LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora (36 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora
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Una pesadilla. No podía haber sido otra cosa. Sólo un sueño muy, muy malo que ahora no podía recordar. Tenía arañazos en las rodillas y en los codos, por haberse arrastrado sin control por el suelo; se lamió la sangre del labio inferior, e hizo una mueca de dolor cuando sintió una punzada en la lengua, allí donde se había mordido. Dioses, debía de haber sido un sueño monstruoso para provocar semejante reacción. Por un instante, en el que su corazón se aceleró al máximo, se preguntó si de verdad estaba despierta o si aquél era otro nivel de la misma pesadilla. Bajo sus manos, el antepecho de la ventana parecía bien real, y la habitación, débilmente iluminada ahora por la segunda luna, tenía un aspecto normal y proporcionado. Pero al mismo tiempo se sentía… anormal. Era la única palabra que le venía a la mente para describir su sensación: anormal. Como si todavía estuviera en los brazos del sueño y en cualquier momento aquella realidad fuera a convertirse en algo enloquecido e incontrolable, y arrojarla a las profundidades de una nueva y peor pesadilla.

Se puso en pie y apartó del todo las cortinas. Una parte de ella no quería mirar al patio, por miedo a ver algo que pudiera confirmar sus dudas, y tuvo que hacer un esfuerzo para mirar a través del cristal el vacío panorama de ventanas sin iluminar y susurrantes enredaderas y la seca y silenciosa fuente central. No se veía nada extraño, tan sólo la familiar visión del Castillo dormido. Pero, sin embargo, algo parecía estar mal.

Recuperando confianza, Karuth se volvió para enfrentarse a la puerta del dormitorio. Sentía una necesidad urgente de salir corriendo de la habitación; pero ¿adónde? ¿Qué era lo que la empujaba? ¿Una llamada, o una invitación a huir? Aquella idea disparó otra vez sus nervios y, cuando se dio cuenta, ya estaba a medio camino de la puerta.

No
—se dijo con firmeza, deteniéndose—.
¡Esto es ridículo! ¡Eres una adepta de alto nivel y una hechicera experta, no una novicia de primer rango, a quien asusta una sombra en la noche!
Pero el raciocinio no era un arma lo bastante poderosa. Tenía que salir de aquella habitación. Tenía que hacerlo.

Karuth cogió la bata de lana que había dejado doblada a los pies de la cama, abrió la puerta y salió al pasillo. Las últimas antorchas se habían apagado y el pasillo semejaba unas fauces oscuras, abiertas a lo desconocido. No le daba miedo la oscuridad, pero temía otra cosa, algo a lo que todavía no podía dar un nombre o una identidad. En su sueño, el Castillo parecía respirar como un animal viejo pero poderoso al que no convenía molestar. Dio un paso dubitativo más allá de la puerta; y entonces se tuvo que morder la lengua otra vez para no gritar cuando, a su izquierda, apareció una luz.

—¡Karuth! —Una figura, con un rostro pálido y asustado que todavía parecía más espectral a la vacilante luz de la única vela que llevaba, surgió del pasillo lateral con los ojos desorbitados. Calvi Alacar dejó escapar un suspiro de alivio que hizo que la pequeña llama goteara cera—. Dioses, ¡creí que había llegado mi última hora!

Se miraron, sintiéndose ambos un poco estúpidos; ninguno de los dos quería ser el primero en confesar los motivos de andar por el Castillo a aquellas horas. Karuth aún tenía la sensación de que la llamaban, y ahora dicha sensación parecía cobrar forma, pero no le hizo caso.

—Calvi…, es tarde para que estés levantado —dijo. Era una afirmación obvia y fatua, pero, en medio del alivio que experimentaba, no se le ocurrió nada mejor.

—Sí. —Karuth pensó que Calvi se ruborizaba, aunque era difícil comprobarlo en la penumbra—. Yo… —De pronto se vino abajo—. ¡Oh, Karuth, tuve una pesadilla tan terrible! ¡Pensé que había sacado de la cama a todo el Castillo con el grito que di al despertarme! —Vaciló y luego se encogió de hombros—. Tenía que encontrar a alguien. No podía quedarme allí solo, de verdad que no podía. Lo siento. No quería despertarte.

—No me despertaste, Calvi. Yo también tuve una pesadilla. O al menos creo que la tuve —confesó. De nuevo, la sensación de que la llamaban fue como una garra helada que se posara sobre ella. Esta vez no pudo relegarla y vino acompañada de un imperativo más tenebroso: «Algo está mal».

—Algo está mal. —Las palabras de Calvi repitieron con tanta exactitud el pensamiento de Karuth que ésta se quedó parada, y su rostro mostró la desolación que sentía. El joven asintió—. Lo sé, Karuth. Los dioses sabrán por qué es así. No tengo poderes extrasensoriales, pero lo siento como una enfermedad en los huesos.

—Sí —dijo ella—, yo también lo siento. —Y bruscamente comprendió el impulso, comprendió lo que tenía que hacer, y las palabras surgieron sin que pudiera contenerlas—. Es en el Salón de Mármol.

—¡Aeoris! —exclamó Calvi, abriendo mucho los ojos y haciendo el signo de los catorce dioses con la mano que tenía libre—. ¡Éste era mi sueño! ¡Me lo has hecho recordar! Sabía que algo andaba mal en el Salón de Mármol pero no podía entrar, porque no soy adepto, y por eso iba corriendo por el Castillo en busca de alguien que me ayudara, y no había nadie. Entonces, de repente, supe que algo me estaba siguiendo, me volví y… —Se interrumpió de improviso y se estremeció—. No quiero recordar eso. Era demasiado real.

Karuth no necesitaba más confirmaciones. Metió rápidamente los brazos en las mangas de la bata y se la ciñó. Cuando habló, su voz era firme y autoritaria.

—Voy a investigar. Será mejor que vuelvas a tu habitación, Calvi. Aquí no hay peligro; estarás a salvo.

—No, Karuth. Voy contigo.

—No puedes. Como tú mismo has dicho, el Salón de Mármol está prohibido para todos menos para los adeptos de mayor rango. Obedéceme y vuelve a tu habitación, por favor.

—No. —Su tono recordaba de repente al Alto Margrave, su hermano, y Karuth quedó sorprendida—. Ya no soy un niño —dijo—. Y, con el debido respeto, no estoy bajo tu tutela. Si tienes intención de averiguar qué está pasando, entonces iré contigo y, francamente, no veo cómo podrás impedírmelo.

Desde el punto de vista puramente práctico se equivocaba; Karuth podría haberlo detenido porque conocía uno o dos trucos de magia que lo harían salir corriendo hacia su habitación y encerrarse allí con llave hasta la mañana. Pero recurrir a esos métodos sería un despilfarro de tiempo y energía. Además, no tenía derecho a hacerlo; y debía admitir, aunque sólo fuera para sí, que agradecería su compañía.

—Muy bien —aceptó Karuth—. No voy a discutir contigo. Pero sólo podrás acompañarme hasta la biblioteca. No puedo infringir las leyes del Círculo.

Él asintió rápidamente.

—Lo comprendo.

Las sombras aparecían y se movían entre las barandillas mientras ellos descendían por la escalera principal. De mutuo acuerdo, y sin necesidad de hablar, ambos se mantuvieron muy cerca el uno del otro dentro del pequeño círculo de la luz de la vela mientras cruzaban el suelo embaldosado y abrían la gran puerta del Castillo. Cuando ésta se abrió con un crujido de sus enormes goznes, irrumpieron en la sala el aire frío y la gélida luz de la luna; afuera el patio era un mosaico de negro y plata.

—¿Oyes el mar? —La voz de Calvi era un susurro inquieto cuando comenzaron a bajar los escalones de piedra.

—No —contestó Karuth, irracionalmente enfadada con él por llamarle la atención acerca del peculiar silencio. Podía contar con los dedos de la mano los días de su vida en los que el rugido de la marea bajo la mole del Castillo había sido inaudible, y no quería pensar en posibles portentos—. Pero esta noche no hay viento y hay marea muerta —añadió. Era una explicación racional, pero no acababa de parecer del todo verdadera, y la apartó de su mente—. Vamos. No dejes que se apague la vela.

Avanzaron como fantasmas por la avenida flanqueada de columnas hasta la puerta de la biblioteca. Cuando Calvi abrió la puerta, Karuth sintió el olor que venía de abajo, olor a polvo, moho y pergamino viejo. Siempre le había gustado aquel olor extraño pero de una familiaridad reconfortante. Pero aquella noche, sin embargo, algo la hizo pararse al olerlo.

—Yo iré primero —ofreció Calvi.

—No —se opuso ella. No podía dejar que aquel miedo ridículo y sin fundamento la venciera—. Yo iré delante. Mantén alta la vela ¡y no dejes que se apague!

Calvi se esforzó en dar a su voz un tono de animación que estaba muy lejos de sentir.

—No te preocupes. Ya te oí la primera vez.

Comenzaron a descender por la escalera de caracol. El frío pasaba de la helada piedra a los pies descalzos de Karuth; una vez, sus dedos tocaron algo pequeño que se apartó corriendo, y el estómago le dio un vuelco. Aspiró con fuerza el aire rancio y continuó. Todo estaba muy silencioso, silencioso como una tumba, y eso no era normal, porque allí, en los cimientos del Castillo, era corriente que el ruido del mar resonara desde las cavernas que había en la base del macizo. Esta noche, no obstante, como en el patio, no se oía nada.

Por fin, la indecisa luz de la vela de Calvi iluminó los imprecisos perfiles de una puerta delante dé ellos. Bajaron apresuradamente los últimos escalones, y Karuth abrió la puerta que daba a la biblioteca del Castillo.

Calvi dejó escapar lentamente el aire.

—Hay tizones en los hachones. ¿Enciendo unos cuantos?

—Sí, hazlo —repuso Karuth. Se sentía ridícula al intranquilizarse por la oscuridad, pero aquella inquietud primaria no la dejaba y la luz ayudaría a mantenerla a raya. Poco a poco, la cámara abovedada fue adquiriendo una tranquila iluminación amarillenta, a medida que Calvi aplicaba la vela a tres antorchas, y el ambiente también pareció iluminarse al retroceder las sombras.

Karuth miró en dirección a la puerta antigua y sin pretensiones, apenas visible detrás de su escudo de estanterías, que conducía al Salón de Mármol. Como si el contacto físico fuera una especie de talismán, alargó un brazo y tocó la mano de Calvi.

—Aguarda aquí —le dijo—. Confío en no tardar mucho.

Karuth esperaba —¿deseaba quizá?— que él discutiera y que al final ella no tuviera más remedio que saltarse las reglas y dejar que la acompañara, pero Calvi no hizo tal cosa. Algunas leyes eran sacrosantas y Calvi conocía la fuerza de la prohibición que le impedía entrar en el Salón de Mármol. Fuera lo que fuera lo que hubiera allí, Karuth tendría que afrontarlo sola.

Calvi se paró junto a la puerta abierta, con la vela en alto, y observó cómo Karuth se adentraba por el estrecho pasadizo de peculiar simetría que la conduciría a la puerta plateada. Una luz fresca se derramaba hacia ella; a medida que la débil llama de Calvi quedaba atrás y el brillo nacarado se hacía más intenso, Karuth fue recuperando algo de confianza. Aquél era territorio conocido, el santuario íntimo de los adeptos. Aquí no tenía nada que temer.

¿O sí? ¿Esta noche sí?

Apartó aquel pensamiento insidioso. Era una adepta del Círculo. No tenía nada que temer, se dijo una vez más. No había nada que temer, y repitió la afirmación en su mente como una letanía mientras llegaba al fin ante la puerta plateada y se detenía ante ella. Extendió un brazo para tocar la superficie brillante y fría, y casi se echó a reír cuando reparó en el elemento vital que había pasado por alto con las prisas. No tenía la llave de la puerta. La única llave estaba al cuidado de Tirand, y sin ella nadie podía entrar en el Salón de Mármol.
Idiota
, se reprochó Karuth, sin saber si estaba enfadada o tremendamente aliviada. ¡Idiota!

Reprimiendo la alegría que intentaba adueñarse de ella, apoyó la mano contra la superficie de la puerta para recuperarse.

El cierre hizo un chasquido, y la puerta se abrió.

El sonido que surgió de la garganta de Karuth fue muy agudo, y se truncó bruscamente cuando la impresión llegó al fondo de su cerebro. Aquello era imposible. Pero la vista no mentía: la puerta, cerrada y comprobada por el Sumo Iniciado, que no había sido tocada desde que se había realizado el último Rito Superior, había desafiado toda lógica y se abría ante ella.

—Dioses… —Las manos de Karuth comenzaron a temblar cuando el instinto apartó a la razón, y sus palabras susurradas fueron tanto un ruego de protección como de guía. La puerta abierta mostraba el interior del Salón, y vio que las nieblas de suaves colores que se movían entre las columnas se retorcían formando dibujos deformes, como si un viento racheado se hubiera colado allí y las estuviera agitando. Pensó, aunque intentó convencerse de que era imaginación suya, que escuchaba lejanas voces extrañas y etéreas que susurraban con tono preocupado.

No podía quedarse en el umbral, como un ratón que tuviera miedo de un gato merodeador. Tenía que decidirse; entrar, o admitir que era una cobarde y regresar a la biblioteca y a la reconfortante presencia de Calvi. Con resolución, Karuth se recordó que era una adepta del Círculo y que su deber consistía en llegar hasta el final de aquel asunto. Si se había enviado una señal desde el reino de los dioses, entonces ella, como su servidora, debía estar preparada y dispuesta a recibirla.

Cerró los ojos y realizó un ejercicio mental rápido pero eficaz para calmar sus alterados nervios. Después, y tras hacer el signo de respeto con los dedos separados, se obligó a avanzar al interior del Salón. Las neblinas la rodearon y los contornos de las columnas se hicieron precisos a su alrededor, como los troncos de un bosque petrificado; casi esperaba oír el sonido de la puerta cerrándose a sus espaldas, pero eso no ocurrió. El aire tenía un olor ligeramente acre, que reconoció pero que al principio no pudo identificar, hasta que recordó los experimentos con fuerzas elementales que a veces había llevado a cabo en la intimidad de sus aposentos. Aquello se parecía a la atmósfera que quedaba tras realizar aquellos rituales, la sensación de que algo había estado, se había marchado y había dejado su huella. Pero no detectó fuerzas semejantes en el Salón, y los susurros, no importa de dónde procedieran, no eran los de los elementales.

Apenas podía distinguir las siete estatuas de los dioses, que surgían ante ella entre la niebla. No podía percibir ningún detalle; por el momento eran meros contornos borrosos y oscuros que interrumpían los aleatorios dibujos de color. Karuth apartó la mirada de ellas deliberadamente, consciente de lo fácil que sería, en su actual estado, comenzar a imaginar que las estatuas no eran moles inertes sino cosas vivas, dispuestas a mover sus esculpidos miembros en cualquier momento y bajar de sus pedestales. Su mirada se paseó por el complejo mosaico del suelo; sin saber por qué, buscaba el dibujo circular negro, que, por lo que todo el mundo sabía, marcaba el centro exacto del Salón de Mármol. Por fin lo vio, destacando en agudo contraste con los delicados diseños que lo rodeaban, y anduvo deprisa hacia allí.

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