Estaba segura de que mi tía debía de estar cansada, puesto que yo misma había recorrido aquella ciénaga. Sin embargo, ella seguía adelante sin quejarse ni dejar de reír, aunque el lodo intentara tragársele los zapatos o las ramas le arañaran el rostro, o tuviera que volver por enésima vez sobre sus pasos. Sólo sugirió que nos detuviéramos cuando comenté que me dolía la cabeza por el centelleo de las luces. Realmente necesitaba un descanso, pero era también una excusa para que ella hiciera un alto.
No había dónde sentarse como no fuera en el suelo embarrado, pero mi tía se dirigió a un pequeño montículo y susurró algo en voz baja. Acto seguido, la tierra retumbó y del montecillo brotó una piedra de gran tamaño; ésta giró sobre sí misma y nos ofreció su parte plana. Con otro susurro, Grassina hizo soplar una ligera brisa que limpió la superficie de la piedra de tierra e insectos y, suspirando complacida, se sentó con la cesta sobre las piernas.
—¿Puedo preguntarle una cosa? —cuestionó Eadric.
—Por supuesto, pero no sé si sabré responderte.
—Ese conjuro que ha hecho antes, el del brazalete... ¿Se lo ha inventado en ese momento o hacía tiempo que lo tenía en mente?
—Me lo he inventado en ese momento; es como hago casi todos mis conjuros.
—¡Pues le salen muy bien! A mí nunca se me ocurriría algo así de improviso.
—Todo es cuestión de práctica.
—¿Y siempre tienen que rimar? —pregunté yo.
—¡No, qué va! Eso depende de cada bruja. A algunas les resulta más fácil la rima y a otras, la prosa. La cuestión es sentirse a gusto. Yo prefiero hacerlo porque siempre me han gustado los poemas con rima. Haywood solía escribirme algunos preciosos...
—Pero para encontrar las palabras correctas...
—Resulta más fácil con el tiempo y la práctica. Al comienzo es mejor usar conjuros conocidos, que ya sabes que funcionan.
—Mmm... —musité.
Me quedé reflexionando largo rato; después de mis éxitos con la magia en la cabaña de Vannabe, veía el oficio con otros ojos. Sí, había metido la pata todas las veces anteriores que había intentado realizar conjuros, pero era porque creía que no estaba capacitada para hacerlo bien; en cambio, ahora sabía que era capaz, que tenía el don... De repente se me ocurrió algo; al principio no fue más que una vaga idea, pero cuanto más pensaba en ella, más me convencía de que podría funcionar. Le estaba muy agradecida a tía Grassina, puesto que sin ella habría sido mucho más difícil y lento encontrar a la nutria, pero, sin embargo, quería poner a prueba mis habilidades.
—Me gustaría recuperar yo misma el brazalete, tía Grassina —le espeté, a sabiendas de que más tarde no tendría valor para decirlo—. Quiero hablar yo con la nutria cuando la encontremos.
—Emma —soltó Eadric—, ¿te has vuelto loca?
—Pero ¿por qué? —cuestionó Grassina frunciendo el entrecejo—. Yo estaré contigo y la nutria no me hará daño. En cambio tú, siendo una rana, puedes correr peligro.
—Tengo un plan: quiero hacer un conjuro. Tú misma dijiste que tengo el don, el talento natural para la magia. Y si realmente lo tengo...
—¡No, no! —Eadric se atragantó con las palabras—. ¡Ni hablar! ¡Ya te lo he dicho: las nutrias se comen a las ranas!
—¡No sabrá que soy una rana! ¡Ya lo verás!
—Cuéntame cuál es tu plan —sugirió Grassina.
Nunca la había visto tan seria.
—Es muy sencillo: me haré pasar por el hada del pantano y le diré a la nutria que el brazalete es mío y que debe devolvérmelo. En este pantano no hay ninguna hada, ¿o sí, tía Grassina?
—Ninguna, que yo sepa, aunque no tengo mucha amistad con las hadas de por aquí.
—¡Eres una rana, Emma! —explotó Eadric—. ¿Cómo crees que podrás hacerte pasar por un hada?
—Eso no supone una dificultad —intervino Grassina—, porque las hadas son seres mágicos y pueden tomar la forma del animal que les apetezca. Yo he conocido a algunas con cuerpo de gato. ¿Por qué no, pues, un hada rana?
—¿Y por qué toda esta historia del hada del pantano, a fin de cuentas? —insistió Eadric.
—Porque la nutria no le entregaría el brazalete a una rana —expliqué—, pero apuesto a que sí se lo daría a un hada. Todo el mundo sabe que las hadas son muy desagradables cuando se enfadan.
—¿Y qué harás si la nutria se muere de risa? —refunfuñó Eadric.
—Haré un poquito de magia para convencerla de que hablo en serio. Ya tengo en mente varios conjuros.
—Quizá éste no sea el momento oportuno de recordarlo —apuntó Grassina—, pero algunos de tus conjuros no han salido del todo bien...
—Eso era antes. Ahora estoy pensando en los que había en el libro de Mudine; probaré con uno de ellos, o con varios, si hace falta.
—¿Y ése es todo el plan? —dijo Eadric—. ¡No dará resultado! Es demasiado sencillo.
—No estoy de acuerdo contigo, Eadric —comentó Grassina—. Los planes más sencillos suelen ser los mejores. Cuanto más complicado es un plan, más fácil es que algo salga mal. Pero, por otro lado, no me parece una buena idea, Emma. ¡Es demasiado peligroso! No tienes experiencia y ni siquiera practicas, como te he aconsejado.
—Lo sé y lo siento. Pero estoy segura de que todo irá bien.
—Tal vez —dijo Grassina—. Pero no es la mejor ocasión para poner a prueba tus dotes. Aunque los conjuros funcionaran, la nutria podría ser más rápida que tú. Lo siento, pero yo me haré cargo de este asunto.
No era fácil discutir con tía Grassina. Una vez que tomaba una decisión, ya no volvía a escuchar la opinión de los demás. Estaba resuelta a insistir cuando noté que ella tenía una mirada ausente y me di cuenta de que ya estaba tramando lo que iba a hacer.
L
legamos al río alrededor del mediodía y comprendimos que estábamos cerca de la nutria, porque multitud de centellas rojas, que refulgían como fuegos artificiales, recorrían la superficie de la escama. Seguimos el curso del río hasta donde se hallaba un viejo sauce semidesmoronado cerca de la orilla, aunque sus raíces se aferraban al resbaladizo barro que se desmenuzaba al paso de las aguas. Entonces la escama se puso de color rojo fuego... ¡Habíamos encontrado la madriguera de la nutria!
Eadric y yo asomamos la cabeza por el borde de la cesta mientras Grassina avanzaba un poco más. A lo largo de la orilla, rodeando la madriguera por todas partes, había un macizo de arbustos coronados de capullos de color azul pálido. Grassina sofocó un grito, dio media vuelta y se marchó río arriba para alejarse de las flores.
—¡Vaya, qué fastidio! —protestó, ya a cierta distancia, secándose el sudor que le perlaba el labio superior.
—¿Te encuentras bien? —le pregunté, al ver que había empalidecido.
—Sí, sí... —Se palpó la cara como si quisiera comprobarlo—. Pero no puedo acercarme más a la madriguera. Está rodeada de delfinios, ya lo has visto. Si llego a tocarlos...
—No entiendo nada —comentó Eadric—. ¿Tiene miedo de tocar las flores?
—Les tiene alergias
—Me temo que no es alergia, Emma. Es una maldición que persigue a nuestra familia desde hace generaciones. Empezó con Hazel, la primera Bruja Verde.
—Pero mamá y tú me dijisteis que era alergia.
—No queríamos asustarte. Pero se trata de una maldición que recae sobre las mujeres de la familia el día que cumplen dieciséis años. Nos pareció que aún teníamos tiempo para contártelo.
—¿Y en qué consiste?
Mi tía se estremeció y puso cara de terror, pero nos lo explicó:
—La maldición convierte a la persona en un ser repugnante: el pelo se le reseca y la nariz se vuelve ganchuda y se agranda hasta llegar casi al mentón; la cara y el cuerpo se llenan de verrugas, la voz se convierte en un graznido y el carácter...
—¡Pero si parece que hablas de la abuela! ¿La maldición la volvió así de fea?
—Así es. Tu abuela no creía que la maldición fuera cierta, hasta que fue demasiado tarde.
Eadric se rascó la cabeza con la pata, con tanto ímpetu que estremeció la cesta, y preguntó:
—¿Y no hay manera de romper la maldición? Después de todo, sois una familia de brujas...
—Es una maldición muy antigua. Según cuentan, Hazel era una chica guapísima que a los quince años ya sabía bastante de brujería y, además, tenía muy buena mano para las plantas y criaba las flores más bellas de la región. En su decimosexto cumpleaños, celebró una gran fiesta e invitó a todos los príncipes, princesas, brujas y hadas de los alrededores. Al final de la velada, le dio a cada invitado un ramo de flores encantado, que les duraría toda la vida. Sin embargo, se habían colado algunos invitados imprevistos, y los ramos se acabaron. La última hada que salió del castillo no recibió más que una disculpa y maldijo a Hazel y a todas sus descendientes. Por desgracia, la maldición también provocaba muy mal carácter y Hazel se convirtió en una persona tan amargada que no hizo las paces con el hada. Cuando murió, ya no hubo remedio, y sus descendientes heredamos la maldición. Y como las hadas viven muchísimo tiempo, todavía nos afecta a nosotras. Después de cumplir los dieciséis años, ninguna mujer de nuestra familia se atreve a tocar una flor para no padecer el mismo destino que Hazel.
—¡Qué cosa tan terrible! —se lamentó Eadric—. Pero no te preocupes, Emma; nunca te regalaré flores después de que cumplas los dieciséis.
—Hombre, gracias —dije pensando que de cualquier modo no me las regalaría.
—¡Lo siento, Emma! —se disculpó Grassina retorciéndose angustiada las manos—. ¡No me atrevo a acercarme a esas flores!
—¿No puede quitarlas de en medio con un conjuro? —preguntó Eadric.
—No. Bastaría con pronunciar el hechizo para desatar la maldición.
—Bueno, no importa —la tranquilicé—. Ya te he dicho que quería hacerlo yo sola. Aunque si me ayudas a arreglarme un poco...
—¡Claro, claro! —Mi tía todavía parecía preocupada—. Me siento fatal, de verdad, porque es muy peligroso. Tenemos que tomar todas las precauciones... —Grassina asintió como si hubiera llegado a una decisión—. Bien, vamos allá. ¿En qué quieres que te ayude?
—Primero tenemos que encontrar algunas cosas.
Yo había pensado hacerme una falda de pétalos, pero Grassina no podía ayudarme por culpa de la maldición. De manera que recogimos unas hojas aterciopeladas con forma de corazón y buscamos los demás elementos del disfraz. Mi tía confeccionó unas bolsitas enrollando hojas más grandes y llenó una de ellas con savia de pino, otra con polvo de mica, procedente de una roca desportillada, y las demás con agujas de pino y telarañas. También encontré una ramita recta que no era demasiado gruesa ni demasiado larga y parecía hecha a la medida de mi mano.
En el meandro del río, las libélulas revoloteaban sobre el agua atareadas en sus propios quehaceres misteriosos. Grassina y yo esperamos en la orilla mientras Eadric conseguía algunos pares de alas y aprovechaba para tomar un tentempié. Yo estaba demasiado exaltada para comer.
Caminamos los tres hasta el borde de un prado y mi tía y yo nos sentamos en un peñasco bañado por el sol. Eadric se entretuvo cazando más bichos. Traté de coserme yo misma la falda con el hilo de telaraña, pero la aguja se escurría entre mis dedos de rana y Grassina tuvo que hacer de costurera. Mientras ella cosía la falda, yo embadurné la punta de mi ramita con savia de pino y la recubrí con polvo de mica para que brillara como una varita mágica.
Una vez lista la varita, examiné las alas de libélula que había traído Eadric y aparté las más bonitas. Algunas eran demasiado grandes y otras demasiado pequeñas. Pero por fin escogí un par de color amarillo mantequilla, con rayas verde pálido; eran del tamaño ideal y, además, combinaban con el verde esmeralda de la falda.
Finalmente, me puse la falda y Grassina me pegó las alas a la espalda con otro brochazo de savia de pino. Se escurrieron un poco y, mientras estábamos arreglándolas, Eadric regresó con la panza hinchada por la comilona.
—¡Ya estoy lista! —anuncié, aunque las alas aún no estaban del todo en su sitio.
—Espera un momento —pidió Grassina.
Se quitó una cadena del cuello y me enseñó una bola de cristal engastada en filigranas de oro. Sopló sobre ella y su aliento empañó el cristal, que se tornó lechoso y opaco.
—Ahora tócala con la varita —dijo ofreciéndome la bola.
En cuanto la toqué, mi cara apareció en el cristal.
—Ya está —dijo la tía arrellanándose en el peñasco—. Ahora la bola está enfocada hacia ti y me enseñará todo lo que ocurra a tu alrededor. Estaré observándote desde aquí y, si veo que me necesitas, estaré contigo en un instante, con o sin maldición.
—Grassina... —balbucí.
—No te dejaré ir sola si no es así.
—A mí me parece bien —opinó Eadric—, pero yo pienso ir con ella.
—¡No! —exclamé—. ¡No surtirá efecto si hay alguien más presente!
Eadric alzó una mano para acallar mis protestas y me explicó:
—No iré contigo hasta la misma madriguera ni dejaré que la nutria me vea. Pero quiero asegurarme de que estás bien.
Me conmovió su preocupación. A veces se comportaba como un pelma, pero otras veces como un ángel. La verdad, nunca acabaría de entenderle.
Me despedí de Grassina después de prometerle que tendría cuidado y me encaminé hacia la madriguera de la nutria acompañada de Eadric, que parecía bastante alegre, pero a medida que nos acercábamos al río se puso taciturno.
—Se me ha ocurrido una cosa —comentó—: ¿Qué te parece si esperamos a que la nutria se marche y aprovechamos entonces para sacar el brazalete?