—Las lenguas y los dedos de los sapos pueden esperar hasta que el resto esté listo —decidió Vannabe tras un largo silencio—. Así estarán más frescos y serán más potentes.
Oí cómo se dirigía de nuevo hacia los libros y los examinaba una vez más. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, pero traté de disimular. Por fin Vannabe eligió un ejemplar y regresó a la mesa. En el cuarto reinaba un silencio absoluto y, aunque yo estaba segura de que la bruja estaba concentrada en sus estudios, tenía demasiado miedo para abrir los ojos.
«La lengua y los dedos... —pensé—. Nos los va a arrancar. Incluso si no nos mata, quedaremos mutilados el resto de nuestras vidas. ¿Qué vamos a hacer?»
Era ya muy tarde cuando la bruja encontró el libro mohoso y amarillento que contenía las viejas notas de su predecesora. Examinó absorta los dibujos en busca de las plantas que figuraban en el conjuro.
—¡Aquí están! —exclamó al fin—. Pero, según dicen estos apuntes, no necesito las hojas, sino los tallos... —Soltó un bostezo—. Bueno, los buscaré mañana a primera hora. ¡Sí, mañana será el gran día!
Continuó escrutando el dibujo, pero se quedó dormida con el libro muy agarrado entre las manos.
Cuando me cercioré de que realmente dormía, corrí al lado de Eadric y lo zarandeé con todas mis fuerzas.
—¡Eadric! —le susurré al oído—. Tenemos que pensar en algo; hemos de salir de aquí esta noche. ¡Nos van a cortar la lengua mañana! ¡Y los dedos! ¡Eadric, por favor! ¡Despierta!
Él soltó un gruñido, alzó la cabeza y me miró con los ojos entrecerrados.
—Déjame en paz, Emma. No tengo ganas de hablar ahora.
—¡Estás despierto! ¡Te has despertado!
Eadric dejó caer la cabeza entre los brazos, pero yo lo agarré por los hombros y lo zarandeé otra vez, desesperada.
—¡Tenemos que hablar ahora mismo! ¡Esto no puede esperar hasta mañana!
Se puso a roncar y yo me derrumbé abatida en el suelo; las lágrimas me resbalaban por las mejillas cayendo como goterones en el suelo de la jaula, y por centésima vez en el día me pregunté que íbamos a hacer.
—Oye, no te desesperes —me consoló
Sarnoso
desde la viga—. Si se ha despertado un momento, mañana estará completamente espabilado. Déjalo tranquilo y trata de descansar tú un poco. Te harán falta las fuerzas mañana.
—No puedo dormirme... Tengo demasiado miedo y, además, la picazón me está volviendo loca.
—Vaya, ¿te ha salido un sarpullido? Bueno, aunque no puedo quitarte el miedo, tal vez conozca un remedio para el picor, pero necesitaremos algo de luz. Así que será mejor dejarlo para mañana. Ahora relájate y trata de dormir. Todavía no está todo perdido, al menos por ahora.
E
h, eh!
Oí el rumor en plena duermevela.
—¡Eh¡ ¡Emma, despierta!
Levanté atontada la cabeza. De buenas a primeras no reconocí la jaula ni la habitación azotada por el viento, pero enseguida recordé dónde estaba y qué se suponía que iba a pasar ese día. Acabé de espabilarme en un instante.
—¡Emma, despierta! ¡Vannabe ha salido! ¡Date prisa, tengo una idea!
—Ya estoy despierta —dije parpadeando, y miré hacia el techo.
—¡Por fin! —soltó el murciélago, y se descolgó de un brinco desde la viga hasta el anaquel de libros.
—
¡Sarnoso!
—exclamé—. ¿Qué estás haciendo?
—Se me ha ocurrido una idea —jadeó—. Estaba pensando en tu sarpullido y me acordé de este libro.
Tiró del cordel hasta el límite, sacó un libro y lo dejó caer en la repisa de la jaula.
—¡Aquí está! —dijo con voz triunfal—. ¡Creo que es éste!
—¿De qué hablas? ¿De qué puede servirnos este libro?
—Ábrelo y echa una mirada. Si no recuerdo mal, hay un conjuro para librarse del sarpullido.
—El sarpullido no es lo que más me preocupa,
Sarnoso.
—Ya lo sé, pero si hay un conjuro para eso, debe de haber otros hechizos útiles, ¿no? Yo no sé leer, así que tampoco sé a ciencia cierta si éste es el libro adecuado. Anda, ábrelo.
—¡Pero no servirá de nada! ¡Yo no sé hacer magia y siempre meto la pata!
—¿Qué dices? Lo único que tienes que hacer es leer. Y tú sabes leer, ¿no?
—Claro que sí, pero ¡tú no me conoces! ¡Ni siquiera los conjuros más tontos me salen bien! ¡Si te contara lo que pasó cuando traté de ordenar mi cuarto usando la magia! Desde ese día mi cama sigue haciéndose sola, ¡aunque yo esté acostada dentro!
—Pues peor para ti. Si prefieres que te arranquen la lengua...
—¡Vale, vale! ¡Entendido! Supongo que no pierdo nada con intentarlo...
Intenté abrir el libro, pero no llegaba con las manos; probé a ponerme de costado para sacar una pata por entre los barrotes, pero fue en vano.
—¡No llego! —dije, después de intentar alargar la pata cuanto pude.
Eché una mirada alrededor buscando algún palo, pero no había nada cerca de la jaula, ni tampoco dentro, aparte de Eadric, que seguía tendido boca arriba despatarrado. No tenía en absoluto el aspecto de un sapo en esa posición, aunque... sus patas eran largas, más largas que las mías, y si conseguía despertarlo...
Lo zarandeé con suavidad, cogiéndolo por los hombros, susurré su nombre y le di golpecitos en las costillas, pero en vista de que no se despertaba, entré a saco y lo llamé a gritos. Sin embargo, apenas se movió. Entonces le tiré de una de las patas hasta que rodó sobre sí mismo y, por último, empecé a darle bofetadas.
—No he sido yo, mamá —murmuró apartándome la mano—. Yo no puse ese ratón en la cerveza de la niñera cuando fue al baño.
Miré al murciélago, que había regresado a la viga y me observaba colgando cabeza abajo.
—Dijiste que Eadric se despertaría hoy... ¿Qué voy a hacer?
—Podrías probar el remedio de esas tontuelas, Blancanieves y la Bella Durmiente, ya sabes. Te expliqué que a ellas les dieron de beber la misma poción, ¿no lo recuerdas?
—Sí, ahora que lo dices, ya me acuerdo. Ambas eran princesas y las despertaron dos príncipes que les dieron un... ¡Vaya,
Sarnoso,
no me digas que tengo que darle un beso!
—Pues si quieres despertarlo...
—Ya te he contado qué pasó la última vez.
—Me sorprendería mucho que vuelvas a convertirte en otra cosa. Tú haz lo que quieras, pero date prisa porque no tenemos mucho tiempo. Vannabe volverá tarde o temprano.
—Ay... no sé, pero... bueno, vale. Nada será peor que ser rana, si es que me convierto en algo.
Me acurruqué junto a Eadric y le sostuve la cara entre las manos.
—Tiene gracia —dije—. Al final voy a acabar dándole el beso, en premio por ser tan dormilón.
Estaba a punto de besarlo cuando se me ocurrió algo más y, alzando la cabeza para mirar al murciélago, le dije:
—Oye,
Sarnoso,
no tendré que casarme con él por haberle besado, ¿verdad? A esas chicas les pasó eso porque los príncipes las besaron.
—No, no tendrás que casarte con él, a menos que tú quieras.
—¡Bien! Es que no quiero comprometerme tan pronto.
Esta vez no cerré los ojos, pues pensé, medio en serio y medio en broma, que no me convertiría en nada mientras los mantuviera abiertos. Eadric tenía los labios suaves y frescos, igual que la vez anterior, y todavía no había apartado mi boca de la suya cuando parpadeó y abrió los ojos de par en par.
—Vaya, ¡hola, guapa! ¿Quieres decirme algo? —comentó mirándome con malicia.
—¿Qué dices? Fue sólo para...
—¡No te lo tomes a mal! Me gusta mucho que me bese una chica guapa. No me lo esperaba, eso es todo.
—Yo no te estaba besando. Bueno, sí, te he besado, ¡pero sólo para que te despertaras!
—¡Oh, pues me ha encantado! Puedes despertarme así todas las mañanas y darme un beso igual todas las noches antes de dormir.
Me guiñó el ojo y me cogió por los hombros. Pero yo le aparté las manos y brinqué hasta el otro lado de la jaula. Necesitaba algo de espacio para explicárselo todo.
—¡Te he besado porque has estado durmiendo desde anteayer! ¡Te dije que no comieras ese gusano, pero no, tú tenías que comértelo! Y resulta que la bruja lo había remojado en poción para dormir. Y tú venga a dormir, en vez de ayudarme a salir de aquí. ¡He pasado un miedo espantoso mientras tú roncabas a pierna suelta! ¡No hay derecho!
—Emma... —balbuceó Eadric.
—No digas nada; no tenemos tiempo para hablar. La bruja no tardará en volver y nos cortará la lengua y los dedos. Así que ¡levántate y ayúdame! Debemos leer este libro, pero no llego a abrirlo desde aquí. ¿Crees que podrás pasar las páginas?
Eadric estaba completamente perplejo, pero no hizo más preguntas. Soltando un suspiro de resignación, se levantó con esfuerzo y atravesó de un salto la jaula; entonces se acurrucó y sacó el brazo por entre los barrotes, pero tampoco alcanzaba el libro.
—Prueba con la pata —le sugerí.
Di un brinco de alegría cuando vi que su larga pata tocaba el libro.
—¿Qué estamos buscando? —preguntó.
—Tú pasa las páginas hasta que yo te diga —respondí—. Ya te enterarás.
—Busca primero el conjuro para el sarpullido —ordenó
Sarnoso
—. Así sabremos si es el libro adecuado.
Eadric se dio la vuelta sobresaltado porque no había visto al murciélago. De modo que se inclinó junto a mí, disimulando el susto, y me cuchicheó al oído, rozándome la oreja con los labios.
—¿De dónde ha salido ese bicho?
—Es un amigo —expliqué—. Se llama
Sarnoso.
¡Ahora cállate y déjame leer!
Repasé los conjuros, concentrándome en unos y prescindiendo de otros, y siguiendo mis instrucciones, Eadric pasó lentamente las páginas, hasta que llegamos casi al final del libro.
—¡Ya lo tengo! —dije señalando el título de un hechizo—: «Adiós picazón: para librarse del picor allí donde no alcanzas a rascarte».
Sarnoso
se paseó nervioso encima del anaquel de libros y me aconsejó:
—Prueba a hacerlo; así practicarás.
—Pero qué hago, ¿lo leo en voz alta?
—Sí, pero ¡recítalo con sentimiento, Emma! ¡Gesticula con los brazos!
—¿He de hacer algún gesto en especial?
—No, ninguno, ¡basta con que sean exagerados!
—Vale, ¡allá voy!
Recité el conjuro con toda la emoción que pude, moviendo los brazos y haciendo gestos absurdos.
Granos, ronchas, pústulas,
urticarias y bubones,
todo tipo de piquera y comezón,
si rascáis bajo la camisa
o en el fondo de los calzones,
¡decid adiós!
Fuera, largo, no volváis más.
¡Dejad mi tierna piel en paz!
En éstas, una ráfaga helada recorrió la habitación, aunque la puerta y las ventanas estaban cerradas. Por un instante sentí un picor en todo el cuerpo, pero entonces me miré la pata: la piel se había vuelto lisa y verde, igual que cuando no tenía el sarpullido. También me miré la espalda girando la cabeza todo lo que pude: verde y lisa también. ¡Todos los granitos habían desaparecido!
—Buen trabajo, sí señor —dijo
Sarnoso
—. Por cierto, también daría resultado para curar el acné y las espinillas. Si fueras una chica, ¡no tendrías ni un granito hasta el fin de tus días!
—¡Genial! ¡Este libro es increíble si todos los conjuros funcionan! Mira estos que salen aquí, Eadric. Hay uno indicado para la piel y dice que el cutis te queda tan terso como el culito de un bebé; y con este otro puedes cambiarte el cabello de color, se llama «Cambia tu pelo»; éste se llama «Un hermoso cuerpo» y pone que puedes comer todo lo que quieras sin aumentar ni medio kilo. ¿Crees que habrá alguno que explique cómo ser menos torpe?
—No son más que consejos de belleza inútiles —rezongó Eadric—. ¿De qué nos servirán contra la bruja?
—No todos son inútiles. Mira, éste podría servir de algo: «Adiós chirridos; sus puertas no volverán a chirriar jamás»; o éste: «Crecepronto, ¡para cultivar las verduras más grandes del mercado!», o este otro «Abrefácil, para abrir lo que sea sin romperse las uñas». ¡Fíjate, son todos sencillísimos! —Y recité con voz normal:
Ábrete, apártate, suéltate, desátate,
antes de que acabe de hablar.
Ábrete, puerta,
apártate, pasador,
suéltate, cadena,
desátate, nudo.
De inmediato un trueno estremeció la cabaña. Al mismo tiempo un torbellino de papelitos recorrió la habitación y, con un pequeño estallido, las tapas saltaron de las cajas, los corchos salieron despedidos de las botellas, las contraventanas se abrieron de sopetón, la puerta voló y luego dio un estruendoso portazo, el cordel de
Sarnoso
se desató y todas las jaulas se abrieron con un ¡buuum!
—¡Te lo dije! —exclamó el murciélago.
—Eres un genio,
Sarnoso.
¡Tenías razón!
—¡La puerta está abierta, amigos! ¡No os quedéis ahí charlando! —gritó Eadric—. ¡Salgamos de aquí antes de que vuelva la bruja! Fijaos, allá van los ratones.
Clifford
y
Louise
habían escapado al instante y ya estaban cruzando el umbral.
—¡Ten cuidado, Emma! —gritó
Clifford.
—¡La serpiente anda suelta! —gritó
Louise.
—¡Ay, me olvidaba de ella! —dije sin aliento—. ¿Dónde crees que estará?
—¿Una serpiente? —preguntó Eadric—. ¿Qué serpiente?
—Había una serpiente enorme en una de las jaulas. Se llama
Mandíbula.