—¿Y arriesgarnos a que vuelva de repente? Estaríamos acorralados en la madriguera y nos comería apenas regresara.
—Cierto... pero ¿y si uno de los dos la distrae...?
—¡Ya lo hemos discutido, Eadric!
—Ya lo sé, pero opino que no debes arriesgarte. No eres invencible, ¿sabes? Además, yo tengo más experiencia; en cambio, tú nunca te has enfrentado a un dragón iracundo, ni a un duende desquiciado. No puedo evitarlo: estoy muy preocupado. Si te ocurre algo malo, seré un sapo solitario el resto de mi vida. Venga, dame el disfraz y yo me haré pasar por el hada del pantano.
No fue nada fácil contener la risa. La idea de ver a Eadric con la falda del hada era indescriptiblemente graciosa. Sin embargo, el ofrecimiento me conmovió una vez más.
—Eres muy gentil, Eadric, pero me temo que no podrá ser. Nadie se creería que tú eres el hada.
—No sé...
—Todo saldrá bien, Eadric. Sé lo que hago.
«O eso espero», pensé tratando de mostrarme optimista.
Pero ¿y si la nutría no me creía? ¿O si tía Grassina no llegaba a tiempo? No sería tan sólo una humillación peor que todas las anteriores, sino que si fracasaba, la nutria me comería de un bocado. Sin embargo, si tenía éxito, Eadric y yo volveríamos a ser humanos antes del anochecer. Todo mi futuro estaba en juego, pasara lo que pasase, si es que realmente tenía futuro...
El sol declinaba ya y proyectaba las sombras alargadas cuando avistamos la madriguera de la nutria. Estábamos tan concentrados en nuestro plan que dejamos de vigilar los alrededores, pero, de repente, oímos el golpeteo de unas pezuñas y apenas tuvimos tiempo de brincar para escondernos de un enorme perro blanco. Era el mismo que trató de comerme, el mismo que el viejo sapo espantó. Por la manera como olfateaba el aire, evidentemente había dado con nuestro rastro y no tardaría en descubrirnos, aunque nos agazapáramos entre la hierba.
—¿Qué vamos a hacer? —le pregunté a Eadric—. Si nos metemos en el agua arruinaré el disfraz y tendré que hacerlo todo otra vez.
—No te preocupes. Yo me encargaré de él. Tú busca la madriguera debajo de las raíces del sauce. Nos encontraremos otra vez aquí en cuanto me deshaga del perro. ¡Y no olvides traer el brazalete!
Sin decir una palabra más, Eadric saltó del escondite y aterrizó justo a la vista del perro.
—¡Hola, perrito! —gritó—. ¡Estoy aquí!
El perro dejó de husmear el suelo y alzó la cabeza al instante. Eadric se puso a brincar de aquí para allá tratando de atraer su atención. Me estremecí cuando vi que el animal lo había detectado y se lanzó tras él meneando el rabo tan rápido que ni se le distinguía.
—Conque estás ahí, ¿eh? ¡Te he estado buscando por todas partes! —Eadric pegó un salto y saltó a una velocidad increíble—. ¡Oye! —gimió el perro—. ¡Espérame!
Los dos se alejaron por el camino antes de que yo lograra reaccionar. Estuve tentada de ir tras ellos para evitar que Eadric se sacrificara por mí, pero comprendí que sería inútil y ya era demasiado tarde. Mi compañero realmente brincaba más rápido que yo y nunca lo alcanzaría, por lo tanto lo único que podía hacer era seguir adelante con el plan y recuperar el brazalete. Si ambos teníamos suerte, volveríamos a encontrarnos en el pastizal.
Traté de concentrarme, aunque continué pensando en mi amigo. Creía conocerlo bastante bien después de nuestras aventuras, pero nunca había imaginado que fuera tan valiente. ¡Así era él, ni más ni menos! Por primera vez, se me ocurrió que quizá sus hazañas no eran tan sólo un farol.
Intentando buscar alguna señal de él o del perro, salí del pastizal, fui hasta el sauce y me senté junto a la semioculta entrada de la madriguera. La nutria no tardó en asomar la cabeza con un pez entre las fauces, pero en cuanto me vio, abrió los ojos de par en par y abrió la boca. El pez cayó al suelo y se revolcó tratando de respirar.
—¿Quién diablos eres tú? —preguntó la nutria.
—¡Soy el hada del pantano! —anuncié confiando en que mi voz sonara convincente.
—No me digas. A mí me pareces una rana y eso quiere decir que llegas a tiempo para la cena. Me encantan las comidas copiosas y siempre cabe algo más en el estómago.
—No seas impertinente —dije estirando el cuello con arrogancia—. A las hadas nos sientan fatal los insultos. Estoy aquí porque tienes algo que me pertenece.
—¿De veras? ¿Y qué es?
—El brazalete que encontraste en el estanque. ¡Quiero que me lo devuelvas!
La nutria soltó una risita aguda que parecía el gorjeo de un pájaro tan vulgar que, en otras circunstancias, me habría hecho sonreír.
—Lo siento mucho, pero no pienso devolverte nada. Además, dame alguna prueba de que eres el hada del bosque en vez del segundo plato de mi cena.
—¡Tú te lo has buscado! —exclamé, y arrojé al aire un puñado de polvo de mica para impresionarla con el brillo de las esquirlas.
La nutria retrocedió haciendo una mueca y se quitó el polvo de los ojos con la pata. Yo tosí y me limpié también porque, como no había tenido en cuenta la brisa que soplaba, la mitad del polvo me había caído a mí también en la cara.
Con los ojos todavía llorosos, apunté a la nutria con la varita mágica. ¡Menos mal que no tenía que leer el conjuro que me había aprendido en la cabaña de Vannabe! Así pues, recité:
¡Vete de aquí, color descolorido!
Quiero algo nuevo, que no esté podrido.
Largo y radiante, rizado y lustroso,
un pelo nuevo, no una piel de oso.
El conjuro «Cambia tu pelo» no estaba pensado para una nutria, así que decidí hacer algún retoque:
Que dure por siempre, terso como el tul.
¡Pelo o pelaje, lo quiero azul!
Con un relámpago azul y un tenue redoble de címbalos, el color del pelo de la nutria se volvió de un bonito tono turquesa.
—¡Aaaah! —gritó—. ¿Por qué me has hecho esto!
—Yo diría que me has pedido una prueba convincente, ¿verdad? ¿Crees ahora que soy el hada del pantano, o no?
—No sé si eres un hada o una rana emperifollada —rezongó—, pero no pienso darte el brazalete. Además, ¿para qué lo quieres? ¡Es demasiado grande para ti! ¡Olvídalo!
—¿Tal vez te gustaría que te dejara sin pelo? —dije jactándome—. Tendrías bastante frío en invierno...
La nutria se contempló su grueso pelaje azulado y se echó a temblar de pies a cabeza. Aunque no parecía en absoluto contenta, levantó la vista y me dijo, resignada:
—Así no se puede pactar. Espera aquí; te traeré tu dichoso brazalete. De cualquier modo titila toda la noche y no me deja dormir.
Esperé a que se metiera en la madriguera y me abracé a mí misma saltando de alegría. La nutria estuvo un rato escarbando en el túnel y salió por fin con el hocico salpicado de barro; frunció el entrecejo, malhumorada, y empujó el brazalete hacia mí. Pensé en ponérmelo como un collar, porque era más ancho que mi cabeza, pero me dio miedo estrangularme si de repente me convertía en chica. Nada ocurriría hasta que le diera otro beso a Eadric, pero el mero hecho de tener el brazalete entre las manos me ponía nerviosa. Al fin y al cabo la vez anterior ya había ocurrido algo inesperado. Así pues, me lo quedé mirando de hito en hito sin saber qué hacer.
—¿Y bien? —dijo la nutria—. ¿Algo más?
—No, no, nada —repuse, y retrocedí—. Puedes volver a tus asuntos, nutria del arroyo.
—Vaya, vaya... —rezongó la nutria rascándose la cabeza—. No sé si serás un hada, pero eres muy extraña.
Agarré el brazalete con las dos manos y regresé saltando hasta el pastizal, donde me había despedido de Eadric, pero no estaba por ninguna parte. Lo llamé a voces, hasta que me di cuenta de que era una insensatez, pues sólo conseguiría alertar al perro, si todavía andaba por ahí. Éramos todavía sapo y rana y había que andarse con cuidado. Esperé una eternidad en el pastizal, agazapada y cada vez más inquieta, hasta que oí cómo unas patas rebotaban en el barro húmedo. Estuve a punto de dar un grito.
—¡Lo conseguiste! ¡Estaba seguro de que lo lograrías!
Volví la cabeza en redondo y las rodillas me temblaron de alivio.
—¡Eadric! ¡Estás aquí! ¿Cómo has escapado del perro?
Él sonrió orondo, se dio un golpecito en el pecho y dijo:
—Nadando más rápido que él. ¡Ningún perro puede vencerme en el agua!
Sonreí de oreja a oreja y le di un gran abrazo de rana.
—¡Estaba muriéndome de preocupación!
—¿Por qué? Te dije que nos encontraríamos aquí. ¡Ahora ponte otra vez el brazalete y no lo pierdas!
—¿Está todo en orden? —Tía Grassina se abría paso a grandes zancadas por entre la hierba.
—¡Todo en orden! —asentí sin dejar de sonreír—. ¡Salió perfecto! ¡Mira, aquí tengo el brazalete!
Era tan grande que tuve que levantarlo con ambas manos para enseñárselo.
Ella sonrió con aire ausente, como si estuviera pensando en otra cosa, y comentó:
—Lo sé. Te vi cómo convencías a la nutria. Estuviste estupenda.
—Tal vez tendríamos que alejarnos un poco más antes de hacer la prueba. Por si acaso la nutria cambia de opinión.
—Buena idea —dijo Grassina—. Aunque no creo que haya peligro... Bueno, disculpad, vuelvo enseguida. No sé qué es, pero esa nutria...
Echó a andar como una sonámbula, sin reparar en que se le clavaban las espinas de una zarza. Eadric me agarró del brazo cuando me disponía a ir tras ella para hacerla volver.
—¡Vamos! ¡¡Hagámoslo de una vez!!
—Está bien. Pero en cuanto seamos humanos iremos tras ella. Está muy rara...
—¡Alto ahí! —ordenó una voz autoritaria.
Una luz centelleante descendió hasta el suelo, se alzó en un remolino y cobró la forma de un hada, de cabellos azules, con algunas canas, y ojos de color violeta en los que se notaba cierto cansancio y algún fastidio; dos enormes alas iridiscentes, de color violeta y malva, se agitaban a sus espaldas, y la larga falda de pétalos de flores, cuyo dobladillo estaba ajado y embarrado, le crujía al caminar. Se inclinó hasta nosotros y, extendiendo una mano hacia mí, dijo:
—¡Ese brazalete me pertenece!
—¿Quién eres? —pregunté sofocando un grito.
—¡Soy el hada del pantano! ¡La verdadera, la única, la inimitable hada del pantano! ¡Me han contado que te haces pasar por mí! ¿Adonde vamos a parar? Se va una de vacaciones por una o dos décadas, y enseguida todos aprovechan la oportunidad... ¿No te da vergüenza? ¡Tendrás que pagarme una multa! ¡Dame ese brazalete!
—¿Por qué lo quieres? —dije retrocediendo.
El hada me repasó de arriba abajo, como si yo estuviera escondiendo algo.
—Porque no creo que tengas ninguna otra cosa de valor. Me pagarás la multa con él.
—¡No puedo dártelo! ¡Espera! —dije aferrándome al brazalete—. ¡Lo necesitamos! ¿No querrías alguna otra cosa?
—No, ni pensarlo. No me interesa una camada de renacuajos, si es lo que pensabas ofrecerme. ¡Dame el brazalete y largo de aquí!
Era imposible dárselo. ¡Estábamos a punto de conseguir nuestro propósito! Asustadísima, me giré hacia Eadric y mis ojos tropezaron con el botellín de aliento del dragón.
—¡Ya lo tengo! ¡Eadric, date vuelta! —Desaté a toda velocidad el cordel para liberar el botellín.
—Tú dijiste que no había ninguna hada del pantano —me susurró Eadric.
—¡Yo no sabía que existía! —le susurré.
—¿Y cómo sabemos si es... ?
—¡Ni una palabra más, Eadric! ¡No nos metas en más líos!
—¡Os estoy oyendo! —canturreó el hada—. ¿No os han enseñado que murmurar es de mala educación? ¡Os multaré también por eso!
—¡Oh, lo siento! —me lamenté—. Mira, ¿qué tal si te damos esto en vez del brazalete?
Sostuve en alto el botellín para que viera el torbellino de colores bajo el sol.
—¿Qué es? —preguntó, escéptica.
—Es un botellín de aliento de dragón. Es muy valioso, según tengo entendido.
—¿Aliento de dragón? ¡Hace años que está agotado! ¡Dámelo, déjame verlo!
Estiré un brazo para darle el botellín, pero mis manos eran torpes y me resbaló entre los dedos. El corazón se me subió a la garganta cuando el botellín le aterrizó sobre un pie.
—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! —chilló mientras se masajeaba el pie y daba saltitos con el otro—. ¡Me has hecho daño! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!
Eadric y yo brincamos detrás de un matojo antes de que nos diera un pisotón.
—¡Cuánto lo siento! —me excusé sintiéndome una estúpida—. ¡No lo he hecho a propósito!
—¿Qué más da? —dijo Eadric—. ¡Quizá el botellín estaba roto!
El hada le lanzó una mirada feroz. Prescindiendo de mi amigo, me arrojé a la hierba y recogí el botellín. Cuando se lo ofrecí, ella me lo arrebató de la mano y me miró también iracunda.
Lo destapó y lo olfateó con desconfianza. Rápidamente, la cara se le puso de color verde brillante y empezó a toser, de modo que repuso el tapón a toda prisa.
—¡Caramba! ¡Qué pestazo! Es aliento de dragón, no cabe duda; lo aceptaré en pago por la multa. Se lo daré a un dragón amigo que está viejo y gordo y lleva años sin aliento. Será un magnífico regalo de cumpleaños. Pero todavía me debéis la otra multa; dos más, en realidad. Una por murmurar a mis espaldas y la otra por dejarme caer el botellín en el pie. ¿Qué más tenéis para mí?
—Pues, nada, aparté del brazalete...
—Entonces dámelo ya. Es precioso...
El hada me lo agarró y sonrió complacida cuando, al girarlo y agitarlo en el aire, los pequeños símbolos destellaron a la luz del sol.
—¡Lo necesitamos! —gimió Eadric—. ¡Si no nos lo das seremos sapo y rana para siempre!
—¿De verdad? —se extrañó el hada—. A ver, explícame por qué.
Yo no quería contarle nada, pero Eadric ya había dicho demasiado. No podía irnos peor por contarle el resto.
—Yo era una chica hasta que le di un beso a Eadric, pero como llevaba puesto el brazalete...
El hada abrió los ojos como platos.
—¿Este brazalete te convirtió en rana?
—Exacto, es un...
—¡Toma! ¡Llévatelo! —gritó lanzándomelo—. ¡Lo único que me faltaría es convertirme en rana! Figúrate, yo, sin pelo, toda babosa...
—¡Eh, oiga! —dijo Eadric enfadándose.
Le di un codazo en el estómago por miedo a que dijera una impertinencia.
—Pues no podemos darte nada más.
—No importa —replicó el hada dando un paso atrás—. Me contentaré con el aliento de dragón. Si prometes que nunca más te harás pasar por mí, te perdonaré las otras multas y quedaremos en paz.