La bruja siguió de espaldas y Eadric le lanzó una mirada extraña.
—A mí no me va a ignorar ninguna bruja —me dijo al oído—. ¡Fíjate bien! —Reflexionó un momento, puso los brazos en jarras y gritó—: ¡Oye, bruja! ¡Eres tan fea que no tienes que limpiar ni el polvo porque desaparece por sí solo para no verte!
La bruja se puso tensa, pero él no se conformó con eso. De modo que me guiñó el ojo y volvió a gritar:
—¡Ya sé por qué no tienes espejos! ¡Estarás cansada de barrer los cristales rotos!
La bruja se volvió con una mirada feroz y gritó iracunda:
—¡Escúchame bien, rey sapo! No me gustan los sapos ni las ranas, ¡ni tampoco los príncipes! Más te vale cerrar esa bocaza babosa si quieres volver a ver la luz del día. Ciérrala, siéntate y quédate ahí hasta que regrese.
Cogió una botellita de un estante y salió dando un portazo.
—No podías quedarte callado, ¿verdad? —le pregunté—. ¡No me sorprende que la otra bruja te convirtiera en sapo si le hablaste en ese tono! Y ahora ésta también se ha enfadado contigo. Vete a saber lo que hará.
—Le tiene sin cuidado lo que yo diga. ¿Qué más podemos hacer? Estamos aquí enjaulados, ¡por la santa rana! Tal vez si la fastidiáramos un buen rato, nos dejaría salir.
—O tal vez nos mate para no oírnos —repliqué.
Nos pusimos mala cara hasta que la bruja regresó con un gusano vivito y coleando en la mano. Echando chispas por los ojos, nos lanzó dentro el bicho mugriento y repuso la botellita en el estante.
—¡Ahí tenéis! —dijo con voz melosa—. Un aperitivo para antes de descansar. Vamos a dormir y no os preocupéis tanto; el estrés os puede enfermar, y no queremos estar enfermos, ¿verdad?
Con esas palabras, sopló el pabilo del farolillo y se alejó arrastrando los pies hacia otra parte de la habitación.
Me acerqué de puntillas a un lado de la jaula y oí cómo se quitaba los zapatos y se tendía en un colchón de paja. Al poco rato ya respiraba al compás, completamente dormida.
—¿Quieres un poco? —me preguntó Eadric masticando un trozo de gusano.
—¿Qué haces? —exclamé volviéndome sorprendida—. Creía que te dolía el estómago. No deberías ni probarlo... ¿Y si está envenenado? ¡Escúpelo! ¡Escúpelo ahora mismo!
—¿Estás de broma? Pero si es una delicia. No está envenenado. Ven, pruébalo.
—¡Genial! —le espeté—. Estoy atrapada en una jaula con un imbécil que se comería cualquier cosa que le dé una bruja y, probablemente, estará muerto por la mañana.
—No pienso irme a la cama con hambre. ¡Relájate un momento, por favor! Ya me he comido medio gusano y todavía me encuentro bien; si tú no quieres comer, me lo acabaré yo y dormiré un buen rato. Ya pensaremos en lo que hay que hacer por la mañana, pero ahora déjame comerme en paz mi gusano. Yo valoro las cosas buenas de la vida, no como ciertas personas...
Me enfurecí y me acurruqué tan lejos como pude, tratando de no oírlo masticar. Eadric no tardó mucho en dormirse, pero yo seguía demasiado inquieta para conciliar el sueño, de modo que me dediqué a pasear arriba abajo por el suelo de arena de la jaula que crujía con mis pisadas. No conseguía pegar ojo, ni tampoco se me ocurría ningún plan para escapar.
Poco después dejé de hablar para mis adentros y presté oído a los ruidos de la noche: oí un aleteo en el otro extremo de la habitación, como una especie de crujido, que bien podía no tener más importancia; luego pasó por el techo hasta que me pareció que se detenía justo encima de mí. Sea como fuere, yo era la única que estaba despierta y ya tenía otro motivo para estar nerviosa. Sin adivinar de qué se trataba, me agazapé en el centro de la jaula; con suerte, los barrotes que nos impedían escapar también servirían para que ningún otro animal entrara en ella. Cuando finalmente caí dormida, soñé que me hallaba en las mazmorras de mi castillo, donde unos enormes gusanos que comían sapos me rozaban la piel y me provocaban ronchas.
L
a picazón me despertó al día siguiente. Como había pronosticado la víspera, tenía la espalda cubierta de sarpullido, pero por mucho que me torcía y retorcía, no llegaba a rascarme todos los puntos que me picaban. Estaba al borde de la desesperación cuando descubrí que si me restregaba de cierto modo contra uno de los barrotes, lo peor de la comezón menguaba un poco.
—Pareces una osa vieja —dijo una voz—, aunque yo no he visto muchas de ésas.
Un rayo de luz entraba a través de un agujero en lo alto de la pared, que era de donde procedía la voz. Pensé que quizá fuera una aparición divina, pero la voz era aguda y chillona y no podía imaginar a ningún ser celestial con una voz semejante.
«Tal vez sea un truco», pensé.
No podía tratarse de Eadric, porque todavía estaba profundamente dormido, ni tampoco era la bruja, pues la divisaba tumbada en la cama, con la cabeza ladeada; tenía la boca abierta y de ella se le escurría un hilillo de saliva que iba a parar a la sucia manta gris que la cubría y al esmirriado colchón.
—¿Dónde estás? —pregunté escudriñando a través de las motas que bailoteaban en el rayo de sol. Aparte de las grietas en las contraventanas de las dos ventanas, el agujero en la pared era la única fuente de luz.
—Estoy aquí arriba —chilló la voz—; junto a las vigas.
Miré hacia el techo y me pareció que una pequeña sombra se movía bajo las vigas. Pero no estaba segura.
—Disculpa —dije—; no consigo verte desde aquí...
—Vaya, pues éste es mi sitio... En fin, ¿me ves mejor aquí?
La sombrita se desprendió de la viga y revoloteó por el cuarto en penumbra.
—¡Dios mío! —exclamé, perpleja.
Era un murciélago, y no me gustaban esos bichos, por regla general. Hasta entonces no había conocido a ninguno en persona, pero me habían hablado bastante mal de ellos.
—¿Satisfecha? —preguntó el animalito—. ¿Puedo volver ya a la viga?
—¡Claro, claro! —dije, avergonzada de mi mala educación—. No quería molestarte.
—¿Molestarme? ¡Qué ranita más amable! A ninguno de los otros pelmas que andan por aquí le importaría incordiarme, y mucho menos a esa bruja malvada que está en la cama. —Miré hacia donde estaba la mujer, temiendo que se hubiera despertado y estuviera escuchando—. No te preocupes, Vannabe duerme aún. Sé muy bien cuándo está despierta, créeme. Y de cualquier modo, a ella no le importaría molestarme. Siempre está diciéndome: «¡Lárgate, murciélago estúpido». O si no: «¡Atrapa a ese bicho, murciélago». Si yo no conociera mi nombre, creería que me llamo Murciélago Estúpido. Pero no me llamo así, claro. Mi nombre es
Sarnoso.
Así me puso mi primera ama; ella sí que era considerada. Por ejemplo, me decía:
«Sarnoso,
si no atrapas a ese bicho jugoso y regordete te quedarás sin cena». ¿Entiendes lo que te digo? Era muchísimo más considerada.
Yo me sentía abrumada; siempre había creído que los murciélagos eran animales callados, pero aquél hablaba hasta por los codos. Me restregué la espalda contra el barrote porque el sarpullido me picaba más y se me propagaba hacia el pecho.
—No pude evitar oír vuestra conversación con Vannabe anoche —dijo
Sarnoso
—. Eres capaz de hablar con los humanos, ¿eh? ¡Qué mala suerte! A mí sólo me entienden las brujas que tienen un don, y ya con eso tengo bastante. Oye, ¿tu amigo se comió el gusano?
—Pues claro. Se lo comió todo. Yo tenía miedo de que estuviera envenenado, pero parece que se encuentra bien.
—Yo no diría eso exactamente. Sigue durmiendo, ¿no?
—Es que no hemos dormido bien últimamente. Debe de estar muy cansado.
—¿Ah, sí? A ver, sacúdelo y trata de despertarlo.
—Pensaba dejarlo dormir un poco más. Necesita reposar.
—Intenta espabilarlo ahora mismo; a ver qué pasa.
—Prefiero dejarlo tranquilo.
—¡Hazlo de una vez! ¡Es por tu propio bien!
Evidentemente, el murcielaguito mandón tenía la intención de fastidiarme hasta que obedeciera sus órdenes, de modo que salté a regañadientes hasta Eadric y le toqué en el hombro con delicadeza. Pero él se dio la vuelta, resopló y siguió roncando.
—No consigo despertarlo.
—¿Cómo vas a lograrlo si se comió todo el gusano? ¿No viste la botellita que Vannabe tenía en la mano? Contenía una poción que produce sueño, y si tomas una sola gotita, puedes pasarte varios días durmiendo. ¿Qué crees que le dieron las brujas a Blancanieves y a la Bella Durmiente para que descansaran y se despertaran más guapas? Por lo tanto, si te tomas toda la botellita de esa poción te quedas fuera de combate más de cien años y, a menos que quieras dormir también una siesta muy pero que muy larga, te aconsejo que no consientas que la bruja se dé cuenta de que estás despierta. Así que acurrúcate en un rincón y finge que sigues dormida o buscará otro método para darte la poción; tiene sus motivos para desear que no molestéis. ¡Y ahora, atención, porque se está despertando!
Me escabullí hasta la parte de atrás de la jaula y fingí dormir por si el murciélago tenía la razón. Por el rabillo del ojo, vi a Vannabe bostezar, sentarse en la cama y rascarse las costillas. El hilillo de baba le relucía en la mejilla, pero no parecía darse por enterada. Apartó la manta de una patada y se levantó de un salto.
—¿Qué estás mirando? —refunfuñó al ver a
Sarnoso.
Él no contestó, pero evidentemente la bruja tampoco esperaba una respuesta. Atravesó el cuarto arrastrando los pies, salió descalza al umbral y dejó la puerta abierta. El aire fresco, en vez de ser un alivio, alborotó el polvo de la habitación y con él el olor a ropa sucia, grasa rancia, jaulas mugrientas y cacas de murciélago. Casi me alegré cuando la bruja volvió a entrar y cerró la puerta.
Se acercó a la chimenea rascándose todavía las costillas, se inclinó sobre el fuego, de espaldas a nuestra jaula, y cogiendo una cuchara de madera colgada de un clavo en la pared, revolvió el contenido de una olla negra y grasienta. Luego puso ésta sobre la mesa y se sentó a comer, hasta que la cuchara de madera rascó el fondo de la olla.
—¡A comer todos, que nadie se quede con hambre teniendo aquí estos manjares! —dijo acercándose hacia la parte de habitación donde estábamos nosotros—. Comedíos poco a poco, porque no pienso daros nada más hoy.
Un anaquel de libros y una colección de botellas me tapaban el panorama. Sin embargo, oía a otros bichos meneándose en sus jaulas, a medida que la bruja le daba a cada uno su ración.
Cuando llegó a nuestra jaula, cerré los ojos y traté de respirar despacio y al compás, igual que Eadric. Vannabe abrió la puertecilla y creí que se me iba a salir el corazón por la boca, pero hice un esfuerzo por quedarme quieta. Mantuve los ojos cerrados y permanecí tan relajada como pude incluso cuando me clavó una uña en las costillas.
—Conque una princesa, ¿eh? —se burló la bruja—. ¿Qué se siente siendo una rana, alteza?
Apartó la mano, pero todavía no abrí los ojos. Eadric debía de estar recibiendo el mismo tratamiento.
—¿Y tú, príncipe? ¿Cuántos dragones has matado últimamente? ¿O ahora te dedicas a los moscardones?
La estridente risotada me hizo daño en los oídos.
«Y después dicen que yo tengo una risa rara», pensé.
La puerta de la jaula
se
cerró con un suave chasquido, y cuando estuve segura de que la bruja se había alejado un poco, entreabrí los ojos y respiré más tranquila al verla recoger su saco del suelo y encaminarse hacia la puerta.
—¡Portaos bien, gusanos! —gritó a los animales—. ¡Nada de fiestorras mientras estoy fuera!
Soltó otra carcajada y dio un portazo.
Me relajé por fin una vez que estuvo fuera. Entonces doblé una pata y me rasqué la espalda con un dedo del pie, aunque todavía no conseguía llegar a donde más me picaba.
Examiné por primera vez el lugar en que me hallaba: se trataba de una cabaña pequeña, en la que la cama de la bruja estaba arrimada contra la pared de enfrente a la puerta de entrada, que era la única que había; en la parte delantera de la vivienda,
Sarnoso,
aparentemente dormido, colgaba de una viga muy tosca, y un poco más cerca colgaba una ristra de huesecillos de pájaro que entrechocaban unos contra otros. Nuestra jaula estaba instalada sobre una repisa polvorienta junto al anaquel de libros; encima de éstos había un cráneo de un feto de dragón, con las cuencas de los ojos prácticamente llenas de polvo.
Al otro lado de la jaula había una colección de frascos y botellas, todos etiquetados, aunque algunos estaban girados y no podía leer las etiquetas; los frascos más grandes contenían orejas de conejo, colas de gato y colmillos de jabalí, y las botellas más pequeñas, cristales y preparados en polvo. En uno de los frascos grandes había unas albóndigas peludas de color azul oscuro, con el nombre de «Tripa de ogro», y en otro flotaban en un líquido transparente unos globitos blancos y carnosos. Solté un grito cuando uno de éstos giró sobre sí mismo y se quedó mirándome: eran globos oculares y tenían vida, a juzgar por la manera en que se empujaban para mirar. No tardé en comprender que había más elementos vivitos y coleando, como unos jirones arrugados de carne verdosa, que se estremecían dentro de un frasco con la etiqueta «Labios de lagarto», o unos «Hocicos de cerdo», que se fruncían y olfateaban alrededor. Había también un botellín alargado lleno de gases de colores que, aunque no eran materia viva, no cesaban de arremolinarse, mezclándose y separándose en intrincados y fugaces dibujos.