—Yo… —comenzó, pero no encontró más palabras. Aquella afirmación de sí misma, su identidad, su conocimiento, eso era todo. No era del todo humana. Era la semilla del Caos. Era el puente tendido sobre el tremendo abismo que separaba a los mortales de sus dioses. Por fin, por fin, después de catorce años de esperar sin saberlo, estaba realmente viva.
Giró la cabeza en un espasmo reflejo cuando nuevos sonidos interrumpieron aquella oleada de aturdida comprensión. Voces que aullaban, que gritaban; los invitados a la fiesta habían visto el incendio en el patio y una maraña de siluetas difusas salía del refectorio. Una voz en particular intentaba hacerse oír por encima del tumulto, e Ygorla reconoció el frenético tono de su tía abuela que gritaba pidiendo agua y ramas para apagar el fuego. La boca de Ygorla dibujó una terrible sonrisa. El agua y las ramas no les servirían para nada; el monumento ardía con un fuego que no podía ser apagado, y saberlo hizo que surgiera en su interior un torrente de risa. Echó hacia atrás la cabeza —su negra cabellera reflejó cien colores cuando el resplandor infernal la iluminó— y la risa estalló salvaje, alegre en su garganta. Por encima de ella, y por encima del chasquido de las llamas y de los gritos de las atemorizadas hermanas y sus invitados, oyó la voz de Narid-na-Gost, áspera y triunfante.
—¡Ahora lo comprendes! ¿Verdad, hija mía?
—¡Sí! —gritó—. ¡Oh, padre, sí!
No oyó el ruido de la puerta exterior. Había vuelto a ponerse en pie y regresado a la ventana, y contemplaba con rostro exultante el frenesí en el exterior, por lo que el sonido fue uno más dentro del clamor general. Sólo cuando unos pasos apresurados resonaron en el pasillo, cada vez más fuerte y más cerca, volvió la cabeza, alerta. Cuando se apartaba de la ventana, se abrió la puerta de su habitación y en el umbral apareció Ria Morys, despeinada y con el borde de su hábito desgarrado.
—¡Ygorla! —El alivio venció al miedo en la voz de la Matriarca—. ¡Gracias a Aeoris y a Yandros que estás a salvo! Creí… —Entonces se interrumpió súbitamente, al ver a Narid-na-Gost. El color huyó de sus mejillas y alzó una mano extendida en un signo para protegerse del mal—. ¡Dioses…!
La emoción y la reacción que la siguió golpearon a Ygorla como un Warp. Odio. Se concentró en Ria, en todo lo que representaba, y sintió que el poder volvía a surgir rugiente de lo más profundo de su alma. Se condensó en un rayo de energía ululante, y la Matriarca lanzó un aullido en el instante mismo en que una bola de fuego blanca estallaba en su rostro. Las llamas lamieron el techo, se ciñeron a su cuerpo; sus ropas y sus cabellos se desintegraron en un instante, con el ruido sordo y terrible del aire al ser consumido, y el aullido alcanzó un agudo horrísono cuando la carne de Ria ardió hasta los huesos. En algún lugar, la niña que había sido Ygorla gritaba horrorizada al unísono con la Matriarca que ardía, pero aquella niña se ahogaba en el poder y el triunfo de la hija del demonio, que abrió la boca y gritó con diabólica alegría mientras la mujer que durante catorce años la había criado aullaba su agonía a los dioses y moría.
De pronto, con una tremenda conmoción, las llamas lanzaron su última furia contra el techo y se extinguieron. Ygorla vio luces danzar ante sus ojos, cuando la penumbra, rota sólo por el resplandor procedente del patio, inundó la habitación. Pero esta vez no se tambaleó, no retrocedió; sencillamente permaneció inmóvil, totalmente controlada, y contempló lo que había hecho.
Podría haberse tratado de un cadáver humano, o del de un animal, o de un montón de harapos quemados. Respiró hondo y olió el hedor dulzón de la carne quemada, que para ella fue como el perfume de un vino embriagador. No sentía remordimiento, sólo satisfacción, y con ella una tremenda conciencia de su propio potencial. Narid-na-Gost no había tomado parte en aquello. El poder había sido sólo de ella. Y, ahora que lo había probado, anhelaba más. El Caos había despertado en su interior, y sus llamas, al igual que las que devoraban el monumento, no podían ser apagadas.
Apartó la vista de los restos quemados del suelo y se enfrentó con la mirada carmesí de Narid-na-Gost.
—Vendrá más gente —dijo éste en voz baja.
Ygorla sonrió, mostrando los dientes.
—Que vengan. Les daré el mismo trato que le he dado a eso. —Hizo un gesto descuidado con la mano, en dirección al cadáver.
El demonio sacudió la cabeza.
—No, hija. Todavía no es momento para eso.
El triunfo la había hecho osada; ladeó la cabeza en un gesto desafiante.
—¿Qué? ¿Crees que no puedo…?
—Escúchame —el tono del demonio cambió de modo brusco al interrumpirla, y una afilada punta de puro hielo atravesó el ardiente calor de su satisfacción. Por un instante, una imagen desoladora, que no podía asimilar, mucho menos nombrar, se movió en los límites de su conciencia, y por primera vez tuvo miedo. Luchó contra la sensación que parecía aplastar sus órganos vitales, pero los ojos del demonio no se apartaban de ella y su voluntad se derrumbó ante la amenaza del pánico. La frente se le perló de sudor; apretó los puños y se obligó a desviar la mirada.
—Eso está mejor —el tono de Narid-na-Gost era amable ahora, pero la amenaza permanecía e Ygorla no se atrevió a mover ni un músculo—. Me escucharás, hija, y me harás caso. Sí, eres poderosa, pero por el momento tus capacidades no son nada comparadas con las mías. Tienes mucho que aprender, y yo no he esperado todos estos años para verte echar a perder tu herencia, igual que haría un mortal, borracho de vino joven, con su fortuna. ¿Me comprendes?
Algo intentaba cerrarle la mandíbula, pero ella lo combatió.
—S… sí. Sí…, padre.
—Bien. Entonces escúchame y obedece. Ha llegado el momento de que abandones este lamentable lugar y hagas tu morada en otro sitio. No —dijo al ver que ella abría los ojos asustada—, no en el reino del Caos. Aún faltan muchos años para eso. —Alzó una mano con autoridad—. Tengo otros planes más importantes para ti. Dame la mano, Ygorla.
Todo su cuerpo comenzó a temblar. Se dijo que no era miedo, sino una reacción instintiva, y se esforzó para entrelazar sus dedos con los del demonio, cuya mano parecía quemar.
—Despídete, hija mía —dijo Narid-na-Gost, sonriente—. Si vuelves a ver a tus amigos, será en circunstancias muy distintas.
Ygorla contempló el dormitorio que había sido su refugio durante tanto tiempo. Sus posesiones —ropas, cartas, adornos, recuerdos, todas las pequeñas piezas del mosaico de su vida— le parecieron por un instante a la deriva. Eran el resumen de todos sus recuerdos y experiencias, los reflejos físicos de su identidad y su lugar en el mundo. Sin ellas, no tendría nada que la anclara, ningún punto de referencia. Entonces, de repente, la duda desapareció. La Matriarca no era más que un resto abrasado en el suelo a sus pies y, tras aquellos muros cerrados, ardía el incendio y se oía el griterío. Ella,
ella
era la causante de aquel tumulto, y, con aquel poder a su disposición, ¿qué más necesitaba para saber lo que era verdaderamente?
Ante la nueva comprensión, se despejaron sus últimas dudas, y la alegría la inundó como una marea. Miró al demonio a los ojos, esbozando una sonrisa terrible y ávida.
—Sí, padre… ¡Estoy dispuesta!
Narid-na-Gost miró hacia el techo y de pronto el tejado de la Residencia pareció disolverse, de manera que la habitación de Ygorla quedó expuesta al vasto cielo nocturno. Un aire frío y con un ligero toque de hielo y sulfuro barrió la habitación, como si fuera el aliento de un gigante invisible, y una sombra ominosa cubrió a Ygorla. La atmósfera se oscurecía, se espesaba, comenzaba a agitarse. El demonio le cogió la otra mano y la atrajo hacia sí, e Ygorla escuchó un débil aullido hueco, como un torbellino lejano. El suelo pareció estremecerse, y de improviso empezaron a ascender; ella agitaba los pies al elevarse, hacia arriba, arriba mientras la negra ala de energía se apoderaba de ellos y los lanzaba a la noche como dos hojas secas en una galerna.
En medio del frenesí que cundía en el patio, pasaron algunos minutos antes de que la ausencia de la Matriarca fuera advertida. Sólo cuando la hermana Corelm, que atendía las quemaduras de uno de los impotentes luchadores contra el fuego, se dio cuenta de que Ria no había regresado después de ir en busca de Ygorla, se envió a una joven novicia a la habitación de la chica, para ver si todo iba bien.
Los gritos de la novicia atrajeron a Corelm y a cuatro compañeras más, que fueron corriendo hasta los aposentos de Ygorla. Más tarde, cuando se hubo administrado un potente sedante a la novicia, y el muñón ennegrecido del monumento ya sólo despedía humo como un pequeño volcán malicioso, Corelm encontró por fin el tiempo para derramar lágrimas, mientras permanecía agachada en la enfermería, con las primeras luces heladas del amanecer, y vomitaba la bilis provocada por el trauma retardado y el horror.
Ahora sabía cómo debía de sentirse un halcón al liberarse del confinamiento de la triste tierra para surcar los cielos del mundo. La Residencia había quedado muy atrás, y sus edificios no eran más que diminutas casas de muñecas blancas que se perdían en la lejanía; el monumento en llamas, un último ojo iracundo que parpadeaba y que al cabo también se desvaneció en la oscuridad. Volaron por encima de las fértiles llanuras de Chaun Meridional, por encima de viñedos y granjas, por encima de las frías y resplandecientes cintas que eran los ríos, e Ygorla se rió en armonía con la voz del viento que los llevaba, el cabello suelto, los brazos alzados hacia el cielo, mientras el demonio la sujetaba por la cintura. Pasaron la ciudad de Wester, la elegante y antigua capital de la provincia, con la gran mansión del Margrave solitaria en la colina central. Sólo unas pocas luces brillaban a aquella hora, y deseó que Narid-na-Gost lanzara un rayo de su desprecio para acabar con la serenidad soñolienta de la ciudad, pero el rostro del demonio era impasible, y Wester ya se había convertido en una mancha borrosa a sus espaldas, mientras seguían volando más rápido que cualquier criatura mortal. Delante quedaba la frontera de la provincia y la enorme boca helada del Estuario de la Perspectiva, donde el río se encontraba con el mar en un resplandeciente espejo. Después pasaron sobre Perspectiva, con sus bosques desplegados como una capa negra, hacia el sur, y luego sobrevolaron el límite de una brillante costa, donde los rompientes derramaban plata sobre la cambiante superficie del océano. Vinieron después páramos, desolados y desiertos, con la única excepción del trazado de un solitario camino. Y por fin, brillando en la distancia como una atalaya, las luces de la ciudad que nunca dormía, el puerto mayor y más animado de todo el mundo: Shu-Nhadek.
Ygorla fue presa de nueva excitación y se giró para ver el rostro de Narid-na-Gost. El demonio sonreía, su mirada carmesí fija en algo que todavía estaba lejos, demasiado lejos para que ella pudiera verlo. Pero ella creyó adivinar por fin cuál iba a ser su destino. No sería Shu-Nhadek, sino lo que había más allá de Shu-Nhadek, en el resplandeciente mar meridional.
—¡La Isla de Verano! —gritó excitada.
—No —replicó Narid-na-Gost, sonriente.
La esperanza y la imaginación dejaron paso a la confusión. Ahora estaban encima del puerto, y sus luces se volvían borrosas dada la velocidad a la que volaban. En el horizonte, allá donde el cielo se encontraba con el mar a una distancia incalculable, una aurora tenue y fantasmagórica surcaba los cielos y se oían lejanos truenos de tormenta —de una tormenta natural, no de un Warp— que se iban aproximando. Ygorla no lograba comprender. Había estado totalmente segura de que su destino sólo podía ser la Isla de Verano, la sede del Alto Margrave, pero más allá de la costa de Shu sólo quedaba el fin del mundo.
Shu-Nhadek iba quedando atrás, y la noche se tragaba las luces, los muelles y los barcos que se balanceaban anclados en el refugio de la bahía. La Isla de Verano, Ygorla lo sabía, quedaba al oeste, invisible en la oscuridad, pero era una joya, una meta. Pero delante de ellos se aproximaba otra isla; y de pronto Ygorla recordó el catecismo, una vieja historia de los tiempos del Cambio.
«
Y así fue decretado que estos tres, sobre cuyos hombros podría descansar al fin el destino del mundo, se reunieran en solemne cónclave en el lugar señalado por Aeoris como su fortaleza y dominio. Y allí, en aquella isla, que ahora conocemos, y que ya entonces se conocía como Isla Blanca, el Alto Margrave, el Sumo Iniciado y la Matriarca acudieron a su cita decisiva con los dioses en persona
…»
Ahora podía verla. Se alzaba del mar como un dedo romo y acusador que apuntara al cielo, áspera y desolada, contrastando con el negro flujo de la marea. Las olas se estrellaban con furia contra los dentados acantilados que formaban los baluartes a los pies de la isla, y dominando aquellos baluartes había un único risco, escarpado y titánico. Eones atrás, el mar había dado a luz a la Isla Blanca en un rugiente cataclismo de fuego, pero ahora, extinguida su furia hacía largo tiempo, acabada su temible vida, todo lo que quedaba del antiguo volcán era un único cráter apagado.
Pero Ygorla sabía que aquello era —o había sido— mucho más que una simple isla yerma de basalto. Porque era allí donde Aeoris había colocado un artefacto sagrado al cuidado de sus adoradores humanos, un cofre dorado que, en las ocasiones de gran peligro, cuando se viera amenazado el gobierno del Orden, podría ser abierto por el Sumo Iniciado en cónclave con el Alto Margrave y la Matriarca para hacer que los señores del Orden regresaran al mundo. En aquel lugar, en la caldera desolada del antiguo cráter, Keridil Toln había puesto su mano sobre el cofre sagrado, y así había interpretado su parte en la última batalla sobrenatural que había traído consigo el Equilibrio.
El corazón de Ygorla, que ya latía alocado, dio un nuevo gran salto cuando la Isía Blanca se aproximó y pudo ver por fin con claridad el cráter. Su cara norte se había abierto, y parecía una boca idiota y enorme abierta a la noche, y recordó las historias acerca del conflicto final entre el Caos y el Orden. La leyenda decía que había sido la mano del propio Yandros la que había abierto el cráter en su enfrentamiento con su archienemigo Aeoris, y las imágenes del tumulto se agolparon vertiginosas en su imaginación. Qué época aquélla, qué poder debía de haber azotado el mundo…
De repente se dio cuenta de que su veloz vuelo se hacía más lento. Las manos de Narid-na-Gost tiraron de ella para hacerla girar en el aire, y la sensación física hizo que volviera a fijarse en el presente. Flotaban muy alto por encima del iracundo mar, e Ygorla pudo oír el tonante silbido de las olas al romper contra los acantilados. El cráter roto se abría ante ellos, con impresionante cercanía; hacia el este, un relámpago llameó en silencio en el horizonte, y más allá del relámpago el cielo comenzaba a clarear en un tono plateado grisáceo con las primeras luces del amanecer.