigue siendo el Sumo Iniciado. Aunque quisiera, no tengo la autoridad para detenerlo.
—Muy cierto —concedió Carnon—. Pero eso hace que me pregunte por qué escogió decirte lo que pretendía hacer, antes que a nadie más.
Chiro frunció el entrecejo.
—¿Quieres decir a mí en particular?
—Bueno, a cualquiera en realidad. Al fin y al cabo, poca lógica hay en la idea de despertar a un colega en mitad de la noche por una razón aparentemente tan nimia. —Carnon miró de reojo a su compañero y luego sonrió con cierta severidad—. Sé lo que estás pensando y también sé que no lo dirás en voz alta, de manera que yo lo haré por ti: la lógica no es el punto fuerte de Keridil en estos días, aunque me duela decirlo. Pero, de verdad, Chiro, creo que sabes tan bien como yo por qué eligió hablar contigo y no con algún otro esta noche.
—No, Carnon. Eso no lo acepto.
—Te guste o no, tendrás que afrontarlo y aceptarlo antes de que pase mucho tiempo. Sabes que el punto de vista de Keridil coincide con el de todos los adeptos de alto nivel…
—La decisión final dependerá del Consejo del Círculo, no…
—Y de Keridil, y de la Matriarca y del Alto Margrave. No tienes por qué decirme lo que ya sé tan bien como tú. Pero es una conclusión prácticamente ya sabida, y no tiene sentido que intentes negarla. Eres un adepto de sexto grado, el penúltimo en importancia; estás a punto de someterte a las pruebas de iniciación para el séptimo grado y poca duda hay de que las superarás. Eres un hábil mago y un soberbio diplomático. En resumen, eres el mejor de entre todos nosotros. Y Keridil quiere que seas Sumo Iniciado cuando él… no, no pongas esa cara de pena, viejo amigo; es un hecho, y tendremos que afrontarlo… cuando él muera. Así que si te preguntas por qué él, con su mente confundida, te escogió a ti antes que a ningún otro para confiarte sus secretos, ya tienes la respuesta.
Chiro no respondió. Su rostro había adquirido una expresión rígida como el cemento, cosa que ocurría a menudo cuando se enfrentaba a algo que lo desconcertaba, y Carnon suspiró para sus adentros. El mayor defecto de Chiro Piadar Lin, pensó, era una tozuda incapacidad para reconocer sus propias virtudes, ni siquiera ante sí mismo. Era un rasgo paradójico que Carnon, ante todo, un pragmático, no envidiaba.
Pero, como hombre pragmático, sabía que presionar a Chiro sobre el tema traería más mal que bien. Con el tiempo aceptaría los hechos: no tendría más remedio. Hasta entonces, lo mejor era dejar estar el asunto. Tenían cosas más urgentes de las que ocuparse.
—Bien —dijo—, sean cuales sean las razones que tuiera Keridil para hacer lo que hizo, hiciste bien en avisarme. Será mejor que lo encontremos sin más dilación.
Los dos hombres salieron al patio del Castillo y se dirigieron hacia una avenida entre columnas que flanqueaba el muro norte. El patio era un pozo enorme y silencioso de profundas sombras, que empequeñecían el brillo de la linterna de Chiro; los antiguos muros negros parecían abrumarlos y la más pequeña de las dos lunas, casi llena, brillaba como un ojo helado y aislado. Encogiéndose para hacer frente al viento ligero pero frío, Carnon echó un vistazo a la enorme y tenue mole de una gigantesca torre, la más septentrional de cuatro colocadas en los puntos cardinales del Castillo. No se veía ninguna luz, pero atisbó —o imaginó que atisbaba, no estaba seguro— un resplandor peculiar en el aire, en torno al pináculo de la torre, como si alguna energía no terrenal hubiera cobrado vida por un instante. Desvió la mirada y no hubiera pensado más en ello, pero de repente Chiro se detuvo y su frente se arrugó levemente.
—Chiro…
El adepto alzó una mano. Parecía estar escuchando, aunque Carnon sólo oía el silbido del viento en las parras que trepaban por los muros del Castillo y, a lo lejos, el omnipresente murmullo del mar. Pero entonces, transcurridos unos segundos, también él escuchó, o más bien lo sintió. Una vibración, débil, pero que aumentaba, que parecía emanar de las baldosas bajo sus pies, recogida por las viejas piedras y transmitida a sus huesos.
Chiro miraba al cielo, y muy pronto el médico hizo lo mismo. Un halo fantasmal de colores oscuros y ligeramente irreales comenzaba a rodear la luna, cuya silueta había comenzado a deformarse como si su luz estuviera siendo refractada y distorsionada. Entonces Carnon vio que algo se movía contra el fondo negro peltre del cielo, ocultando las estrellas, tíñendo la noche de inquietantes tonos que parecían encontrarse en el límite del espectro visible. La vibración ganaba intensidad y ya era casi audible, como un lejano y tembloroso lamento. Consternado, Carnon cogió a Chiro del brazo.
—Dioses, Chiro, ¿cuánto tiempo ha pasado?
—Dos años. Quizá más. Casi había olvidado cómo eran…
—¿No podría tratarse de una tormenta normal?
—No. —La larga experiencia había enseñado a Chiro que no había, ni podía haber, comparación entre una tormenta natural y el fenómeno, con una antigüedad de eones, que ahora se dirigía hacia ellos procedente del norte. La más vieja y la más enfática de las manifestaciones del poder dirigido por el Caos; la voz, decían algunos, de los mismos dioses.
—No —repitió—. Que no te quepa duda, Carnon. Se acerca un Warp.
Hacía sesenta años, antes del Cambio, las enormes tormentas sobrenaturales conocidas como Warps habían sido el azote del mundo. En una edad gobernada únicamente por los siete dioses del Orden, los Warps habían sido la única manifestación superviviente del Caos, cuyos señores consiguieron, contra viento y marea, mantener aquella cabeza de puente a pesar de todos los esfuerzos de los humanos siervos del Orden por erradicarla. Desde la titánica y catastrófica batalla que significó el fin del gobierno del Orden, el triunfante regreso de los dioses del Caos y, por último, el establecimiento de un nuevo equilibrio entre las fuerzas en eterno conflicto, el terror de los Warps había disminuido; porque, allí donde los señores del Caos habían sido en otros tiempos temidos y vilipendiados, ahora eran reverenciados junto a sus opuestos del reino del Orden. Y nadie —excepto, recordó Carnon, los últimos supervivientes de la era pasada, cuyo número disminuía de año en año— podía recordar ahora cómo era antes el mundo.