—Pues me da igual... ¡Ya estamos aquí! —Sonreí de oreja a oreja, hasta que me dolieron las mandíbulas—. Con la ayuda de tía Grassina, ¡esta misma noche volveremos a ser humanos!
A
lcé la mano para llamar a la puerta, pero Eadric me retuvo la muñeca.
—Hay algo que quiero decirte, antes de que entremos a ver a tu tía... —dijo esquivándome la mirada—. Me hará muy feliz volver a ser un príncipe, pero ser sapo ha tenido sus cosas... Sobre todo desde que tú te convertiste en rana.
—¿Qué quieres decir?
—Pues eso... Bueno, da igual, dejémoslo. Será mejor que llames a la puerta.
Aunque giró la cara, tuve tiempo de ver que fruncía el entrecejo.
—Sí, ahora mismo, pero explícame qué quieres decir.
—No tendría que haber dicho nada —suspiró—. Pues eso, que me lo he pasado bien siendo yo un sapo y tú una rana, incluso en los peores momentos; mucho mejor que cuando estaba solo. En fin, por lo que a mí respecta, te diría que no me disgustaría seguir siendo sapo, si tú sigues siendo rana también.
Se atragantó con las últimas palabras, como si tuviera muchísima prisa por decirlas. Después se aclaró la voz y añadió:
—Además, así no tendrías que casarte con Jorge.
—No sé qué decir...
Me acerqué a él, pero se apartó y se volvió hacia la puerta.
—No digas nada —respondió, tenso—. Anda, llama de una vez.
Yo conocía esa cara de terquedad y sabía que no valía la pena seguir preguntando. Sin acabar de comprender lo que me quería dar a entender, mi euforia se desinfló. ¿Acaso quería seguir siendo un sapo, después de todos los peligros que habíamos corrido? ¿Y... que yo fuera una rana también? Resolví averiguarlo más tarde y me dispuse a llamar, pero antes de dar ningún golpe, la puerta se abrió de par en par y tía Grassina se precipitó en el umbral.
—¡Emma! —exclamó esbozando su típica sonrisa. Miró a diestra y siniestra buscándome, pero como no bajó la vista al suelo, no vio al sapo ni a la rana que aguardaban a sus pies. Dejó de sonreír y tanteó la puerta a sus espaldas con intención de volver a cerrarla—. Habría jurado que...
—¡Tía Grassina, estoy aquí! —grité, dichosa de verla otra vez.
«Ahora todo irá bien —pensé—. Ella lo arreglará todo.»
Sin embargo, se me cayó el alma a los pies cuando mi tía nos dio un vistazo por fin y, al ver que había dos sapos, se dio la vuelta para entrar de nuevo en la habitación. La tristeza que percibí en sus ojos me rompió el corazón; no soportaba verla tan triste.
—¡Tía, soy yo! —grité, brincando angustiada una y otra vez—. ¡Soy yo, soy yo, soy yo! ¡Soy Emma, tu sobrina! ¡Me he convertido en rana! ¡Aquí, mírame, tía Grassina! ¡Por favor!
La tía miró de nuevo al suelo y casi me pongo a llorar al ver su cara de espanto.
—No puede ser... Si yo le di a Emma el talismán para protegerla precisamente de estos hechizos... ¡Tú no puedes ser Emma!
—¡Sí, sí, soy yo! Le di un beso a Eadric, que es un príncipe encantado, ¡y me convertí en rana!
—Supongo que el talismán pudo haberme salido mal... —dijo mi tía muy despacio enarcando una ceja—. Emma estuvo haciéndome preguntas acerca de un sapo que hablaba. Eso explicaría su desaparición... Bueno, será mejor que entréis los dos.
No hacía falta que lo dijera dos veces, de modo que la seguimos brincando, prácticamente, sobre el dobladillo de su falda. Incluso desde el punto de vista de una rana, la habitación de Grassina era maravillosa, pues todo parecía cálido y acogedor bajo la luz sonrosada de las esferas mágicas. Me hundí hasta las rodillas en las mullidas alfombras, disfrutando del cosquilleo que me producían en las plantas de mis cansados pies, y me senté en la que había frente a la chimenea y estiré las patas. Eadric vino tras de mí sin quitarle los ojos de encima a Grassina.
—Así que ésta es tu tía, ¿eh? —susurró—. ¡Es bastante guapa! Y se viste mucho mejor que Vannabe y la bruja vieja. Hasta huele mejor y todo.
—Muchas gracias —replicó Grassina, que tenía muy buen oído—. Supongo que es un cumplido, pero ¿quiénes son Vannabe y la bruja vieja?
—La bruja vieja se llamaba Mudine —expliqué—. Vivía en el bosque, pero se murió hace un año, y Vannabe es una chica que quiere ser bruja y se apropió de la casa y los libros de Mudine cuando ella murió.
—¡Vaya, qué pena! —dijo Grassina—. En su época Mudine fue una bruja de gran talento.
—¿La conoció usted? —preguntó Eadric—. Ella fue la que me convirtió en sapo.
—¿Ah, sí? —dijo Grassina—. Pues entonces no puede estar muerta, porque si fuera cierto, el encantamiento se habría acabado.
—¿Qué puede haberle pasado entonces? —pregunté—. Nos contaron que estuvo muy enferma. Y un día se acostó en su cama y desapareció en medio de una nube de humo.
—Tal vez se fue a alguna parte a descansar, o a buscar a un médico brujo, si realmente estaba muy enferma. A veces esos tratamientos duran mucho tiempo.
—Tal vez la abuela lo sepa —insinué—. Todos los miércoles por la noche, las brujas más viejas se reúnen en torno a una hoguera para intercambiar historias y recetas. A lo mejor ha oído alguna noticia de Mudine.
—¿Dónde vive tu abuela? —preguntó Eadric.
—En la Residencia para Brujas Ancianas. Es un lugar estupendo en el que cada bruja tiene una cabañita elegida a su gusto. La abuela eligió una hecha con galletas de jengibre, pero está un poco arrepentida porque siempre se queja de que los niños de la aldea se la comen. Ojalá hubiera elegido una casa como la de su vecina, que tiene patas de gallina y camina sola.
—Nunca he oído hablar de un lugar así... ¿Dónde queda?
—Al otro lado del río, una vez que has atravesado los bosques. Es muy fácil encontrarla; hasta mi caballo conoce el camino.
—Ven aquí, Eadric —dijo Grassina, que se estaba impacientando—. Independientemente de lo que le haya ocurrido a Mudine, lo cierto es que hizo un buen trabajo, pues eres un sapo muy guapo.
Eadric sonrió y se acarició la calva cabeza verde, como si se peinara el inexistente cabello. Yo nunca me habría imaginado que un sapo pudiera ser tan vanidoso.
—¿Qué es eso que llevas atado a la espalda? —preguntó Grassina—. Si no me equivoco, parece aliento de dragón.
Eadric asintió y, dándole una palmadita al botellín, explicó:
—Lo saqué de la cabaña de Vannabe porque creí que podría hacer alguna tontería con él.
—Muy bien pensado, pues dejarlo en manos de alguien que no sabe lo que hace habría sido una idea pésima.
Eadric sonreía con tanta complacencia que me ponía enferma.
Entonces Grassina se volvió y me miró a los ojos.
—En cuanto a ti, parece que has averiguado un par de cosas acerca de la abuela de Emma y estás resuelta a hacerte pasar por mi sobrina, ¿verdad?
—¡Pero si soy Emma!
—Vale, vale, pero deberás convencerme de que es cierto. Cuéntame tu historia, para que pueda formarme una opinión.
Grassina nos levantó con delicadeza y nos depositó sobre la mesita. Las mariposas de vidrio reposaban con las alas plegadas en los capullos de cristal. Me acomodé a los pies de una gran rosa de color amatista, mientras Eadric se quedaba boquiabierto al descubrir que las flores y las mariposas estaban vivas.
Mi tía se arrellanó en su butaca esperando mi historia.
—¿Por dónde empiezo? —pregunté.
—Empieza explicando cuándo te convertiste en rana.
—Es una historia larga —le advertí.
—No tengo prisa.
—Bueno pues... todo comenzó el día en que el príncipe Jorge vino de visita...
Siempre me ha gustado contar las historias con todo detalle, así que no omití ninguno, le interesaran a tía Grassina o no. Eadric se durmió a medio relato pero, en cambio, mi tía parecía fascinada. Frunció el entrecejo cuando conté cómo Vannabe trataba a sus animales y, en cambio, se echó a reír cuando hablé de las luciérnagas que titilaban en el gaznate de Eadric. Me interrumpió una sola vez, y fue a buscar una taza de té para ella y un platito de agua para mí. Cuando acabé de hablar, tenía la garganta reseca y dolorida.
—¡Es una historia fantástica! —dijo Grassina—. ¡Divertidísima! Pero cualquiera podría inventársela con un poco de imaginación. Convénceme de que eres mi sobrina; necesito una prueba, algo que sólo Emma sepa y nadie más pueda habértelo contado.
A todo esto, oímos un susurro entre las cortinas y una silueta negra se coló en la habitación, revoloteó por detrás de Grassina y se colgó debajo de su butaca.
—¡Hazle cosquillas! —dijo el recién llegado—. ¡O cuéntale una broma divertida!
—¿Quién ha dicho eso? —preguntó mi tía poniéndose de pie de un salto.
—Éste es
Sarnoso.
Ya te he hablado de él.
—¡Ah, claro, el murciélago de la bruja! —Mi tía se inclinó para mirar debajo de la butaca y le comentó—: Me han dicho que estás interesado en vivir aquí, ¿no?
—Depende... ¿Eres una bruja de verdad, o una aprendiz como Vannabe?
—Yo soy una bruja de verdad, no lo dudes. Puedes preguntárselo a la madre de Emma.
—¿Y sabes muchos conjuros?
—No sólo los sé, ¡los hago! ¿Estás satisfecho?
—Supongo. Pero hay un problema: no tienes ninguna viga. ¿Dónde me colgaré si aquí no las hay?
—Mmm... ¿Una viga? No había pensado en eso. —Grassina alzó la cabeza para mirar el techo, mientras una suave brisa que se colaba por la ventana balanceaba las esferas de luz mágica—. Y, además, esas luces... Pero ya pensaremos en algo, no te preocupes. ¿Por qué querías que le hiciera cosquillas a esta ranita?
—Si le haces cosquillas, lo sabrás.
Eadric, que se había despertado hacia el final de la historia, gritó lanzándose hacia mí:
—¡Se las haré yo!
—No creo... —dije retrocediendo—. No me gusta que me hagan cosquillas.
—Es por una buena causa —respondió.
Y dicho y hecho, me agarró un brazo y me hizo cosquillas en el cuello y los costados con la otra mano; trató de hacérmelas en el sobaco, pero me escabullí y tropecé con el jarrón. Una rosa pálida se tambaleó y los pétalos desprendidos cayeron sobre la mesa haciendo clinc, clinc, clinc.
Eadric logró agarrarme un pie y se puso manos a la obra.
—¡No! —grité—. ¡En el pie no!
Fue entonces cuando solté la risa. Reí y reí, hasta que la barriga me dolió y las lágrimas me corrieron por las mejillas. Continué riendo hasta quedarme sin aliento, pero no era una risa que tintineara como una campanilla, sino una especie de bramido, que me salía desde el fondo de las tripas y estallaba en mis labios.
—¡Eres Emma! —reconoció Grassina, que se había echado a reír conmigo—. ¡Es verdad! ¡Nadie más podría reírse así!
—¡Detente! ¡Detente! —jadeé sin fuerzas para apartar a Eadric.
Él sonrió, me soltó el pie y se dejó caer sobre la mesita.
—Discúlpeme —dijo empinando la cabeza hacia mi tía—, pero ¿no había otro método más sencillo, como unos polvos mágicos o algún conjuro para cerciorarse de que era Emma?
—Sí, sí lo hay y, de hecho, pienso usarlo ahora mismo. Quiero que Emma vea... Ven, ponte aquí. —Grassina me cogió y me puso en el suelo—. Será mejor que te apartes, Eadric. No sea que te salpique.
Sarnoso
se asomó por debajo de la butaca. Los extraños lo atemorizaban, pero su pasión por la magia era más fuerte que su miedo.
—¿Vas a hacer magia?
—Sí —dijo Grassina—. ¿Quieres ayudarme?
—¡Por supuesto! —El murciélago se descolgó hasta el suelo y miró a mi tía con reverencia—. Mudine nunca me dejaba hacer nada... aparte de cazar bichos, claro.
—Ya veo, ya... —asintió Grassina, comprensiva—. Pero aquí las cosas serán diferentes.
Entonces mi tía miró alrededor hasta que se fijó en un viejo cabo de vela que se aguantaba en un charco de cera sólida encima del escritorio. Hizo un gesto con el dedo, murmuró una palabra y la vela se encendió.
—Ahora tienes que apagar la vela cuando yo te diga. Pero sólo cuando yo te diga, ¿comprendido?
—Sí, señora —afirmó
Sarnoso
—. ¡Comprendido! ¡Tengo que apagarla cuando tú me digas, pero antes no! ¡Perfecto!
El murciélago, reluciéndole los ojos de la emoción, revoloteó hasta el escritorio y se plantó junto a la vela encendida. Se llenó los carrillos de aire y contuvo el aliento sin apartar la vista de mi tía.
—Me gusta la gente entusiasta —me susurró al oído Grassina—, pero será mejor que nos demos prisa antes de que se desmaye.
Así pues, levantó el brazo, me señaló con el dedo y dijo:
—¡Ahora,
Sarnoso
!
El murciélago tuvo que soplar tres veces antes de apagar la vela. Cuando lo consiguió, la habitación quedó en tinieblas, aún más oscura que antes de que se encendiera la vela, porque también se habían apagado las esferas mágicas.
—¿Qué tal lo he hecho? —preguntó
Sarnoso,
satisfecho.
Grassina habló entonces, con voz clara y dulce:
Bajo el encantamiento,
bajo el conjuro,
enséñanos tu secreto,
muéstranos la verdad.
Aparta lo ilusorio,
déjanos admirar
cómo es en realidad
tu rostro único.
Una lluvia de chispas se agolpó a mi alrededor, como un torbellino de nieve en una ventisca. Sentí un cosquilleo en la nariz y estornudé con los ojos cerrados. Cuando los abrí, me vi flotando por encima de mí misma, o al menos eso me pareció. Donde antes había tinieblas, lucía ahora una luz difusa iluminando mi cuerpo de chica, que estaba de pie en el mismo lugar donde yo, como rana, me agazapaba en el suelo. Fue un poco desconcertante, hasta que me di cuenta de que la imagen no era más sólida que una neblina y podía ver a través de ella; mi cuerpo era el de siempre, salvo que estaba rodeado de chispas. Al principio creí que eran un efecto del conjuro, pero siguieron titilando alrededor de mi imagen como una nube de luciérnagas.