—Pero ¡es tan aburrido! —protestó.
—Aburrido o no, es preciso si quieres mantener tu posición en la sociedad a la que estás destinada. —La hermana Corelm detectó el primer signo de debilitamiento y siguió atacando; había aprendido que era la única manera de enfrentarse a Ygorla. Suavizó un tanto su tono de voz—. Hija mía, cuando yo tenía tu edad me gustaban tan poco las clases como a ti, pero te aseguro que en el futuro agradecerás mi insistencia. Cuando alcances la edad de casarte…
La niña levantó la cabeza con rapidez.
—Nunca me casaré.
—Bueno, sólo tienes diez años; no es un tema que deba preocuparte todavía.
—Preocupa a tía Ria. Oí cómo se lo decía a la hermana Fiora.
La paciencia de la hermana Corelm comenzó a agotarse nuevamente.
—Bueno, Ygorla, ¡ya está bien! Las discusiones privadas de la Matriarca con la hermana Fiora no son para que las oigan las niñas, y no deberías haber estado escuchando sobre asuntos que no puedes comprender a tu edad.
—No pude evitarlo —repuso Ygorla, parpadeando—. Era tarde por la noche, no podía dormirme y fui al refectorio en busca de un vaso de agua. Tenía que pasar por delante del estudio de tía Ria, y ella y la hermana Fiora estaban hablando de mí. No pude evitar oír lo que decían. Lo siento, hermana Corelm.
Tenía una expresión de candor absoluto y la hermana Corelm exhaló un suspiro. No había estado cerca de la pobre madre de la niña durante su estancia en la Residencia, y sabía que no era correcto pensar mal de los muertos, pero recordaba aquella mirada dulce e inocente demasiado bien. Avali Troi no había tenido escrúpulos en usar el encanto para evitar la censura, y estaba claro que su hija había heredado aquel rasgo, si bien pocas cosas más. Cuando Ygorla ponía su «cara de penitente», como decía Corelm, y aunque no fuera más que un truco, era imposible seguir enfadada con ella.
Corelm regresó a su silla y se sentó.
—Bueno, si me prometes que no lo volverás a hacer, no hablaremos más de ello.
La expresión de Ygorla se iluminó.
—Lo prometo.
—Muy bien, entonces volvamos a la lección, y en pocos minutos podrás cerrar el libro y te preguntaré las provincias y sus Margraves.
Obediente, la niña inclinó su morena cabeza sobre el libro, y durante un rato hubo silencio. La hermana Corelm se centró en su trabajo, la corrección de un examen que había hecho a alumnas mayores unos días antes. A la vista de las desgarbadas caligrafías, y mientras escribía duras observaciones al lado de las respuestas más estúpidas, reflexionó con ironía que, a pesar de su tenaz resistencia a los estudios formales, Ygorla poseía una inteligencia por encima de la media. ¡Si tan sólo la aplicara y trabajara de verdad!
De pronto tuvo la incómoda sensación de que la observaban. Alzó la vista con rapidez y se encontró con la mirada seria y pensativa de Ygorla, fija en ella. La hermana Corelm lanzó un suspiró y dejó su plumilla.
—¿Qué ocurre, hija? ¿Hay algo que no comprendes?
—No, hermana. —Ygorla sonrió con dulzura—. Estaba pensando quién podría «casar» conmigo si algún día decido hacerlo.
Corelm enarcó las cejas ante la incorrecta construcción gramatical, pero lo dejó estar. Se dio cuenta de que tenía poco sentido hacer que la niña volviera a sus estudios; una vez que su mente se distraía era imposible lograr que se concentrara de nuevo, por lo que cedió.
—¿Y quién —preguntó divertida— llama tu atención en este momento?
Los hombros de Ygorla se alzaron en un gesto coqueto.
—Oh… creo que pensaría en Blis Alacar. Puede que me gustara ser Alta Margravina algún día. O quizá el hijo del Sumo Iniciado, Tirand Lin, aunque dicen que no es muy guapo.
Corelm disimuló su sonrisa con la mano.
—Bueno, querida, no se puede decir que no seas ambiciosa. Pero Blis Alacar tiene ahora 26 años; creo que para cuando tú tengas edad de casarte él ya habrá encontrado esposa. ¿No sería mejor su hermano menor?
Ygorla no entendió su ironía; o eso o prefirió no darse por enterada. Ladeó la cabeza y miró con súbita intensidad a su profesora.
—Quizá. Pero ten en cuenta que Blis Alacar será Alto Margrave
muy
pronto.
Unos dedos helados y duros parecieron aferrarse a la columna vertebral de Corelm, que dijo con brusquedad:
—¿Qué quieres decir?
—Solas Jair Alacar va a morir —repuso Ygorla sin expresión alguna.
—¡Tonterías! ¿Qué estás…?
—De verdad. Lo soñé. Por eso lo sé.
Aquello era demasiado; la sensibilidad de la hermana Corelm llegó al límite. Primero, falta de respeto y ahora la pretensión de vaticinar el futuro, de una manera que parecía simplemente mala intención. No podía tolerarse.
—¡Ygorla! —su voz crujió como una espada helada—. ¡Ya está bien! —Se alzó como un ángel vengador y se encaminó hacia la mesa a grandes pasos; cogió los libros de Ygorla, los cerró de golpe y se inclinó amenazadora, mientras sus nudillos se ponían blancos al agarrar el borde de la mesa. La niña retrocedió como si estuviera asustada, pero esta vez Corelm estaba demasiado enfadada para dejarse engatusar.
—¡Vas a escucharme y, si tienes dos dedos de frente, me harás caso! —dijo con aspereza—. ¡No voy a tolerar, repito, no voy a tolerar que vayas haciendo esas afirmaciones fantasiosas y sin sentido! Sueños… ¡Dioses, eso es algo que casi suena a traición! —Advirtió que su tono de voz se había vuelto estridente y, esforzándose por calmarse, se apartó de la mesa y cruzó los brazos.
«Nuestro Alto Margrave Solas Jair Alacar sólo tiene 57 años —prosiguió, algo más tranquila, pero todavía irritada—. Goza de una salud inmejorable y, por la gracia de los dioses, vivirá todavía muchos años, como sabes bien por tu catecismo. ¡No está bien que una niña malcriada y caprichosa se deje llevar por lamentables fantasías de manera tan poco correcta! ¿Me entiendes, Ygorla? ¿Me entiendes?
La morena cabecita de Ygorla hizo un único gesto de asentimiento.
—Sí, hermana Corelm.
—Bien. Y ahora, como castigo, te quedarás aquí sola hasta que hayas escrito siete veces siete los nombres de cada una de nuestras provincias y sus Margraves. Se abrirá la puerta de esta habitación dentro de una hora. Espero que entonces me traigas tu trabajo y espero que no haya ni un solo fallo. —Guardó silencio por unos instantes—. ¿Ha quedado bien claro?
—Sí, hermana Corelm.
Docilidad, sumisión. Corelm hizo una pausa tensa por unos instantes; la parte más desconfiada de su naturaleza esperaba alguna nueva treta de Ygorla, pero, por una vez, parecía que la chica no iba a discutir. Satisfecha, aunque no del todo convencida ante aquella demostración de arrepentimiento, la hermana recogió los libros de texto y, dejando a Ygorla sólo con material de escritura y su memoria para realizar la tarea, salió de la habitación y cerró la puerta con llave.
Al llegar al relativo frescor del pasillo encalado, Corelm se detuvo, cerró con fuerza los ojos y se pellizcó el puente de la nariz en un esfuerzo por frenar el dolor de cabeza que le acuchillaba el cráneo. Toda su columna vertebral vibraba tensa y tenía el pulso acelerado, incapaz de serenarse hasta un ritmo normal. Sabía que era una estúpida al permitir que una simple niña la alterara de aquella manera, pero Ygorla parecía más intratable con cada día que pasaba, y también le iba encontrando el truco a encontrar y explotar todos los puntos débiles en la armadura protectora de Corelm. Aquella mañana había sido la gota que colmaba el vaso; algo tendría que hacerse, o se vería obligada a presentar la dimisión como tutora de Ygorla, para recomendar que la niña pasara a manos más firmes.
Al andar por el pasillo, sus zapatos de suela de madera claquetearon apresuradamente sobre el suelo de piedra, y ese ruido le renovó el dolor de cabeza. Tendría que tomarse uno de los preparados de hierbas de la hermana Fiora antes de que el dolor la incapacitara; conocía muy bien sus migrañas. Pero antes, cuando todavía estaba reciente aquel último altercado, era imperioso que hablara con la Matriarca. Ya era hora.
A pesar de que casi estaban en pleno invierno, el sol meridional seguía conservando algo de su calor y fue un agradable bálsamo para Corelm cuando salió del edificio bajo y cruzó el patio en dirección a la casa de la Matriarca. En el refugio de tejado a dos aguas, situado frente a la Sala de Oración, las campanillas tintinearon con un sonido dulce y tenue. Corelm vio a un halconero con una de las aves mensajeras que se utilizaban para cruzar mensajes urgentes entre las provincias. Recordó que el halcón había llegado un poco antes, aquella misma mañana, con despachos para la Matriarca, y por un momento su andar se hizo indeciso, al preguntarse si Ria no estaría demasiado ocupada para atenderla. Pero seguro que podría concederle algunos minutos. No necesitaba más que eso.
La casa de la Matriarca era un edificio pintado de blanco, de una sola planta, situado en el lado oeste del patio, de manera que sus altos ventanales recogieran la luz del atardecer. La puerta principal estaba abierta como siempre, y Corelm atravesó el recibidor de la manera más silenciosa posible y luego siguió por el pasillo embaldosado que conducía al estudio de la Matriarca.
La puerta del estudio, acolchada con cuero para amortiguar los ruidos, mostraba un ramillete de palitos sobre el picaporte, señal de que Ria estaba ante su escritorio, dispuesta a recibir visitas. Aliviada, Corelm llamó educadamente, esperó la respuesta —que tardó unos momentos en llegar— y entró.
—Corelm… —Ria alzó la vista de la hoja de pergamino que tenía ante sí, con las cejas arqueadas por la sorpresa—. ¿Se trata de algo urgente? No quiero que me molesten.
Desconcertada, Corelm hizo un gesto en dirección a la puerta.
—Perdonadme, Matriarca, pero la señal…
—¿Sigue ahí? Oh, cielos, creí que la había quitado. No —dijo cuando vio que Corelm, avergonzada, daba la vuelta para marcharse—, no, hermana, no te preocupes. El error es mío —añadió, esforzándose por sonreír—. ¿Qué puedo hacer por ti?
Los años se habían portado bien con Ria. Aunque ya rondaba los sesenta y tantos, una buena estructura ósea le había mantenido el cuerpo en buena forma, y su rostro sólo mostraba las arrugas debidas a un buen envejecer y al sol del sur. El reumatismo que asolaba a los de su generación más al norte, casi no aparecía en el suave clima de Chaun Meridional y, aunque su cabello era gris, no le importaba teñirlo de vez en cuando para mostrar el color que había tenido en otros tiempos. Y la edad también tenía sus beneficios; uno de ellos era la sabiduría y la experiencia, que le hicieron comprender enseguida que la hermana Corelm estaba muy agitada.
—Siéntate, querida —le dijo con amabilidad—. ¿Qué te inquieta?
—Bien… —Corelm se desplomó en la silla, y retorció las manos—. No quiero importunaros, Matriarca, sobre todo si ya estáis ocupada con otros asuntos…
—Otros asuntos. —Ria repitió las palabras como si encerraran una ironía sin gracia y volvió a mirar el pergamino—. Por desgracia, no hay nada que pueda hacer para alterar estas tristes noticias, así que…
Era algo totalmente impensable que una hermana interrumpiera a la Matriarca, pero en aquel instante una terrible premonición desató la lengua de Corelm, quien habló con voz tensa:
—¿Tristes noticias, señora?
—Sí. No importa que lo sepas ahora, Corelm. Dentro de una hora haré el comunicado a toda la Residencia. —Ria puso una mano sobre el pergamino, y de pronto Corelm se sintió como un nadador arrastrado sin previo aviso por una corriente que podía ahogarlo. Oyó las siguientes palabras de la Matriarca como si estuviera hundiéndose en una pesadilla.
—Acabo de recibir un mensaje de la Isla de Verano, Corelm. Hace dos días, nuestro Alto Margrave se mató al caerse del caballo mientras galopaba por los terrenos de su corte.
Corelm se quedó mirándola y sintió que el mundo se deslizaba hacia un abismo.
—¡Corelm! —Ria, sorprendida, hizo ademán de ponerse en pie—. Corelm, ¿estás bien?, ¿qué te ocurre?
Corelm emitió un sonido que ni siquiera podía comenzar a expresar el negro y ciego remolino que surgía del pozo en que se había convertido su mente. Por un instante, volvió a ver el rostro de Ygorla, los ojos azules e inocentes, y escuchó otra vez la predicción de aquella voz infantil pero totalmente segura. Luego, por primera vez en su vida, cayó al suelo sin sentido.
—Una noche de sueño y quedarse mañana por la mañana en la cama. —Dictaminó Fiora, cerrando la puerta de la habitación de Corelm, y sonrió tranquilizadoramente a Ria mientras se dirigían hacia la puerta principal de los aposentos de las hermanas superioras—. Sólo necesita descansar, Matriarca. Y la oportunidad para recuperarse de este desagradable trauma.
Ria asintió, pero su expresión siguió siendo severa; pensaba en la historia que les había contado Corelm cuando se recuperó del desmayo. Fiora, que quizá la conocía mejor que nadie de la Residencia, esperó, sabiendo que diría lo que tenía que decir en su momento. Por fin, Ria habló:
—Nos queda todavía el problema de Ygorla.
—Sí, Matriarca. —Fiora había esperado eso, y también esperaba los argumentos que se opondrían a lo que tenía que decir. Sin embargo, debía hablar con franqueza—. Creo que sabéis lo que pienso, y me temo que este incidente sólo sirve para reforzar mi opinión. Creo sinceramente que Ygorla posee un gran talento innato. También creo que una vez que alcance la adolescencia, la Hermandad no será suficiente para satisfacerla.
Ria hizo un gesto de asentimiento.
—Habría preferido que escogiera un camino más seglar y que hiciera un buen matrimonio dentro de unos años, pero me parece que no será así. Qué pena.
Fiora sonrió.
—Si os referís a que habrá muchos jóvenes defraudados en su camino, Matriarca, estoy completamente de acuerdo. Ya ha destrozado varios corazones, y sólo tiene diez años. Aun así… —Miró de reojo a la Matriarca y vaciló—. Perdonad por favor que os hable con tanta crudeza, pero creí que vos seríais la última persona en desear que Ygorla fuera tan sólo una esposa, en lugar de desarrollar completamente sus talentos.
—Entiendo tu punto de vista, Fiora. Pero, al mismo tiempo, tampoco querría que ella renunciara a lo que, al fin y al cabo, es el camino natural y el deleite de una mujer. —Estuvo tentada de añadir
como hice yo
, pero se reprimió. Fiora sabía exactamente lo que quería decir; era una vieja herida, y la sanadora era muy consciente de ello.