Traté de levantarme, pero mis piernas no cooperaron. Sintiéndome todavía mareada, miré al suelo: estaba mucho más cerca que antes y los terrones de barro eran mucho más grandes. Entonces observé ante mí dos pies palmeados y un par de patas largas y musculosas, a las que seguía un cuerpo rechoncho recubierto de piel verde con pintitas. Perpleja, cerré los ojos con intensidad y volví a abrirlos, pero mi cerebro se negaba a aceptar lo que veían mis ojos. A continuación alcé una mano y moví los dedos... eran cuatro dedos torcidos, de color verde. De repente lo comprendí todo: no estaba viendo a otra criatura, ¡sino a mí misma!
—¿Qué es esto? ¿Qué me ha pasado...? —balbucí. El corazón me latía a toda velocidad—. ¡Ya lo sé! ¡Es un sueño! Estoy durmiendo en casa y voy a despertar...
¡Plof! ¡Plof! Los ruidos se acercaban. Cerré los ojos de nuevo y me aplasté contra el suelo.
—Es mi imaginación —dije en voz alta—. Si pienso en otra cosa todo desaparecerá.
A menudo, mamá me reñía por andar imaginando cosas. Pero esto era demasiado, ¡hasta para mí!
¡Plof! ¡Plof! ¡Plof! Algo muy grande y húmedo se apoyó en mi espalda y un aliento caliente y apestoso me envolvió de pies a cabeza.
«Esta sensación es de verdad», pensé, y abrí primero un ojo y luego el otro.
Un inmenso perro blanco, de pelo corto y manchado de barro, me contemplaba con unos ojos enormes de cuencas sanguinolentas. Los perros de mi padre eran todos de pelo castaño, negro o gris, de modo que no conocía a aquél, lo cual me daba aún más miedo. Me puse a temblar cuando me dio la vuelta empujándome con el hocico; entonces me olfateó otra vez de pies a cabeza y abrió de par en par la cavernosa boca. El mal aliento del animal me revolvía el estómago y, para colmo de males, una gota de baba, grande y repugnante, se le escurrió del hocico y me cayó en la cabeza.
«No estoy soñando», pensé.
Me aparté con brusquedad y salté tan rápido y tan lejos como pude. Me costaba moverme y coordinar mis pasos, pero salté, salté y salté tratando de alejarme. Di un último brinco, me giré en el aire y ¡cataplum! Caí en el agua y levanté una ola.
—¡Rana! —gritó el perro, metido en el agua hasta la panza—. ¡Vuelve aquí! ¡Tengo que hablar contigo!
Tenía miedo de responder, así que extendí los brazos y traté de avanzar. Nunca había aprendido a nadar, aunque me había criado cerca del agua; debido a mi torpeza, temía ahogarme en cuanto el agua me llegara a los tobillos. Así pues, me puse a patalear con brazos y patas sin avanzar en ninguna dirección. En éstas, el perro se abalanzó sobre mí y provocó una ola que me arrastró hacia el centro del estanque; encogí las patas e, impulsándolas con fuerza, las estiré y salí despedida hacia el fondo, alejándome de las feroces mandíbulas.
«¡Lo he logrado!», pensé sin acabar de creérmelo.
Repetí el movimiento y avancé por el agua; a punto estuve de atropellar a un pececillo dorado. Luego giré sobre mí misma y subí a la superficie en busca del perro. El animal chapoteaba de aquí para allá junto a la orilla, pero ya no representaba ninguna amenaza.
Una oleada de alivio me recorrió de arriba abajo.
«¡Lo he conseguido! —pensé—. ¡He logrado escapar del perro gigante! ¡Soy capaz de cualquier cosa!»
Me dediqué a hacer alegres remolinos en el agua; fui salpicando de un extremo al otro de la charca y, cuando me cansé de nadar, hundí la cabeza e hice burbujas. Después me quedé flotando panza abajo y contemplé a los pececillos que pasaban en formación de un lado a otro. El agua tibia me acariciaba la piel y todo era estupendo. Cuando era princesa, nunca había salido de mi cuarto sin ir cubierta de gruesas telas y faldas largas. ¡Pero ahora aquella sensación de libertad era maravillosa!
Al cabo de un rato me di la vuelta y, mientras contemplaba las nubes a jirones que poblaban el cielo, me pregunté dónde habría ido a parar el sapo, porque no había vuelto a verlo desde la transformación. Tal vez todo había sido un truco; tal vez habíamos realizado un intercambio y ahora él era humano. Pero ¿por qué no lo había visto? Además, aunque fuera un pelmazo, no creía que me hubiera jugado una mala pasada.
Trepé a un tronco semihundido en el agua, y repasé todo lo que me había ocurrido ese día. Estaba tan entusiasmada con mis nuevas habilidades y por haber logrado escapar del perro, que no me había detenido a pensar en mi situación. Pero ahora me daba cuenta de que estaba sola y desamparada en medio del pantano. ¿Qué iba a hacer?
Sumamente inquieta, agaché la cabeza y me puse a llorar. No me gustaba llorar, casi nunca lo hacía, y mamá me había dicho mil veces que no era propio de princesas y mucho menos en público, pero de vez en cuando no era así. Las lágrimas corrieron por mis mejillas y resbalaron hasta la áspera corteza del tronco. Estaba tan deprimida que no me fijé en que el sapo había trepado a éste y se hallaba a mi lado.
T
e pasa algo?
El sapo tuvo que repetirme la pregunta antes de que las palabras traspasaran mi burbuja de desdicha.
—¡Ah, eres tú! —exclamé con los ojos anegados en lágrimas.
—Me alegra que estés contenta de verme, pero no has contestado a mi pregunta. ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?
—¿No te parece obvio? ¡Me he convertido en rana por tu culpa! Se suponía que no iba a suceder tal cosa, pues aseguraste que tú volverías a ser un príncipe, pero no dijiste nada de que yo me transformaría en rana.
—¿Acaso tengo cara de adivino? Yo no sabía que esto podía ocurrir. Lo siento mucho, aunque no lo entiendo. Pero tampoco es tan malo, ¿sabes? Quiero decir que no resulta tan horrible ser una rana. Fíjate, yo llevo algún tiempo siendo sapo y tiene sus ventajas.
—¿Ah, sí? —dije sorbiéndome las lágrimas—. ¿Y cuáles serían las mías?
—Pues, por ejemplo, no tendrás que casarte con Jorge —replicó el sapo encogiéndose de hombros—. Además, la vida es menos complicada; desde que no soy príncipe hago todo lo que me apetece, puedo acostarme tarde o dormir todo el día y ya no tengo preocupaciones ni responsabilidades. No te imaginas la tranquilidad que supone no estar obligado a matar dragones, ni decapitar ogros, ni planear emboscadas para atrapar duendes extorsionistas bajo los puentes, aunque yo solía realizar esas tareas bastante bien. En cambio, ahora sólo me preocupa encontrar comida e impedir que otros me coman.
—Eso ya suena bastante preocupante —comenté.
—No es así si mantienes los ojos abiertos y prestas atención. Tienes mucho que aprender.
—Perdona, estaba prestando atención.
—¡Vaya, vaya, no me digas! Podrían aterrizar aquí una docena de dragones y asarte para el almuerzo sin que te dieras cuenta. ¡Tienes mucha suerte de que yo esté contigo! Pero no te agobies. Puesto que te he metido en este lío, te enseñaré todo lo que haga falta.
—¡No quiero que me enseñes nada! ¡Sólo quiero que deshagas lo que hiciste y me conviertas en princesa otra vez!
—Ojalá pudiera, pero no tengo ni idea de cómo anular el encantamiento.
—¡Entonces ayúdame a averiguarlo! No es que yo fuera la más feliz de las princesas, ¡pero no me da la gana de ser una rana! ¡No puedo creer que esta situación sea real! Al principio creí que era un sueño, pero... Por cierto, ¿dónde te habías metido? Porque no estabas por ningún lado cuando apareció el perro.
—Bueno, confieso que me puse de mal humor cuando me besaste y comprobé que no me había convertido en el apuesto príncipe que soy. Tardé un rato en darme cuenta de que habías desaparecido, es decir, que ya no eras humana. Cuando comprendí lo sucedido, el perro ya andaba por ahí y tú brincabas como una loca. Te esfumaste, pero fue fácil encontrarte porque todo el pantano hablaba de una rana chiflada que nadaba peor que un renacuajo recién salido del huevo.
—¡A mí me pareció que nadaba bastante bien! —dije, todavía orgullosa de mis nuevas dotes de nadadora.
—Para ser una absoluta principiante... —Me temblaron los labios sin poder evitarlo—. ¡Ay, no te pongas así! —dijo el sapo—. Si lloras vas a llenar el agua de sal.
Dos lagrimones rodaron por mis mejillas y me sorbí los mocos.
—Pero ¿qué te pasa ahora?
—¡Un montón de cosas me pasan! —gemí—: He hecho un esfuerzo tremendo y creía que nadaba bien, pero ahora vas y me dices que lo hago mal; además, no quiero ser una rana, tengo miedo y sobretodo ¡tengo hambre!
—Dame otro beso, tal vez te siente bien —sugirió el sapo inclinándose hacia mí.
—¿Qué dices? —Estaba tan sorprendida que dejé de llorar—. ¿Por qué iba a darte otro beso?
—A lo mejor te animas un poco.
—¡Seguro que no!
—Bueno, quizá tengamos suerte y se deshaga el encantamiento.
—Y quizá no tengamos suerte y pase algo peor, aunque no me lo puedo imaginar. —Y me puse a gimotear de nuevo.
—¡En fin...! Bueno, has dicho que tenías hambre, y eso sí lo podemos arreglar.
—¿Qué comes tú? —le pregunté restregándome los ojos con los dedos.
—Todo lo que encuentro. Tú obsérvame y así te irás haciendo una idea.
Saltó hasta un extremo del tronco y se quedó inmóvil. Estuvo quieto tanto rato que, cuando llegó el momento, yo ya estaba tan aburrida y nerviosa que casi me pierdo la jugada: una libélula del tamaño del pulgar de un humano adulto pasó volando en zigzag por delante del tronco; sin ninguna advertencia, el sapo brincó, abrió la boca y desenrolló la lengua. Cuando se tiró al agua, ya había vuelto a metérsela en la boca y engullido a la libélula.
—¿Cómo esperas que yo haga eso? —pregunté, incrédula, cuando regresó al tronco.
—Lo harás si quieres comer —respondió relamiéndose. Luego se sacó de la boca las alas de la libélula—. ¿No te parecen preciosas? Si estuviéramos cerca de mi casa las añadiría a mi colección.
—¿Tienes una colección de libélulas?
—¿No te lo crees? Pues, fíjate, me he convertido en todo un experto, modestia aparte. Mi colección debe de ser la más grande del mundo. Ahora mira allí. ¿Ves esa mosca gorda y jugosa que viene en esta dirección? Pues adelante, te la cedo.
—¡No pienso comerme ninguna mosca! —Sólo de pensarlo se me revolvía el estómago.
—Ya lo harás cuando tengas más hambre. Obsérvame; te lo enseñaré otra vez.
—¡Puedes enseñármelo un millón de veces! No pienso hacerlo. ¿No hay nada que comer además de bichos?
—Mmm... ¡Ya lo tengo! Conozco un sitio donde hay mucha comida, pero tendremos que ir nadando.
—Pues, vamos. Todo con tal de no comer moscas.
—Sígueme y haz lo mismo que yo —me indicó sonriendo.
Saltó hasta el extremo del tronco y se zambulló en el agua; yo lo seguí de cerca por miedo a perderlo de vista, y ambos nadamos aguas abajo, él delante y yo detrás. Era mucho más fácil nadar a favor de la corriente y en un momento llegamos a la poza. De repente me hizo señas para que nos detuviéramos; no entendí por qué, pero recordé que le había prometido imitarlo. Atisbé por encima de su lomo y vi lo que él ya había descubierto: en la orilla del agua, una garza hambrienta buscaba su almuerzo hurgando entre los juncos; desde donde estábamos, parecía una torre y las largas patas, palos infinitos. El sapo se llevó un dedo a los labios para que no hiciera ruido; asentí y fui tras él hasta la otra orilla de la poza.
Nos sumergimos hasta el fondo y rodeamos las algas que crecían en la orilla más soleada. Aún andábamos escondiéndonos de la garza cuando una sombra ocultó el sol; levanté la vista y vi cómo una silueta oscura y alargada se deslizaba por encima de nuestras cabezas. De la boca de aquel ser pendía un aro dorado, centelleante bajo la luz matutina, del cual colgaban tintineando varías figuritas que me resultaron conocidas... ¡Era mi brazalete! Me abalancé sobre él, decidida a recuperarlo, pero el sapo me retuvo por el brazo hasta que la sombra desapareció en el agua. Cuando me soltó por fin, subí a la superficie impulsada por la rabia y la frustración.
—¿Has visto eso? —pregunté después de tomar aliento—. ¿Qué era ese animal tan grande?
—Una nutria.
—Llevaba mi brazalete, ¡el que me regaló mi tía! ¡Tenemos que encontrar a esa nutria! ¡Quiero mi brazalete, lo necesito!
—No podrá ser. ¿Es que no sabes nada acerca de esos animales?
—Claro que sí. Tía Grassina me ha enseñado todo sobre ellos: cómo viven, cómo juegan...
—Cómo comen ranas...
—¿Que comen ranas? —chillé.
—Somos su comida favorita.
De repente nuestra excursión ya no me pareció tan segura. Miré alrededor temiendo descubrir un par de ojos hambrientos que nos observaban desde la orilla.
—Hay muchos otros animales que comen ranas, ¿verdad? —pregunté.
—En efecto; prácticamente todos nos tienen en su lista de alimentos preferidos; por eso hay que estar siempre alertas.
—Pero mi brazalete...
—Dalo por perdido, no te hará falta. De cualquier modo, tampoco podrías llevarlo ahora. Venga, vamos, ya falta poco.
Al cabo de un corto trecho, me condujo a la orilla y subimos a una colina brincando por entre los arbustos. En la cima había un árbol de ciruelas silvestres y el suelo estaba cubierto de fruta podrida. Unas moscas verdes y negras revoloteaban entre los frutos demasiado maduros.
—¿Ésta es la comida de la que hablabas?
—Claro. Adelante.
No parecían demasiado apetitosas, pero seguro que sabían mejor que las moscas. Salté hasta la más cercana y traté de encontrar algún bocado que no estuviera demasiado podrido.