¡Eslurp! Una larga lengua de sapo atrapó al insecto.
—¡Gracias! —dijo una voz conocida—. Justo lo que necesitaba.
—No era mi intención darte de comer —le espeté—. Pero detesto a las moscas; ¡qué pesadas son!
—A mí me encantan —replicó el sapo—, aunque algunas son un poco saladas. Bueno, dime, ¿has dormido bien esta noche? ¿No te ha remordido la conciencia por haberme abandonado cuando más te necesitaba?
—Pues no, no he dormido bien...
—¡Ajá!
—Pero no tengo remordimientos, sino curiosidad... ¿Quién dices que eres exactamente?
—Soy su alteza el príncipe Eadric de Montevista Alta. —El sapo hizo un gesto pomposo con la mano y se quedó mirándome—. ¿Qué te parece? ¿Me das mi beso?
—Que tú asegures que eres el príncipe Eadric no significa que lo seas. Los juglares son bastante chismosos y, si algún príncipe hubiera sido convertido en sapo, yo me habría enterado.
—Primero tendría que haberse enterado alguien más, pero dudo que los míos tengan conocimiento de esta calamidad que me ha sucedido. Por otra parte —añadió en voz baja— puede que estén tratando de guardar las apariencias; eso pasa siempre en mi familia.
—Y en la mía —afirmé—. Mi madre no tarda ni un momento en hacer desaparecer las situaciones embarazosas; parece que ella sea la bruja en vez de mi tía.
—¿Tienes una tía bruja? —preguntó, inquieto—. ¿Es... es muy fea y tiene el pelo como un puercoespín? ¿Es mala, vil y cruel cuando alguien critica su manera de vestir?
—No, no, nada de eso. ¡Es fantástica! Es la mejor tía del mundo, y la única persona de la familia que no se burla de mí porque soy torpe, ni se pasa la vida diciéndome que tengo que ser una damita. Me ha enseñado muchas cosas útiles que a nadie se le habrían ocurrido y, además... ¡te da unos regalos estupendos! Mis padres siempre me regalan ropa y cosas aburridas en mi cumpleaños, pero ella me ha obsequiado con objetos geniales, como mi bola de cristal, una botellita de perfume que nunca se acaba, o este brazalete, que, además de ser precioso, es mágico. —Moví la mano con energía y el brazalete tintineó alegremente—. También me enseñó lo que significan estos símbolos, pero yo era muy pequeña y ya no me acuerdo. Pero el brazalete me encanta. Brilla en la oscuridad, ¿sabes?, y lo llevo puesto noche y día.
Unos mosquitos se pusieron a merodear por mi cuero cabelludo, que era el único sitio donde no me había puesto salvia. Al tratar de apartarlos a manotazos, una de mis peinetas aterrizó en el barrizal; la saqué de un tirón y me salpiqué la manga de barro.
—Bueno, tengo que irme —dije—. Si de verdad eres el príncipe Eadric, tendrás que demostrarlo.
—¿Cómo?
—No lo sé. Piénsatelo. Ya volveré cuando pueda.
Regresé corriendo a casa, perseguida por la nube de insectos, aunque daba igual a donde fuera porque la mañana pintaba fatal; sentía ya un nudo en el estómago, puesto que no podría seguir evitando a mi madre mucho más tiempo. Sin embargo, traté de distraerme pensando en la petición del sapo; si de verdad era el príncipe Eadric, estaba metido en un lío enorme y me necesitaba. Y a mí se me rompía el corazón al ver sufrir a un animal, pese a que no se tratara de un príncipe encantado. Por otra parte, si toda aquella historia era tan sólo un truco, igualmente quería averiguarlo; era capaz de meter la pata perfectamente yo sólita sin ayuda de nadie.
Mamá debía de haber alertado a todos los criados porque en cuanto pisé los terrenos del castillo, el jardinero mayor me interceptó el paso y me llevó a empujones hasta los aposentos de mi madre. Pero, aunque estaba deseando verme, no parecía demasiado contenta de tenerme ante su presencia.
—Conque aquí estás, ¿eh? —dijo, y como siempre me repasó de pies a cabeza—. ¡Ponte derecha, Esmeralda! ¡No te encojas! ¡Pero, mírate, tienes el pelo hecho un desastre, el vestido sucio y los zapatos embarrados!
Empinó la barbilla y olfateó el aire con distinción. Las fosas nasales se le ensancharon ligeramente y las casi invisibles patas de gallo se le marcaron un poquito.
—Buenos días, mamá. No quería disgustarte.
—Has estado otra vez en ese pantano apestoso, por lo que veo —dijo haciendo una mueca de repugnancia.
—Sí, mamá.
Me concentré en los rizos de su cabellera. Todas las mañanas pasaba horas peinándose, de modo que jamás la habían pescado sin que sus cabellos de color de miel estuvieran en perfecto estado.
—Es una pena que no estuvieras aquí ayer. Pasé un rato delicioso con el príncipe Jorge. Realmente es encantador.
—Sí, mamá.
Las palabras salían de mis labios con dificultad. El príncipe era encantador con todos menos conmigo. La primera vez que lo vi resbalé al entrar en la habitación pero, en lugar de ayudarme, se echó a reír y me hizo sentir aún más tonta. Desde entonces nuestra relación fue de mal en peor.
—Te tengo preparada una sorpresa maravillosa, hija, y deberías agradecérmelo.
—Gracias, mamá —dije preguntándome qué sería.
La última vez que le di las gracias sin saber por qué, estaba enferma y mamá había hecho venir a un cirujano para que me pusiera sanguijuelas. Confiaba en librarme de ellas esta vez, pero con mi madre nunca se sabía.
Sonrió muy satisfecha y, mientras se colocaba bien los encajes de las mangas, me dijo:
—He iniciado las negociaciones de tu matrimonio y, en principio, hemos acordado que te casarás a finales del verano.
Se me cayó el alma a los pies. ¿Casarme yo? ¿Y con el príncipe Jorge? A nadie se le habría ocurrido que estuviéramos hechos el uno para el otro: yo no daba pie con bola en sociedad, tenía terror a hablar en público y nunca sabía qué decir; en cambio, Jorge era apuesto, refinado y tan pagado de sí mismo que incluso hacía arrodillar a su caballo cuando él entraba en el establo. El cirujano y las sanguijuelas habrían resultado una sorpresa más agradable que ésa.
—¡Pero no puedo casarme con él! ¡No estamos enamorados!
Mamá me lanzó tal mirada que di un paso atrás.
—¿Qué tiene que ver eso? —preguntó—. Las esposas enamoradas de sus maridos no son la regla, sino la excepción. Deja de lloriquear y conténtate con que él quiera pedir tu mano. Muy pocos príncipes estarían dispuestos a casarse con una chica tan patosa. No eres distinguida ni graciosa, a pesar de todos mis esfuerzos. ¡Ojalá hubieras sido chico, como queríamos tu padre y yo! Tal vez entonces habría sacado algún partido de ti. Pero tal como están las cosas, no puedes aspirar a ningún pretendiente mejor, así que espero que te comportes como es debido. ¡Ay, mira lo que has conseguido! Me está volviendo la jaqueca.
Casarme con Jorge sería un error terrible... Estaba tan desolada que no podía dejar pasar la oportunidad de protestar.
—Mamá —dije—, ¡Jorge es un bobo! ¡No puedo casarme con él!
—Conozco a muchas mujeres que están felizmente casadas con un bobo. Las negociaciones ya han comenzado y nadie está pidiendo tu aprobación. Tendrías que agradecerme que me tome la molestia de conseguirte un marido. ¡Vamos, vete a buscar a mi criada! La cabeza me está matando.
Mi desesperación fue absoluta al pensar que debería abandonar mi hermoso pantano ¡para casarme con semejante pelmazo! Después de encontrar a la criada y enviársela a mi madre, fui en busca de tía Grassina, pero hallé cerrada la puerta de la torre. Clavado en la gruesa madera había un cartel en el que habían escrito unas líneas con zumo de mora, que todavía chorreaban:
¡Estáis advertidos, intrusos! Los dragones os arrancarán el corazón si cruzáis esta puerta sin haber sido invitados, y los gusanos se comerán vuestros sesos. Si se trata de un envío a domicilio, por favor, dejadlo en el suelo. Esmeralda, estaré fuera unos días. Ya te buscaré cuando regrese y haremos una de tus tartas favoritas de frutas.
Grassina, la Bruja Verde
Tenía que hablar con alguien acerca del plan nefasto de mi madre, de modo que busqué a algún amigo que quisiera escucharme, pero fue en vano: Fortunata, la hija de la dama de honor preferida de mamá, estaba en cama con catarro y no podía recibir visitas (en el fondo, mejor, porque era una estirada y probablemente se moría por casarse con Jorge); Violeta, la criada encargada de la alacena, estaba de muy mal humor porque fregaba por segunda vez la cocina; a Bernard, el aprendiz del jardinero, lo estaban regañando en ese preciso momento por no haber exterminado todas las babosas del jardín, y Chloe, la segunda costurera, estaba ayudando a la costurera mayor, que cosía un vestido nuevo para mamá. Traté de pensar en alguna otra persona con quien hablar, que no estuviera demasiado ocupada ni demasiado impaciente para que la conversación mereciera la pena. Por algún motivo, no podía quitarme de la cabeza al sapo del pantano; era grosero y sarcástico, pero por lo menos parecía tener ganas de charlar conmigo.
Así pues, regresé al pantano a toda prisa sorprendiéndome de lo ansiosa que estaba por volver a ver al animal. Lo encontré sentado en su hoja de lirio y sonreí por primera vez en el día.
—No has podido resistir la tentación, ¿eh? —comentó al verme—. Lo siento, pero no se me ha ocurrido cómo demostrarte que soy un príncipe. No obstante, puedo contarte algunas de mis hazañas; seguro que los juglares ya han compuesto alguna canción sobre ellas. Una vez, por ejemplo...
—No te preocupes por eso ahora. ¡Necesito hablar con alguien porque mi madre me ha hecho una cosa espantosa! ¿A que no adivinas qué es?
—Te ha atornillado los zapatos en el suelo.
—¡Anda ya! ¿Por qué iba a hacer eso?
—¡Ha puesto a lavar tu ropa blanca con unas medias rojas!
—Pero ¿qué dices? ¡Es muchísimo peor!
—¡Te ordenó besar al primer sapo que encontraras! —Y entornó los párpados.
—¡Nada de eso! Ya te lo he dicho, nunca lo adivinarás: ¡está acordando mi boda con el príncipe Jorge!
—No lo dirás en serio. No me imagino a nadie casándose con ese joven, porque está tan enamorado de sí mismo que no podría vivir con nadie más. ¿Has visto alguna vez cómo se mira en el espejo? ¡Haría vomitar a un perro! Además, aquí entre nosotros... —Miró hacia atrás para cerciorarse de que nadie escuchaba—. He oído decir que le gusta ponerse zapatos de chica. ¡Tiene un baúl repleto escondido en su dormitorio!
—No sé si eso es cierto, pero no puedo casarme con él. Es un petardo y un pelma que no se da cuenta de que existo. ¡Jamás seré feliz con él! Además, me pone tan nerviosa que se me traba la lengua y nunca sé qué decir.
—Pues no parece que se te trabe charlando conmigo.
—Es diferente. Contigo no me cuesta hablar. Al fin y al cabo eres un sapo.
—¡También soy príncipe!
—Quizá, pero no lo pareces ni te comportas como tal, así que se me olvida que lo eres. Pero Jorge es otra cosa, y nunca permite que olvides que él sí es un príncipe.
—Tal vez si se lo dijeras a tu madre...
—No me haría ningún caso; sólo le importan las apariencias y no cambiará de opinión, lo sé. Y papá hará lo que ella diga para no discutir. ¿Por qué me hace esto, por qué? Preferiría casarme contigo antes que con Jorge, aunque tú no seas un príncipe. Porque tú no te burlarías de mí ni fingirías que no existo, ¿verdad?
El sapo parpadeó sorprendido y respondió:
—No, desde luego.
—¿Lo ves? Además, si me caso contigo no tendré que irme del pantano.
—Ejem... —carraspeó, confundido—. No sé... Yo sólo te he pedido un beso.
—Conque quieres un beso, ¿eh? Pues, mira, te lo voy a dar. ¡Prefiero besarte mil veces a ti que a Jorge!
Y dicho esto, me arrodillé en la orilla de la charca. El sapo dio un salto fenomenal, aterrizó junto a mí y me ofreció los labios.
—Espera un momento —dije mientras retrocedía.
—No habrás cambiado de opinión, ¿verdad? —me preguntó, angustiado.
—No, no, es que... Ya, aquí está.
Metí la mano en el bolsito que llevaba atado al cinto y saqué un pañuelo bordado con el que le limpié la boca.
—Tenías las patas de una mosca pegadas a los labios —expresé con un estremecimiento—. A ver, probemos otra vez.
Esta vez ya no hubo impedimentos. Me agaché, entreabrí los labios y cerré los ojos. Violeta, que tenía mucha más experiencia que yo, me había explicado qué había que hacer para besar a un chico, y supuse que consistiría en lo mismo, aunque se tratara de un sapo. Sentí los labios suaves y fríos contra los míos; no era una sensación demasiado desagradable, pero la sorpresa estaba por llegar.
El hormigueo me empezó en los dedos de las manos y los pies; luego se propagó por brazos y piernas, y un escalofrío me recorrió de arriba abajo, seguido de un dulce vértigo dorado. De repente, sentí la cabeza ligera y llena de burbujas y un ventarrón tremendo me arrojó al suelo. Me tapé la cara con los brazos, pero éstos ya no eran los de antes. Cuando traté de ponerme de pie, me puse a temblar y una nube gris me cubrió los ojos.
A
brí y cerré los ojos. La cabeza aún me daba vueltas y no conseguía enfocar la mirada. Poco a poco fui recobrando la vista, pero todo parecía diferente: había más colores y eran más brillantes. Una mariposa enorme pasó volando por allí batiendo sus preciosas alas rojas con rayas moradas. Nunca había visto nada igual.
—¡Aaah! —exclamé en voz alta.
Me sobresaltó el timbre de mi voz; sonaba rara y hablar me producía cosquillas en la garganta.
Arrugué la nariz al percibir el olor a plantas podridas y la pestilencia del pantano. Movidas por el viento, las hojas de los árboles tamborileaban con ímpetu y el ronroneo de los insectos era ensordecedor. ¡Plof! Algo retumbó en el barro húmedo a la orilla de la charca. ¡Plof! El sonido volvió a retumbar, más cerca y más fuerte; hasta el aire mismo parecía resoplar.