La soltería de Blis Alacar no era algo que preocupara demasiado a Ria Morys; pero en el otoño del cuarto año de su reinado estaba preocupada con el tema del matrimonio, aunque con otro objetivo en mente. Ygorla iba a cumplir catorce años, un múltiplo de siete y por lo tanto un teórico momento crucial en su vida. Era tradición que el futuro de una chica de buena crianza se considerase seria y largamente y, con el beneplácito de los dioses, se fijara a esa edad; pero, en el caso de Ygorla, Ria se veía obligada a admitir que el futuro parecía cualquier cosa menos seguro.
La negativa del Sumo Iniciado, puntillosamente diplomática, a la petición de que su sobrina nieta ingresara antes de tiempo en el Círculo había desanimado a Ria, aunque no la había cogido totalmente por sorpresa. Chiro Piadar Lin no era hombre que fuera en contra del protocolo, y el protocolo dictaba que, a menos que hubiera nacido y se hubiera criado en el Castillo, ningún niño de diez años podía ser lo suficientemente estable y maduro para embarcarse en el riguroso adiestramiento de un iniciado.
En cierta manera, el fin de sus esperanzas había sido una bendición porque, según pasaba el tiempo, Ygorla no mostraba síntomas de adoptar una actitud más adulta, ni parecía tampoco atemperar sus inclinaciones caprichosas en beneficio de una ambición más firme. La Matriarca no tenía más remedio que admitir que habría sido un fracaso como novicia en el Círculo; pero la irritante cuestión de cuál sería su futuro seguía sin respuesta. Mientras daba los últimos toques a la lista de invitados para la fiesta que señalaría el cumpleaños de su sobrina nieta, Ria oró en silencio a Aeoris y a Yandros —aunque su lealtad fundamental era para Aeoris, reconocía que en aquel asunto al menos, el Caos podría ser más comprensivo— para que por fin se viera un atisbo del amanecer después de una larga y tenebrosa noche. Había contado quince hijos solteros y potencialmente deseables pertenecientes a las mejores familias de cuatro provincias. Al menos uno habría que gustara a Ygorla. Puesto que se mostraba indiferente ante la idea de entrar en el Círculo o en la Hermandad, parecía que el matrimonio era la única opción que quedaba para que hiciera algo con su vida.
La fiesta sería un acontecimiento fastuoso. Ria se sentía obligada a ofrecer lo mejor, y había exprimido a conciencia su bolsa para asegurarse de que la ocasión se comentara en tres provincias durante un buen tiempo. Para mantener las formas, envió invitaciones a su hermano y su esposa —como abuelos de Ygorla, habría sido impensable omitirlos— pero en secreto se sintió aliviada cuando ellos educadamente excusaron su asistencia. Desde el nacimiento de Ygorla, la familia se había negado en redondo a hacer nada más que reconocer su existencia; en cierto modo culpaban a la niña de la muerte prematura de su madre, y cualquier encuentro habría sido, como mínimo, tenso. Además, en los últimos años, Ria y Paon se habían ido alejando más y más, y la Matriarca admitía en privado que cada vez encontraba más insoportables las pretensiones y los aires de su hermano. La vejez no le sentaba bien a Paon, se decía. La excentricidad que traen los años no se acomodaba con él y, para decirlo sin remilgos, se estaba convirtiendo en un pelmazo intolerable. La fiesta, pensó Ria satisfecha mientras rompía su carta de excusa y la tiraba a la papelera, sería perfecta sin su presencia.
—De manera que… la hermana de tu tía abuela debe ser… tu abuela. —El joven sonrió impotente, mientras sus ojos azules suplicaban ayuda. Hacía calor en la sala, la multitud era impresionante para un retoño inocente de una familia poco importante pero ambiciosa de la provincia de Wishet, y además era muy consciente de que la mirada de ave rapaz de su madre no se apartaba de él, vigilando cada uno de sus movimientos.
La boca pintada de Ygorla se curvó elegantemente y dijo:
—No.
Nuevas gotas de sudor aparecieron en el rostro del joven.
—Ah. —No pudo decir más, y a la confusión siguió la vergüenza. ¡Ella era tan hermosa y estaba tan segura de sí misma! Era demasiado fácil olvidar que contaba cuatro años menos que él y que le habría correspondido a él estar llevando la conversación en lugar de ser ella, que además le echaba la zancadilla en cada ocasión. Tragó saliva y lo intentó otra vez—. Entonces tu abuela debe ser…
—La esposa de mi abuelo. —Los ojos de Ygorla, mucho más azules que los del chico, lo miraron con desprecio teñido de cierta diversión—. Es muy sencillo, si tienes el cerebro para comprenderlo. Me dieron el nombre del clan de mi tía abuela Ria porque mi abuelo, su hermano, no quiso reconocerme. Soy una hija bastarda, ¿no lo sabías?
El rostro de su acompañante se volvió carmesí. Admitir en privado que no era un estigma nacer fuera de un matrimonio era una cosa; escuchar que se proclamaba esa condición con tanto descaro era otra. Hizo un último intento desesperado por cambiar de tema, pero no consiguió más que un balbuceo. Ygorla, sin piedad, lo contempló en silencio hasta que él se calló sin saber qué hacer; entonces ella encogió sus desnudos hombros en un gesto despreocupado.
—Estoy segura de que mis orígenes no te interesan lo más mínimo —dijo en tono meloso—. Al fin y al cabo, sólo te preocupa aquello que tu madre te indica que debe preocuparte, y en su mundo la posición pesa mucho más que el historial, ¿no es así? —Bostezó sin disimulo—. Creo que voy a buscar compañía más interesante. Buenas noches.
Se alejó sin mirar atrás. No necesitaba hacerlo, porque sabía perfectamente cuál sería la expresión en el rostro del chico. Vergüenza, pena, frustración y desilusión. Debía de ser el tercero, quizás el cuarto, pretendiente esperanzado que fulminaba aquella noche con su lengua. Ygorla sintió que una perversa satisfacción la inundaba. Hasta ahora era la única distracción que había encontrado en aquella aburrida fiesta.
Cuando se dirigía hacia el extremo del refectorio, donde estaban colocadas cuatro largas mesas repletas de comida y bebida, la alcanzó una chica, unos tres años mayor que ella. Shar Veryan era novicia de la Hermandad y, en la medida en que Ygorla podía mostrarse amistosa con alguien, se había establecido una relación amigable entre ambas desde que Shar había llegado a la Residencia.
—¡Ygorla! —le dio un beso en la mejilla—. Siento llegar tan tarde. Han venido mis padres y me he visto atrapada en una charla interminable con ellos. —Retrocedió un paso para contemplar a Ygorla—. ¡Oh, estás espléndida! Nos vas a ridiculizar a todas… ¡Felicidades en tu día propicio!
Ygorla sintió que desaparecía parte de su enfado.
—Gracias, Shar —repuso—. Tú también tienes un aspecto espléndido. —El cumplido era sincero, sobre todo porque sabía que podía ser generosa; comparada con su esbelta y morena belleza, Shar parecía una vaca. Y, desde luego, el rojo no le sentaba nada bien.
Shar juntó las manos y contempló embelesada la estancia.
—¡Qué magnífica ocasión! La Matriarca no ha reparado en gastos, y con toda razón. —Su voz adquirió un tono conspirador—. Te he visto bailar hace un rato con el primogénito del Margrave de la Perspectiva. ¿Cómo es?
—Tedioso —respondió Ygorla con rencor—. No sabe hablar más que de las propiedades de su padre y de cómo piensa mejorarlas cuando el viejo muera y él herede el cargo. ¡Es tan pueblerino! Creo que ésta es la primera noche en que ha salido de las fronteras de Perspectiva.
Shar enarcó las cejas.
—Pero es guapo. Tienes que reconocerlo.
—Guapo. —Ygorla repitió la palabra con estudiado desprecio—. Oh, sí, es guapo. Pero también es hermoso un buen caballo y yo no entablaría conversación con un caballo.
Se produjo un incómodo silencio. Luego Shar dijo en voz baja:
—Oh, querida.
El tono de voz encolerizó de nuevo a Ygorla, quien con más veneno del que pretendía respondió con brusquedad:
—¿Oh, querida
qué
?
Shar suspiró.
—No estás disfrutando de la velada, ¿verdad? No, no intentes negarlo. Te conozco demasiado bien a estas alturas y es justo lo que me temía. Ygorla, ¿por qué no lo intentas? Al menos por la Matriarca. Ella sólo quiere lo mejor para ti, ¡igual que todos!
El pequeño y tenso nudo de completa negrura que había estado agazapado en la mente de Ygorla desde que había comenzado la fiesta, explotó de repente, convertido en rabia. Se volvió hacia Shar y tuvo la satisfacción de verla retroceder ante su mirada helada y furiosa.
—Muy bien —dijo con enojo—. Muy bien. Te diré la verdad, Shar, si así lo deseas. ¡Odio esta fiesta! Odio todos los torpes y miserables intentos por complacerme y manipularme. Odio a todos los que están aquí; odio a los Margraves, a los mercaderes y a sus remilgados hijos. Odio a la tía Ria, a la hermana Fiora y a la hermana Corelm y a toda esa muchedumbre gorjeante… ¡Y si no tienes cuidado acabaré odiándote a ti también, porque no tienes la inteligencia necesaria para ver lo que hay detrás de toda esta charada!
—¡Ygorla! —Shar estaba asombrada y desolada—. No hablas en serio.
—¡Sí! —De pronto a Ygorla no le importó quién pudiera estar viéndola ni el castigo que pudiera recibir a la fría luz del amanecer. Dio una patada en el suelo, que hizo que todos se volvieran a mirar. La furia estaba desbocada y no podía ni quería controlarla. Se volvió con un gesto dramático y habló de manera que todos la oyeran—. ¡Os odio a todos! ¡Odio todo!
Y, ante la mirada asombrada de un centenar de invitados, se recogió la falda de su caro traje de seda y salió corriendo de la estancia.
El frío del otoño fue como una bofetada, cuando Ygorla salió corriendo atropelladamente de la sala que daba al refectorio y se adentró en la silenciosa noche. Dio unos cuantos pasos vacilantes en el patio, recuperó el equilibrio y la dignidad, y se paró para respirar el aire fresco y dejar que su bálsamo la calmara.
Malditos. No se retractaba de nada de lo que había dicho, ni de una sola palabra, y sentía el odio como una joya preciosa en su interior. No había querido aquel festejo, pensado únicamente para meterla en un molde al que no quería someterse. Matrimonio.
¿Qué podía esperar ella del matrimonio? Ser una posesión más de algún estúpido inseguro que ostentaría el poder sin tener la inteligencia para comprender lo que éste podía significar verdaderamente. O aceptar el blanco velo de la Hermandad, o la insignia dorada de iniciado del Círculo. No eran más que otras formas de matrimonio. Ser siempre una segundona, siempre estar sujeta a la voluntad de otro. No era eso lo que quería. Y no lo iba a tolerar.
Echó a andar por el patio en dirección al pequeño anexo junto a la vivienda de la Matriarca, donde tenía sus aposentos privados. Una sombra alargada, producto de las dos lunas casi en conjunción, se proyectó sobre ella y aminoró el paso, para contemplar la sencilla columna de mármol blanco, de unos diez metros de altura, que se alzaba en el centro exacto del patio. La columna había sido erigida hacía más de setenta años, para conmemorar el Cambio. Se suponía que simbolizaba la pureza del equilibrio entre el Orden y el Caos, aunque Ygorla nunca había podido entender cómo un objeto tan aburrido y sin rasgos podía simbolizar nada. Durante años no había hecho caso del monumento, pero por una vez se detuvo y lo contempló, y su furia se concentró en su suave perfil.
—¿Qué sabéis vosotros? —siseó, desafiando a los catorce dioses y experimentando una deliciosa sensación de herejía al escupir las palabras—. ¿Para qué servís? Aeoris y Yandros, y todos los dioses de la luz y las tinieblas, ¿qué habéis hecho por mí?
Su impertinencia no mereció ni rayo fulminante ni castigo instantáneo. Y, si lo hubiera habido, si hubiera sido fulminada allí mismo, Ygorla dudaba que le hubiera importado. Maldita tía Ria, pensó de nuevo. Malditos también los dioses. Maldito fuera todo.
A su espalda, en el refectorio, seguían ardiendo las antorchas y las velas y sonaba la música. A través de las veladas ventanas vio las formas borrosas de los invitados a la fiesta que bailaban, en una vertiginosa mezcla de colores. Comida, vino, risas y diversión y ella, para quien en teoría se había montado toda aquella farsa, estaba allí sola en medio de la noche, triste, sin alivio y enfadada. No era justo.
Pero a los dioses, al igual que a las estrellas que parpadeaban remotas en el claro cielo otoñal, no les importaban sus deseos, y el saberlo no hizo más que aumentar la ira de Ygorla y fortalecer su decisión de que aquella noche de entre todas, cuando acababa de cumplir los catorce años y era ya casi una adulta, no se inclinaría ante nadie. Que siguieran con la fiesta si era lo que deseaban. Ella no volvería.
Sus aposentos estaban a oscuras, pero no quería ninguna luz. Años de familiaridad la habían acostumbrado a dónde se encontraba exactamente cada mueble, y atravesó la habitación en dirección a la cama al tiempo que se desabrochaba el vestido que en ese momento odiaba, aunque sabía cuánto realzaba su esplendorosa belleza. El vestido cayó al suelo con un ruido de seda que no hizo más que aumentar su irritación. Vestida sólo con la ropa interior, Ygorla se arrojó cabeza abajo sobre la cama y estalló en un furioso llanto.
—¡Maldito sea todo! —Su frustración había alcanzado un grado tal que no se le ocurría nada más satisfactorio que repetir aquel exabrupto, aunque de poco servía. Si tuviera la oportunidad, se dijo con furia, prendería fuego a todo. La Residencia, con las remilgadas hermanas, su tía abuela, los invitados, y sobre todo aquel complaciente monumento, tres veces maldito, que sentía que la contemplaba a través de la ventana, como si la juzgara en silencio. Que se pudriera. A la mierda. Que la putrefacción se los llevara a todos. ¿Por qué no se morían y la dejaban en paz?
A su espalda, Ygorla oyó el tenue sonido de una puerta que se abría.
En un instante se puso tensa. Su reacción inmediata fue suponer que el sonido venía de su puerta, que alguien la había visto salir corriendo del refectorio y la había seguido. Pero otra intuición, más profunda que la primera sensación, le dijo que no era así.
Despacio, y con mucha cautela, Ygorla alzó la cabeza de entre las almohadas y se volvió para mirar.
Donde antes sólo había oscuridad, ahora había luz. Un óvalo perfecto, ligeramente fosforescente, flotaba suspendido un palmo por encima del suelo, y de él surgían extrañas sombras que se movían y parpadeaban en las paredes. La puerta cuyo picaporte había escuchado estaba suspendida en el centro del óvalo resplandeciente, y, mientras la contemplaba con creciente asombro, comenzó a abrirse.