LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora (33 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO I: La impostora
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Los ojos de Ygorla mostraban avidez; el corazón le latía tan alocada y fuertemente que se sentía mareada.

—¿Cuál es esa fase crucial? —inquirió—. ¿Qué piensas hacer? ¿Qué papel puedo jugar yo?

—Tu papel, hija, es el más sencillo pero el más duro de todos —contestó el demonio—. Quiero que te retires a tu cueva y que allí me esperes. Nada más que eso. Estrictamente eso.

Ella frunció el entrecejo, disgustada.

—Pero…

—No. —Ygorla conocía bien aquel tono, que la hizo enmudecer al punto. Narid-na-Gost la miró unos instantes, durante los cuales Ygorla sintió en el estómago una sensación como de hielo y fuego a la vez, mientras que los ojos del demonio, que habían adquirido un color rojo sangre y brillaban como granates, se clavaban en los suyos. Por fin, él volvió a hablar.

—Te lo diré una sola vez, Ygorla, y sólo una vez te lo recalcaré. Para que todo aquello por lo que he trabajado no se pierda, debes obedecerme ciegamente, sin atreverte a preguntar. —Hizo una pausa—. No veré mi trabajo echado a perder, hija. Si me fallas en esto, tu alma dispondrá de milenios para lamentar su locura. ¿He hablado con claridad?

Ygorla palideció, hasta sus labios se quedaron sin color. Asintió.

—Bien. Entonces escucha y obedece. Te retirarás a tu cueva y permanecerás allí, no importa lo que suceda, hasta que yo regrese. No saldrás a la caldera del cráter; de hecho ni siquiera te atreverás a salir a los túneles. Por encima de todo, no practicarás tu arte. No hagas sortilegios, no invoques compañeros o juguetes. No hagas nada. Tan sólo espera a que yo vuelva.

Hubo un largo y tenso silencio. Ygorla sentía el cerebro a punto de estallar; preguntas furiosas se arremolinaban como una marea primaveral, y se sublevaba contra la restricción que le había impuesto, maldiciéndose a sí misma por temerlo, y casi odiándolo por el poder que tenía sobre ella. Entonces, de repente, Narid-na-Gost sonrió.

—No creas que no conozco tus pensamientos. Tu furia y tu frustración son como llamas que devoran el aire que te rodea; te preguntas por qué y el no tener una respuesta te enloquece. Bien, te daré una respuesta. Te exijo esto por una sola razón: porque mientras yo no esté es vital que no se detecte ni la más mínima huella de tu presencia aquí.

Ygorla estaba perpleja.

—¿Por qué habría de ser detectada? Llevo viviendo en esta isla casi siete años, y en todo ese tiempo…

—En todo ese tiempo nadie ha tenido un motivo para buscarte, ni siquiera para sospechar que seguías con vida. Pero eso puede cambiar en los días venideros. Y, si algo se acercara buscando, no quiero que nada llame su atención.

Hablaba con despreocupación, pero había algo subyacente en sus palabras —y en particular en la frase
si algo se acercara buscando
— que provocó un escalofrío en Ygorla. Estuvo a punto de preguntarle al demonio qué quería decir, pero en el último instante contuvo la lengua, porque de pronto no estuvo segura de querer saber la respuesta a semejante pregunta.

—Así que —añadió Narid-na-Gost en voz baja—, ahora que has comprendido, ¿puedo confiar en ti?

Ella vaciló, pero sólo unos segundos. Al fin y al cabo, era un precio pequeño.

—Sí, padre —repuso—. Haré exactamente lo que dices.

—Bien. —La expresión dura del demonio desapareció—. Será poco tiempo, hija. Quizás unos cuantos días, tal y como se mide el tiempo en esta dimensión. Cuando regrese, te traeré un regalo. Un gran regalo, mejor que todo lo que te he dado hasta ahora.

La luz hambrienta regresó a los ojos de Ygorla.

—¿Qué clase de regalo, padre?

Narid-na-Gost rió por lo bajo, con pereza.

—Oh, una bonita chuchería para complacerte. Una chuchería muy, pero que muy bonita. —La sonrisa, que seguía allí, se convirtió de pronto en una mueca feroz—. Y, cuando te la ponga en la mano, ¡sabrás que todos estos años de espera han valido la pena!

Había vivido en aquella caverna, en oscura y anómala estabilidad bajo la brillante y cambiante superficie del reino del Caos, desde que tuvo sus primeras sensaciones y recuerdos —de hecho, desde que comenzó su existencia— y en todo aquel tiempo sus obligaciones no habían variado. Ignorante de las mareas cambiantes del mundo que nunca había visto, olvidada por los otros habitantes del Caos, permanecía agazapada en su puesto, vigilando el acceso a otro nivel del reino de Yandros, obedeciendo la regla que era su único propósito en la vida. Era la centinela, la guardiana del portal. Sólo los dioses podían pasar ante ella y bajar por aquel camino al mundo más profundo. No sabía por qué había de ser así, ni qué había abajo que ella debía proteger con tanta diligencia, y, si se le hubiera ocurrido pensar en ello, no habría tenido a nadie a quien plantear semejante pregunta, puesto que sus amos nunca se tomaban la molestia de visitarla, o siquiera de mirar desde sus elevadas alturas para comprobar que cumplía con el deber que le habían asignado. Su lealtad y diligencia se daban por hechas; en realidad, habían sido inculcadas en su naturaleza. Se confiaba en ella y por lo tanto se la descartaba por irrelevante.

Pero, aunque era consciente de sus tristes limitaciones y nunca se rebelaba contra ellas, no era del todo inmune a algo que, de haber conocido la palabra, podría haber llamado emoción. Sabía que era hembra y sabía lo que eso significaba, no porque se lo hubieran dicho, sino porque lo sentía y reconocía instintivamente la esencia de la naturaleza femenina en su interior. A veces, también sentía los deseos innatos de una hembra, demasiado inocentes para ser lujuria, pero demasiado distorsionados e indefinidos para ser amor, y en esas ocasiones creía entender lo que significaba la tristeza, porque no tenía medios de satisfacer aquellos deseos ni esperanza de que su situación fuera a cambiar alguna vez. Su creación había sido el acto de un momento despreocupado de los grandes señores que gobernaban su mundo. Era la más ínfima de los seres inferiores, y tenía la sospecha de que, incluso para los idiosincrásicos y a veces extravagantes patrones del Caos, era demasiado deforme y poco atractiva para poder interesar a algún compañero potencial.

Aun así, tenía su sitio en el esquema de las cosas y, considerando lo que era, se encontraba en un buen sitio. Estaba contenta con aquello y no había buscado nada más.

Eso fue hasta que él entró en la esfera de su existencia.

Aunque sabía que era uno de los demonios inferiores, de todos modos su rango era muy superior al suyo, y la idea de que alguien semejante la encontrara agradable era como un trago de agua fresca para su alma sedienta. Él le llevaba regalos —cosas diminutas, pero ella era simple y eran suficiente para contentarla— y le hablaba de lugares que se hallaban fuera del alcance de su imaginación, mundos fuera de los confines cerrados y lóbregos donde ella moraba y cumplía con sus obligaciones. Y él consiguió emocionarla. Desde que había sido creada, ningún ser había hecho algo semejante, y estaba conmovida.

Estaba esperándolo, puesto que él había prometido que acudiría con un nuevo regalo, mejor que todos los que le había llevado anteriormente. Agazapada en la achaparrada estalagmita de roca negra que había elegido como puesto de guardia, balanceaba de aquí para allá su cabeza azul de reptil, con su larga mandíbula y las hileras de dientes afilados, indecisa entre el deber y preocupaciones de tipo más personal. A su izquierda, se encontraba un pozo lleno de agua, rodeado por un muro bajo, cuya superficie reflejaba resplandecientes e inestables arcos iris en las paredes de roca. Aquél era el portal que debía vigilar, el acceso al nivel más profundo del reino del Caos. Como guardiana asignada allí, sabía que el portal no le estaba prohibido como a los demás, pero nunca había tenido el valor para explorarlo. A su derecha se hallaba el estrecho túnel que salía de su caverna y que, tras un tortuoso y traicionero recorrido, conducía finalmente a la visión arrebatadora de aquellos otros lugares de los que tanto le había hablado él. Nada la convencería nunca de ir en aquella dirección, pero era por allí por donde él llegaría. Esperaba, devorada por una ansiosa impaciencia, consumida por la añoranza, mientras dos de sus manitas acabadas en garras tamborileaban en la roca, provocando una sorda vibración.

Por fin oyó que se acercaba. Su cola erizada de escamas dio un latigazo nervioso y su lengua silbó, mientras usaba las restantes cuatro manos para descender desde su puesto al suelo de la caverna. Primero vio su sombra, convertida por la peculiar luz fosforescente en algo extraño y maravilloso. La criatura canturreó la canción de bienvenida que en sus largas horas de soledad había inventado para complacerlo.

Narid-na-Gost se detuvo en el umbral de la caverna y su deforme rostro se iluminó con una sonrisa. La criatura no era lo bastante inteligente para ver que la sonrisa no alcanzaba a los ojos del demonio, quien sintió un desprecio familiar ante su ingenuidad, seguido a continuación por una sensación igualmente familiar de asco. Dioses, era verdaderamente horrible: grotesca, deforme… Sus amos debían de haber hecho gala de todo su sentido del humor cuando la crearon, y aquel pensamiento volvió a traer el resentimiento que era su estímulo y consigna desde hacía tanto tiempo. Los feos y los deformes, frutos despreocupados de la imaginación de un instante, a los que se daba la vida y luego se dejaba de lado para que se defendieran como pudieran mientras que aquellos que se consideraban más elevados e importantes no les hacían caso y les negaban cualquier posibilidad de mejora. Narid-na-Gost conocía el dolor de ser una criatura semejante, y en otras circunstancias podría haberse compadecido, desde su posición relativamente elevada, de aquella fea esclava. Pero cualquier tipo de compasión se veía eclipsada por las dos grandes ansias que lo impulsaban: la ambición y el deseo de venganza. En aquello ella encontraría su realización, y su némesis.

—Ah, pequeña, qué hermosa me parece tu canción. —Se agachó para acariciarla entre los pequeños ojos brillantes, mintiendo con facilidad—. Cuánto he anhelado este momento, querida. Te he echado de menos y a duras penas he podido contener mi ansiedad —dijo, y le plantó un beso en la frente escamada; ella no se dio cuenta de que el demonio hacía un esfuerzo por vencer la repugnancia—. He traído el regalo que te prometí. Un regalo digno de mi apreciada criatura, un regalo para agradarla y deleitarla. Mira.

Ella siseó al verlo, y no pudo contener una expresión involuntaria de arrebato. ¡Era tan hermoso! Brillaba, resplandecía y oscilaba. Cuando lo cogió en sus deformes manos despidió mil colores exquisitos y le mostró escenas de tal belleza que los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¡Gracias! —Hasta su voz, pensó él, era repelente, un graznido gutural de garganta húmeda—. ¡Gracias, mi señor!

Estaba encantada con la chuchería, y Narid-na-Gost sonrió con desprecio. Escogiendo cuidadosamente el momento, de repente le arrebató el regalo y lo sostuvo fuera de su alcance. Ella emitió un sonido asustado, implorante, alzando los brazos en actitud de súplica, pero el demonio sólo sonrió un poco más abiertamente.

—Ah, no, mi pequeña —dijo con un tono dulce—. Tendrás tu regalo, claro que lo tendrás. Pero quiero algo a cambio.

Las manos de la criatura, todavía extendidas implorantes, se juntaron.

—¡Cualquier cosa! —exclamó—. ¡Lo que quieras, amado señor!

Él encontró algo divertida la completa ingenuidad de su promesa, pero lo dejó estar. Ella podría hacer lo que necesitaba; de hecho, estaba especialmente calificada para realizarla, por muy inadecuada que fuera para otras cosas.

—Bien. Entonces, querida, escúchame —dijo, agachándose de manera que sus caras quedaran al mismo nivel y clavando los ojos carmesíes en los pequeños ojos llorosos de la criatura—. Escúchame con atención. Esto es lo que quiero que hagas.

No quería decir que sí. No es que tuviera miedo de las consecuencias de ser descubierta, puesto que para ella no había prohibición y, además, su débil intelecto no le permitía considerar las posibles implicaciones de sus actos. Lo que le daba miedo era el pozo en sí. Nunca había tenido el valor para hacer nada más que pasar una mano por las oscuras aguas; no sabía qué había bajo la misteriosa superficie del pozo, y tenía un miedo ilógico a descubrirlo. ¿Y si el pozo no tenía fondo? ¿Y si nadaba y nadaba y nunca alcanzaba el lugar que él quería que encontrara? ¿Y si se perdía y no conseguía regresar?

Con habilidad y sin reparos, Narid-na-Gost rebatió sus argumentos, y con ellos derribó sus defensas. ¿No era capaz de nadar tan bien como cualquier pez surgido de una larva? ¿No era capaz de respirar con la misma facilidad en el agua que en el aire? ¿Y no era su inteligente amada, que no conocía el miedo y que había jurado luchar contra el fuego, la tormenta, las galernas y las aguas para agradarle? Él se había sentido tan orgulloso de ella, tan honrado de su amor… ¿Le destrozaría ahora el corazón diciéndole que se había equivocado al juzgarla?

Fue aquella última pulla, apenas escondida entre las mieles de su persuasión, la que acabó por perderla. Él había manipulado sus juramentos de amor y los había convertido en retórica, pero ella no lo sabía, no podía recordar los pequeños detalles de todo lo que le había dicho. Sólo sabía que lo había defraudado, le había fallado. Era malvada. Era cruel. Sólo quería hacer las paces, para que él dejara de estar triste y volviera a sentirse orgulloso de ella.

Cuando por fin se rindió, inclinando su monstruosa cabeza mientras sus lágrimas salpicaban el suelo de roca jaspeada, Narid-na-Gost le acarició la frente y esbozó una sonrisa de triunfo que la criatura no vio. La tenía exactamente donde quería; tendría éxito en la misión que le había encomendado, o perecería intentándolo. Si tenía éxito, para cuando sus amos supieran lo que había hecho, él estaría lejos, fuera del alcance de su venganza. Si fracasaba, no habría nadie que pudiera contar a los amos lo sucedido. Sí, pensó, una situación de lo más satisfactoria. En aquel momento, no podía pedir más.

Antes de irse, la besó en la boca. Nunca lo había hecho antes, y ella se quedó mareada de asombro y adoración. Lo miró alejarse, hasta que incluso su sombra desapareció en el túnel, y repitió mentalmente y en silencio las instrucciones que le había dado, una y otra vez. Lo conseguiría. Haría el viaje y encontraría el regalo, y volvería con él y lo depositaría en sus manos. Él la amaría por ello, igual que ella lo amaba. Ante ella se abría un futuro nuevo, tan brillante como la luz del Caos que, según le había contado él, resplandecía cuando los dioses salían de sus santuarios para pasear por el mundo. Sabría lo que era la alegría. Sabría lo que era la pasión. Se vería colmada.

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